—¿USTEDES son peregrinos? —preguntó la anciana que nos servía el desayuno. Estábamos en Azofra, un pueblecito de pequeñas casas con escudos medievales en la fachada y con una fuente donde minutos antes habíamos llenado nuestras cantimploras.
Respondí que sí y los ojos de la mujer mostraron respeto y orgullo.
—Cuando era niña, pasaba por aquí al menos un peregrino por día, al camino de Compostela. Después de la guerra y de Franco no sé qué sucedió, pero parece que dejó de haber peregrinaciones. Deberían hacer una carretera. Hoy en día a la gente sólo le gusta andar en carro.
Petrus no dijo nada. Se había levantado de mal humor. Le di la razón a la mujer y me quedé imaginando una carretera nueva y asfaltada subiendo montañas y valles; autos con veneras pintadas en el capacete y tiendas de souvenirs en las puertas de los conventos. Terminé de tomar el café con leche y el pan con aceite. Mirando la guía de Aymeric Picaud, calculé que por la tarde debíamos llegar a Santo Domingo de La Calzada, y planeé dormir en el Parador Nacional. Estaba gastando mucho menos dinero de lo planeado, a pesar de hacer siempre tres comidas al día. Era hora de cometer una extravagancia y de dar a mi cuerpo el mismo trato que daba a mi estómago.
Me desperté con una prisa extraña, con ganas de llegar pronto a Santo Domingo de La Calzada, una sensación que, dos días antes, cuando caminábamos hacia la ermita, estaba convencido de no volverla a tener. Petrus estaba también más melancólico, más callado que de costumbre, y no sabía si era por causa del encuentro con Alfonso dos días antes. Sentí muchas ganas de invocar a Astrain y de conversar un poco sobre eso, pero nunca había hecho la invocación durante la mañana y no sabía si daría resultado. Desistí de la idea.
Acabamos nuestros cafés y recomenzamos la caminata. Cruzamos una casa medieval con su blasón, las ruinas de una antigua posada de peregrinos y un parque provinciano en los límites del poblado. Cuando me preparaba para volver al campo, sentí una presencia fuerte a mi lado izquierdo. Seguí de frente, pero Petrus me detuvo:
—No sirve de nada correr —dijo—. Detente y enfrenta la situación.
Quise zafarme de Petrus y continuar. El sentimiento era desagradable, como una especie de cólico abdominal. Por algunos instantes quise creer que era por el pan con aceite, pero ya lo había sentido antes y era inútil engañarme: tensión, tensión y miedo.
—¡Mira atrás! —la voz de Petrus tenía un tono de urgencia—. ¡Mira antes de que sea tarde!
Volteé bruscamente: a mi izquierda estaba una casita abandonada; la vegetación, quemada por el sol, la había invadido por dentro. Un olivo elevaba sus ramas retorcidas al cielo y, entre el olivo y la casa, mirándome fijamente, estaba un perro. Un perro negro, el mismo que había expulsado de la casa de la mujer días atrás.
Perdí la noción de la presencia de Petrus y miré fijamente los ojos del animal. Algo dentro de mí —tal vez la voz de Astrain o de mi ángel de la guarda— me decía que si desviaba los ojos el animal me atacaría.
Nos quedamos así, mirándonos mutuamente, durante minutos interminables. Sentía que, después de haber experimentado toda la grandeza del Amor que Devora, de nuevo estaba ante las amenazas diarias y constantes de la existencia. Pensé por qué el animal me habría seguido hasta tan lejos y finalmente qué quería, porque yo era un peregrino en busca de una espada y no tenía ganas ni paciencia para entrar en conflicto con personas o animales por el camino.
Traté de decir todo esto con los ojos —recordando a los monjes del convento, que se comunicaban con la vista—, pero el perro no se movía. Continuaba mirándome fijamente, sin manifestar ninguna emoción, pero listo para atacar si me distraía o mostraba miedo.
¡Miedo! Me di cuenta de que el miedo había desaparecido. Consideraba que la situación era demasiado estúpida para tener miedo. Mi estómago estaba contraído y tenía ganas de vomitar por la tensión, pero no tenía miedo. Si tuviera miedo, algo me decía que mis ojos me denunciarían y el animal me derrumbaría de nuevo, como lo había hecho antes. No debía desviar los ojos, ni siquiera cuando presentí que, por un sendero a mi derecha, una silueta se aproximaba.
