HABÍAMOS caminado durante cinco días seguidos, sólo nos deteníamos para comer y dormir. Petrus continuaba bastante reservado sobre su vida personal, pero indagaba mucho sobre Brasil y sobre mi trabajo. Dijo que mi país le gustaba mucho, porque la imagen que mejor conocía era el Cristo Redentor en el Corcovado, con los brazos abiertos y no torturado en una cruz. Quería saberlo todo y cada cierto tiempo me preguntaba si las mujeres de mi país eran tan bonitas como las de aquí.
Durante el día, el calor era casi insoportable, y en todos los bares y pueblecitos a los que llegábamos las personas se quejaban de la sequía. Debido al calor, dejábamos de caminar entre las dos y las cuatro de la tarde —cuando el sol estaba más caliente— y adoptamos el hábito español de la siesta.
Aquella tarde, mientras descansábamos en mitad de un olivar, un anciano campesino se acercó y nos ofreció un trago de vino. Aun con el calor, el hábito de beber vino formaba parte hacía siglos de la vida de los habitantes de aquella región.
—Allí, exactamente en ese lugar, el Amor fue asesinado —dijo el viejo campesino, apuntando hacia una pequeña ermita enclavada en las rocas.
—¿Y por qué fue asesinado el Amor allí? —pregunté, ya que el viejo estaba queriendo entablar conversación.
—Hace muchos siglos, una princesa que iba por el Camino de Santiago, Felicia de Aquitania, resolvió renunciar a todo y quedarse a vivir aquí, cuando volvió de Compostela. Era el Amor en persona, porque compartió sus bienes con los pobres de la región y cuidaba de los enfermos.
Petrus había encendido su horrible tabaco enrollado, pero a pesar del aire de indiferencia, percibí que estaba atento a la historia del viejo.
—Entonces su hermano, el duque Guillermo, fue enviado por su padre para llevarla de regreso, pero Felicia se rehusó. Desesperado, el duque la apuñaló dentro de la pequeña ermita que se ve a lo lejos y que ella construyó con sus propias manos, para cuidar de los pobres y alabar a Dios.
»Después de recapacitar y darse cuenta de lo que había hecho, el duque fue a Roma a pedir perdón al papa. Éste, como penitencia, lo obligó a peregrinar hasta Compostela; entonces ocurrió algo curioso: al volver, al llegar aquí, sintió el mismo impulso y se quedó a vivir en la ermita que su hermana había construido, cuidando a los pobres hasta los últimos días de su larga vida.
—Ésa es la ley del retorno —se rió Petrus.
El campesino no entendió el comentario, pero yo sabía exactamente a qué se refería. Mientras caminábamos, nos habíamos enfrascado en largas discusiones teológicas sobre la relación de Dios con los hombres. Yo había argumentado que en la Tradición existe siempre un vínculo con Dios, pero el camino era completamente distinto del que estábamos siguiendo en la Ruta Jacobea, con curas brujos, gitanos endemoniados y santos milagreros. Todo eso me parecía muy primitivo, demasiado ligado al cristianismo y sin la fascinación y el éxtasis que los Rituales de la Tradición eran capaces de provocarme. Petrus siempre decía que el Camino de Santiago es un camino por donde cualquiera puede pasar, y sólo un camino de este tipo puede llevar hasta Dios.
»Crees que Dios existe y yo también lo creo —dijo Petrus—. Entonces, Dios existe para nosotros, pero aunque alguien no crea en él, no deja de existir, ni por eso la persona que no cree está equivocada.
—¿Entonces Dios está supeditado al deseo y al poder del hombre?
—Cierta vez tuve un amigo que vivía borracho, pero rezaba todas las noches tres avemarías porque su mamá así lo había acostumbrado desde pequeño. Aunque llegara a casa absolutamente borracho, aun cuando no creyera en Dios, mi amigo siempre rezaba los tres avemarías. Cuando murió, en un ritual de la Tradición pregunté al espíritu de los Antiguos dónde estaba mi amigo. El espíritu de los Antiguos respondió que estaba muy bien, rodeado de luz. Sin haber tenido fe durante su vida, su obra —que apenas consistía en las tres oraciones rezadas por obligación y automáticamente— lo había salvado.
