—CONVERSAR con el Mensajero no significa que te la pases preguntando cosas sobre el mundo de los espíritus —dijo Petrus al día siguiente—. El Mensajero te sirve sólo para esto: ayuda en el mundo material. Sólo te dará esta ayuda si sabes exactamente qué deseas.
Habíamos parado en un poblado para beber alguna cosa. Petrus pidió una cerveza y yo un refresco. La parte inferior de mi vaso era redonda, de plástico con agua coloreada dentro. Mis dedos dibujaban figuras abstractas con las marcas de agua y yo estaba preocupado.
—Me dijiste que el Mensajero se había manifestado en el niño porque necesitaba decirme algo.
—Algo urgente —confirmó Petrus.
Continuamos conversando sobre Mensajeros, ángeles y demonios. Me resultaba difícil aceptar un uso tan práctico de los misterios de la Tradición. Petrus insistía en la idea de que tenemos siempre que buscar una recompensa y recordaba que Jesús dijo que los ricos no entrarían en el reino de los cielos.
—Jesús también recompensó al hombre que supo multiplicar los talentos de su amo. Además, no creyeron en él sólo porque fuera un buen orador: necesitó hacer milagros, recompensar a quienes lo seguían.
—Nadie va a hablar mal de Jesús en mi bar —interrumpió el dueño, que estaba siguiendo nuestra plática.
—Nadie está hablando mal de Jesús —respondió Petrus—. Hablar mal de Jesús es cometer pecado invocando su nombre. Como ustedes hicieron en esta plaza.
El dueño del bar vaciló un instante, pero enseguida replicó:
—Yo no tuve nada que ver con eso; aún era un niño.
—Los culpables son siempre los otros —refunfuñó Petrus. El dueño del bar salió por la puerta de la cocina. Pregunté de qué hablaban.
—Hace cincuenta años, en pleno siglo XX, un gitano fue quemado ahí enfrente, acusado de brujería y de blasfemar contra la santa hostia. El asunto quedó como cosa perdida ante las atrocidades de la guerra civil española, y hoy nadie se acuerda de él, excepto los habitantes de este pueblo.
—¿Cómo sabes esto, Petrus?
—Porque yo ya recorrí el Camino de Santiago.
Continuamos bebiendo en el bar solitario. Hacía mucho sol allá afuera y era hora de nuestra siesta. Al poco tiempo, el dueño del bar volvió con el párroco de la aldea.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó el padre.
Petrus mostró la venera dibujada en la mochila.
Durante mil doscientos años los peregrinos han pasado por el camino frente al bar y la tradición es que cada peregrino sea respetado y acogido en cualquier circunstancia. El padre cambió pronto de tono.
—¿Cómo es que peregrinos del Camino de Santiago hablan mal de Jesús? —preguntó en un tono más catequizante.
—Nadie habló mal de Jesús. Estábamos hablando mal de los crímenes cometidos en su nombre. Como el del gitano que fue quemado en la plaza.
La venera de la mochila de Petrus influyó para que cambiara también el tono del dueño del bar. Esta vez se dirigió a nosotros con respeto.
—La maldición del gitano permanece hasta hoy —dijo bajo la mirada de reprobación del padre.
Petrus insistió en saber cómo. El padre dijo que eran historias del pueblo, sin apoyo de la Iglesia, pero el dueño del bar prosiguió:
—Antes de que muriera el gitano, dijo que el niño más pequeño de la aldea recibiría en él sus demonios. Cuando este niño envejeciera o muriese, los demonios pasarían a otro niño. Y así, por los siglos de los siglos.
—Esta tierra es igual que la de las aldeas de los alrededores —dijo el padre—. Cuando ellos sufren por la sequía, nosotros también sufrimos. Cuando allá llueve y hay buena cosecha, nosotros también llenamos nuestros graneros. Nada nos sucede que no haya sucedido también a las aldeas vecinas. Esta historia no es más que una gran fantasía.
—No sucedió nada porque nosotros aislamos la Maldición —dijo el dueño del bar.
