HACE casi tres días estuvimos haciendo una especie de marcha forzada. Petrus me despertaba antes del alba y no parábamos de caminar sino hasta las nueve de la noche. Los únicos descansos concedidos eran para las comidas, ya que mi guía había abolido la siesta de inicios de la tarde.
Daba la impresión de estar siguiendo un misterioso programa, que no me había sido dado a conocer. Además, había cambiado por completo su comportamiento. Al principio pensé que era por mi duda en el episodio de la cascada, pero me di cuenta de que no. Se mostraba irritado con todos y miraba su reloj varias veces al día. Recordé sus palabras: nosotros mismos creamos la noción de tiempo.
—Cada día te vuelves más experto —respondió—. Veremos si pones en práctica toda tu experiencia cuando la necesites.
Una tarde estaba tan cansado con el ritmo de la caminata que simplemente no podía levantarme. Entonces, Petrus me ordenó quitarme la camisa y que apoyara la columna vertebral en un árbol cercano. Me quedé así unos minutos y luego me sentí muy dispuesto a seguir adelante. Él me explicó que los vegetales, principalmente los árboles maduros, son capaces de transmitir armonía cuando alguien recarga su centro nervioso en el tronco. Durante horas, discurrió acerca de las propiedades físicas, energéticas y espirituales de las plantas.
Como ya había leído todo eso en alguna parte, no me preocupé por hacer anotaciones, pero el discurso de Petrus servía para disipar la sensación de que se aburría conmigo. Comencé a ver su silencio con más respeto y él, tal vez adivinando mis preocupaciones, procuraba ser simpático siempre que su constante mal humor se lo permitía.
Cierta mañana llegamos a un inmenso puente, totalmente desproporcionado para el hilito de agua que corría debajo. Era domingo muy temprano, y las tabernas y bares del pueblo cercano aún estaban cerrados. Nos sentamos en el puente para desayunar.
—El hombre y la naturaleza tienen los mismos caprichos —dije, intentando entablar una conversación—. Nosotros construimos bellos puentes y ella se encarga de desviar el curso de los ríos.
—Es la sequía —dijo él—. Acaba pronto tu emparedado porque tenemos que continuar.
Decidí preguntarle por qué tanta prisa.
—Ya te dije que llevo mucho tiempo en el Camino de Santiago. Dejé muchas cosas por hacer en Italia; necesito volver pronto.
La frase no me convenció. Podía ser verdad, pero ése no era el único motivo. Cuando iba a insistir en la respuesta, cambió de tema.
—¿Qué sabes de este puente?
—Nada —respondí—. Y aun con la explicación de la sequía es demasiado desproporcionado. Incluso creo que el río desvió su curso.
—En cuanto a esto, no tengo idea —dijo—, pero en el Camino de Santiago este puente es conocido como «El Paso Honroso». Estos campos que nos rodean fueron escenario de sangrientas batallas entre suevos y visigodos, y, más tarde, entre los soldados de Alfonso III y los moros. Tal vez sea así de grande para que toda esa sangre pudiese correr sin inundar la ciudad.
Fue un intento de humor negro. No me reí. Se quedó un poco confundido, pero continuó:
—Sin embargo, no fueron las huestes visigodas ni los clamores triunfantes de Alfonso III los que dieron el nombre a este puente, sino una historia de amor y de muerte.
»Durante los primeros siglos del Camino de Santiago, mientras de toda Europa llegaban peregrinos, curas, nobles e incluso reyes que querían rendir homenaje al santo, también llegaron asaltantes y bandoleros. La historia registra innumerables casos de robos de caravanas enteras de peregrinos y de crímenes horribles cometidos contra los viajeros solitarios.
Todo se repite, pensé para mis adentros.