La silueta se detuvo un instante y luego caminó derecho hacia nosotros. Cruzó exactamente la línea de nuestras miradas, diciendo algo que no pude entender Era una voz femenina y su presencia era buena, amistosa y positiva.
En la fracción de segundo que la silueta se colocó entre mis ojos y los del perro, mi estómago se relajó. Tenía un amigo poderoso que estaba allí ayudándome en aquella lucha absurda e innecesaria. Cuando terminó de pasar, el perro había bajado los ojos. Dando un salto, corrió hacia la casa abandonada y lo perdí de vista.
Sólo en ese momento mi corazón se aceleró de miedo. La taquicardia fue tan intensa que me mareé y creí que iba a desmayarme. Mientras todo me daba vueltas, miré a la carretera por donde minutos antes Petrus y yo habíamos pasado, buscando la silueta que me dio fuerzas para derrotar al perro.
Era una monja. Estaba de espaldas, caminando rumbo a Azofra, y no podía verle el rostro, recordé su voz y calculé que tendría, máximo, veintitantos años. Miré el camino por donde vino: era un pequeño atajo que no daba a ninguna parte.
—Fue ella… fue ella quien me ayudó —murmuré mientras mi mareo aumentaba.
—No te pongas a inventar más fantasías en un mundo ya de por sí tan extraordinario —dijo Petrus, acercándose y sosteniéndome por un brazo—: Ella vino de un convento en Cañas, que queda a unos cinco kilómetros de aquí. Es obvio que no puedas verlo.
Mi corazón continuaba acelerado y me convencí de que lo pasaría mal. Estaba demasiado aterrorizado como para dar o pedir explicaciones. Me senté en el suelo y Petrus me echó un poco de agua en la cabeza y en la nuca. Recordé que había reaccionado de la misma manera cuando salimos de casa de la mujer, pero ese día yo estaba llorando y sintiéndome bien. Ahora la sensación era exactamente la contraria.
Petrus dejó que descansara el tiempo suficiente. El agua me reanimó un poco y el mareo comenzó a pasar. Lentamente, las cosas volvían a la normalidad.
Cuando me sentí reanimado, Petrus pidió que caminásemos un poco y le obedecí. Anduvimos unos quince minutos, pero el agotamiento volvió. Nos sentamos a los pies de un «rollo», una columna medieval con una cruz en la punta, que marcaba algunos trechos de la Ruta Jacobea.
—Tu miedo te causó mucho más daño que el perro —dijo Petrus, mientras yo descansaba.
Quise saber por qué ese encuentro absurdo.
—En la vida y en el Camino de Santiago hay ciertas cosas que suceden independientemente de nuestra voluntad. En nuestro primer encuentro, te dije que había leído en la mirada del gitano el nombre del demonio que habrías de enfrentar. Me sorprendió mucho saber que ese demonio era un perro, pero no te dije nada en esa ocasión. Sólo cuando llegamos a la casa de la mujer, y manifestaste por vez primera el Amor que Devora, vi a tu enemigo.
—Cuando alejaste al perro de esa señora, no lo llevaste a ningún lado. Nada se pierde, todo se transforma, ¿no es así? No lanzaste los espíritus en una manada de puercos que se arrojó por un despeñadero, como hizo Jesús. Simplemente alejaste al perro. Ahora, esa fuerza vaga sin rumbo tras de ti. Antes de encontrar tu espada, deberás decidir si deseas ser esclavo o señor de esa fuerza.
Mi cansancio comenzó a pasar. Respiré profundo, sintiendo la piedra fría del «rollo» en mi espalda. Petrus me dio un poco más de agua y prosiguió:
—Los casos de obsesión se presentan cuando las personas pierden el dominio de las fuerzas de la tierra. La maldición del gitano sembró el miedo en aquella mujer y el miedo abrió una brecha por donde penetró el Mensajero del muerto. Éste no es un caso común, pero tampoco raro. Depende mucho de cómo reacciones ante las amenazas de los otros.
Esta vez fui yo quien recordó un pasaje de la Biblia. En el Libro de Job estaba escrito: «Todo lo que más temía me sucedió».
