«AUNQUE yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles; aunque tenga el don de profetizar y tenga fe al punto de mover montañas, si no tengo amor nada seré».
Petrus citaba de nuevo a San Pablo. Para él, el apóstol era el gran intérprete oculto del mensaje de Cristo. Estábamos pescando esa tarde después de haber pasado la mañana entera caminando. Ningún pez había mordido la carnada, pero mi guía no le daba la menor importancia. Según él, el ejercicio de la pesca era más o menos un símbolo de la relación del hombre con el mundo: sabemos lo que queremos y vamos a lograrlo si insistimos, pero el tiempo para llegar al objetivo depende de la ayuda de Dios.
—Siempre es bueno hacer alguna cosa lenta antes de tomar una decisión importante en la vida —dijo—. Los monjes zen escuchan cómo crecen las rocas. Yo prefiero pescar.
Pero a aquella hora, con el calor que estaba haciendo, ni los peces rojos y perezosos —casi a flor del agua— hacían caso del anzuelo. Mantener el sedal dentro o fuera del agua daba lo mismo. Resolví desistir y dar un paseo por los alrededores. Llegué hasta un viejo cementerio abandonado, cerca del río —con una puerta absolutamente desproporcionada para su tamaño—, y volví junto a Petrus. Le pregunté sobre el cementerio.
—La puerta era de un antiguo hospital de peregrinos —dijo—, pero fue abandonado y más tarde alguien tuvo la idea de aprovechar la fachada y construir el cementerio.
—Que también está abandonado.
—Así es. Las cosas en esta vida duran muy poco.
Le dije que la noche anterior había sido muy duro al juzgar a las personas de la fiesta. Petrus se sorprendió. Afirmó que lo que habíamos conversado era ni más ni menos lo que nosotros mismos habíamos ya experimentado en nuestras vidas. Todos corremos en busca de Eros, y cuando Eros quiere transformarse en Filos, nos parece que el Amor es inútil. Sin darnos cuenta de que Filos es quien nos conducirá hasta la mayor forma de amor, Ágape.
—Háblame más de Ágape —le pedí.
Petrus respondió que Ágape no podía ser descrito con palabras, era necesario vivirlo. Si tuviera la oportunidad, me mostraría esa misma tarde uno de los rostros de Ágape, pero para ello era preciso que el universo se comportase como en el ejercicio de la pesca: colaborando para que todo transcurriese bien.
—El Mensajero ayuda, pero hay algo que está más allá de su dominio, de sus deseos y de ti mismo.
—¿Qué es?
—La chispa divina. Lo que la gente llama Suerte.
Cuando el sol descendió un poco, reanudamos la caminata. La Ruta Jacobea atravesaba algunas viñas y campos cultivados, completamente desiertos a esa hora del día. Cruzamos la carretera principal —también desierta— y volvimos al monte. A la distancia vislumbraba el pico de San Lorenzo, el punto más alto del reino de Castilla. Muchas cosas habían cambiado en mí desde que vi a Petrus por primera vez, cerca de Saint-Jean-Pied-de-Port. Brasil, los asuntos pendientes, se habían borrado casi por completo de mi mente. Lo único vivo era mi objetivo, discutido todas las noches con Astrain, que cada vez aparecía más nítido ante mis ojos. Siempre lo veía sentado junto a mí; me di cuenta de que tenía un tic nervioso en el ojo derecho y de que solía sonreír con desdén cuando yo repetía algunas cosas para asegurarme de que había entendido. Hace algunas semanas —sobre todo en los primeros días—, llegué a temer que jamás conseguiría terminar el camino. Cuando pasamos por Roncesvalles sentí un profundo tedio por todo eso y el deseo de llegar pronto a Santiago, recuperar mi espada y volver para librar lo que Petrus llamaba el Buen Combate[12]. Pero ahora, mi apego a la civilización, que tanto me costó hacer a un lado, estaba casi superado. En ese momento, todo lo que me preocupaba era el sol sobre mi cabeza y la excitación por experimentar Ágape.
