CIERTA tarde llegamos a las ruinas de un antiguo castillo de la Orden del Temple. Nos sentamos a descansar, Petrus fumó su habitual cigarro y yo bebí un poco del vino que sobró de la comida. Miré el paisaje a nuestro alrededor: algunas casas de labradores, la torre del castillo, el campo con ondulaciones, la tierra abierta, preparada para la siembra. De repente, a mi derecha, pasando junto a los muros en ruinas, un pastor regresaba del campo con sus ovejas. El cielo estaba rojo y la polvareda levantada por los animales tornó el paisaje difuso, como si fuera un sueño, una visión mágica. El pastor levantó la mano e hizo un ademán; le respondimos.
Las ovejas pasaron ante nosotros y siguieron su camino. Petrus se levantó. La escena lo había impresionado.
—Vámonos rápido. Necesitamos apurarnos —dijo.
—¿Por qué?
—Porque sí. Además, ¿no te parece que llevamos ya mucho tiempo en el Camino de Santiago?
Pero algo me decía que su prisa estaba relacionada con la escena mágica del pastor y sus ovejas.
Dos días después llegamos cerca de unas montañas que se elevaban al sur, rompiendo con la monotonía de los inmensos campos cubiertos de trigo. El terreno presentaba algunas elevaciones naturales, pero estaba bien señalizado por las marcas amarillas del padre Jorge. Mientras tanto, Petrus, sin darme explicaciones, comenzó a alejarse de las señales amarillas y a penetrar cada vez más hacia el norte. Llamé su atención sobre ese hecho, y respondió con sequedad diciendo que era mi guía y sabía dónde me llevaba.
Después de casi media hora de caminar, comencé a oír un ruido como de un salto de agua. Alrededor sólo estaban los campos quemados por el sol y empecé a imaginar qué rumor sería ése. Pero, a medida que caminábamos, el ruido aumentaba cada vez más, hasta no dejar la menor sombra de duda de que provenía de una cascada. Lo único fuera de lo común es que miraba en derredor y no podía ver ni montañas ni cascadas.
Al cruzar una pequeña elevación me encontré entonces con una extravagante obra de la naturaleza: en una depresión del terreno donde cabría un edificio de cinco pisos, una cortina de agua se precipitaba con dirección al centro de la tierra. En las orillas del inmenso agujero, una exuberante vegetación, completamente distinta de la del sitio en que pisaba, enmarcaba la caída de agua.
—Vamos a bajar aquí —dijo Petrus.
Comenzamos a bajar y recordé a Julio Verne, pues era como si caminásemos con dirección al centro de la tierra. La bajada era escarpada y difícil, y tuve que agarrarme de ramas espinosas y piedras cortantes para no caer. Llegué al fondo de la depresión con los brazos y piernas completamente arañados.
—Bella obra de la naturaleza —dijo Petrus.
Estuve de acuerdo. Un oasis en medio del desierto, con la vegetación espesa y gotas de agua formando arco iris, eran tan hermosos vistos de abajo como desde arriba.
—Aquí la naturaleza muestra su fuerza —insistió.
—Es verdad —asentí.
—Y permite que también nosotros mostremos nuestra fuerza. Vamos a remontar esa cascada por en medio del agua —dijo mi guía.
Miré de nuevo el escenario frente a mí. Ya no veía el bello oasis, el complejo capricho de la naturaleza. Estaba ante una enorme pared de más de quince metros de altura, por donde el agua caía con fuerza ensordecedora. El pequeño lago formado por la caída de agua tenía un nivel que no rebasaba a un hombre parado, ya que el río se deslizaba con un ruido ensordecedor por una abertura que debía llegar a las profundidades de la tierra. No había en el paredón asideros de los que pudiera agarrarme, ni profundidad suficiente en el pequeño lago para amortiguar la caída de nadie. Estaba ante una tarea absolutamente imposible.
