UN desfile con personajes enmascarados y una banda de músicos, todos vestidos de rojo, verde y blanco, los colores del País Vasco francés, ocupaban la calle principal de Saint-Jean-Pied-de-Port. Era domingo, había conducido durante dos días y no podía perder ni siquiera un minuto más asistiendo a aquella fiesta. Me abrí paso entre las personas, oí algunos insultos en francés, pero terminé dentro de las fortificaciones que constituían la parte más antigua de la ciudad, donde debería estar madame Lawrence. Aun en esa parte de los Pirineos hacía calor durante el día y salí del automóvil bañado en sudor.
Toqué la puerta. Toqué otra vez… y nada. Toqué por tercera vez y nadie contestó. Me senté a la orilla del camino, preocupado. Mi mujer me había dicho que yo debía estar allí exactamente ese día, pero nadie respondía a mis llamados. Podría ser, pensé, que madame Lawrence hubiese salido a ver el desfile, pero también cabía la posibilidad de que yo hubiera llegado demasiado tarde y ella hubiera decidido no recibirme. El Camino de Santiago acabaría antes de haber comenzado.
De repente, la puerta se abrió y una niña saltó hacia la calle. Me levanté también de un salto y, en mi francés que no era muy bueno, pregunté por madame Lawrence. La niña se rió y señaló hacia dentro. Sólo entonces me di cuenta de mi error: la puerta daba hacia un inmenso patio, circundado por viejas casas medievales con balcones. La puerta había estado abierta para que pasara, y no me había atrevido siquiera a tocar la manija.
Entré corriendo y me dirigí a la casa que la niña me indicó. Dentro, una mujer mayor y gorda vociferaba algo en vasco a un muchacho menudo, de ojos castaños y tristes. Esperé algún tiempo a que terminara la discusión, que efectivamente terminó: el pobre muchacho fue enviado a la cocina en medio de un alud de insultos de parte de la vieja. Sólo entonces ella me miró y, sin siquiera preguntarme qué quería, me condujo —entre gestos delicados y empujones— al segundo piso de la casita. Allí sólo había un estudio pequeño, lleno de libros, objetos, estatuas de Santiago y recuerdos del Camino. Sacó un libro del estante, se sentó detrás de la única mesa del lugar y me dejó de pie.
—Debes de ser otro de los peregrinos a Santiago —dijo sin rodeos—. Debo anotar tu nombre en la libreta de los que emprenden el camino.
Dije mi nombre y quiso saber si había traído las «veneras». Veneras era el nombre dado a las grandes conchas llevadas como símbolo de la peregrinación hasta la tumba del apóstol, y servían para que los peregrinos se identificasen entre sí.[3] Antes de viajar a España había ido a un lugar de peregrinación en Brasil, Aparecida do Norte; allí había comprado una imagen de Nuestra Señora Aparecida montada sobre tres veneras. La saqué de la mochila y se la di a madame Lawrence.
—Bonito, pero poco práctico —dijo, devolviéndome las veneras—. Pueden romperse durante el camino.
—No se romperán. Voy a dejarlas sobre la tumba del apóstol.
Madame Lawrence parecía no tener mucho tiempo para atenderme. Me dio un pequeño carnet que me facilitaría el hospedaje en los monasterios del Camino; colocó un sello de Saint-Jean-Pied-de-Port para indicar dónde había iniciado el recorrido, y dijo que podía irme con la bendición de Dios.
—Pero ¿dónde está mi guía? —pregunté.
—¿Cuál guía? —respondió, un poco sorprendida, pero también con un brillo distinto en los ojos.
Me di cuenta de que me había olvidado de algo muy importante. En mi afán de llegar y ser atendido pronto, no había pronunciado la Palabra Antigua, una especie de contraseña que identifica a quienes pertenecen o pertenecieron a las órdenes de la Tradición. De inmediato corregí mi error y le dije la Palabra. Madame Lawrence, en un gesto rápido, arrancó de mis manos el carnet que me había entregado minutos antes.
—No vas a necesitar esto —dijo, mientras quitaba una pila de periódicos viejos de encima de una caja de cartón—. Tu camino y tu descanso dependen de las decisiones de tu guía.
Madame Lawrence sacó de la caja un sombrero y un manto. Parecían ropas muy antiguas, pero estaban bien conservadas. Me pidió que permaneciera de pie en el centro de la sala, y comenzó a rezar en silencio. Después colocó el manto en mi espalda y el sombrero en mi cabeza. Pude notar que tanto en el sombrero como en cada hombrera del manto había veneras cosidas. Sin parar de rezar, la anciana tomó un cayado de uno de los rincones del estudio y me hizo tomarlo con la mano derecha. En el cayado amarró una pequeña cantimplora. Allí estaba yo: debajo, bermudas de mezclilla y camiseta con la leyenda I LOVE NY, y encima el traje medieval de los peregrinos a Compostela.
