«Y aquí, todos los caminos de Santiago se transforman en uno solo».
Era muy temprano por la mañana cuando llegamos a Puente la Reina. La frase estaba escrita en la base de una estatua —un peregrino con traje medieval, sombrero de tres picos, capa, veneras y cayado con cantimplora en la mano— y rememoraba la epopeya de un viaje casi olvidado que Petrus y yo estábamos reviviendo ahora.
Habíamos pasado la noche anterior en uno de los muchos conventos esparcidos por todo el Camino. El hermano portero, quien nos recibió, advirtió que no podíamos cruzar ni una palabra dentro de los muros de la abadía. Un fraile joven nos condujo a nuestras respectivas alcobas, donde había estrictamente lo necesario: una cama dura, sábanas viejas pero limpias, una jarra de agua y una jofaina para la higiene personal. No había drenaje ni agua caliente, y el horario de las comidas estaba indicado detrás de la puerta.
A la hora indicada, bajamos hacia el refectorio. Debido al voto de silencio, los monjes se comunicaban sólo con miradas, y tuve la impresión de que sus ojos brillaban más que los de una persona común. La cena fue servida temprano, en las largas mesas donde nos sentamos con los monjes de hábitos cafés. Desde su lugar, Petrus me hizo una seña y entendí perfectamente qué quería decir: estaba loco por encender un cigarro, pero por lo visto pasaría la noche entera sin satisfacer su deseo. Lo mismo me pasaba a mí y clavé la uña en el nacimiento del pulgar, ya casi en carne viva. El momento era demasiado hermoso como para cometer cualquier crueldad conmigo mismo.
La cena fue servida: sopa de verduras, pan, pescado y vino. Todos rezaron y nosotros acompañamos la oración. Mientras comíamos, un monje lector leía, con voz monótona, pasajes de una epístola de San Pablo.
—Dios escogió las cosas locas del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió las cosas débiles del mundo para humillar a los fuertes —decía el monje con su voz fina y sin inflexiones—. Estamos locos por causa de Cristo. Hasta hoy fuimos considerados la escoria del mundo, los peores de todos. No obstante, el Reino de Dios no está hecho de palabras, sino de poder.
Las amonestaciones de Pablo a los corintios retumbaron durante toda la cena en las paredes desnudas del refectorio.
Entramos en Puente la Reina conversando sobre los monjes de la noche anterior. Le confesé a Petrus que había fumado a escondidas en el cuarto, muerto de miedo de que alguien sintiera el olor a tabaco. Se rió y me di cuenta de que quizá hizo lo mismo.
—San Juan Bautista fue al desierto, pero Jesús se unió a los pescadores y vivía viajando —dijo—. Prefiero esto.
De hecho, salvo el tiempo pasado en el desierto, el resto de su vida Cristo la pasó entre los hombres.
—Incluso su primer milagro no fue salvar el alma de alguien, ni curar una enfermedad o expulsar a un demonio, sino transformar agua en excelente vino en una boda, porque la bebida del dueño de la casa se había terminado.
Al acabar de decir esto, se detuvo de repente. Su movimiento fue tan brusco que yo también me detuve, asustado. Estábamos ante el puente que da su nombre al poblado. Sin embargo, Petrus no miraba el camino que debíamos cruzar. Sus ojos estaban fijos en dos niños que jugaban con una pelota de goma a orillas del río. Tendrían entre ocho y diez años, y parecían no haber notado nuestra presencia. En vez de cruzar el puente, Petrus bajó el barranco y se acercó a los chiquillos. Yo, como siempre, lo seguí sin preguntar nada.
Los niños continuaron ignorando nuestra presencia. Petrus se sentó y se quedó contemplando el juego, hasta que la pelota cayó cerca de donde él estaba. Con un movimiento rápido, tomó la pelota y me la lanzó.
Atrapé en el aire la pelota de goma y me quedé esperando lo que sucedería.
