El Creador y la Criatura

DURANTE seis días caminamos por los Pirineos, subiendo y bajando montañas, y Petrus me pedía realizar el ejercicio de la semilla cada vez que los rayos del sol iluminaban apenas los picos más altos. El tercer día del recorrido, una columna de cemento pintada de amarillo nos indicó que habíamos cruzado la frontera y, a partir de allí, nuestros pies estaban pisando tierra española. Poco a poco, Petrus comenzó a platicar algunos detalles de su vida personal; descubrí que era italiano y que se dedicaba al diseño industrial.[5] Pregunté si no estaba preocupado por tantas cosas a las que debió renunciar para servir de guía a un peregrino en busca de su espada.

—Quiero explicarte algo: No te estoy guiando hacia tu espada. Sólo a ti te corresponde encontrarla. Estoy aquí para conducirte por el Camino de Santiago y enseñarte las Prácticas del RAM. Es tu problema saber cómo aplicarás esto en la búsqueda de tu espada.

—No respondiste a mi pregunta.

—Cuando uno viaja experimenta de una manera muy práctica el acto de Renacer. Nos enfrentamos a situaciones completamente nuevas, el día transcurre más despacio y la mayoría de las veces no comprendemos la lengua que las personas están hablando. Exactamente como una criatura recién salida del vientre materno. Por ello, uno comienza a darle mucha más importancia a las cosas que lo rodean, porque de ellas depende la propia supervivencia. Uno se vuelve más accesible a la gente, porque podrán ayudamos en situaciones difíciles, y recibe con gran alegría cualquier pequeño favor de los dioses, como si fuese un episodio para recordar el resto de la vida.

»Al mismo tiempo, como para nosotros todas las cosas son una novedad, uno vislumbra sólo su belleza y se siente más feliz de estar vivo. Por eso la peregrinación religiosa siempre fue una de las maneras más directas de poder llegar a la iluminación. La palabra pecado viene de pecus, que significa pie defectuoso, pie incapaz de recorrer un camino. La forma de corregir el pecado es andando siempre hacia delante, adaptándose a las situaciones nuevas y recibiendo a cambio los miles de bendiciones que la vida generosamente da a quienes las solicitan.

—¿Crees que podría estar preocupado por media docena de proyectos que dejé de realizar para estar aquí, contigo?

Petrus miró alrededor y mis ojos acompañaron su mirada. En lo alto de una montaña pastaban algunas cabras. Una de ellas, la más audaz, estaba sobre una pequeña saliente de una roca altísima y yo no entendía cómo había llegado hasta allá y cómo podría regresar; pero, mientras pensaba esto, la cabra saltó y, pisando en puntos para mí invisibles, volvió junto a sus compañeras. Todo en derredor reflejaba una paz nerviosa, la paz de un mundo al que aún le faltaba mucho por crecer y crear, y que sabía que para ello era preciso seguir caminando, siempre caminando. Aun cuando a veces un gran terremoto o una tempestad asesina me provocaran la sensación de que la naturaleza era cruel, me di cuenta de que éstas eran las vicisitudes del camino. También la naturaleza viajaba en busca de la iluminación.

—Estoy muy contento de estar aquí —dijo Petrus—, porque el trabajo que dejé de hacer ya no importa, y los trabajos que realizaré después de esto serán mucho mejores.

Cuando leí la obra de Carlos Castaneda, deseé mucho encontrar al anciano brujo indio, Don Juan. Al ver a Petrus mirando las montañas, me pareció estar con alguien muy parecido.

La tarde del séptimo día llegamos a lo alto de un monte, luego de atravesar un bosque de pinos. Allí Carlomagno oró por primera vez en suelo español y, debido a esto, un monumento antiguo pedía en latín que todos rezasen un Salve Regina. Nosotros hicimos lo que el monumento pedía. Después, Petrus se encargó de que hiciera el ejercicio de la semilla por última vez.

Corría mucho viento y hacía frío. Argumenté que todavía era temprano —debían de ser, cuando mucho, las tres de la tarde—, pero me respondió que no discutiera e hiciera exactamente lo que mandaba.