—Pues entonces, vamos a ella —respondió Petrus. El padre se rió y dijo que así se hablaba. El dueño del bar hizo la señal de la cruz, pero ninguno de los dos se movió.
Petrus pagó la cuenta e insistió en que alguien nos llevara con aquella persona que recibió la Maldición. El padre se disculpó diciendo que debía volver a la iglesia, pues había interrumpido un trabajo importante, y salió antes de que alguien nos pudiera decir cualquier cosa.
El dueño del bar miró con miedo a Petrus.
—No se preocupe —dijo mi guía—. Basta con que nos muestre la casa donde él vive y trataremos de liberar al pueblo de la maldición.
El dueño del bar salió con nosotros a la calle polvorienta y relumbrante bajo el candente sol de la tarde. Caminamos juntos hasta la salida del poblado y nos señaló una casa apartada, a la orilla del Camino.
—Siempre mandamos comida, ropa, todo lo necesario —se disculpó—. Ni siquiera el padre va allá.
Nos despedimos y caminamos hacia la casa. El viejo se quedó esperando, tal vez creyó que pasaríamos de largo, pero Petrus se dirigió a la puerta y tocó. Cuando miré hacia atrás, el dueño del bar había desaparecido.
Abrió la puerta una mujer de aproximadamente sesenta años. Junto a ella un enorme perro negro movía la cola, parecía contento con la visita. La mujer preguntó qué queríamos; dijo que estaba ocupada lavando ropa y que había dejado algunas ollas en el fuego. No pareció sorprenderse con nuestra visita. Deduje que muchos peregrinos, que no sabían de la maldición, debieron de haber tocado esa puerta en busca de abrigo.
—Somos peregrinos camino a Compostela y necesitamos un poco de agua caliente —dijo Petrus—. Sé que usted no nos la negará.
A regañadientes, la mujer abrió la puerta. Entramos en una pequeña sala, pobremente amueblada, pero limpia. Había un sofá con el forro de plástico rasgado, una mesa de formica con dos sillas y una vitrina, y encima de ésta una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, algunos santos y un crucifijo de espejos. Dos puertas daban a la salita, por una podía entrever el cuarto. La mujer condujo a Petrus por la otra, que daba a la cocina.
—Tengo un poco de agua hirviendo —dijo ella—. Voy por una vasija y luego pueden irse por donde vinieron.
Me quedé solo con el inmenso perro en la sala. Movía la cola, contento y dócil. Al poco rato, la mujer volvió con una vieja lata, la llenó de agua caliente y se la pasó a Petrus.
—Listo. Vayan con la bendición de Dios.
Pero Petrus no se movió, sacó una bolsita de té de la mochila, la colocó dentro de la lata y dijo que le gustaría compartir lo poco que tenía con ella, en agradecimiento por la acogida.
La mujer, visiblemente contrariada, trajo dos tazas y se sentó con Petrus en la mesa de formica. Continué mirando al perro, mientras escuchaba la conversación de los dos.
—En el pueblo me dijeron que había una maldición sobre esta casa —comentó Petrus en un tono casual. Sentí que los ojos del perro brillaron, como si también hubiera entendido la conversación. La mujer se puso en pie de inmediato.
—¡Es mentira! ¡Es una superstición antigua! Por favor, acabe pronto su té que tengo mucho qué hacer.
El perro sintió el súbito cambio de humor de la mujer. Se quedó inmóvil, en estado de alerta. Pero Petrus continuaba con la misma tranquilidad del principio. Colocó lentamente el té en la taza, la llevó a sus labios y la regresó a la mesa sin beber una gota.
—Está muy caliente —dijo—. Vamos a esperar a que se enfríe un poco.
La mujer ya no se sentó. Estaba visiblemente disgustada con nuestra presencia y arrepentida de haber abierto la puerta. Notó que yo estaba mirando fijamente al perro, y lo llamó junto a ella. El animal obedeció, pero cuando llegó cerca de ella volteó a mirarme.