Uno de los niños —al parecer el mayor— se acercó. Mi primer impulso fue devolverle la pelota, pero el comportamiento de Petrus había sido tan extraño que decidí intentar averiguar qué pasaba.
—Devuélvame la pelota, señor —dijo el muchacho.
Miré aquella figura pequeña, a dos metros de mí. Noté que había algo de familiar en el niño, el mismo sentimiento que había experimentado cuando me encontré con el gitano.
El muchacho insistió y, viendo que yo no respondía, se agachó y cogió una piedra.
—Deme la pelota o le voy a arrojar esta piedra —dijo.
Petrus y el otro niño me observaban, en silencio. La agresividad del muchacho me irritó.
—Arroja la piedra —respondí—. Si me pega, voy por ti y te doy una paliza.
Sentí que Petrus respiró aliviado. Algo comenzaba querer surgir en los sitios más recónditos de mi cabeza. Tenía la clara sensación de haber vivido ya esa escena.
El muchacho se asustó con mis palabras. Dejó la piedra en el suelo y buscó otra manera.
—Aquí en Puente la Reina existe un relicario que perteneció a un peregrino muy rico. Veo por la concha y su mochila que ustedes también son peregrinos. Si me regresan la pelota, les doy ese relicario. Está escondido en la arena, en las márgenes de este río.
—Quiero la pelota —dije sin mucha convicción. En realidad lo que yo quería era el relicario y el muchacho parecía decir la verdad; pero tal vez Petrus necesitara aquella pelota para algo y no podía decepcionarlo, era mi guía.
—Señor, usted no necesita esta pelota —dijo el muchacho, casi al borde de las lágrimas—. Usted es fuerte, viajado y conoce el mundo. Yo sólo conozco las márgenes de este río y mi único juguete es esta pelota. ¡Devuélvamela, por favor!
Las palabras del muchacho calaron hondo en mi corazón, pero el ambiente extrañamente familiar, la sensación de que ya había leído o vivido aquella situación hizo que resistiera una vez más.
—No, necesito esta pelota. Te daré dinero para que te compres otra, más bonita; pero ésta es mía.
Cuando acabé de decir esto, el tiempo pareció detenerse. El paisaje en torno mío se transformó, sin que Petrus estuviera presionando con el dedo la base de mi nuca. Por un fracción de segundo, me pareció que habíamos sido transportados a un largo y terrorífico desierto ceniciento. Allí no estaban ni Petrus ni el otro muchachito, sólo yo y el niño frente a mí. Era mayor, tenía facciones simpáticas y amigables, pero en sus ojos brillaba algo que me daba miedo.
La visión no duró más de un segundo, al instante estaba de vuelta en Puente la Reina, donde los diversos caminos de Santiago, procedentes de varios puntos de Europa, se transformaban en uno solo. Frente a mí, un niño pedía una pelota y tenía la mirada dulce y triste.
Petrus se acercó, tomó la pelota de mis manos y la devolvió al muchacho.
—¿Dónde está el relicario escondido? —pregunté al niño.
—¿Cuál relicario? —respondió; tomó de la mano a su amigo, corrió alejándose de nosotros y se tiró al agua.
Subimos de nuevo el barranco y finalmente cruzamos el puente. Empecé a hacer preguntas sobre lo sucedido, hablé de la visión del desierto, pero Petrus cambió el tema y dijo que conversaríamos sobre esto cuando estuviéramos un poco lejos de allí.
Media hora más tarde llegamos a un tramo del camino que aún conservaba vestigios del empedrado romano. Allí había otro puente, en ruinas, y nos sentamos para tomar el desayuno que nos dieron los monjes: pan de centeno, yogur y queso de cabra.
—¿Para qué querías la pelota del muchacho? —preguntó Petrus.
Respondí que no quería la pelota, que había actuado así porque él, Petrus, se había comportado de manera extraña. Como si la pelota fuera algo muy importante para él.
—Y de hecho así fue. Hizo que establecieras un contacto victorioso con tu demonio personal.