Bajamos por un barranco y cruzamos un arroyo, haciendo un gran esfuerzo por subir a la ribera opuesta. En el pasado, aquel arroyo debió haber sido un soberbio río, que rugía y cavaba el suelo en busca de las profundidades y los secretos de la tierra. Hoy era apenas un arroyo que podía cruzarse a pie, pero su obra, el inmenso lecho cavado, aún estaba allí, obligándome a hacer un gran esfuerzo para remontarlo. «Todo en esta vida dura muy poco», había dicho Petrus unas horas antes.
—Petrus, ¿has amado mucho?
La pregunta salió de manera espontánea y me sorprendió mi valor. Hasta ese momento sabía sólo lo esencial sobre la vida privada de mi guía.
—Tuve ya muchas mujeres, si eso es lo que quieres saber, y amé mucho a cada una de ellas. Pero sólo con dos experimenté la sensación de Ágape.
Le conté que yo también había amado mucho y que estaba comenzando a preocuparme porque no lograba interesarme profundamente en nadie. De continuar así, tendría una vejez solitaria y eso me daba mucho miedo.
—Contrata a una enfermera —se rió—. Pero, en fin, no creo que lo que estés buscando en el amor sea un retiro confortable.
Eran casi las nueve de la noche cuando comenzó a oscurecer. Los viñedos habían quedado atrás y estábamos en medio de un paisaje casi desértico. Miré alrededor y pude distinguir, a lo lejos, una pequeña ermita enclavada en una piedra, semejante a muchas ermitas que habíamos visto por el camino. Avanzamos un poco más y nos desviamos de las marcas amarillas; fuimos derecho hacia la pequeña construcción.
Cuando nos acercamos lo suficiente, Petrus gritó un nombre que no entendí y se detuvo a escuchar si había respuesta. Pese a aguzar los oídos, no escuchamos nada. Petrus volvió a llamar, pero nadie respondió.
—De todas formas vamos —dijo, y allá fuimos.
Eran sólo cuatro paredes encaladas; la puerta estaba abierta, mejor dicho, no había puerta, sino un cancel de medio metro de altura, que se sostenía precariamente en un gozne. Dentro había un fogón hecho de piedras y algunas escudillas cuidadosamente apiladas en el suelo. Dos de ellas estaban llenas de trigo y papas.
Nos sentamos en silencio. Petrus encendió un cigarro y dijo que esperáramos un poco. Noté que las piernas me dolían de cansancio, pero algo en esa ermita, en vez de calmarme me excitaba, y también me habría amedrentado de no ser por la presencia de Petrus.
—Quien sea que viva aquí ¿dónde duerme? —pregunté rompiendo ese silencio que empezaba a incomodarme.
—Allí donde estás sentado —dijo Petrus, apuntando al suelo desnudo. Comenté que me cambiaría de lugar, pero me pidió que permaneciera exactamente donde estaba. Debió haber bajado un poco la temperatura, porque comencé a sentir frío.
Esperamos durante casi una hora. Petrus gritó dos veces más ese nombre extraño y al final desistió. Cuando pensé que nos levantaríamos para irnos, me dijo:
Aquí está presente una de las dos manifestaciones de Ágape —dijo mientras apagaba su tercer cigarro—. No es la única, pero sí una de las más puras. Ágape es el amor total, el Amor que Devora a quien lo experimenta. Quien conoce y experimenta Ágape, se da cuenta de que en este mundo nada es más importante que amar. Éste fue el amor que Jesús sintió por la humanidad y fue tan grande que sacudió las estrellas y cambió el curso de la historia del hombre. Su vida solitaria logró lo que reyes, ejércitos e imperios no consiguieron.
»Durante milenios de historia de la civilización, muchas personas fueron invadidas por este Amor que Devora. Tenían tanto que dar —y el mundo exigía tan poco— que fueron obligadas a buscar los desiertos y lugares aislados, porque el amor era tan grande que las transfiguraba; se convirtieron en los santos ermitaños que hoy conocemos.
»Para ti y para mí, que experimentamos otra forma de Ágape, esta vida puede parecernos dura, terrible. No obstante, el Amor que Devora hace que todo —absolutamente todo— pierda importancia. Estos hombres viven sólo para ser consumidos por su amor.