—Por eso, algunos nobles caballeros resolvieron crear una forma de dar protección a los peregrinos, y cada uno de ellos se encargó de proteger una parte del Camino. Pero, como los ríos cambian su curso, también el ideal de los hombres está sujeto a cambios. Además de espantar a los malhechores, los caballeros andantes comenzaron a disputar entre ellos por quién era el más fuerte y el más valiente del Camino de Santiago. No pasó mucho antes de que comenzaran a luchar entre sí, y los bandidos volvieron a actuar con impunidad en los caminos.
»Esto fue así durante mucho tiempo hasta que, en 1434, un noble de la ciudad de León se enamoró de una mujer. Se llamaba don Suero de Quiñones, era rico y fuerte, y trató por todos los medios de obtener la mano de su amada en matrimonio. Pero esta señora —cuyo nombre olvidó guardar la historia— no quiso ni saber de esa inmensa pasión y rechazó la petición.
Me moría de curiosidad por saber qué relación había entre un amor rechazado y el pleito de los caballeros andantes. Petrus notó mi interés y dijo que sólo contaría el resto de la historia si me terminaba el emparedado y reemprendíamos la marcha.
—Te pareces a mi madre cuando yo era niño —respondí. Me tragué el último pedazo de pan, tomé la mochila y comenzamos a atravesar la pequeña ciudad adormecida.
Petrus continuó:
—Nuestro caballero, herido en su amor propio, resolvió hacer exactamente lo que todos los hombres hacen cuando se sienten rechazados: comenzar una guerra particular. Se prometió a sí mismo que realizaría una hazaña tan importante que la doncella nunca más olvidaría su nombre. Durante muchos meses, procuró un ideal noble al cual consagrar aquel amor rechazado. Hasta que una noche, oyendo hablar de los crímenes y de las luchas en el Camino a Santiago, tuvo una idea.
»Reunió diez amigos, se instaló en este poblado por donde estamos pasando y mandó divulgar entre los peregrinos que iban y venían por el Camino de Santiago, que estaba dispuesto a permanecer allí treinta días —y quebrar trescientas lanzas— con tal de probar que era el más fuerte y el más osado de todos los caballeros del Camino. Acamparon con sus banderas, estandartes, pajes y criados, y se dispusieron a esperar a los desafiantes.
Me imaginé qué fiesta debió haber sido: jabalíes asados, vino a todas horas, música, historias y lucha. Un cuadro se representó muy vivo en mi mente, mientras Petrus continuaba contando el resto de la historia.
—Las luchas comenzaron el día 10 de julio, con la llegada de los principales caballeros. Quiñones y sus amigos combatían durante el día y por la noche preparaban grandes fiestas. Las luchas eran siempre en el puente, para que nadie pudiese huir.
»En cierta época llegaron tantos desafiantes, que se encendieron hogueras a todo lo largo del puente para que los combates pudieran continuar por la madrugada. Todos los caballeros vencidos eran obligados a jurar que nunca más lucharían contra los otros, y de ahora en adelante su única misión sería proteger a los peregrinos hasta Compostela.
»La fama de Quiñones recorrió en pocas semanas toda Europa. Además de los caballeros del camino, comenzaron a llegar también generales, soldados y bandidos a desafiarlo. Todos sabían que quien consiguiera vencer al bravo caballero de León se volvería famoso de la noche a la mañana, y su nombre se coronaría de gloria. Pero, mientras los otros buscaban tan sólo fama, Quiñones tenía un propósito mucho más noble: el amor de una mujer, y este ideal logró que venciera en todos los combates.
»El día 9 de agosto las luchas terminaron y don Suero de Quiñones fue reconocido como el más bravo y el más valiente de todos los caballeros del Camino de Santiago. A partir de esa fecha, nadie osó contar más bravatas sobre valor, y los nobles volvieron a combatir al único enemigo común: los bandoleros que asaltaban a los peregrinos. Más tarde, esta epopeya daría inicio a la Orden Militar de Santiago de la Espada.
Habíamos acabado de cruzar el pueblo. Sentí ganas de volver a mirar de nuevo «El Paso Honroso», el puente donde se había escenificado toda aquella historia, pero Petrus me pidió que siguiéramos adelante.