¿Mi demonio personal? Nunca había oído semejante absurdo en todo el camino. Había pasado seis días yendo y viniendo de los Pirineos, había conocido un cura brujo que no había hecho ninguna brujería y mi dedo estaba en carne viva porque siempre que pensaba algo cruel sobre mí mismo —hipocondría, sentimiento de culpa, complejo de inferioridad— estaba obligado a clavar mi uña en la herida.
En este punto, Petrus tenía razón: los pensamientos negativos habían disminuido considerablemente, pero esta historia del demonio personal era algo de lo que nunca antes había oído hablar y que no me tragaría tan fácilmente.
—Hoy, antes de cruzar el puente, sentí intensamente la presencia de alguien que trataba de advertimos sobre algo, pero el aviso era más para ti que para mí. Dentro de poco habrá una lucha y necesitas librar el Buen Combate.
»Cuando no se conoce al demonio personal, éste acostumbra manifestarse en la persona más cercana. Miré en derredor y vi a los niños jugando —deduje que era allí donde debía de darse el aviso. Pero era hacerle caso a sólo una corazonada; tuve la certeza de que era tu demonio personal cuando te rehusaste a devolver la pelota.
Le dije que había hecho eso porque pensaba que era lo que él quería.
—¿Por qué yo? Nunca dije nada.
Comencé a sentirme un poco mareado, tal vez fuera la comida, que estaba devorando luego de casi una hora de caminar en ayunas. Al mismo tiempo, no me abandonaba la sensación de que el muchacho me era familiar.
—Tu demonio personal te tentó de tres maneras clásicas: con una amenaza, con una promesa y con tu lado débil. Felicidades: resististe valientemente.
Entonces recordé que Petrus le había preguntado al muchacho sobre el relicario. En ese momento pensé que el niño había intentado engañarme, pero, de cualquier forma, tenía que haber un relicario allí, escondido: un demonio nunca hace promesas falsas.
—Si el niño no se acordó del relicario fue porque tu demonio personal ya se había ido.
Y añadió sin pestañear:
—Es hora de llamarlo de nuevo. Lo vas a necesitar.
Estábamos sentados en el viejo puente en ruinas. Petrus juntó cuidadosamente los restos de comida y guardó todo dentro de la bolsa de papel que los monjes nos dieron. Frente a nosotros los trabajadores comenzaban a llegar al campo para su labor, pero estaban tan lejos que no podía oír lo que decían. El terreno estaba completamente ondulado y las tierras cultivadas formaban misteriosos dibujos en el paisaje. Bajo nuestros pies, la corriente de agua, casi muerta por la sequía, no hacía mucho ruido.
—Antes de salir al mundo, Cristo fue a conversar con su demonio personal al desierto —dijo Petrus—. Aprendió lo que debía saber sobre el hombre, pero no dejó que el demonio dictara las reglas del juego y así lo venció.
—Cierta vez, un poeta dijo que ningún hombre era una isla. Para librar el Buen Combate necesitamos ayuda. Necesitamos amigos, y cuando éstos no están cerca debemos transformar la soledad en nuestra arma principal. Todo lo que nos rodea tiene que ayudamos a dar los pasos necesarios rumbo a nuestro objetivo. Todo tiene que ser una manifestación personal de nuestra voluntad de vencer en el Buen Combate. Sin esto, sin advertir que necesitamos de todos y de todo, seremos guerreros arrogantes y nuestra arrogancia nos derrotará al final, porque vamos a tener tal seguridad en nosotros mismos que no vamos a descubrir las trampas del campo de batalla.