Petrus me contó que allí vivía un hombre llamado Alfonso, que lo conoció en su primera peregrinación a Compostela, mientras recolectaba frutas para comer. Su guía, un hombre mucho más iluminado que él, era amigo de Alfonso y los tres habían hecho juntos el Ritual de Ágape, el Ejercicio del Globo Azul. Petrus dijo que fue una de las experiencias más importantes de su vida y que —hasta hoy— cuando hacía ese ejercicio, se acordaba de la ermita y de Alfonso. Había un tono de emoción en su voz y era la primera vez que percibía esto.
—Ágape es el Amor que Devora repitió una vez más, como si ésa fuera la frase que mejor definiera aquella extraña especie de amor—. Cierta vez, Luther King dijo: cuando Cristo habló de amar a los enemigos, se refería a Ágape, porque, según él, «era imposible que nos agraden nuestros enemigos, quienes nos hacen daño, quienes intentan volver aún más mezquina nuestra sufrida cotidianidad». Pero Ágape es mucho más que agradar, es un sentimiento que invade todo, que inunda todo resquicio, y hace que cualquier intento de agresión se convierta en polvo.
»Aprendiste a renacer, a no ser cruel contigo, a conversar con tu Mensajero, pero todo lo que hagas de ahora en adelante, todo el provecho que obtengas del Camino de Santiago, tendrá sentido sólo si fuere tocado por el Amor que Devora.
Le recordé a Petrus que, según dijo, existen dos formas de Ágape, y que probablemente él no había experimentado esta primera forma, pues no se transformó en ermitaño.
—Tienes razón. Tanto tú como yo, así como la mayoría de los peregrinos que cruzaron el Camino de Santiago mediante las Palabras de RAM, experimentamos Ágape en su otra forma: el Entusiasmo.
»Entre los antiguos, Entusiasmo significa trance, arrobamiento, vínculo con Dios. El Entusiasmo es Ágape dirigido por alguna idea, alguna cosa. Todos hemos pasado por esto. Cuando amamos y creemos desde lo más profundo de nuestra alma en algo, nos sentimos más fuertes que el resto del mundo y nos invade una serenidad proveniente de la certeza de que nada podrá vencer nuestra fe. Esta fuerza extraña hace que siempre tomemos las decisiones correctas en el momento exacto, y cuando alcanzamos nuestro objetivo nos sorprendemos de nuestra propia capacidad, porque durante el Buen Combate nada más tiene importancia: estamos siendo llevados, a través del Entusiasmo, hacia nuestra meta.
»Normalmente, el Entusiasmo se manifiesta con todo su poderío en los primeros años de nuestra vida. Aún tenemos un fuerte lazo con la divinidad y nos volcamos con tal voluntad sobre nuestros juguetes, que las muñecas cobran vida y los soldaditos de plomo pueden marchar. Cuando Jesús dijo que el reino de los cielos era de los niños, se refería a Ágape en forma de Entusiasmo. Los niños llegaron a él sin pensar en sus milagros, su sabiduría, ni en los fariseos o los apóstoles. Venían alegres, movidos por el Entusiasmo.
Le conté a Petrus que —justo esa tarde— me di cuenta de que estaba completamente comprometido con el Camino de Santiago. Aquellos días y noches por las tierras de España casi me hicieron olvidar mi espada, y se habían convertido en una experiencia única. Todo lo demás había perdido importancia.
—Esta tarde intentamos pescar y los peces no mordieron el anzuelo —dijo Petrus—. Por lo regular dejamos que el Entusiasmo se escape de nuestras manos por estas pequeñas cosas, que no tienen la menor importancia ante la grandeza de cada existencia. Perdemos el entusiasmo debido a nuestras pequeñas y necesarias derrotas durante el Buen Combate, y como no sabemos que el entusiasmo es una fuerza mayor, encaminada hacia la victoria final, dejamos que se escape entre nuestros dedos, sin darnos cuenta de que también estamos dejando escapar el verdadero sentido de nuestras vidas. Culpamos al mundo por nuestro tedio, por nuestra derrota, y nos olvidamos de que fuimos nosotros quienes dejamos escapar esta fuerza arrobadora que justifica todo, la manifestación de Ágape en forma de Entusiasmo.