Me arrodillé en el suelo y comencé el ejercicio. Todo transcurrió normal hasta el momento en que extendí mis brazos y comencé a imaginar el sol. Cuando llegué a ese punto, con el sol gigantesco brillando frente a mí, sentí que estaba entrando en un maravilloso éxtasis. Mis recuerdos de hombre comenzaron a borrarse lentamente y ya no estaba realizando un ejercicio, me había convertido en árbol. Estaba feliz y contento por eso. El sol brillaba y giraba sobre sí mismo —lo que nunca antes había ocurrido—. Permanecí allí, con las ramas extendidas, las hojas sacudidas por el viento, sin querer cambiar de posición nunca más, hasta que algo me tocó y todo se oscureció por una fracción de segundo.

Abrí de inmediato los ojos. Petrus me había dado una bofetada y me tenía agarrado de los hombros.

—¡No te olvides de tus objetivos! —dijo furioso—. ¡No olvides que todavía tienes mucho que aprender antes de encontrar la espada!

Me senté en el suelo, temblando a causa del viento helado.

—¿Sucede siempre? —pregunté.

Siempre —dijo—. Principalmente con las personas como tú, que se fascinan ante los detalles y se olvidan de lo que buscan.

Petrus sacó un suéter de la mochila y se lo puso. Yo me puse la camiseta que me sobraba encima de la que decía I LOVE NY —jamás se me habría ocurrido que en un verano que los diarios calificaron como «el más caluroso de la década» pudiera hacer tanto frío—. Las dos camisetas ayudaron a cortar el viento, pero le pedí a Petrus que camináramos más aprisa para que pudiese calentarme. Ahora el camino era una bajada muy fácil. Creí que si sentíamos tanto frío era porque nos habíamos alimentado muy frugalmente, comiendo sólo pescado y frutas silvestres[6]. Petrus dijo que no, y explicó que el frío era porque habíamos llegado al punto más alto del trayecto en las montañas.

No habíamos andado más de quinientos metros cuando, tras bordear una curva del camino, el mundo cambió de repente. Una gigantesca planicie ondulada se extendía ante nosotros, a la izquierda, en el camino de bajada, a menos de doscientos metros de nosotros, un lindo pueblecito con sus humeantes chimeneas nos esperaba.

Comencé a caminar más rápido, pero Petrus me detuvo.

—Creo que es el mejor momento de enseñarte la Segunda Práctica de RAM —dijo, sentándose en el suelo e indicándome que hiciera lo mismo.

Me senté de mala gana. La vista del pueblecito con sus chimeneas humeantes me había perturbado bastante. De repente me di cuenta de que llevábamos una semana entre los matorrales, sin ver a nadie, durmiendo a la intemperie y caminando todo el día. Se acabaron mis cigarrillos y me vi obligado a fumar el horrible tabaco enrollado que Petrus usaba. Dormir dentro de un saco y comer pescado desabrido me gustaba mucho cuando tenía veinte años, pero allí, en el Camino de Santiago, era algo que exigía mucha resignación de mi parte.

Esperé impaciente a que Petrus acabara de preparar y fumar su cigarro en silencio, mientras soñaba con el calor de un vaso de vino en el bar que podía ver a menos de cinco minutos de caminata.

Petrus, bien abrigado con su suéter, permanecía tranquilo y miraba distraídamente la inmensa planicie.

—¿Qué tal la travesía por los Pirineos? —preguntó, luego de un rato.

—Muy bien —respondí, sin querer alargar la conversación.

—Debe haber estado muy bien, puesto que tardamos seis días en hacer lo que se pudo haber hecho en sólo uno.

No creí lo que estaba diciendo. Tomó el mapa y me mostró la distancia: 17 kilómetros. Incluso caminando despacio por las subidas y bajadas ese camino pudo haberse andado en seis horas.

—Estás tan obcecado por llegar a tu espada que te olvidas de lo más importante: es necesario caminar hasta ella. Por mirar fijamente hacia Santiago —que no puedes ver desde aquí— no te diste cuenta de que pasamos por determinados lugares cuatro o cinco veces seguidas, en diferentes ángulos.

Mientras Petrus decía esto, comencé a darme cuenta de que el Monte Itchasheguy —el más alto de la región— a veces estaba a mí derecha, a veces a mi izquierda. Aun cuando reparé en ello, de momento no llegué a la única conclusión posible: habíamos pasado y vuelto a pasar muchas veces.

—Lo único que hice fue usar rutas diferentes, aprovechando los senderos abiertos en la maleza por contrabandistas, pero aun así era tu obligación notarlo.