—Fue por eso, mi querido Petrus —dijo, mirándome—. Fue por eso que el Mensajero apareció ayer en el niño.
De repente me di cuenta de que no era yo quien miraba al perro. Desde que entré, aquel animal me hipnotizó y mantuvo mis ojos fijos en los suyos. Era el can el que me miraba y haciendo que cumpliera su voluntad. Comencé a sentir mucha pereza, unas ganas de dormir en aquel sofá rasgado, porque hacía mucho calor afuera y no tenía ganas de caminar. Todo eso me parecía extraño y tuve la sensación de estar cayendo en una trampa. El perro me miraba fijamente y, mientras más me miraba, más sueño tenía.
—Vamos —dijo Petrus, levantándose y ofreciéndome la taza de té—, toma un poco, porque la señora desea que ya nos vayamos.
Vacilé, pero conseguí tomar la taza y el té caliente me reanimó. Quería decir algo, preguntar el nombre del animal, pero mi voz no salía. Algo dentro de mí había despertado, algo que Petrus no me había enseñado, pero que comenzaba a manifestarse. Era un deseo incontrolable de decir palabras extrañas, cuyo significado ni yo mismo conocía. Me di cuenta de que Petrus había puesto algo en el té. Todo parecía distante y tenía sólo una vaga noción de que la mujer le decía a Petrus que debíamos irnos. Sentí un estado de euforia y decidí decir en voz alta las palabras extrañas que me pasaban por la mente.
Todo lo que podía percibir en esa sala era al perro.
Cuando comencé a decir aquellas palabras extrañas, que ni yo entendía, noté que el can comenzaba a gruñir. Estaba entendiendo; me emocioné aún más y seguí hablando cada vez más alto. El perro se levantó y mostró los dientes. Ya no era el animal dócil que encontré al llegar, sino uno ruin y amenazador, que podía atacarme en cualquier momento.
Sabía que las palabras me protegían y comencé a hablar cada vez más alto, dirigiendo toda mi fuerza hacia el perro, sintiendo que dentro de mí había un poder diferente y que este poder impedía que el animal me atacase.
A partir de entonces, todo empezó a suceder como en cámara lenta. Noté que la mujer se acercaba a mí gritando e intentaba empujarme hacia fuera, y que Petrus agarraba a la mujer, pero que el perro no prestaba la menor atención al forcejeo de los dos. Estaba con los ojos fijos en mí y se levantó gruñendo y mostrando los dientes.
Intento comprender la lengua extraña en que estoy hablando, pero siempre que me detengo buscando algún sentido, el poder disminuye y el perro se aproxima, se vuelve más fuerte. Entonces comienzo a gritar sin preocuparme por entender y la mujer empieza a gritar también. El perro ladra amenazándome, pero mientras siga hablando estaré seguro. Oigo una gran carcajada, pero no sé si existe o es fruto de mi imaginación.
De repente, como si todo sucediera al mismo tiempo, la casa fue sacudida por un ventarrón; el perro dio un gran aullido y se abalanzó sobre mí. Levanté el brazo para protegerme el rostro, grité una palabra y esperé el impacto.
El perro se arrojó sobre mí con todo su peso y me derrumbó en el sofá de plástico. Durante algunos instantes nuestros ojos se quedaron fijos de manera recíproca y de repente salió corriendo.
Comencé a llorar abundantemente. Me acordé de mi familia, de mi mujer y mis amigos. Sentí una gigantesca sensación de amor, una alegría inmensa y absurda, porque al mismo tiempo estaba consciente de todo lo que sucedió con el perro. Petrus me tomó por un brazo y me llevó afuera mientras la mujer nos empujaba. Miré alrededor y ya no había señales del perro. Me abracé a Petrus y continué llorando, mientras caminábamos bajo el sol.