—Y ¿qué sucedió con don Quiñones? —pregunté.
—Fue hasta Santiago de Compostela y depositó en su relicario una gargantilla de oro que hasta hoy adorna el busto de Santiago Menon.
—Me refiero a si terminó casándose con la doncella.
—¡Ah! Pues eso no lo sé —respondió Petrus—. En esa época, la historia era escrita sólo por los hombres. ¿Y, entre tantas escenas de luchas, a quién le iba a interesar el final de una historia de amor?
Después de contarme la historia de don Suero Quiñones, mi guía volvió a su mutismo habitual, y caminamos dos días más en silencio, casi sin detenemos a descansar. Sin embargo, al tercer día, Petrus comenzó a andar más despacio de lo normal. Dijo que estaba un poco cansado por todo el esfuerzo de toda esa semana y que ya no tenía la edad ni la disposición para seguir a ese ritmo. Una vez más tuve la certeza de que no estaba diciendo la verdad: su rostro, en vez de cansancio, mostraba una preocupación intensa, como si algo muy importante estuviese por ocurrir.
Esa tarde llegamos a Foncebadón, un poblado inmenso, pero completamente en ruinas. Las casas, construidas con piedra, tenían los tejados de pizarra destruidos por el tiempo y por la pudrición de las vigas de madera. Uno de los lados del poblado daba a un precipicio, y frente a nosotros, detrás de un monte, estaba una de las más importantes señales del Camino de Santiago: la Cruz de Hierro. Esta vez era yo quien estaba impaciente y queriendo llegar pronto a aquel extraño monumento, compuesto por un mismo tronco de casi diez metros de altura, rematado por una cruz de hierro.
La cruz había sido dejada allí desde la época de la invasión de César, en homenaje a Mercurio. Siguiendo la tradición pagana, los peregrinos de la Ruta Jacobea acostumbraban depositar a sus pies una piedra traída de lejos. Aproveché la abundancia de rocas de la ciudad abandonada y tomé del suelo un trozo de pizarra.
Cuando quise apretar el paso noté que Petrus estaba caminando muy despacio. Examinaba las casas en ruinas, movía troncos caídos y restos de libros, hasta que se sentó en medio de la plaza del lugar, donde había una cruz de madera.
—Vamos a descansar un poco —dijo.
Estaba atardeciendo y, aunque nos quedásemos allí una hora, aún daba tiempo de llegar a la Cruz de Hierro antes de que cayera la noche.
Me senté a su lado y me quedé mirando el paisaje vacío. De la misma manera que los ríos cambiaban de lugar, también cambiaban de lugar los hombres. Las casas eran sólidas y deben de haber tardado mucho tiempo en derrumbarse. Era un lugar bonito, con montañas atrás y un valle enfrente, y me pregunté qué habría llevado a tanta gente a abandonar un lugar como ése.
—¿Crees que don Suero de Quiñones estaba loco? —preguntó Petrus.
Ya no me acordaba quién era don Suero y tuvo que recordarme «El Paso Honroso».
—Creo que no estaba loco —respondí. Pero dudé de mi respuesta.
—Pues sí estaba, al igual que Alfonso, el monje que conociste. Como yo, y la manera de manifestarse esta locura está en los dibujos que hago. O como tú, que buscas tu espada. Todos nosotros tenemos dentro, ardiendo, la llama de la santa locura, que es alimentada por Ágape.
»Para esto no necesitas querer conquistar América o conversar con las aves —como San Francisco de Asís—. Un verdulero de la esquina puede manifestar esta llama santa de locura, si le gusta lo que hace. Ágape existe más allá de los conceptos humanos y es contagioso, porque el mundo tiene sed de él.
Petrus me dijo que yo sabía despertar Ágape mediante el Globo Azul. Pero para que Ágape pudiera florecer, yo no podía tener miedo de cambiar mi vida. Si me gustaba lo que estaba haciendo, muy bien, pero si no, siempre había tiempo de cambiar. Permitiendo que sucediera un cambio, yo estaba transformándome en un terreno fértil y dejando que la Imaginación Creadora lanzara semillas sobre mí.