—Una amenaza no puede provocar nada, si no es aceptada. Al librar el Buen Combate, nunca te olvides de esto, como tampoco debes olvidar que atacar o huir son parte de la lucha. Lo que no forma parte de la lucha es quedarse paralizado de miedo.
Yo no sentí miedo en ese momento. Estaba sorprendido conmigo mismo y comenté el asunto con Petrus.
—Lo percibí. De no haber sido así, el perro te habría atacado y casi con toda certeza habría vencido en el combate, porque el perro no tenía miedo. Sin embargo, lo más curioso fue la llegada de aquella monja. Al presentir una presencia positiva, tu fértil imaginación creyó que alguien había llegado para ayudarte. Es tu fe la que te salvó, aun basada en un hecho absolutamente falso.
Petrus tenía razón. Soltó una sonora carcajada y reí junto con él. Nos levantamos para proseguir el camino. Ya me estaba sintiendo ligero y bien dispuesto.
—Sin embargo, es necesario que sepas algo —dijo mientras caminábamos—: El duelo con el perro sólo podrá acabar con la victoria de uno de los dos. Volverá a aparecerse y la próxima vez procura llevar la lucha hasta el final. Si no, el fantasma del perro te preocupará por el resto de tus días.
En el encuentro con el gitano, Petrus me había dicho que conocía el nombre de ese demonio, le pregunté cuál era.
—Legión —respondió—, porque son muchos.
Andábamos por tierras que los campesinos preparaban para la siembra. Aquí y allá algunos labradores manejaban bombas de agua rudimentarias, en la lucha secular contra el suelo árido. Por las orillas del Camino de Santiago, piedras apiladas formaban muros que no acababan nunca, que se cruzaban y se confundían entre los trazos del campo. Pensé en los muchos siglos durante los que estas tierras habían sido trabajadas y aun así surgía alguna piedra que sacar, piedra que rompía la lámina del arado, que dejaba renco al caballo, que formaba callos en la mano del labrador. Una lucha que comenzaba cada año y no acababa nunca.
Petrus estaba más serio que de costumbre y recordé que desde la mañana no hablaba casi nada. Después de la conversación al pie del «rollo» medieval, se había encerrado en un mutismo y no respondía a la mayor parte de mis preguntas. Quería conocer mejor esa historia de los «muchos demonios». Antes me había explicado que cada persona tiene sólo un Mensajero, pero Petrus no estaba dispuesto a hablar del asunto y decidí esperar una mejor oportunidad.
Subimos una pequeña elevación y, al llegar arriba, pude ver la torre principal de la iglesia de Santo Domingo de La Calzada. La visión me animó; comencé a soñar con el confort y la magia del Parador Nacional. Por lo que había leído, el edificio había sido construido por el propio Santo Domingo para hospedar a los peregrinos. Cierta noche, pernoctó allí San Francisco de Asís en su camino hacia Compostela. Todo eso me llenaba de emoción.
Debían ser casi las siete de la tarde cuando Petrus pidió que nos detuviéramos. Me acordé de Roncesvalles, de la caminata lenta cuando necesitaba tanto de un vaso de vino por el frío y temí que estuviese preparando algo semejante.
—Un Mensajero jamás te ayudará a derrotar a otro. Ellos no son buenos ni malos, como te dije antes, pero tienen un sentimiento de lealtad entre sí. No confíes en Astrain para derrotar al perro.
Ahora era yo quien no estaba dispuesto a hablar de mensajeros, quería llegar pronto a Santo Domingo de La Calzada.
—Los Mensajeros de personas muertas pueden ocupar el cuerpo de alguien dominado por el miedo, por eso, en el caso del perro, son muchos. Llegaron invitados por el miedo de la mujer; no sólo el del gitano asesinado, sino los diversos mensajeros que vagan por el espacio, buscando una manera de entrar en contacto con las fuerzas de la tierra.
Hasta ahora estaba respondiendo a mi pregunta, pero había algo en su modo de hablar que parecía artificial, como si no fuera éste el asunto del que quisiera hablar conmigo. Mi instinto me puso sobre aviso de inmediato.
—¿Qué quieres, Petrus? —pregunté un poco molesto.