Recordé una escena sucedida cinco años atrás, en un ritual extremadamente peligroso y que exigía —como éste— una escalada. El Maestre me dio la oportunidad de decidir si quería continuar o no. Yo era más joven, estaba fascinado por sus poderes y por los milagros de la Tradición, y decidí aceptar. Era necesario demostrar mi valor y mi valentía.
Después de casi una hora de escalar la montaña, cuando estaba ante la parte más difícil, un viento surgió con una fuerza inesperada y tuve que agarrarme con todas las fuerzas de la pequeña plataforma en que me apoyaba, para no precipitarme al vacío. Cerré los ojos, esperando lo peor, y mantuve las uñas clavadas en la roca. Cuál sería mi sorpresa al darme cuenta de que, de inmediato, alguien me ayudaba a cambiar a una posición más cómoda y segura. Abrí los ojos y el Maestre estaba a mi lado.
Hizo algunos ademanes en el aire y de repente el viento dejó de soplar. Con una agilidad misteriosa, en la que había momentos de puro ejercicio y levitación, bajó la montaña y me pidió que hiciera lo mismo.
Llegué abajo con las piernas temblorosas y pregunté indignado por qué no hizo que el viento se detuviera antes de que me alcanzara.
—Porque fui yo quien ordenó al viento que soplara —respondió.
—¿Para que me matara?
—Para salvarte. Serías incapaz de subir esta montaña. Cuando pregunté si querías subir, no estaba poniendo a prueba tu valor, sino tu sabiduría.
»En tu mente creaste una orden que no te di —dijo el Maestre—. Si supieras levitar no habría problema. Pero te propusiste ser valiente, cuando bastaba ser inteligente.
Ese día me habló de magos que habían enloquecido en el proceso de iluminación, y que ya no podían distinguir sus propios poderes y los de sus discípulos. A lo largo de mi vida conocí grandes hombres en el terreno de la Tradición. Llegué a conocer tres grandes Maestres —incluyendo al mío— que eran capaces de llevar el dominio del plano físico a situaciones mucho más allá de lo que cualquier hombre es capaz de soñar. Vi milagros, predicciones exactas del futuro, conocimiento de encarnaciones pasadas. Mi Maestre me habló de la guerra de las Malvinas dos meses antes de que los argentinos invadieran las islas. Describió todo con detalles y me explicó el porqué —en el plano astral— de ese conflicto.
Pero, a partir de ese día, empecé a notar que además de eso hay Magos, como dijo el Maestre, que «enloquecieron en el proceso de iluminación». Eran personas casi iguales en todo a los Maestres, incluso en los poderes: vi a uno de ellos hacer que germinara una semilla en quince minutos de concentración extrema. Pero este hombre —y algunos otros— ya habían llevado muchos discípulos a la locura y la desesperación. Hubo casos de personas que habían ido a parar a hospitales psiquiátricos, y por lo menos una historia confirmada de suicidio. Estos hombres estaban en la llamada «lista negra» de la Tradición, pero era imposible mantener control sobre ellos, y sé que muchos continúan ejerciendo hasta hoy.
Toda esta historia me pasó por la mente en una fracción de segundo, al mirar la cascada imposible de escalar. Pensé en el tiempo inmenso durante el cual Petrus y yo habíamos caminado juntos, recordé al perro que me atacó y no le hizo ningún daño, de la pérdida de control en el restaurante con el muchacho que nos atendía, de la borrachera en la fiesta de la boda. Sólo conseguía recordar esto.
—Petrus, de ninguna manera voy a subir esa cascada, por una sola razón: es imposible.
No respondió nada. Se sentó en el pasto verde y yo hice lo mismo. Permanecimos casi quince minutos en silencio. Su silencio me desarmó y tomé la iniciativa de hablar de nuevo.