»Dios ya estuvo presente en las cavernas y en los truenos de nuestros antepasados; después de que el hombre descubrió que se trataba de fenómenos naturales, pasó a habitar en algunos animales y bosques sagrados. Hubo una época en que Dios sólo existía en las catacumbas de las grandes ciudades de la historia antigua, pero durante todos este tiempo no dejó de fluir en el corazón del hombre en forma de amor.
»Hoy en día, Dios es sólo un concepto, casi probado científicamente, pero cuando llega a este punto, la historia da un vuelco y comienza todo de nuevo. La Ley del Retorno. Cuando el padre Jorge citó la frase de Cristo, diciendo que donde estuviera su tesoro también estaría su corazón, se refería exactamente a eso. Donde desees ver la faz de Dios, la verás; y si no quisieras verla, esto no cambia nada, siempre que obres bien.
Cuando Felicia de Aquitania construyó la ermita y comenzó a ayudar a los pobres, se olvidó del Dios del Vaticano y Él se manifestó a través suyo en su forma más primitiva y sabia: el Amor. En este punto, el campesino tiene toda la razón cuando dice que el Amor fue asesinado.
Por lo demás, el campesino se sentía a disgusto, incapaz de seguir nuestra conversación.
—La Ley del Retorno funcionó cuando su hermano fue forzado a continuar la obra que había interrumpido. Todo está permitido, menos interrumpir una manifestación de amor. Cuando esto sucede, quien intentó destruir está obligado a volver a construir.
Expliqué que en mi país la Ley del Retorno decía que las deformaciones y enfermedades de los hombres eran castigos por errores cometidos en reencarnaciones pasadas.
—Es una tontería, —dijo Petrus—. Dios no es venganza, Dios es amor. Su único castigo consiste en obligar a alguien que interrumpió una obra de amor a continuarla.
El campesino pidió que lo disculpáramos, dijo que se le hacía tarde y que necesitaba volver al trabajo. A Petrus le pareció un buen pretexto para levantarnos y continuar la caminata.
—Esto es hablar de balde —dijo mientras continuábamos por el campo de olivos—. Dios está en todo lo que nos rodea y debe presentirse, vivirse, y estoy aquí tratando de transformarlo en un problema de lógica para que tú lo comprendas. Continúa haciendo el ejercicio de caminar despacio e irás tomando conciencia, cada vez más, de su presencia.
Dos días después debimos subir un monte llamado Alto del Perdón. La subida nos llevó varias horas y, cuando llegamos arriba, vi una escena que me desagradó: un grupo de turistas, con la radio de los automóviles a todo volumen, tomaban baños de sol y bebían cervezas. Habían aprovechado un camino vecinal que llevaba hasta lo alto del monte.
—Así es esto —dijo Petrus ¿O acaso pensabas que encontrarías a uno de los guerreros del Cid vigilando desde aquí arriba el próximo ataque de los moros?
Mientras bajábamos, realicé por última vez el Ejercicio de la Velocidad. Estábamos frente a otra planicie inmensa, flanqueada por montes azulados y con una vegetación rastrera quemada por la sequía. Casi no había árboles, tan sólo un terreno pedregoso con algunos espinos. Al finalizar el ejercicio, Petrus me preguntó algo sobre mi trabajo y entonces me di cuenta de que hacía mucho que no pensaba en eso. Mis preocupaciones por los negocios, por lo que había dejado pendiente, habían prácticamente desaparecido. Sólo las recordaba por la noche, y aun así no les concedía mucha importancia. Estaba contento de estar allí, recorriendo el Camino de Santiago.
—En cualquier momento vas a superar a Felicia de Aquitania —bromeó Petrus al comentarle lo que estaba sintiendo. Después, se detuvo y me pidió que dejara la mochila en el suelo.