Mi guía no respondió, se salió del camino dirigiéndose hacia un árbol viejo, casi sin hojas, a algunas decenas de metros campo adentro; era el único árbol visible en todo el horizonte. Como no indicó que lo siguiera, me quedé parado en el camino y presencié una escena extraña: Petrus daba vueltas alrededor del árbol y decía algo en voz alta, mirando al suelo. Cuando acabó, indicó que me acercara.
—Siéntate aquí —dijo. Había un tono diferente en su voz y yo no distinguía si era cariño o tristeza—. Aquí te quedas. Mañana te veo en Santo Domingo de La Calzada.
Antes de que pudiera decir algo, Petrus continuó:
—Cualquier día de éstos —y te garantizo que no será hoy—, tendrás que enfrentar a tu enemigo más importante en el Camino de Santiago: el perro. Cuando ese día llegue, quédate Tranquilo que estaré cerca y te daré la fuerza necesaria para el combate. Pero hoy te vas a enfrentar a otro tipo de enemigo, un enemigo imaginario que puede destruirte o ser tu mejor compañero: la Muerte.
»El hombre es el único ser de la naturaleza que tiene conciencia de que va a morir, por eso —y sólo por eso— tengo un profundo respeto por la raza humana, y creo que en un futuro será mucho mejor que en el presente. Aun sabiendo que sus días están contados y que todo acabará cuando menos se lo espera, hace de la vida una lucha digna de un ser eterno. Lo que las personas llaman vanidad —dejar obras, hijos, hacer que su nombre no se olvide— yo lo considero la máxima expresión de la dignidad humana.
»Sucede que, frágil criatura, el hombre siempre intenta ocultarse a sí mismo la gran certeza de la Muerte. No ve que es ella quien lo motiva a hacer las mejores cosas de su vida. Tiene miedo del paso en la oscuridad, del gran terror a lo desconocido, y su única manera de vencer este miedo es olvidando que sus días están contados. No se da cuenta de que, con la conciencia de la Muerte, sería capaz de atreverse a mucho más, de ir mucho más lejos en sus conquistas diarias, porque no tiene nada qué perder, ya que la Muerte es inevitable.
La idea de pasar la noche en Santo Domingo de La Calzada ya empezaba a parecerme algo distante. Cada vez seguía con mayor interés las palabras de Petrus. En el horizonte, exactamente frente a nosotros, el sol comenzaba a morir. Tal vez también estuviese escuchando aquellas palabras.
—La Muerte es nuestra gran compañera, porque es quien otorga el verdadero sentido a nuestras vidas, pero, para poder ver la verdadera faz de nuestra Muerte, antes tenemos que conocer todas las ansiedades y terrores que la simple mención de su nombre es capaz de despertar en cualquier ser vivo.
Petrus se sentó bajo el árbol y pidió que yo hiciese lo mismo. Dijo que momentos antes había dado algunas vueltas en torno al tronco porque recordó todo lo que había pasado cuando fue peregrino a Santiago. Después sacó de la mochila dos emparedados que compró a la hora de la comida.
—Aquí donde tú estás no existe ningún peligro —dijo entregándome los emparedados—. No hay serpientes venenosas y el perro sólo volverá a atacarte cuando olvide la derrota de hoy por la mañana. Tampoco hay asaltantes o criminales por los alrededores. Estás en un sitio completamente seguro, con una sola excepción: el peligro de tu miedo.
Petrus me dijo que hace dos días yo había experimentado una sensación tan inmensa y tan violenta como la Muerte: el Amor que Devora. Y que en ningún momento yo había titubeado o sentido miedo, porque no tenía prejuicios respecto del amor universal. No obstante, todos teníamos prejuicios respecto de la Muerte, sin damos cuenta de que ella era apenas una manifestación más de Ágape. Respondí que con todos los años de entrenamiento en la magia prácticamente había perdido el miedo a la Muerte. En realidad, sentía más pavor por la forma de morir que por la Muerte propiamente dicha.
—Pues entonces, hoy por la noche experimenta la manera más pavorosa de morir.
Y Petrus me enseñó «El Ejercicio del Enterrado Vivo».
Acuéstese en el suelo y relájese. Cruce las manos sobre el pecho, como si fuera un muerto.