No recuerdo aquella caminata, sólo volví en mí cuando, sentado en una fuente, Petrus me arrojó agua a la cara y en la nuca. Le pedí un trago y dijo que si bebía cualquier cosa vomitaría. Estaba un poco mareado, pero me sentía bien. Un inmenso amor por todo y por todos se apoderó de mí. Miré a mi alrededor y vi los árboles bordeando la carretera, la fuentecita donde nos detuvimos, sentí la brisa fresca y oí el canto de los pajarillos del monte. Estaba viendo el rostro de mi ángel, tal como Petrus había dicho. Pregunté si estábamos lejos de la casa de la mujer, dijo que habíamos andado más o menos quince minutos.
—Quizá quieras saber qué sucedió —dijo.
En realidad no tenía la menor importancia. Estaba feliz con aquel amor inmenso que me había invadido. El perro, la mujer, el dueño del bar, todo eso era un recuerdo distante que parecía no guardar ninguna relación con lo que estaba sintiendo ahora. Le dije a Petrus que me gustaría caminar un poco porque me sentía bien.
Me puse de pie y retomamos el Camino de Santiago. Durante el resto de la tarde no hablé casi nada, sumergido en aquel sentimiento agradable que parecía ocuparlo todo. De vez en cuando pensaba que Petrus había colocado alguna droga en el té, pero esto no tenía la menor importancia. Lo importante era ver los montes, los riachuelos, las flores en la carretera, los trazos gloriosos del rostro de mi ángel.
Llegamos a un hotel a las ocho de la noche y yo continuaba —aunque en menor intensidad— en aquel estado de beatitud. El dueño me pidió el pasaporte para el registro y se lo entregué.
—¿Usted es de Brasil? Yo ya estuve allí. Me hospedé en un hotel en la playa de Ipanema.
Aquella frase absurda me devolvió a la realidad. En plena Ruta Jacobea, en una aldea construida hacía ya muchos siglos, había un hotelero que conocía la playa de Ipanema.
—Estoy listo para conversar —dije a Petrus—. Necesito saber todo lo que pasó hoy.
La sensación de beatitud había pasado. En su lugar surgía de nuevo la Razón, con sus temores a lo desconocido, con la urgente y absoluta necesidad de poner de nuevo los pies en la tierra.
—Después de cenar —respondió.
Petrus pidió al dueño del hotel que encendiera el televisor, pero que lo dejara sin sonido. Dijo que era la mejor manera de que yo escuchara todo sin hacer muchas preguntas, porque una parte de mí estaría mirando lo que aparecía en la pantalla. Preguntó hasta dónde me acordaba de lo ocurrido, le respondí que recordaba todo, menos la parte en que caminamos hacia la fuente.
—Eso no tiene la menor importancia —respondió él. En el televisor comenzaron a pasar un filme sobre algo relacionado con minas de carbón. La gente usaba ropa de principios de siglo.
—Ayer, cuando presentí la urgencia de tu Mensajero, sabía que estaba por iniciarse un combate en el Camino de Santiago. Estás aquí para encontrar tu espada y aprender las Prácticas de RAM, pero siempre que un guía conduce a un peregrino existe por lo menos una circunstancia que escapa al control de ambos y que constituye una especie de prueba práctica de lo que se esté enseñando, En tu caso, fue el encuentro con el perro.
»Los detalles de la lucha y por qué tantos demonios en un animal te lo explicaré más adelante. Lo importante ahora es que entiendas que aquella mujer ya estaba acostumbrada a la maldición. La había aceptado como si fuera una cosa normal y la mezquindad del mundo le parecía buena. Aprendió a satisfacerse con muy poco; cuando la vida es generosa siempre quiere darnos mucho.
»Cuando expulsaste los demonios de aquella pobre mujer, también desequilibraste su universo. Otro día conversamos sobre las crueldades que las personas son capaces de cometer consigo mismas; con frecuencia, cuando intentamos mostrar el bien, que la vida es generosa, ellas rechazan la idea como si fuese cosa del demonio. A nadie le gusta pedir mucho a la vida, porque tiene miedo de la derrota, pero quien desea librar el Buen Combate debe mirar el mundo como si fuera un tesoro inmenso que está allí esperando ser descubierto y conquistado.