—Todo lo que te enseñé, inclusive Ágape, sólo tiene sentido si estás satisfecho contigo mismo. Si esto no fuera así, los ejercicios que aprendiste van a llevarte inevitablemente a desear un cambio, y para que todos los ejercicios aprendidos no se vuelvan contra ti, es necesario permitir que ocurra un cambio.
»Éste es el momento más difícil de la vida de un hombre. Cuando ve el Buen Combate y se siente incapaz de cambiar de vida e ir a combatir. Si esto sucediere, el conocimiento se volverá contra quien lo posee.
Miré la ciudad de Foncebadón. Tal vez todas esas personas, colectivamente, hubieran sentido esta necesidad de cambiar. Pregunté si Petrus había escogido a propósito ese escenario para decirme eso.
—No sé qué pasó aquí —respondió—. Muchas veces las personas son obligadas a aceptar un cambio provocado por el destino, y no es de esto que estoy hablando, sino de un acto de voluntad, un deseo concreto de luchar contra todo aquello que no te satisface en tu vida diaria.
»En el camino de la existencia siempre encontramos problemas difíciles de resolver. Como por ejemplo, atravesar el agua de una cascada sin que te derrumbe. Entonces tienes que dejar actuar a la Imaginación Creadora. En tu caso, había allí un desafío de vida o muerte y no había tiempo para pensar en muchas opciones: Ágape te indicó el único camino.
»Pero existen problemas en esta vida en los que tenemos que escoger entre un camino y otro. Problemas cotidianos, como una decisión empresarial, un rompimiento afectivo, un encuentro social. Cada una de estas pequeñas decisiones que estamos tomando a cada minuto de nuestra existencia puede significar elegir entre la vida y la muerte. Cuando sales de casa por la mañana para ir al trabajo, puedes escoger entre un transporte que te deje sano y salvo en la puerta de tu trabajo u otro que chocará y matará a sus ocupantes. Esto es un ejemplo radical de cómo una simple decisión puede afectar a una persona por el resto de su vida.
Comencé a pensar en mí mientras Petrus hablaba. Había escogido hacer el Camino de Santiago, en busca de mi espada. Era lo que más me importaba ahora y necesitaba encontrarla de cualquier manera. Tenía que tomar la decisión correcta.
—La única manera de tomar la decisión correcta es sabiendo cuál es la decisión equivocada —dijo él después de que le comenté mi preocupación—. Es examinar el otro camino sin miedo y sin morbidez y, después de eso, decidir.
Petrus me enseñó entonces «El Ejercicio de las Sombras».
Relájese.
Durante cinco minutos, mire atentamente todas las sombras de objetos o personas a su alrededor. Intente saber exactamente qué parte del objeto o de la persona se está reflejando.
En los siguientes cinco minutos continúe haciendo esto, pero, al mismo tiempo, localice el problema que desea resolver y busque todas sus posibles soluciones equivocadas.
Finalmente, permanezca cinco minutos más mirando las sombras y pensando cuáles son las soluciones correctas que sobraron. Elimine una por una, hasta que quede la solución exacta a su problema.
—Tu problema es tu espada —dijo luego de concluir la explicación del ejercicio.
Asentí.
—Entonces haz este ejercicio ahora. Voy a ir a dar una vuelta; cuando regrese, sé que sabrás la solución correcta.
Recordé la prisa de Petrus durante todos aquellos días y toda esa conversación en la ciudad abandonada. Parecía que estaba buscando ganar tiempo, para también él decidir alguna cosa. Me quedé animado y empecé a hacer el ejercicio.