»Eso te pasó porque tu acto de caminar no existía, sólo tu deseo de llegar.

—¿Y si me hubiera dado cuenta?

—De todas formas nos habríamos tardado los mismos siete días, porque así determinan las Prácticas de RAM; pero al menos habrías aprovechado los Pirineos de otra forma.

Estaba tan sorprendido que me olvidé un poco del frío y del pueblecito.

—Cuando se viaja en dirección a un objetivo —dijo Petrus—, es muy importante prestar atención al Camino. El Camino es el que nos enseña la mejor manera de llegar, y nos enriquece, mientras lo atravesamos. Comparando esto con una relación sexual, diría que son las caricias preliminares que determinan la intensidad del orgasmo. Cualquiera sabe de esto.

»Y así sucede cuando se tiene un objetivo en la vida. Puede ser mejor o peor, dependiendo del camino elegido para lograrlo y de la manera como lo atravesamos. Por eso es tan importante la Segunda Práctica de RAM: extraer, de lo que estamos acostumbrados a mirar todos los días, los secretos que no logramos ver debido a la rutina.

Y Petrus me enseñó «El Ejercicio de la Velocidad».

El Ejercicio de la Velocidad

Camine, durante veinte minutos, a la mitad de la velocidad a la que normalmente acostumbra caminar. Ponga atención en todos los detalles, personas y paisajes que están a su alrededor. La hora más indicada para realizar este ejercicio es después del almuerzo.

Repita el ejercicio durante siete días.

—En las ciudades, en medio de nuestros quehaceres cotidianos, este ejercicio debe ejecutarse en veinte minutos, pero como estamos cruzando el Extraño Camino de Santiago, nos tardaremos una hora en llegar a la ciudad.

El frío —del que ya me había olvidado— volvió, y miré a Petrus con desesperación, pero no prestó atención: cogió la mochila y comenzamos a caminar aquellos doscientos metros con una lentitud desesperante.

Al principio sólo miraba la taberna, un edificio antiguo, de dos pisos, con un letrero de madera colgado sobre la puerta. Estábamos tan cerca que podía leer la fecha en que se construyó el edificio: 1652. Nos movíamos, pero daba la impresión de que no habíamos salido del lugar. Petrus ponía un pie delante del otro con la mayor lentitud y yo lo imitaba. Saqué el reloj de la mochila y me lo puse en la muñeca.

—Así va a ser peor —dijo—, porque el tiempo no es algo que corra siempre al mismo ritmo. Somos nosotros quienes determinamos el ritmo del tiempo.

Comencé a mirar el reloj a cada rato y me pareció que tenía razón. Mientras más miraba, más penosamente pasaban los minutos. Resolví seguir su consejo y metí el reloj en la bolsa. Intenté fijar la atención en el paisaje, en la planicie, en las piedras que pisaban mis zapatos, pero siempre miraba hacia la taberna y me convencía de que no había salido del lugar.

Pensé contarme mentalmente algunas historias, pero aquel ejercicio me estaba poniendo tan nervioso que no lograba concentrarme. Cuando ya no resistí más y saqué de nuevo el reloj de la bolsa, habían pasado apenas once minutos.

—No hagas de este ejercicio una tortura, porque no fue hecho para eso —dijo Petrus—. Busca encontrar placer en una velocidad a la cual no estás acostumbrado. Al cambiar la manera de hacer cosas rutinarias, permites que un nuevo hombre crezca dentro de ti. Pero, en fin, eres tú quien decide.

La amabilidad de la frase final me calmó un poco. Si era yo quien decidía qué hacer, entonces era mejor sacar provecho de la situación. Respiré profundo y traté de no pensar en nada. Desperté en mí un estado extraño, como si el tiempo fuera algo distante y no me interesara. Fui calmándome cada vez más y comencé a reparar, con otros ojos, en las cosas que me circundaban. La imaginación, rebelde mientras me hallaba tenso, empezó a funcionar en mi favor. Miraba el pueblecito frente a mí y empezaba a crear toda una historia de él: cómo fue construido, qué fue de los peregrinos que por allí pasaron, la alegría de encontrar gente y hospedaje después del viento frío de los Pirineos.