La historia de guerreros y combates me recordó una vez más a Don Juan de Carlos Castaneda. Me pregunté si el viejo brujo indio acostumbraba dar lecciones por la mañana, antes de que su discípulo pudiera digerir el desayuno. Pero Petrus continuó:
—Además de las fuerzas físicas que nos rodean y nos ayudan, existen básicamente dos fuerzas espirituales junto a nosotros: un ángel y un demonio. El ángel nos protege siempre y esto es un don divino —no es necesario invocarlo—. El rostro de tu ángel está siempre visible cuando ves el mundo con buenos ojos. Es este riachuelo, los trabajadores en el campo, este cielo azul, aquel viejo puente que nos ayuda a atravesar el agua, y que fue colocado aquí por manos anónimas de legionarios romanos; también en este puente está el rostro de tu ángel. Nuestros abuelos lo conocían como ángel guardián, ángel de la guarda, ángel custodio.
—El demonio también es un ángel, pero es una fuerza libre, rebelde. Prefiero llamarlo Mensajero, pues es el principal eslabón entre tú y el mundo. En la Antigüedad era representado por Mercurio, por Hermes Trimegisto, el Mensajero de los dioses. Sólo actúa en el plano material. Está presente en el oro de la Iglesia, porque el oro viene de la tierra y la tierra es su dominio. Está presente en nuestro trabajo y nuestra relación con el dinero. Cuando lo dejamos suelto, tiende a dispersarse. Cuando lo exorcizamos, perdemos todo lo bueno que tiene para enseñamos, pues conoce mucho del mundo y de los hombres. Cuando nos fascinamos ante su poder, nos posee y nos aparta del Buen Combate.
»Por tanto, la única manera de lidiar con nuestro Mensajero es aceptándolo como amigo, oyendo sus consejos, pidiendo su ayuda cuando sea necesaria, pero nunca dejando que imponga las reglas. Como lo hiciste con el muchacho. Para ello es necesario, primero, que sepas lo que quiere y, luego, que conozcas su faz y su nombre.
—¿Cómo voy a saber todo eso? —pregunté.
Y Petrus me enseñó «El Ritual del Mensajero».
1. Siéntese y relájese por completo. Deje vagar su mente por dondequiera, que el pensamiento fluya sin control. Luego de algún tiempo, comience a repetirse: «Ahora estoy relajado y mis ojos duermen el sueño del mundo».
2. Cuando sienta que su mente ya no se preocupa por nada, imagine una columna de fuego a su derecha. Avive las llamas, que brillen. Entonces repita en voz baja: «Ordeno que mi subconsciente se manifieste. Que se abra para mí y revele sus secretos mágicos». Espere un poco, concentrándose sólo en la columna de fuego. Si surgiese alguna imagen, será una manifestación de su subconsciente. Procure recordarla.
3. Mantenga siempre la columna de fuego a su derecha, ahora comience a imaginar otra columna de fuego a su izquierda. Cuando las llamas se hubieren avivado bastante, diga en voz baja las siguientes palabras: «Que la fuerza del Cordero, que se manifiesta en todo y en todos, se manifieste también en mí al invocar a mi Mensajero: (diga el nombre del Mensajero) aparecerá ante mí ahora».
4. Platique con su Mensajero, que deberá manifestarse entre ambas columnas. Plantee su problema específico, pida consejos y dele las órdenes necesarias.
5. Al acabar su conversación, despida al Mensajero con las siguientes palabras: «Agradezco al Cordero el milagro que realicé. Que (nombre del Mensajero) vuelva siempre que fuere invocado, y mientras esté distante, me ayude a realizar mi obra».
Nota: En la primera invocación —o en las primeras invocaciones, dependiendo de la capacidad de concentración de quien esté realizando el Ritual—, no se nombra al Mensajero. Sólo se dice «Él». Si el Ritual fuese bien ejecutado, el Mensajero debe revelar de inmediato su nombre mediante telepatía. De no ser así, insista hasta que consiga saber este nombre y sólo entonces inicie las conversaciones. Cuanto más se repita el Ritual, más fuerte será la presencia del Mensajero y más rápidas serán sus acciones.
—Espera la noche para realizarlo, porque es más fácil. Hoy, en tu primer encuentro, él te revelará su nombre. Este nombre es secreto y jamás debe conocerlo nadie, ni yo. Quien sepa el nombre de tu Mensajero, puede destruirlo.