—Mira alrededor y fija la vista en un punto cualquiera —dijo.
Escogí la cruz de una iglesia que divisaba a lo lejos.
—Mantén tus ojos fijos en ese punto y procura concentrarte sólo en lo que voy a decirte. Aunque sientas cualquier otra cosa distinta, no te distraigas. Haz lo que digo.
Permanecí de pie, relajado, con los ojos fijos en la torre, mientras Petrus se colocaba tras de mí y presionaba la base de mi nuca con un dedo.
—El camino que estás haciendo es el camino del Poder, y sólo se te enseñarán los ejercicios de Poder. El viaje, que antes era una tortura porque tú sólo querías llegar, ahora comienza a transformarse en placer, el placer de la búsqueda y la aventura. Con esto estás alimentando algo muy importante: tus sueños.
»El hombre no puede nunca dejar de soñar. El sueño es el alimento del alma, como la comida es el alimento del cuerpo. Muchas veces, en nuestra existencia, vemos rotos nuestros sueños y frustrados nuestros deseos, pero es preciso continuar soñando, si no nuestra alma muere y Ágape no penetra en ella. Ya se derramó mucha sangre en el campo que está frente a tus ojos, y allí se entablaron algunas de las más crueles batallas de la Reconquista. Quién tenía la razón o la verdad es algo que no tiene importancia: lo importante es saber que ambos bandos estaban librando el Buen Combate.
»El Buen Combate es aquel que se emprende porque nuestro corazón lo pide. En las épocas heroínas, en tiempos de la caballería andante, esto era fácil, pues había mucha tierra; bastante por hacer. Sin embargo en la actualidad el mundo ha cambiado mucho y el Buen Combate fue trasladado de los campos de batalla a nuestro interior.
»El Buen Combate es el que libramos en nombre de nuestros sueños. Cuando estallan en nosotros con todo su vigor —durante la juventud— tenemos mucho valor, pero aún no hemos aprendido a luchar. Después de mucho esforzarnos, terminamos aprendiendo a luchar y entonces ya no tenemos el mismo valor para combatir. Por eso nos volvemos contra nosotros y nos combatimos a nosotros mismos, y nos transformamos en nuestro peor enemigo. Decimos que nuestros sueños eran infantiles, difíciles de realizar o, simplemente, fruto de nuestro desconocimiento de la realidad de la vida. Matamos nuestros sueños porque tenemos miedo de librar el Buen Combate.
La presión del dedo de Petrus en mi nuca se volvió más intensa. Tuve la impresión de que la torre de la iglesia se transformaba: la silueta de la cruz parecía un hombre con alas, un ángel. Parpadeé y la cruz volvió a ser lo que era.
—El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo —continuó Petrus—. Las personas más ocupadas que conocí en mi vida siempre tenían tiempo para todo. Las que no hacían nada siempre estaban cansadas, no hacían ni el poco trabajo que debían realizar, y se quejaban constantemente de que el día era demasiado corto. En realidad, tenían miedo de librar el Buen Combate.
»El segundo síntoma de la muerte de nuestros sueños son nuestras certezas. Porque no queremos ver la vida como una gran aventura para ser vivida, comenzamos a creernos sabios, justos y correctos en lo poco que le pedimos a la existencia. Miramos más allá de las murallas de nuestra cotidianidad y oímos el ruido de las lanzas que se quiebran, el olor del sudor y de la pólvora, las grandes caídas y las miradas sedientas de conquista de los guerreros, pero nunca sentimos la alegría, la inmensa alegría presente en el corazón de quien está luchando, porque para ellos no importan ni la victoria ni la derrota, sólo librar el Buen Combate.
—Finalmente, el tercer síntoma de la muerte de nuestros sueños es la paz. La vida se convierte en una tarde de domingo y ya no nos pide grandes cosas, ni exige más de lo que queremos dar. Entonces creemos que somos maduros, dejamos de lado las fantasías de la infancia y alcanzamos nuestra realización personal y profesional. Nos sorprende cuando alguien de nuestra edad dice que aún quiere esto o aquello de la vida. Pero en realidad, en lo más íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo que sucede es que renunciamos a luchar por nuestros sueños, a librar el Buen Combate.