Imagine todos los detalles de su entierro, como si fuese a realizarse mañana, La única diferencia es que está siendo enterrado vivo. Conforme la historia se va desarrollando —capilla, camino hacia la tumba, descenso del féretro, los gusanos en la sepultura—, usted comienza a tensar cada vez más todos los músculos, en un desesperado esfuerzo por moverse. Pero no se mueve, hasta que, cuando ya no aguante más, en un movimiento que involucre a todo su cuerpo, usted arroja a los lados las tablas del féretro, respira hondo y está libre. Este movimiento tendrá más efecto si va acompañado de un grito, un grito salido de las profundidades de su cuerpo.
—Sólo debes hacerle una vez —dijo, mientras que yo me acordaba de un ejercicio de teatro muy parecido—. Es preciso que despiertes toda la verdad, todo el miedo necesario para que el ejercicio pueda surgir de las raíces del alma y dejar caer la máscara de horror que cubre el gentil rostro de tu Muerte.
Petrus se levantó y vi su silueta recortarse contra el cielo incendiado por la puesta de sol. Como yo permanecía sentado, lo veía como una figura imponente, gigantesca.
—Petrus, todavía tengo una pregunta.
—¿Cuál?
—Hoy por la mañana estabas callado y extraño. ¿Presentiste antes que yo la llegada del perro? ¿Cómo es posible?
—Cuando experimentamos juntos el Amor que Devora, compartimos el Absoluto. El Absoluto muestra a todos los hombres lo que realmente son: un inmenso entramado de Causas y efectos, donde cada pequeño gesto de uno se refleja en la vida del otro. Hoy por la mañana esta pequeña porción de Absoluto aún estaba muy viva en mi alma. Yo estaba sintiéndote no sólo a ti, sino todo lo que hay en el mundo, sin límite de espacio o tiempo. Ahora el efecto ha disminuido y sólo volverá la próxima vez que haga el ejercicio del Amor que Devora.
Recordé el mal humor de Petrus aquella mañana. Si era verdad lo que decía, el mundo estaba pasando por un momento muy difícil.
—Te estaré esperando en el Parador —dijo mientras se alejaba—. Dejaré tu nombre en la recepción.
Lo acompañé con la mirada mientras pude. En los campos a mi izquierda, los labradores habían acabado su jornada y volvían a casa. Decidí hacer el ejercicio en cuanto la noche cayera por completo.
Estaba tranquilo. Era la primera vez que me quedaba completamente solo desde que comencé a recorrer el Extraño Camino de Santiago. Me levanté y di un paseo por las inmediaciones, pero la noche estaba cayendo rápido y decidí regresar al árbol, por miedo a perderme. Antes de que la oscuridad cayera por completo, marqué mentalmente la distancia del árbol hasta el Camino. Como no había ni una luz que estorbase mi vista, sería perfectamente capaz de ver el sendero y llegar hasta Santo Domingo de La Calzada tan sólo con el brillo de la fina luna nueva que comenzaba a mostrarse en el cielo.
Hasta ese momento no tenía ningún miedo y creí que se requeriría mucha imaginación para despertar en mí los temores de una muerte horrible, pero no importa cuántos años viva uno; cuando la noche llega, trae consigo temores escondidos en nuestra alma desde la infancia. Mientras más oscurecía, más incómodo me iba sintiendo.
Estaba allí, solo en el campo y, si gritara, nadie me escucharía. Recordé que pude haber sufrido un colapso esa mañana.
En toda mi vida, nunca había sentido mi corazón tan descontrolado.
¿Y si hubiese muerto? La vida se habría acabado y era la conclusión más lógica. Durante mi camino en la Tradición había conversado ya con muchos espíritus. Tenía absoluta certeza de la vida después de la Muerte, pero nunca se me había ocurrido preguntar cómo se daba esa transición. Pasar de una dimensión a otra, por más preparado que uno esté, debe ser terrible. Si hubiese muerto esa mañana, por ejemplo, no tendría el menor sentido el Camino de Santiago, los años de estudio, la nostalgia por la familia, el dinero escondido en mi cinto. Me acordé de una planta que tenía sobre mi mesa de trabajo, en Brasil. La planta continuaría, como continuarían las otras plantas, los camiones, el verdulero de la esquina que siempre cobraba más caro, la telefonista que me informaba sobre los números no incluidos en el directorio. Todas esas pequeñas cosas, que podían desaparecer si hubiese tenido un colapso esa mañana cobraron de repente una enorme importancia para mí. Eran ellas, y no las estrellas o la sabiduría, las que me decían que estaba vivo.