Petrus se levantó y comenzamos a caminar. En poco tiempo llegamos al campo donde los campesinos trabajaban la tierra. Nos dijimos «buenos días» y seguimos caminando.
—Si tuviera que utilizar una imagen, diría que el ángel es tu armadura y el Mensajero, tu espada. Una armadura protege en cualquier circunstancia, pero una espada puede caer en medio de un combate, matar a un amigo o volverse contra el propio dueño. Una espada sirve para casi todo, menos para sentarse en ella —dijo, soltando una sonora carcajada.
Nos detuvimos en una aldea para almorzar y el muchacho que nos atendió estaba visiblemente de mal humor. No respondía a nuestras preguntas, nos sirvió la comida de mal modo y al final derramó un poco de café en las bermudas de Petrus. Entonces vi cómo mi guía se transformaba: enfurecido, fue a llamar al dueño mientras despotricaba contra la falta de educación del muchacho. Terminó yendo al baño a ponerse las otras bermudas, mientras el dueño lavaba la mancha de café y tendía la pieza para que se secara.
Mientras esperábamos que el sol de las dos de la tarde cumpliese su papel en las bermudas de Petrus, pensaba en todo lo que habíamos platicado por la mañana. Es verdad que la mayoría de lo que Petrus dijo sobre el niño coincidía. Además, tuve la visión de un desierto y un rostro. Pero esa historia del Mensajero me parecía muy primitiva, estábamos en pleno siglo XX y conceptos como infierno, pecado y demonio ya no tenían el menor sentido para, nadie con un poco de inteligencia.
En la Tradición, cuyas enseñanzas yo había seguido durante mucho más tiempo que el Camino de Santiago, el Mensajero —llamado simplemente demonio, sin prejuicios— era un espíritu que dominaba las fuerzas de la Tierra y que estaba siempre en favor del hombre. Era muy utilizado en Obras Mágicas, pero nunca como aliado ni consejero en lo cotidiano. Petrus había dado a entender que yo podría aprovechar la amistad del Mensajero para mejorar en el trabajo y en el mundo. Además de profana, la idea me parecía infantil.
Pero yo había jurado obediencia total a madame Lawrence y una vez más tuve que clavarme una uña en el nacimiento del pulgar, en carne viva.
—No debí haberme exaltado —dijo Petrus después de salir—. Al final de cuentas, él no tiró la taza sobre mí, sino sobre el mundo que odia. Sabe que existe un mundo gigantesco, más allá de las fronteras de su propia imaginación y su participación en este mundo se limita a despertarse temprano, ir a la panadería, servir a quien pase y masturbarse por las noches, soñando con mujeres que nunca conocerá.
Era hora de hacer un alto para la siesta, pero Petrus decidió seguir caminando. Dijo que era una manera de hacer penitencia por su intolerancia. Yo, que nada había hecho, debí acompañarlo bajo aquel sol fuerte. Pensaba en el Buen Combate y en los millones de personas dispersas por el mundo que, en ese instante, estaban haciendo cosas que no querían hacer. El Ejercicio de la Crueldad, a pesar de estarme dejando el dedo en carne viva, me hacía mucho bien. Me hizo darme cuenta de lo traicionera que podía ser mi mente al empujarme a hacer cosas que no quería y al hacerme abrigar sentimientos que no me ayudaban. En ese momento quise que Petrus tuviera razón: que existiera realmente el Mensajero, con quien podría hablar de cosas prácticas y pedirle ayuda en los asuntos del mundo. Esperé con ansia que llegara la noche.
Mientras tanto, Petrus no dejaba de hablar sobre el muchacho. Terminó convenciéndose de que había actuado correctamente; para ello se sirvió, una vez más, de un argumento cristiano.
—Cristo perdonó a la mujer adúltera, pero maldijo a la higuera que no quiso darle su fruto. Yo tampoco estoy aquí para hacer siempre el papel de víctima.