La torre de la iglesia no cesaba de transformarse y en su lugar parecía surgir un ángel con las alas abiertas. Por más que parpadeara, la figura seguía allí. Tuve ganas de decírselo a Petrus, pero sentí que aún no había acabado.
—Cuando renunciamos a nuestros sueños y encontramos la paz —dijo luego de un rato—, tenemos un pequeño periodo de tranquilidad, pero los sueños muertos comienzan a pudrirse dentro de nosotros y a infestar todo el ambiente en que vivimos. Comenzamos a volvemos crueles con quienes nos rodean y, finalmente, dirigimos esa crueldad contra nosotros. Surgen las enfermedades y las psicosis. Lo que queríamos evitar en el combate —la decepción y la derrota— se convierte en el único legado de nuestra cobardía. Y, un buen día, los sueños muertos y podridos vuelven el aire difícil de respirar y comenzamos a desear la muerte, la muerte que nos libere de nuestras certezas, de nuestras ocupaciones y de aquella terrible paz de las tardes de domingo.
Ahora estaba seguro de estar viendo un ángel y ya no pude seguir las palabras de Petrus. Debió darse cuenta, pues quitó el dedo de mi nuca y dejó de hablar. La imagen del ángel duró algunos instantes y luego desapareció. En su lugar, nuevamente surgió la torre de la iglesia.
Permanecimos en silencio algunos minutos. Petrus lió un cigarro y comenzó a fumar. Saqué de la mochila la garrafa de vino y tomé un trago. Estaba caliente, pero el sabor continuaba siendo el mismo.
—¿Qué viste? —preguntó.
Le conté la historia del ángel. Dije que al principio, cuando parpadeaba, la imagen desaparecía.
—También tienes que aprender a librar el Buen Combate. Ya aprendiste a aceptar las aventuras y los desafíos de la vida, pero sigues queriendo negar lo extraordinario.
Petrus sacó de la mochila un pequeño objeto y me lo entregó. Era un alfiler de oro.
—Esto es un regalo de mi abuelo. En la Orden de RAM, todos los Antiguos poseían un objeto como éste. Se llama «El Punto de la Crueldad». Cuando viste aparecer el ángel en la torre de la iglesia quisiste negarlo porque no era algo a lo que estuvieses acostumbrado. En tu visión del mundo, las iglesias son iglesias y las visiones sólo pueden tenerse en los éxtasis provocados por los Rituales de la Tradición.
Respondí que mi visión debió haber sido efecto de la presión que él ejercía en mi nuca.
—Es verdad, pero eso no cambia nada. El hecho es que rechazaste la visión. Felicia de Aquitania debe haber visto algo semejante y apostó toda su vida a lo que vio; el resultado es que transformó su obra en Amor. Lo mismo debió ocurrirle a su hermano, y lo mismo sucede con todo mundo todos los días: vemos siempre el mejor camino por seguir, pero sólo andamos por el camino al que estamos acostumbrados.
Petrus reemprendió la caminata y yo lo seguí. Los rayos de sol hacían brillar el alfiler en mi mano.
—La única manera de salvar nuestros sueños es siendo generosos con nosotros mismos. Cualquier intento de autocastigo —por más sutil que sea—, debe ser tratado con vigor. Para saber cuándo estamos siendo crueles con nosotros mismos, tenemos que transformar en dolor físico cualquier tentativa de dolor espiritual, como culpa, remordimiento, indecisión, cobardía. Transformando un dolor espiritual en dolor físico, sabremos el mal que nos puede causar.
Y Petrus me enseñó «El Ejercicio de la Crueldad».