Volvió a mí la imagen del cementerio cercano al riachuelo, aquella puerta extraña, descomunalmente grande, era una representación perfecta de la pérdida de sentido: tras esa puerta sólo había muertos.
Como si adivinara mi pensamiento, Petrus empezó a hablar de algo parecido.
—Hace algunos días, quizá te sorprendiste cuando perdí la cabeza con un pobre muchacho que derramó un poco de café en unas bermudas ya inmundas por el polvo del camino. En realidad, todo mi nerviosismo fue porque vi en los ojos de aquel joven el Entusiasmo desvaneciéndose, como se escapa la sangre de unas venas cortadas. Vi a ese muchacho, tan fuerte y tan lleno de vida, comenzando a morir, porque dentro de él, a cada instante, moría un poco de Ágape. Tengo muchos años de vida y ya aprendí a convivir con esas cosas, pero ese muchacho, por su forma de ser y por todo lo que presentí que podía traer de bueno a la humanidad, me dejó contrariado y triste. Estoy seguro de que mi agresividad hirió su dignidad y detuve, al menos por un tiempo, la muerte de Ágape.
»De la misma manera, cuando transmutaste el espíritu del perro de esa mujer, sentiste Agape en su estado puro. Fue un gesto noble y me puso muy contento de estar aquí y ser tu guía. Por eso, por primera vez en todo el Camino, voy a participar en un ejercicio contigo.
Y Petrus me enseñó el Ritual de Ágape o «El Ejercicio del Globo azul».
Siéntese cómodamente y relájese. Procure pensar en nada.
1. Sienta qué bueno es disfrutar de la vida. Deje que su corazón se sienta libre, amigo, por encima y más allá de la mezquindad de los problemas que deben estarlo aquejando. Comience a cantar alguna canción de la infancia en voz baja. Imagine que su corazón crece e inunda su cuarto —y después toda su casa— de una luz azul, intensa, brillante…
2. Cuando llegue a este punto, comience a sentir la presencia amiga de los santos en que usted depositaba su fe cuando era niño. Dese cuenta de que están presentes y llegan de todas partes, sonriendo e infundiéndole fe y confianza en la vida.
3. Mentalice cómo se acercan los santos, le colocan las manos sobre su cabeza y le desean amor, paz y comunión con el mundo. La comunión de los santos.
4. Cuando esta sensación sea muy intensa, sienta que la luz azul es un flujo que entra y sale de usted, como un río brillante, en movimiento. Esta luz azul comienza a esparcirse por su casa, después por su barrio, por su ciudad, por su país y envuelve al mundo en un inmenso globo azul. Es la manifestación del amor mayor, que trasciende las batallas cotidianas, pero que lo fortalece y le da vigor, energía y paz.
5. Mantenga el mayor tiempo posible esa luz esparcida por el mundo. Su corazón está abierto, irradiando amor. Esta fase del ejercicio debe demorar como mínimo cinco minutos.
6. Poco a poco, vaya saliendo del trance y volviendo a la realidad. Los santos permanecerán cerca de usted; la luz azul continuará inundando el mundo.
Este ritual puede y debe ser realizado por más de una persona, si fuere necesario. En este caso, las personas deben tomarse de las manos.
—Te voy a ayudar a despertar el Entusiasmo, a generar la fuerza que se extenderá como un globo azul alrededor del planeta, para demostrarte que te respeto por tu búsqueda y por lo que eres.
Hasta ese momento, Petrus nunca había emitido ninguna opinión —ni en favor ni en contra— sobre mi manera de realizar los ejercicios. Me había ayudado a interpretar el primer contacto con el Mensajero, me había sacado del trance en el Ejercicio de la Semilla, pero en ningún momento se interesó por los resultados que yo había obtenido. Más de una vez le pregunté por qué no quería que le contara sobre mis sensaciones, y me respondía que su única obligación, como guía, era mostrarme el Camino y las Prácticas de RAM. A mí me correspondía disfrutar o desdeñar los resultados.
Cuando dijo que participaría conmigo en el ejercicio, de repente me sentí indigno de sus elogios. Conocía mis fallas, y muchas veces había dudado de su capacidad de conducirme por el Camino. Quise decir todo esto, pero me interrumpió antes de comenzar.