Petrus me preguntó si sabía qué estaba haciendo allí, en el Camino de Santiago.
—Estoy en busca de mi espada —respondí.
—¿Y para qué quieres tu espada?
—Porque me traerá el Poder y la Sabiduría de la Tradición.
Sentí que mi respuesta no le había agradado del todo, pero prosiguió:
—Estás aquí en busca de una recompensa. Te atreves a soñar y estás haciendo lo posible por transformar este sueño en realidad. Necesitas saber mejor qué harás con tu espada y debe quedar claro antes de llegar hasta ella. Sin embargo, tienes algo a tu favor: estás en busca de una recompensa. Estás haciendo el Camino de Santiago sólo porque deseas ser recompensado por tu esfuerzo. Ya me di cuenta de que has aplicado todo lo que te he enseñado buscando un fin práctico. Esto es muy positivo.
»Sólo falta que consigas unir las Prácticas de RAM con tu propia intuición. El lenguaje de tu corazón determinará la manera correcta de descubrir y manejar tu espada. De no ser así, los ejercicios y las Prácticas de RAM se perderán en la sabiduría.
—Concordé con él, pero no era eso lo que me interesaba saber. Habían sucedido dos cosas que no lograba explicar: la lengua diferente en que hablé y la sensación de alegría y amor, después de haber expulsado al perro.
—La sensación de alegría se debió a que su acción fue tocada por Ágape.
—Hablas mucho de Ágape y hasta ahora no me has explicado bien qué es. Tengo la sensación de que es algo relacionado con una forma mayor de amor.
—Eso es exactamente. Dentro de poco llegará el momento de experimentar este amor intenso; ese amor que devora a quien ama. Mientras tanto, conténtate con saber que se manifiesta libremente en ti.
—Yo ya tuve esta sensación antes, sólo que más breve y de manera diferente. Sucedía después de una victoria profesional, de una conquista o cuando presentía que la suerte estaba siendo generosa conmigo. Por otra parte, cuando esta sensación aparecía, me paralizaba y sentía miedo de vivirla intensamente, como si esta alegría pudiera despertar la envidia de los otros o como si fuese indigno de recibirla.
—Todos reaccionamos así antes de conocer a Ágape —dijo con los ojos fijos en la pantalla del televisor.
Entonces le pregunté sobre la lengua en que hablé.
—Eso fue una sorpresa para mí. No es una Práctica del Camino de Santiago. Se trata de un Carisma y forma parte de las Prácticas de RAM en el Camino de Roma.
Ya había oído hablar sobre los Carismas, pero le pedí a Petrus que me lo explicara mejor.
—Los Carismas son dones del Espíritu Santo que se manifiestan en las personas. Existe una diversidad de ellos: el don de la cura, el don de los milagros, el don de la profecía, entre otros. Tú experimentaste el Don de Lenguas, el mismo que los apóstoles experimentaron el día de Pentecostés.
»El Don de Lenguas está vinculado a la comunicación directa con el Espíritu. Sirve para oraciones poderosas, exorcismos —como te ocurrió— y sabiduría. Quizá los días de caminata y las Prácticas de RAM, además del peligro que el perro representaba para ti despertaron el Don de Lenguas. Ya no volverá a presentarse, a no ser que encuentres tu espada y decidas seguir el Camino de Roma. De cualquier forma, fue un buen presagio.
Me quedé mirando el televisor sin sonido. La historia de las minas de carbón se había transformado en una serie de imágenes de hombres y mujeres hablando sin parar, discutiendo, conversando. De vez en cuando, un actor y una actriz se besaban.
—Algo más —dijo Petrus—. Puede ser que vuelvas a encontrarte al perro; en este caso, no intentes despertar de nuevo el Don de Lenguas, porque no volverá. Confía en lo que te dicte la intuición. Te enseñaré la otra Práctica de RAM, que despertará esta intuición. De esta forma empezarás a conocer el lenguaje secreto de tu mente y te será muy útil en todo momento de tu vida.