—No quiero subir esa cascada porque me voy a caer. Y sé que no voy a morir, pues cuando vi el rostro de mi Muerte, vi también el día en que va a llegar, pero puedo caer y quedar lisiado por el resto de mis días.
—Paulo, Paulo… —me miró y sonrió. Había cambiado por completo. Su voz reflejaba un poco del Amor que Devora y sus ojos estaban brillantes.
—¿Vas a decir que estoy rompiendo un juramento de obediencia que hice antes de comenzar el Camino?
—No estás rompiendo ese juramento. No tienes miedo ni pereza. Tampoco debes haber pensado que estoy dándote una orden inútil. No quieres subir porque debes estar pensando en los Magos Negros[13]. Usar su poder de decisión no significa romper un juramento. Este poder no se le niega nunca al peregrino.
Miré la cascada y volví a mirar a Petrus. Valoraba si había posibilidades de subir y no encontraba ninguna.
—Pon atención —continuó—. Voy a subir antes que tú, sin utilizar ningún don y voy a lograrlo. Si lo logro, simplemente porque supe dónde colocar los pies, tendrás que hacer lo mismo. De esta manera anulo tu poder de decisión. Si te rehusas, después de verme subir, es porque estás rompiendo un juramento.
Petrus comenzó a quitarse los tenis. Era por lo menos diez años mayor que yo y, si lograba subir, yo no tenía ninguna excusa. Miré la cascada y sentí un frío en el vientre.
Pero no se movió. A pesar de haberse descalzado, continuó sentado en el mismo lugar. Miró al cielo y dijo:
—A algunos kilómetros de aquí, en 1502 hubo una aparición de la Virgen a un pastor. Hoy es su fiesta —la fiesta de la virgen del Camino— y voy ofrecerle mi conquista a ella. Te aconsejo hacer lo mismo, ofrecerle una conquista. No ofrezcas el dolor de tus pies ni las heridas de tus manos por las piedras. El mundo entero ofrece sólo el dolor de sus penitencias. No hay nada condenable en esto, pero creo que ella estaría feliz si, además de los dolores, los hombres le ofreciesen también sus alegrías.
No estaba con ánimos de hablar. Continuaba dudando de la capacidad de Petrus de subir la pared. Me pareció que todo aquello era una farsa y que en realidad me estaba envolviendo con su manera de hablar, para después obligarme a hacer lo que no quería. No obstante, por si acaso, cerré los ojos un instante y le recé a la virgen del Camino. Prometí que si Petrus y yo escalábamos la pared, volvería a ese lugar algún día.
—Todo lo que aprendiste hasta ahora sólo tiene sentido si se aplica a alguna cosa. Acuérdate que te dije que el Camino de Santiago es el camino de las personas comunes. Te lo he dicho miles de veces. En el Camino de Santiago, y en la propia vida, la sabiduría sólo tiene valor si puede ayudar al hombre a vencer algún obstáculo.
»Un martillo no tendría sentido si en el mundo no existiesen clavos que golpear. Y aun cuando hubiera clavos, el martillo no tendría utilidad si se limitara a pensar: “puedo meter esos clavos con dos golpes”. El martillo tiene que actuar, entregarse a la mano del dueño y ser utilizado en su función.
Recordé las palabras del Maestre en Itatiaia: quien posee una espada, tiene que ponerla a prueba constantemente, para que no se oxide en la vaina.
—La cascada es el lugar donde vas a poner en práctica todo lo que has aprendido hasta ahora —dijo mi guía—. Ya tienes algo a tu favor: conoces la fecha de tu Muerte y este miedo no te dejará paralizado cuando tengas que decidir rápidamente dónde apoyarte, pero recuerda que deberás trabajar con el agua y construir en ella todo lo necesario; también, que necesitas clavar una uña en el pulgar si algún mal pensamiento te domina.
»Y, sobre todo, que debes apoyarte cada instante de la subida en el Amor que Devora, porque él es quien guía y justifica todos tus pasos.