En determinado momento creí ver en el pueblo una presencia fuerte, misteriosa y sabia. Mi imaginación colmó la planicie de caballeros y combates. Podía ver sus espadas reluciendo al sol y oír sus gritos de guerra. El pueblecito ya no era sólo un lugar para calentar con vino mi alma y mi cuerpo con un cobertor: era un marco histórico, una obra de hombres heroicos, que habían dejado todo para instalarse en aquellos páramos.

El mundo estaba allí, en torno mío, y me di cuenta de que pocas veces le había prestado atención.

Cuando me percaté, estábamos en la puerta de la taberna. Petrus me invitó a entrar.

—Yo pago el vino —dijo—, y vamos a dormirnos temprano porque mañana necesito presentarte con un gran brujo.

Dormí pesadamente y no soñé. En cuanto el día comenzó a extenderse por las dos únicas calles del pueblecito de Roncesvalles, Petrus tocó en la puerta de mi cuarto. Nos hospedábamos en el piso superior de la taberna, que también servía de hotel.

Tomamos café negro y pan con aceite, y salimos. Una densa neblina se había apoderado del lugar. Advertí que Roncesvalles no era exactamente un pueblecito, como había pensado al principio; en la época de las grandes peregrinaciones por el camino fue el más poderoso monasterio de la región, tenía injerencia directa en territorios que llegaban hasta la frontera con Navarra, y aún conservaba estas características: sus pocos edificios integraban un colegiado de religiosos. La única construcción de características «laicas» era la taberna donde nos habíamos hospedado.

Caminamos entre la neblina y entramos en la iglesia colegial. Dentro, vestidos con casullas blancas, varios sacerdotes daban, conjuntamente, la primera misa de la mañana. Noté que era incapaz de entender una sola palabra, pues estaban oficiando en vasco. Petrus se sentó en uno de los bancos más alejados y pidió que me quedara junto a él.

La iglesia era inmensa, llena de obras de arte de valor incalculable. Petrus me explicó en voz baja que fue construida con donaciones de reyes y reinas de Portugal, España, Francia y Alemania, en un sitio previamente marcado por el emperador Carlomagno. En el altar mayor, la virgen de Roncesvalles —en plata maciza y con rostro de madera preciosa— tenía en sus manos un ramo de flores confeccionado en pedrería. El olor del incienso, la construcción gótica, los sacerdotes vestidos de blanco y sus cánticos comenzaron a llevarme a un estado muy semejante a los trances que experimentaba durante los rituales de la Tradición.

—¿Y el brujo? —pregunté, acordándome de quien me había hablado la tarde anterior.

Petrus señaló con la cabeza a un cura de mediana edad, delgado y con anteojos, sentado junto a otros monjes en los largos bancos que flanqueaban el altar mayor. ¡Un brujo que era al mismo tiempo sacerdote! Deseé que acabara pronto la misa, pero, como Petrus me había dicho el día anterior, somos nosotros los que determinamos el ritmo del tiempo: mi ansiedad hizo que la ceremonia religiosa demorara más de una hora.

Cuando la misa acabó, Petrus me dejó solo en el banco y se retiró por la puerta por donde salieron los sacerdotes. Me quedé algún tiempo mirando la iglesia, sintiendo que debía hacer algún tipo de oración, pero no logré concentrarme en nada. Las imágenes parecían distantes, atrapadas en un pasado que no volvería más, como jamás volvería la época de oro del Camino de Santiago.

Petrus apareció en la puerta y, sin mediar palabra, me indicó que lo siguiera.

Llegamos a un jardín interior del convento, cercado por una baranda de piedra. En el centro del jardín había una fuente y, sentado en su borde, nos esperaba el cura de lentes.

—Padre Jorge, éste es el peregrino —me presentó Petrus—. El sacerdote me tendió la mano y lo saludé. Ninguno dijo nada. Me quedé esperando que sucediera alguna cosa, pero sólo escuché a los gallos cantando a lo lejos y gavilanes saliendo en busca de la caza diaria. El sacerdote me miraba inexpresivamente, con una mirada muy parecida a la de madame Lawrence después de que dije la Palabra Antigua.

Por fin, después de un largo y pesado silencio, el padre Jorge habló:

—Al parecer subiste los escalones de la Tradición demasiado pronto, amigo.

Respondí que ya tenía 38 años y que había realizado con éxito todas las ordalías[7].

—Menos una, la última y la más importante —dijo, mirándome aún inexpresivamente—. Sin la cual todo lo que aprendiste no significa nada.