Cada vez que pase por su cabeza un pensamiento que considere dañino —celos, autocompasión, sufrimientos de amor, envidia, odio, etc—, proceda de la siguiente manera:
Clave la uña del índice en el nacimiento de la uña del pulgar hasta que el dolor sea muy intenso. Concéntrese en el dolor: está reflejando en el campo físico el mismo sufrimiento que está experimentando en el campo espiritual. Afloje la presión sólo cuando el pensamiento salga de su cabeza.
Repita cuantas veces sea necesario, aunque sea una y otra vez hasta que el pensamiento lo abandone. El pensamiento volverá cada vez más espaciadamente hasta desaparecer por completo; clave la uña siempre que regrese.
—Antiguamente ellos usaban un alfiler de oro para esto, —dijo—. Hoy en día las cosas cambiaron, como cambian los paisajes en el Camino de Santiago.
Petrus tenía razón. Vista desde abajo, la planicie aparecía ante mí como una serie de montes.
—Piensa en algo cruel que hayas hecho hoy contigo mismo y ejecuta el ejercicio.
No podía acordarme de nada.
—Siempre es así. Sólo podemos ser generosos con nosotros en los pocos instantes en que necesitamos ser severos.
De repente me acordé que me había considerado un idiota por subir al Alto del Perdón con tanta dificultad, mientras aquellos turistas habían encontrado el camino más fácil. Sabía que no era verdad, que estaba siendo cruel conmigo; los turistas estaban buscando sol y yo estaba en busca de mi espada. No era un idiota y bien podía sentirme como tal. Clavé con fuerza la uña del índice en el nacimiento de la uña del pulgar. Sentí un dolor intenso y, mientras me concentraba en el dolor, la sensación de que era un idiota pasó.
Lo comenté con Petrus y se rió sin decir nada.
Aquella noche pernoctamos en un acogedor hotel de ese pueblito cuya iglesia había visto a lo lejos. Después de cenar, resolvimos dar un paseo por las calles, para hacer la digestión.
—De todas las formas que el hombre encontró para hacerse daño, la peor fue el Amor. Estamos siempre sufriendo por alguien que no nos ama, por alguien que nos dejó, por alguien que no nos quiere dejar. Si estamos solteros es porque nadie nos quiere; si estamos casados transformamos el matrimonio en esclavitud. ¡Qué cosa más terrible! —concluyó malhumorado.
Llegamos hasta una placita, donde estaba la iglesia que había visto. Era pequeña, sin grandes rebuscamientos arquitectónicos, y su campanario se elevaba hacia el cielo. Intenté ver de nuevo al ángel y no logré nada.
Petrus se quedó mirando la cruz en lo alto. Pensé que estaría viendo al ángel, pero no. Luego comenzó a decirme:
—Cuando el Hijo del Padre bajó a la tierra, trajo consigo el Amor, pero, como la humanidad sólo puede entender el Amor como sufrimiento y sacrificio, terminaron crucificándolo. Si así no hubiera sido, nadie creería en su amor, pues todos estaban acostumbrados a sufrir diariamente por sus propias pasiones.
Nos sentamos a la orilla del camino y continuamos mirando la iglesia, pero una vez más fue Petrus quien rompió el silencio.
—¿Sabes qué quiere decir Barrabás, Paulo? BAR significa hijo y ABBA, padre.
Miraba fijamente la cruz del campanario. Sus ojos brillaban y sentí que estaba poseído por algo, tal vez por ese amor del cual hablaba tanto, pero que yo no entendía muy bien.
—¡Cuán sabios son los designios de la gloria divina! —dijo, haciendo que el eco de su voz resonara en la plaza vacía—. Cuando Pilatos pidió que el pueblo escogiese, en realidad no le dio opción. Mostró a un hombre flagelado, en pedazos, y otro hombre, con la cabeza erguida: Barrabás, el revolucionario. Dios sabía que el pueblo enviaría a la muerte al más débil, para que pudiese dar una prueba de su amor.
Y concluyó:
—Y mientras tanto, sea cual fuere la elección, el Hijo del Padre era quien terminaría siendo crucificado.