Hice un poco del Soplo de RAM para armonizar con el ambiente. Después programé quince minutos en mi reloj y comencé a mirar las sombras alrededor. Sombras de las casas en ruinas, de piedra, madera, de la cruz vieja atrás de mí. Mirando las sombras, advertí lo difícil que era saber exactamente qué parte estaba siendo reflejada. Nunca había pensado en esto. Algunas vigas rectas se transformaban en objetos angulares, y una piedra irregular tenía un formato redondo al reflejarse. Hice esto durante los primeros diez minutos. No fue difícil concentrarme porque el ejercicio era fascinante. Comencé entonces a pensar en las soluciones equivocadas para encontrar mi espada. Un sinnúmero de ideas pasó por mi mente, desde tomar un camión a Santiago, hasta telefonear a mi mujer y, mediante chantaje emocional, saber dónde la había colocado.
Cuando Petrus regresó yo estaba sonriente.
—¿Y entonces? —preguntó.
—Descubrí cómo escribe sus novelas policiacas Agatha Christie. Transforma la hipótesis más equivocada en la hipótesis más correcta. Debió haber conocido el Ejercicio de las Sombras.
Petrus preguntó dónde estaba mi espada.
—Voy a describirte primero la hipótesis más equivocada que logré elaborar mirando las sombras: la espada está fuera del Camino de Santiago.
—Eres un genio. Descubriste que llevamos buscando tu espada hace ya bastante tiempo. Creí que te lo habían dicho antes de salir de Brasil.
—… Y guardada en un lugar seguro —continué—, adonde mi mujer no tendría acceso. Deduje que está en un lugar absolutamente abierto, pero que se incorporó de tal forma al ambiente que no está visible.
Petrus no se rió esta vez. Continué:
—Y como lo más absurdo sería que estuviese en un lugar lleno de gente, está en un sitio casi desierto; además, para que las pocas personas que la vean no noten la diferencia entre una espada como la mía y una espada típica española, debe de estar en un lugar donde nadie sepa distinguir estilos.
—¿Crees que está aquí? —preguntó él.
—No, no está aquí. Lo más equivocado sería hacer este ejercicio en el lugar donde está la espada. Descarté pronto esa hipótesis, pero debe de estar en una ciudad parecida a ésta. No puede estar abandonada, porque una espada en una ciudad abandonada llamaría mucho la atención de los peregrinos y transeúntes. En poco tiempo estaría adornando las paredes de un bar.
—Muy bien —dijo, y noté que estaba orgulloso de mí o del ejercicio que me había enseñado.
—Hay una cosa más —dije.
—¿Qué es?
—El lugar más equivocado para que esté la espada de un mago sería un lugar profano. Debe estar en un lugar sagrado, como una iglesia, por ejemplo, donde nadie se atrevería a robarla. En pocas palabras: en una iglesia de una pequeña ciudad cerca de Santiago, a la vista de todos, pero armonizando con el ambiente, está mi espada. A partir de ahora, voy a visitar todas las iglesias del Camino.
—No es necesario —dijo—; cuando llegue el momento, lo vas a reconocer.
Lo había logrado.
—Escucha, Petrus, ¿por qué andamos tan rápido y ahora permanecemos tanto tiempo en una ciudad abandonada?
—¿Cuál sería la decisión más equivocada?
Miré las sombras rápidamente. Él tenía razón: estábamos allí por algún motivo.
El sol se escondió detrás de la montaña, pero aún quedaba mucha luz antes de que terminara el día. Pensaba que en ese momento el sol debía estar dando de lleno en la Cruz de Hierro, la cruz que yo quería ver y que estaba a sólo unos cientos de metros de mí. Quería saber el porqué de esa espera. Habíamos caminado muy rápido toda la semana y el único motivo, me parecía, era que necesitábamos llegar allí ese día y a aquella hora.