Ahora la noche estaba muy oscura y en el horizonte podía distinguir el débil brillo de la ciudad. Me acosté en el suelo y me quedé mirando las ramas del árbol sobre mi cabeza. Empecé a oír ruidos extraños, ruidos de toda clase. Eran los animales nocturnos que salían a cazar. Petrus no podía saberlo todo, si era tan humano como yo. ¿Qué garantía podría tener de que realmente no había serpientes venenosas? Y los lobos, los eternos lobos europeos, ¿no podrían haber decidido pasear aquella noche por allí al sentir mi olor? Un ruido más fuerte, semejante al de una rama quebrándose, me asustó y mi corazón se aceleró de nuevo.
Me estaba poniendo muy tenso, lo mejor era hacer pronto el ejercicio e ir al hotel. Comencé a relajarme y crucé las manos sobre el pecho, en posición de muerto. Algo a mi lado se movió; di un salto y de inmediato me puse en pie.
No era nada. La noche había invadido todo y había traído consigo los terrores del hombre. Me volví a acostar, esta vez decidido a transformar cualquier miedo en un estímulo para el ejercicio. Noté que, a pesar de que la temperatura había bajado bastante, estaba sudando.
Imaginé que estaban cerrando el féretro y que los tomillos eran colocados en su sitio. Estaba inmóvil, pero vivo, y tenía ganas de decirle a mi familia que estaba viéndolo todo, que los amaba, pero ningún sonido salía de mi boca. Mi padre, mi madre llorando, los amigos en torno mío, ¡y yo estaba solo! Con tanta gente querida allí, nadie era capaz de darse cuenta que yo estaba vivo, que aún no había hecho todo lo que deseaba hacer en este mundo. Intentaba desesperadamente abrir los ojos, hacer alguna seña, dar un empujón a la tapa del féretro, pero nada en mi cuerpo se movía.
Sentí que el féretro se movía, estaban llevándome hacia la tumba. Podía oír el ruido de argollas rozando las agarraderas de fierro, los pasos de las personas atrás, una que otra voz conversando. Alguien dijo que tenía una cena más tarde, otro comentó que yo había muerto tempranamente. El olor de las flores alrededor de mi cabeza comenzó a sofocarme.
Recordé que había dejado de cortejar a dos o tres mujeres, por temor a ser rechazado. Recordé también que hubo ocasiones en que dejé de hacer lo que quería, creyendo que podría hacerlo más tarde. Sentí una enorme pena por mí, no sólo porque estaba siendo enterrado vivo, sino porque había tenido miedo de vivir. ¿Cuál era el miedo de toparse con un «no», de dejar algo para después, si lo más importante de todo era gozar plenamente la vida? Allí estaba yo, encerrado en un ataúd, y ya era demasiado tarde para volver atrás y mostrar el valor que necesitaba haber tenido.
Allí estaba yo, que había sido mi propio Judas traicionándome a mí mismo. Allí estaba sin poder mover un músculo, gritando mentalmente, pidiendo socorro y las personas allá afuera, inmersas en la vida, preocupadas con lo que harían por la noche, mirando las estatuas y edificios que yo nunca más volvería a ver. Un sentimiento de gran injusticia me invadió por haber sido enterrado mientras los otros continuaban viviendo. Mejor habría sido una gran catástrofe y todos juntos en el mismo barco, con dirección al mismo punto negro hacia el cual me transportaban ahora. ¡Socorro! ¡Estoy vivo, no morí, mi cabeza continúa funcionando!
Colocaron mi féretro en la orilla de la sepultura. ¡Van a enterrarme! ¡Mi mujer me olvidará, se casará con otro y va a gastar el dinero que durante todos estos años luchamos por juntar! ¿Pero qué importa todo eso? ¡Quiero estar con ella ahora porque estoy vivo!