Petrus apagó el televisor, justo cuando comenzaba a interesarme en la trama. Después fue al bar y pidió una botella de agua mineral. Bebimos una poca y llevó el sobrante para afuera.
Nos sentamos al aire libre y durante algunos instantes nadie dijo nada. El silencio de la noche nos envolvía y la Vía Láctea en el cielo me recordaba siempre mi objetivo: encontrar la espada.
Después de un rato, Petrus me enseñó «El Ejercicio del Agua».
Haga un charco de agua sobre una superficie lisa e impermeable. Mire este charco durante algún tiempo. Luego, sin ninguna pretensión ni objetivo, comience a jugar con el agua. Trace dibujos que no signifiquen absolutamente nada. Haga este ejercicio durante una semana, demorándose un mínimo de diez minutos cada vez.
No busque resultados prácticos en este ejercicio, porque poco a poco está despertando su intuición.
Cuando esta intuición comience a manifestarse, durante el resto del día, confíe en ella.
—Estoy cansado y voy a dormirme —dijo—, pero haz este ejercicio ahora. Despierta de nuevo tu intuición, tu lado secreto. No te preocupes por la lógica, porque el agua es un elemento fluido y no se dejará dominar tan fácilmente. No obstante, el agua construirá, poco a poco, sin violencia, una nueva relación tuya con el universo.
Y concluyó, antes de entrar al hotel:
—No siempre se obtiene ayuda de un perro.
Continué saboreando un poco el frescor y el silencio de la noche. El hotel estaba lejos de cualquier población y nadie pasaba por la carretera que tenía frente a mí.
Me acordé del dueño, que conocía Ipanema; debería parecerle un absurdo que yo estuviera en este lugar tan árido, quemado por ese sol que volvía cada día con la misma furia.
Comenzó a darme sueño y decidí ejecutar pronto el ejercicio. Derramé el resto de la botella en el piso de cemento. Inmediatamente se formó un charco. No era cualquier imagen o forma y no estaba buscando eso. Mis dedos comenzaron a mover el agua fría y empecé a sentir el mismo tipo de hipnosis que la gente siente cuando se queda mirando el fuego. No pensaba en nada, sólo jugaba. Jugando con un charco de agua. Hice algunos trazos en las orillas y el agua pareció tomar la forma de un sol mojado, pero los trazos enseguida se mezclaban y desaparecían. Con la palma de la mano, golpeé el centro del charco; el agua se desparramó y llenó de gotas el cemento, estrellas negras en un fondo gris ceniza. Estaba completamente entregado a aquel ejercicio absurdo sin más finalidad que el placer de realizarlo. Sentí que mi mente se había detenido casi por completo, lo cual sólo conseguía tras largos periodos de meditación y relajación. Al mismo tiempo, algo me decía que, en lo más profundo de mí, en las reconditeces de mi mente, una fuerza tomaba cuerpo y se preparaba para manifestarse.
Pasé mucho tiempo jugando con el charco y fue difícil dejar de hacer el ejercicio. Si Petrus me hubiera enseñado el ejercicio del agua al principio del viaje, con toda seguridad me habría parecido una pérdida de tiempo; pero ahora, después de haber hablado en otras lenguas y expulsado demonios, aquella poca de agua establecía un contacto —aunque frágil— con la Vía Láctea sobre mi cabeza. Reflejaba sus estrellas, creaba formas que no podía entender, y me daba la sensación no de estar perdiendo el tiempo, sino de estar creando un nuevo código de comunicación con el mundo. El código secreto del alma, la lengua que conocemos y que tan poco escuchamos.
Cuando caí en cuenta, ya era bastante tarde. Las luces de la recepción estaban apagadas y entré sin hacer ruido. En mi cuarto, hice una vez más la invocación de Astrain y apareció más nítido. Le hablé un rato sobre mi espada y mis objetivos en la vida. Sin embargo, no respondía nada, pero Petrus me había dicho que, conforme se sucedieran las invocaciones, Astrain se tornaría una presencia viva y poderosa a mi lado.