Intenté propiciar la conversación para que el tiempo pasara más rápido, pero me di cuenta de que Petrus estaba tenso y concentrado. Ya había visto a Petrus de mal humor muchas veces, pero no recordaba haberlo visto tenso. De repente, recordé que ya lo había visto así una vez. Fue durante un desayuno en un pueblecito, del que no recordaba ni el nombre, poco después de encontrarnos…
Miré a un lado: allí estaba el perro. El perro violento que me tiró al suelo una vez, el perro cobarde que salió corriendo la siguiente vez. Petrus había prometido ayudarme en nuestro próximo encuentro y me volví hacia él… pero a mi lado no había nadie más.
Mantuve los ojos fijos en el animal, mientras mi cabeza buscaba rápidamente una manera de enfrentar esa situación. Ninguno de los dos hizo ningún movimiento y me acordé por un segundo de los duelos en las películas del lejano oeste, en pueblos abandonados. Nadie soñaría nunca con presentar un hombre en duelo con un perro, era demasiado inverosímil. Y, sin embargo allí estaba, viviendo en la realidad lo que en la ficción no sería inverosímil.
Allí estaba Legión, porque eran muchos. Junto a mí había una casa abandonada. Si yo corriera de repente, podía subir al tejado y Legión no me seguiría. Estaba preso dentro del cuerpo y de las posibilidades de un perro.
Pronto hice a un lado la idea, mientras mantenía los ojos fijos en los de él. Muchas veces, durante el Camino, tuve miedo de este momento y ahora había llegado. Antes de encontrar mi espada, debía encontrarme con el Enemigo y vencer o ser derrotado por él. Sólo me restaba enfrentarlo. Si huyera en este momento, caería en una trampa. Podía ser que el perro no volviera más, pero caminaría con miedo hasta Santiago de Compostela. Aun pasado un tiempo, soñaría toda la noche con el perro, pensando que aparecería al minuto siguiente, y viviría atemorizado el resto de mis días.
Mientras reflexionaba sobre esto, el perro se movió en dirección mía. Dejé inmediatamente de pensar y me concentré en la lucha que estaba por iniciar. Petrus huyó y ahora yo estaba solo. Sentí miedo y cuando lo sentí el perro comenzó a caminar lentamente hacia mí, al tiempo que gruñía. El gruñido disimulado era mucho más amenazador que un gran ladrido y mi miedo aumentó. Al ver la flaqueza en mis ojos, el perro se abalanzó sobre mí.
Fue como si una piedra hubiese golpeado mi pecho. Me arrojó al suelo y comenzó a atacarme. Acudió un vago recuerdo de que conocía mi Muerte y de que no iba a ser de esta manera, pero el miedo aumentaba dentro de mí y no logré controlarlo. Comencé a luchar para proteger tan sólo mi rostro y mi garganta. Un fuerte dolor en la pierna me hizo encoger por completo y advertí que mi carne había sido rasgada en algún sitio. Quité mis manos de la cabeza y del cuello y las llevé hacia la herida. El perro aprovechó y se preparó para atacar mi rostro. En ese momento, una de las manos tocó una piedra junto a mí, la cogí y comencé a golpear con toda desesperación al perro.
Se alejó un poco, más sorprendido que herido, y logré levantarme. El perro continuó retrocediendo, pero la piedra sucia de sangre me dio ánimos. Estaba sobrevalorando la fuerza de mi enemigo y eso era una trampa. No podía tener más fuerza que yo. Podía ser más ágil, pero no más fuerte, porque yo era más pesado y más alto que él. El miedo ya no era tan grande, pero yo había perdido el control y, con la piedra en la mano, comencé a gritar. El animal retrocedió un poco más y de repente se detuvo.
Parecía estar leyendo mis pensamientos. En mi desesperación, me estaba sintiendo fuerte y ridículo por estar luchando con un perro.
De pronto me invadió una sensación de poder y un viento caliente empezó a soplar en aquella ciudad desierta. Comencé a sentir un fastidio enorme de continuar aquella lucha —al final de cuentas, bastaba acertar con la piedra en medio de su cabeza y habría vencido—. Quise acabar con esa historia de inmediato, revisar la herida en mi pierna y terminar de una vez con esa absurda experiencia de espadas y extraños caminos de Santiago.