Escucho llantos, siento como si de mis ojos también rodaran dos lágrimas. Si ellos abrieran el ataúd ahora, verían y me salvarían. Pero todo lo que siento es el féretro bajando en la tumba. De repente todo se queda a oscuras. Antes entraba un hilillo de luz por la orilla de la caja, pero ahora la oscuridad es total. Las palas de los enterradores están sellando la tumba, ¡y yo estoy vivo! ¡Enterrado vivo! Siento el aire pesado, el olor de las flores es insoportable y oigo los pasos de las personas que se van. El terror es absoluto. No logro moverme, y si se van ahora en poco tiempo será de noche y ¡nadie me va a escuchar golpeando en la tumba!
Los pasos se alejan, nadie oye los gritos que da mi pensamiento, estoy solo en la oscuridad, el aire sofocado, el olor de las flores empieza a enloquecerme. De repente oigo un ruido. Son los gusanos, los gusanos acercándose a devorarme vivo. Intento con todas mis fuerzas mover alguna parte de mi cuerpo, pero todo permanece inerte. Los gusanos comienzan a subir por mi cuerpo. Son grasientos y fríos. Se pasean por mi rostro, entran por mis pantalones. Uno de ellos penetra en mi ano, otro comienza a desaparecer por una fosa de mi nariz. ¡Socorro! Estoy siendo devorado vivo y nadie me escucha, nadie me dice nada. El gusano que entró por mi nariz desciende por mi garganta. Siento otro entrando por mi oído. ¡Necesito salir de aquí! ¿Dónde está Dios, que no responde? Comenzaron a devorar mi garganta ¡y ya no voy a poder gritar nunca más! Están entrando por todas partes, por el oído, por las comisuras de la boca, por el orificio del pene. Siento aquellas cosas babosas y grasientas dentro de mí, ¡tengo que gritar, tengo que liberarme! Estoy encerrado en esta tumba oscura y fría, solo, ¡siendo devorado vivo! ¡Está faltando el aire y los gusanos me están comiendo! Tengo que moverme, ¡tengo que reventar este ataúd! Dios mío, ¡junta todas mis fuerzas porque me tengo que mover! TENGO QUE SALIR DE AQUÍ; TENGO… ¡VOY A MOVERME! ¡VOY A MOVERME!
¡LO LOGRÉ!
Las tablas del féretro salieron volando hacia cada lado, la tumba desapareció y yo llené mi pecho con aire puro del Camino de Santiago. Mi cuerpo temblaba de pies a cabeza, empapado de sudor. Me moví un poco y noté que mis esfínteres se habían soltado, pero ya nada de esto tenía importancia: estaba vivo.
La temblorina continuaba y no hice el menor esfuerzo por controlarlo. Me invadió una inmensa sensación de calma interior y sentí una especie de presencia a mi lado. Miré y vi el rostro de mi Muerte. No era la Muerte que había experimentado minutos antes, la Muerte creada por mis terrores y por mi imaginación, sino mi verdadera Muerte, amiga y consejera, que jamás me dejaría ser cobarde un solo día de mi vida. A partir de ahora, ella me ayudaría más que la mano y los consejos de Petrus. No permitiría que yo dejara para después todo lo que podía vivir ahora, no me dejaría huir de las luchas de la vida y me ayudaría a librar el Buen Combate. Nunca más, en ningún momento, me sentiría ridículo al hacer cualquier cosa, porque allí estaba ella, diciendo que cuando me tomara de las manos para que viajáramos hasta otros mundos, yo no debía llevar conmigo el mayor de todos los pecados: el Arrepentimiento. Con la certeza de su presencia, mirando su amable rostro, tuve la seguridad de que bebería con avidez de la fuente de agua viva que es esta existencia.
La noche no tenía más secretos ni terrores. Era una noche feliz, una noche de Paz. Cuando el temblor cesó, me levanté y caminé con dirección a las bombas de agua de los labradores. Lavé las bermudas y me puse las otras que traía en la mochila. Después, volví al árbol y me comí los dos emparedados que Petrus había dejado para mí. Era el alimento más delicioso del mundo, porque estaba vivo y la Muerte ya no me espantaba.
Decidí dormir allí mismo. Finalmente, la oscuridad nunca había sido tan tranquila.