—Por eso estoy recorriendo el Camino de Santiago.

—Que no es garantía de nada. Ven conmigo.

Petrus permaneció en el jardín y yo seguí al padre Jorge. Cruzamos los claustros, pasamos por el sitio en que estaba enterrado un rey —Sancho el Fuerte— y llegamos hasta una capillita, retirada del grupo de edificios principales que conformaban el monasterio de Roncesvalles.

Adentro no había casi nada, apenas una mesa, un libro y una espada, pero no era la mía.

El padre Jorge se sentó tras la mesa y me dejó de pie. Después cogió algunas hierbas, con las que atizó el fuego; el ambiente se llenó de perfume. La situación me recordaba cada vez más el encuentro con madame Lawrence.

—Antes que nada voy a advertirte algo —dijo el padre Jorge—. La Ruta Jacobea es sólo uno de los cuatro caminos. Es el Camino de la Espada. Puede traerte poder, pero esto no es suficiente.

—¿Cuáles son los otros tres?

—Por lo menos conoces dos: el Camino de Jerusalén, que es el camino de Copas o del Grial, y te traerá la capacidad de hacer milagros; y el Camino de Roma, el camino de Bastos, que te permite la comunicación con los otros mundos.

—Falta el camino de Oros para completar los cuatro naipes de la baraja —dije bromeando y el padre Jorge se rió.

—Exactamente. Ése es el camino secreto, que si atraviesas algún día, no podrás contárselo a nadie. Por ahora vamos a dejar esto de lado. ¿Dónde están tus veneras?

Abrí la mochila y saqué las conchas con la imagen de Nuestra Señora Aparecida. Las colocó sobre la mesa, extendió las manos sobre ellas y comenzó a concentrarse. Me pidió que hiciera lo mismo. El perfume en el aire era cada vez más intenso. Tanto el padre como yo teníamos los ojos abiertos y de repente pude percibir que estaba sucediendo el mismo fenómeno que había visto en Itatiaia: las conchas brillaban con la luz que no ilumina. El brillo fue cada vez más intenso y oí una voz misteriosa, que salía de la garganta del padre Jorge, diciendo:

—Donde estuviere tu tesoro, allí estará tu corazón.

Era una frase de la Biblia; pero la voz continuó:

—Y donde estuviere tu corazón, allí estará la cuna de la Segunda Venida de Cristo; como estas conchas, el peregrino en la Ruta Jacobea es sólo la cáscara. Al romperse la cáscara, que es vida, aparece la Vida, hecha de Ágape.

Retiró las manos y las conchas dejaron de brillar. Después escribió mi nombre en el libro que estaba sobre la mesa. En todo el Camino de Santiago sólo vi tres libros donde fue escrito mi nombre: el de madame Lawrence, el del padre Jorge y el libro del Poder, donde más tarde yo mismo escribiría mi nombre.

—Se acabó —dijo—. Puedes irte con la bendición de la virgen de Roncesvalles a Santiago de la Espada.

—La Ruta Jacobea está marcada con puntos amarillos, pintados por toda España —dijo el padre, cuando volvíamos al lugar donde se quedó Petrus—. Si en algún momento te perdieras, busca esas marcas —en los árboles, en las piedras, en los señalamientos— y podrás encontrar un lugar seguro.

—Tengo un buen guía.

—Pero procura contar principalmente contigo mismo, para no pasar seis días yendo y viniendo por los Pirineos.

¡Quiere decir que el padre ya sabía la historia!

Llegamos donde estaba Petrus y nos despedimos. Salimos de Roncesvalles en la mañana; la neblina ya había desaparecido por completo. Un camino recto y plano se abría ante nosotros, y comencé a distinguir las marcas amarillas de las que me había hablado el padre Jorge. La mochila estaba un poco más pesada porque compré una garrafa de vino en la taberna, a pesar de que Petrus me había dicho que no era necesario. A partir de Roncesvalles habría centenas de pueblecitos a lo largo del camino y muy pocas veces dormiría a la intemperie.

El padre Jorge me habló de la Segunda Venida de Cristo como si fuese algo que estuviera ocurriendo ya.

—Y siempre está ocurriendo. Ése es el secreto de tu espada.

—Además, dijiste que me encontraría con un brujo y me encontré con un cura. ¿Qué tiene que ver la magia con la Iglesia católica?

Petrus dijo sólo una palabra:

—Todo.