Era una trampa más. El perro saltó de nuevo y me tiró al suelo. Esta vez consiguió esquivar la piedra con habilidad, mordiendo mi mano y haciendo que la soltara. Comencé a darle puñetazos a mano limpia, pero no le causaba ningún daño considerable. Todo lo que conseguí fue evitar que me siguiera mordiendo.
Sus afiladas garras comenzaron a rasgar mi ropa y mis brazos, y vi que era sólo una cuestión de tiempo que me dominase por completo.
De repente escuché una voz en mi interior que me decía que si él me dominaba la lucha acabaría y yo estaría a salvo. Derrotado, pero vivo. Me dolía la pierna y el cuerpo entero estaba ardiendo debido a los arañazos. La voz insistía en que abandonase la lucha y yo la reconocí: era la voz de Astrain, mi Mensajero, hablando conmigo. El perro paró por un momento, como si también oyese la misma voz y una vez más sentí ganas de abandonar todo eso. Astrain me decía que mucha gente en esta vida no encontró su espada, y ¿qué diferencia podría haber? Lo que quería era volver a casa, estar con mi mujer, tener hijos y trabajar en lo que me gusta. Basta de tantos absurdos, de enfrentar perros y subir por cascadas. Era la segunda vez que pensaba esto, pero ahora las ganas eran más fuertes y tuve la certeza de que me rendiría en un segundo.
Un ruido en la calle de la ciudad abandonada llamó la atención del animal. Miré al lado y vi un pastor trayendo a sus ovejas de vuelta al campo. Recordé de repente que ya había visto aquella escena antes, en las ruinas de un viejo castillo. Cuando el perro vio a las ovejas, de un salto se quitó de encima de mí y se preparó para atacarlas. Era mi salvación.
El pastor comenzó a gritar y las ovejas corrieron en todas direcciones. Antes de que el perro se alejara por completo, resolví resistir un segundo más, sólo para dar tiempo a que los animales huyeran y agarré al perro por una pata. Tuve la esperanza absurda de que el pastor tal vez viniera en mi auxilio y por un momento volvió la esperanza de la espada y del Poder de RAM.
El perro intentaba zafarse de mí; yo ya no era su enemigo, sino un inoportuno. Lo que él quería ahora estaba allí, delante de él: las ovejas. Pero continué agarrando la pata del animal, esperando a un pastor que no venía, esperando a las ovejas que no huían.
Este segundo salvó mi alma. Una fuerza inmensa comenzó a surgir dentro de mí y ya no era la ilusión de Poder, que provoca el tedio y las ganas de desistir. Astrain me susurró de nuevo, pero algo diferente. Decía que debía enfrentar siempre al mundo con las mismas armas con que era desafiado y que sólo podía enfrentar a un perro transformándome en perro.
Ésta era la locura de la que me habló Petrus ese día. Y comencé a sentirme un perro. Mostré los dientes y comencé a gruñir bajito, con el odio fluyendo en los ruidos que hacía. Vi de reojo el rostro asustado del pastor y a las ovejas, con tanto miedo de mí como del perro.
Legión se dio cuenta y comenzó a asustarse. Entonces di un salto. Era la primera vez que hacía esto en todo el combate. Ataqué con los dientes y con las uñas, intentando morder al perro en el cuello, exactamente como yo temía que hiciera conmigo. Dentro de mí abrigaba apenas un deseo inmenso de victoria. Nada más tenía importancia. Me arrojé sobre el perro y lo tiré al suelo. Él luchaba por salir debajo del peso de mi cuerpo y sus uñas se clavaban en mi piel, pero yo también mordía y arañaba. Me di cuenta de que si se salía debajo de mí huiría una vez más, y yo quería que esto ya no ocurriese nunca más. Hoy lo vencería, iba a derrotarlo.