Petrus dejó de hablar. Se quitó la camisa, las bermudas y se quedó completamente desnudo. Luego entró en el agua fría del pequeño lago, se sumergió por completo y abrió los brazos al cielo. Vi que estaba contento, aprovechando la frescura del agua y los arco iris que las gotas formaban a nuestro alrededor.
—Una cosa más —dijo antes de entrar bajo el velo de la cascada—: Esta caída de agua te enseñará a ser maestre. Voy a subir, pero hay un velo de agua entre tú y yo. Subiré sin que puedas ver bien dónde coloco mis pies y mis manos.
»De la misma forma, un discípulo nunca puede imitar los pasos de su guía, porque cada uno tiene una manera de ver su vida, de convivir con las dificultades y con las conquistas. Enseñar es mostrar qué es posible. Aprender es volverse posible a sí mismo.
Y no dijo más. Entró bajo el velo de la cascada y comenzó a subir. Apenas veía su bulto, como se ve alguien a través de un vidrio opaco, pero me di cuenta de que estaba subiendo. Lenta e inexorablemente, avanzaba con dirección a lo alto. Mientras más se acercaba al final, más miedo tenía porque me llegaría el momento de hacer lo mismo. Finalmente, el instante más terrible llegó: emerger a través del agua que caía, sin saltar a la orilla. La fuerza del agua podría arrojarlo de regreso al suelo, pero la cabeza de Petrus asomó allá arriba y el agua que caía se convirtió en un manto plateado. La visión duró muy poco, porque en un movimiento rápido impulsó todo su cuerpo hacia arriba, agarrándose de alguna manera al borde, pero aún dentro del curso del agua. Por unos instantes lo perdí de vista: finalmente Petrus apareció en una de las orillas, su cuerpo estaba mojado, lleno de luz y sonriente.
—¡Vamos! —gritó haciendo señas con las manos—. Ahora te toca.
Ahora me tocaba o tendría que renunciar para siempre a mi espada.
Me quité toda la ropa y le recé de nuevo a la virgen del Camino. Después, sumergí la cabeza en el agua. Estaba helada y mi cuerpo quedó rígido por la impresión, pero luego experimenté una sensación agradable: la de estar vivo. Sin pensar mucho, caminé hacia la cascada.
La sensación del agua sobre mi cabeza me devolvió el absurdo «sentido de la realidad» que mengua al hombre en el momento en que más necesita su fe y su fuerza. Me di cuenta de que la cascada era mucho más fuerte de lo que había pensado y que si el agua cayera directo sobre mi pecho podría derribarme, aun con ambos pies apoyados en la seguridad del fondo del lago. Atravesé la cortina y quedé entre la piedra y el agua, en un pequeño espacio en que cabía sólo mi cuerpo pegado a la roca. Y allí vi que la tarea era más fácil de lo que pensaba:
El agua no golpeaba ese lugar y, lo que por fuera me parecía una enorme pared pulida, en realidad era una piedra llena de huecos. Sentí un mareo sólo de pensar que pude haber renunciado a mi espada por miedo a una piedra lisa, cuando en realidad era un tipo de roca que ya había escalado decenas de veces. Parecía estar oyendo la voz de Petrus diciéndome: «¿Ves? Después de resuelto, un problema es de una sencillez aterradora».
Comencé a subir con el rostro pegado a la roca húmeda. En diez minutos ya había recorrido casi todo el camino. Faltaba sólo una cosa: el final, el lugar donde el agua pasaba antes de precipitarse al vacío. La victoria conquistada en esa subida no serviría de nada si no consiguiera vencer el pequeño trecho que me separaba del aire libre. Allí estaba el peligro, y era un peligro que no había visto bien cómo había sorteado Petrus. Volví a rezarle a la virgen del Camino, una virgen de la cual nunca antes había oído hablar y que, no obstante, en aquel momento era depositaria de toda mi fe, de toda mi esperanza en la victoria.