—No seas cruel contigo, o no habrás aprendido la lección que te enseñé. Sé gentil. Acepta el elogio que mereces.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Petrus me tomó de las manos y salimos de la ermita. La noche estaba oscura, más oscura que de costumbre. Me senté a su lado y comenzamos a cantar. La música surgía dentro de mí y él me acompañaba sin esfuerzo. Empecé a dar palmadas, bajito, y a balancear mi cuerpo hacia delante y hacia atrás. Las palmadas fueron aumentando en intensidad y la música fluía libre de dentro de mí, un cántico de alabanza al cielo oscuro, a la planicie desértica, a las rocas sin vida. Comencé a ver los Santos en que creía de niño y que la vida había apartado de mí, porque también yo había matado una gran parte de Ágape. Pero ahora el Amor que Devora volvía generoso y los santos sonreían en los cielos, con el mismo rostro y la misma intensidad con que los veía de niño.
Abrí los brazos para que Ágape fluyese y una corriente misteriosa de luz azul brillante empezó a entrar y salir de mí, purificando toda mi alma, perdonando mis pecados. La luz se extendió, primero por el paisaje, después envolvió al mundo, y yo comencé a llorar. Lloraba porque estaba reviviendo el Entusiasmo, era un niño ante la vida, y nada en ese momento podría causarme ningún daño. Sentí que una presencia se acercaba a nosotros y se sentaba a mi derecha; imaginé que era mi Mensajero y que era el único capaz de vislumbrar aquella luz azul tan fuerte saliendo y entrando en mí, derramándose por el mundo.
La luz fue aumentando de intensidad y sentí que envolvía el mundo entero, penetraba por cada puerta y en cada callejuela, y que alcanzaba, al menos por una fracción de segundo, a cada ser vivo.
Sentí que me tomaban de las manos, abiertas y extendidas hacia el cielo. En ese momento el flujo de luz azul aumentó y se volvió tan fuerte que creí que me desmayaría, pero logré mantenerlo algunos minutos más, hasta que la melodía que estaba cantando hubiese terminado.
Entonces me relajé y me sentí completamente exhausto, más libre y contento con la vida y con lo que acababa de experimentar. Las manos que sostenían a las mías se soltaron. Me di cuenta de que una era de Petrus y en el fondo de mi corazón presentí de quién era la otra mano.
Abrí los ojos y junto a mí estaba el monje Alfonso. Sonrió y me dijo «buenas noches». Sonreí también, volví a tomar su mano y la apreté con fuerza sobre mi pecho. Dejó que hiciera esto y después la soltó con delicadeza.
Ninguno de los tres dijo nada. Un rato después, Alfonso se levantó y caminó nuevamente hacia la planicie rocosa. Yo lo acompañé con la vista hasta que la oscuridad lo ocultó por completo.
Petrus rompió el silencio poco después. No mencionó nada sobre Alfonso.
—Haz este ejercicio siempre que puedas, y al poco tiempo Ágape habitará de nuevo en ti. Repítelo antes de comenzar un proyecto, los primeros días de cualquier viaje o cuando sientas que algo te ha causado una gran emoción. De ser posible, hazlo con alguien que te agrade. Es un ejercicio para compartirse.
Allí estaba de nuevo el viejo Petrus técnico, instructor y guía, del que sabía tan poco. La emoción que había mostrado en la choza había pasado. No obstante, al tocar mi mano durante el ejercicio, sentí la grandeza de su alma.
Volvimos a la ermita blanca, donde estaban nuestras cosas.
—Su ocupante ya no vuelve por hoy, creo que podemos dormir aquí —dijo Petrus acostándose. Desenrollé el saco de dormir, tomé un trago de vino y también me acosté. Estaba exhausto con el Amor que Devora, pero era un cansancio libre de tensiones y, antes de cerrar los ojos, recordé al monje barbado, delgado, que me había deseado buenas noches y que se sentó a mi lado. En algún lugar, allá afuera, ese hombre estaba siendo consumido por la llama divina. Tal vez por eso aquella noche fuera tan oscura, porque él había condensado en sí toda la luz del mundo.