Listo, en su mente, el asunto estaba resuelto. Una vez más la Biblia lo había salvado.
Llegamos a Estella casi a las nueve de la noche. Tomé un baño y bajamos a cenar. El autor de la primera guía de la Ruta Jacobea, Ayméric Picaud, describió Estella como «un lugar fértil y con buen pan, excelente vino, carne y pescado. Su río Ega tiene agua dulce, sana y muy buena». No bebí agua del río, pero en cuanto a la mesa, Picaud seguía teniendo razón, aun después de ocho siglos. Sirvieron pierna de carnero guisada, corazones de alcachofa y un vino riojano de excelente cosecha. Nos quedamos en la mesa durante largo tiempo, conversando trivialidades y saboreando el vino. Finalmente, Petrus anunció que era un buen momento para tener mi primer contacto con el Mensajero.
Nos levantamos y comenzamos a andar por las calles de la ciudad. Algunos callejones daban directamente al río —como en Venecia— y fue en uno de esos callejones donde decidí sentarme. Petrus sabía que de allí en adelante era yo quien conducía la ceremonia y se quedó un poco atrás.
Me quedé mirando el río durante mucho tiempo. Sus aguas y el rumor de su torrente comenzaron a desconectarme del mundo y a inspirarme una profunda calma. Cerré los ojos e imaginé la primera columna de fuego. Hubo un momento de cierta dificultad, pero al final apareció.
Dije las palabras rituales y la otra columna surgió a mi izquierda. El espacio entre ambas columnas, iluminado por el fuego, estaba completamente vacío. Permanecí durante algún tiempo con los ojos fijos en aquel espacio, tratando de no pensar, para que el Mensajero se manifestara. Pero, en vez de esto comenzaron a aparecer imágenes exóticas —la entrada de una pirámide, una mujer vestida de oro puro, algunos hombres negros danzando alrededor de una hoguera—. Las imágenes iban y venían en rápida sucesión y dejé que fluyeran sin control. También aparecieron muchos trechos del Camino que había hecho con Petrus. Paisajes, restaurantes, bosques; hasta que, sin avisar, el desierto ceniciento que vi en la mañana se extendió entre las dos columnas de fuego, y allí, mirándome, estaba el hombre simpático con un brillo traicionero en los ojos.
Se rió y yo sonreí en mi trance. Me mostró una bolsa cerrada, después la abrió y miró adentro —pero en la posición que yo estaba no pude ver nada—. Entonces, un nombre vino a mi mente: Astrain[8]. Comencé a mentalizar este nombre, a vibrarlo entre ambas columnas de fuego, y el Mensajero hizo una seña afirmativa con la cabeza; había descubierto cómo se llamaba.
Era el momento de dar por terminado el ejercicio. Dije las palabras rituales y extinguí las columnas de fuego —primero la izquierda, después la derecha—. Abrí los ojos y el río Ega estaba ante mí.
—Fue mucho menos difícil de lo que imaginaba —dije a Petrus, después de contarle todo lo sucedido entre las columnas.
—Éste fue tu primer contacto. Un contacto de reconocimiento mutuo y de mutua amistad. La conversación con el Mensajero será productiva si lo invocas todos los días, si discutes tus problemas con él y si sabes distinguir perfectamente la ayuda real del engaño. Mantén siempre tu espada lista cuando te encuentres con él.
—Pero aún no tengo espada —respondí.
—Por eso, él podrá causarte muy poco daño. Aun así, es bueno no facilitarle las cosas.
El ritual había acabado, me despedí de Petrus y volví al hotel. Bajo las sábanas, pensaba en el pobre muchacho que nos había servido la comida. Tenía ganas de regresar, de enseñarle el Ritual del Mensajero y decirle que todo podía cambiar si él lo deseara. Pero era inútil intentar salvar al mundo: aún no había conseguido ni siquiera salvarme a mí mismo.[9]