Con todo cuidado, comencé a acercar mis cabellos, después la cabeza, al torrente de agua que rugía sobre mí.
El agua me envolvió por completo y enturbió mi visión. Sentí su impacto y me agarré firmemente a la roca, incliné la cabeza, de manera que pudiese formar una bolsa de aire donde respirar. Confiaba totalmente en mis manos y en mis pies. Las manos ya habían sostenido una vieja espada y los pies habían recorrido el Extraño Camino de Santiago. Eran mis amigos y me estaban ayudando. Aun así, el estruendo del agua en mis oídos era ensordecedor y comencé a tener dificultades para respirar.
Decidí atravesar la corriente con la cabeza y durante algunos segundos vi todo negro en derredor. Luchaba con todas mis fuerzas por mantener los pies y las manos agarrados a las salientes, pero el ruido del agua parecía transportarme a otro lugar, un sitio misterioso y distante, donde nada de aquello tenía la menor importancia, donde podría llegar si me entregase a aquella fuerza. Ya no habría necesidad del esfuerzo sobrehumano que mis pies y manos estaban realizando para mantenerse pegados a la roca: todo sería descanso y paz.
Sin embargo, pies y manos no obedecieron el impulso de entregarme. Habían resistido una tentación mortal y mi cabeza comenzaba a emerger lentamente, de la misma manera que había entrado. Me invadió un profundo amor por mi cuerpo, que estaba allí, ayudándome en una aventura tan loca, como la de un hombre que remonta una cascada en busca de una espada.
Cuando mi cabeza emergió por completo, vi el sol brillando sobre mí y aspiré profundamente el aire que me rodeaba. Esto me dio nuevo vigor. Miré en derredor y divisé, a algunos centímetros de mí, la planicie por donde habíamos caminado antes, y que era el final de la jornada. Sentí un impulso gigantesco de lanzarme y agarrarme de algún lado, pero no divisaba ningún hueco por el agua que caía. El impulso final era grande, pero no había llegado el momento de la conquista y debía controlarme. Permanecí en la posición más difícil de toda la escalada, con el agua golpeando mi pecho, la presión luchando por devolverme al fondo, de donde me había atrevido a salir por causa de mis sueños.
No era el momento de pensar en Maestres o amigos, y no podía mirar a un lado a ver si Petrus estaba en condiciones de salvarme, si me resbalase. «Debe de haber hecho esta escalada un millón de veces» —pensé—, «y sabe que en este punto necesito desesperadamente de ayuda». Pero me abandonó, o tal vez no y quizá esté detrás de mí, pero no puedo voltear la cabeza porque esto me haría perder el equilibrio. Tengo que hacerlo todo. Tengo que lograr solo mi Conquista.
Mantuve ambos pies y una de las manos aferrados a la roca, mientras la otra se soltaba y trataba de entrar en armonía con el agua. No debía ofrecer la menor resistencia, porque ya estaba utilizando al máximo mis fuerzas. Mi mano, sabiendo esto, se transformó en un pez que se entregaba, pero que sabía adónde deseaba llegar. Recordé películas de la infancia, donde veía salmones saltando entre caídas de agua, porque también ellos tenían una meta que debían alcanzar.
El brazo fue subiendo lentamente, aprovechando la propia fuerza del agua. Conseguí al final sacarlo y ahora correspondía a él, exclusivamente, descubrir el apoyo y el destino para el resto de mi cuerpo. Como un salmón de las películas de la infancia, volvió a sumergirse en el agua sobre la planicie, en busca de un lugar, de un punto cualquiera donde pudiese apoyarme para el salto final.