El animal comenzó a mirarme con pavor. Ahora yo era un perro y él parecía haberse transformado en hombre. Mi antiguo miedo estaba operando en él y, con tanta fuerza, que consiguió zafarse, pero lo acorralé de nuevo en el fondo de una de las casas abandonadas. Atrás de un pequeño muro de pizarra estaba el precipicio y él ya no tenía escapatoria. Era un hombre que en ese momento vería el rostro de su Muerte.
De repente empecé a darme cuenta de que algo andaba mal. Era demasiado fuerte, mi pensamiento se estaba obnubilando, empecé a ver un rostro de gitano e imágenes difusas en torno a su rostro. Me había transformado en Legión, en eso consistía mi poder. Ellos abandonaron a aquel pobre perro asustado, que en cualquier momento caería al abismo, y ahora estaban en mí. Sentí un terrible deseo de despedazar al animal indefenso. «Tú eres el Príncipe y ellos son Legión», murmuró Astrain; pero yo no quería ser un príncipe, y escuché también, a lo lejos, la voz de mi Maestre diciendo con insistencia que había una espada por conseguir. Necesitaba resistir un minuto más. No debía matar a aquel perro.
Miré de inmediato al pastor. Su mirada confirmó lo que estaba pensando. Ahora él estaba más asustado conmigo que con el perro.
Comencé a sentirme mareado y el paisaje giraba a mi alrededor No podía desmayarme. Si me desmayara ahora, Legión me habría vencido. Tenía que hallar una solución. Ya no estaba luchando contra un animal, sino contra una fuerza que me había poseído. Sentí que mis piernas flaquearon y me apoyé en una pared, pero cedió por mi peso. Entre piedras y pedazos de madera, caí de boca.
La Tierra. Legión era la tierra, los frutos de la tierra. Los frutos buenos y malos de la tierra, pero la tierra al fin. Ésa era su casa y desde allí gobernaba o era gobernada por el mundo. Ágape explotó dentro de mí y clavé con fuerza mis uñas en la tierra. Di un aullido, semejante al que oí la primera vez que el perro y yo nos encontramos. Sentí que Legión pasaba por mi cuerpo y bajaba a la tierra, porque dentro de mí había Ágape, y Legión no quería ser consumida por el Amor que Devora. Ésa era mi voluntad, la voluntad que me hacía luchar con el resto de mis fuerzas contra el desmayo, la voluntad de Ágape fija en mi alma, resistiendo. Mi cuerpo entero tembló.
Legión bajaba con fuerza hacia la tierra. Comencé a vomitar pero sentía que era Ágape creciendo y saliendo por todos mis poros. Mi cuerpo continuó temblando hasta que, después de mucho tiempo, sentí que Legión había vuelto a su reino.
Lo noté cuando el último vestigio de ella pasó por mis dedos. Me senté en el suelo, herido y lastimado, y vi una escena absurda ante mis ojos: un perro sangrando y moviendo la cola, y un pastor asustado, mirándome.
—Debe haber sido algo que comió —dijo el pastor, que no quería creer todo lo que había visto—. Pero ahora que vomitó se le va a pasar.
Asentí con la cabeza. Me agradeció por haber contenido a «mi» perro y siguió caminando con sus ovejas.
Petrus apareció y no dije nada. Cortó un pedazo de su camisa e hizo un torniquete en mi pierna, que sangraba mucho. Me pidió que moviese todo el cuerpo y dijo que nada serio había pasado, además de la herida en la pierna.
—Estás en condiciones deplorables —dijo sonriendo; su raro buen humor había vuelto—. Así no podremos visitar hoy la Cruz de Hierro. Debe haber turistas por allí y podrían asustarse.
No le presté atención. Me levanté, me sacudí el polvo y vi que podía andar. Petrus sugirió que hiciese un poco de Soplo de RAM y cargó mi mochila. Hice el Soplo de RAM y nuevamente entré en armonía con el mundo. Dentro de media hora estaría llegando a la Cruz de Hierro.
Y algún día Foncebadón renacería de sus ruinas. Legión dejó mucho Poder allí.