La piedra había sido lavada y pulida durante siglos de agua corriendo por ella, pero debía haber algún hueco: si Petrus lo logró, yo también podía. Empecé a sentir mucho dolor, pues ahora sabía que estaba a un paso del final, y éste era el momento en que las fuerzas flaquean y el hombre pierde confianza en sí mismo. En mi vida, algunas veces perdí en el último momento: había nadado todo un océano y casi me ahogo donde se rompen las olas. Pero estaba haciendo el Camino de Santiago y esta historia no podía repetirse por siempre; necesitaba vencer ese día.
La mano libre se deslizaba por la roca pulida y la presión era cada vez más fuerte. Sentía que los otros miembros ya no aguantaban más, y que podría sufrir calambres en cualquier momento. El agua golpeaba con fuerza también mis genitales y el dolor era intenso. De repente, la mano libre logró encontrar un hueco en la piedra. No era grande y estaba fuera del camino de ascenso, pero serviría de apoyo para la otra mano, cuando llegara su turno. Marqué mentalmente el sitio y la mano libre salió de nuevo en busca de mi salvación. A pocos centímetros del primer hueco, me esperaba otra base de apoyo.
Allí estaba. Allí estaba el lugar que durante siglos sirvió de apoyo a los peregrinos camino de Santiago. Lo advertí y me agarré con todas mis fuerzas.
La otra mano se soltó, la fuerza del río la arrojó hacia atrás, pero describió un gran arco en el cielo y encontró el lugar que la aguardaba. En un movimiento inmediato, todo mi cuerpo siguió el camino abierto por mis brazos y me impulsé hacia arriba.
El gran y último paso fue dado. Todo el cuerpo atravesó el agua y enseguida, toda la brutalidad de la cascada se redujo a apenas un hilo de agua, casi sin corriente. Me arrastré hacia la orilla y me entregué al cansancio. El sol daba de lleno en mi cuerpo, me calentaba, recordándome de nuevo que había vencido y que continuaba tan vivo como antes, cuando estaba en el lago allá abajo.
A pesar del estrépito del agua sentí los pasos de Petrus acercándose. Quise levantarme para expresar mi alegría, pero el cuerpo exhausto rehusó obedecer.
—Quédate tranquilo, descansa —dijo él—. Trata de respirar lentamente.
Así lo hice y caí en un sueño profundo, pero sin soñar. Cuando desperté, el sol había cambiado de posición, y Petrus, ya completamente vestido, me pasó mi ropa y dijo que era hora de continuar.
—Estoy muy cansado —respondí.
—No te preocupes. Voy a enseñarte a sacar energía de todo lo que te rodea.
Y Petrus me enseñó «El SOPLO DE RAM».
Exhale todo el aire de sus pulmones; vacíelos hasta donde le sea posible. Después, comience a aspirar lentamente a medida que levanta los brazos en alto. Mientras aspira, concéntrese en que se está llenando de amor, paz y armonía con el universo.
Contenga la respiración y mantenga los brazos en alto el mayor tiempo posible, gozando de la armonía interior y exterior.
Cuando llegue al límite, suelte todo el aire en una rápida expiración, mientras pronuncia la palabra RAM.
Repita esto durante cinco minutos.
Realicé el ejercicio durante cinco minutos y me sentí mejor. Me levanté, me puse la ropa y cogí la mochila.
—Ven aquí —dijo Petrus. Y caminé hasta el borde de la planicie. Bajo mis pies rugía la cascada.
—Vista de aquí parece mucho más fácil que vista desde abajo —dije.
—Exactamente. Y si te hubiera mostrado este panorama antes, te habrías engañado y evaluado mal tus posibilidades.
Seguía sintiéndome débil y repetí el ejercicio. Al poco rato, todo el universo a mi alrededor comenzó a entrar en armonía conmigo y a penetrar en mi corazón. Pregunté por qué no me había enseñado el SOPLO DE RAM antes; muchas veces había sentido pereza y cansancio en el Camino de Santiago.
—Porque nunca lo demostraste —dijo riendo, y luego me preguntó si aún tenía los deliciosos bizcochos de mantequilla que había comprado en Astorga.