La anciana se acercó hasta quedar a dos palmos de distancia frente a mí. Entonces, en una especie de trance, colocando las manos abiertas sobre mi cabeza, dijo:
—Que el Apóstol Santiago te acompañe y te muestre lo único que necesitas descubrir; que no andes ni muy despacio ni demasiado aprisa, sino siempre de acuerdo con las Leyes y las Necesidades del Camino; que obedezcas a aquel que te guiará, aun cuando te diere una orden homicida, blasfema o insensata. Debes jurar obediencia total a tu guía.
Juré.
—El Espíritu de los antiguos peregrinos de la Tradición ha de acompañarte en la jornada. El sombrero te protege del sol y de los malos pensamientos; el manto te protege de la lluvia y de las malas palabras; el cayado te protege de los enemigos y de las malas obras. La bendición de Dios, de Santiago y la virgen María te acompañe todas las noches y todos los días. Amén.
Dicho esto, volvió a sus maneras habituales: con prisa y con un cierto mal humor recogió las ropas, las guardó de nuevo en la caja, devolvió el cayado con la cantimplora al rincón de la sala, y después de enseñarme las palabras de contraseña me pidió que me fuera pronto, pues mi guía estaba esperándome a unos dos kilómetros de Saint-Jean-Pied-de-Port.
—Detesta las bandas de música —dijo—. Pero aun a dos kilómetros de distancia debe de estar escuchando: los Pirineos son una excelente caja de resonancia.
Y sin mayores comentarios, bajó las escaleras y se fue a la cocina a atormentar un poquito más al muchacho de ojos tristes. Al salir pregunté qué debía hacer con el auto y dijo que le dejara las llaves, luego vendría alguien por él. Me dirigí a la cajuela de éste y tomé la mochila azul, un saco de dormir venía amarrado a ella; guardé en el rincón más protegido la imagen de Nuestra Señora Aparecida con las conchas; me la coloqué en la espalda y fui a darle las llaves a madame Lawrence.
—Sal de la ciudad siguiendo esta calle hasta aquella puerta, allá, al final de las murallas —me dijo—, y cuando llegues a Santiago de Compostela reza un avemaría por mí. Yo ya recorrí tantas veces este camino que ya no puedo hacerlo debido a mi edad; ahora me contento con leer en los ojos de los peregrinos la emoción que todavía siento. Cuéntale esto a Santiago, y cuéntale también que en cualquier momento me encontraré con él, por otro camino, más directo y menos cansado.
Salí de la ciudad trasponiendo las murallas por la Porte D’Espagne. En el pasado ésta había sido la ruta preferida de los invasores romanos y por aquí también pasaron los ejércitos de Carlomagno y Napoleón. Seguí en silencio, oyendo a lo lejos la banda de música y, súbitamente, en las ruinas de un poblado próximo a Saint-Jean, fui embargado por una inmensa emoción y mis ojos se llenaron de lágrimas: allí, en esas ruinas, me di cuenta por primera vez de que mis pies estaban pisando el Extraño Camino de Santiago.
Rodeando el valle, los Pirineos, coloridos por la música de la bandita y por el sol de esa mañana, me daban la sensación de algo primitivo, de algo ya olvidado por el género humano, pero que de ninguna manera podía saber qué era. Mientras tanto, era una sensación extraña y fuerte; resolví apretar el paso y llegar a la brevedad posible al sitio donde dijo madame Lawrence que me esperaba el guía. Sin parar de caminar, me quité la camiseta y la guardé en la mochila. Las colgaderas comenzaban a lastimar un poco los hombros desnudos, pero, en compensación, los viejos tenis eran tan suaves que no me causaban ninguna incomodidad. Luego de casi cuarenta minutos, en una curva que rodeaba una gigantesca piedra, llegué al antiguo pozo abandonado. Allí, sentado en el suelo, un hombre de unos cincuenta años —de cabellos negros y aspecto gitano— revolvía su mochila buscando algo.
—Hola —dije en español, con la misma timidez que experimentaba siempre que era presentado con alguien—. Debes estar esperándome. Me llamo Paulo.
El hombre dejó de esculcar en su mochila y me miró de arriba abajo. Su mirada era fría y no pareció sorprendido por mi llegada. Yo también tuve la vaga sensación de que lo conocía.
—Sí, estaba esperándote, pero no sabía que te encontraría tan pronto. ¿Qué quieres?
Me desconcerté un poco con la pregunta y respondí que yo era quien él guiaría por la Vía Láctea en busca de la espada.
—No es necesario —dijo el hombre—. Si tú quieres, yo puedo encontrarla para ti, pero tienes que decidirlo ahora.
Cada vez me parecía más extraña aquella conversación con el desconocido. Mientras tanto, como había jurado obediencia, me preparaba para responder. Si él podía encontrar la espada para mí, me ahorraría un tiempo enorme y podría volver luego a atender a las personas y los asuntos dejados en Brasil, que no se apartaban de mi mente. También podría tratarse de un truco, pero no habría ningún mal en responder.
Resolví decir que sí y de repente, detrás de mí, oí una voz que hablaba en español, con un acento marcadísimo:
—No es necesario subir una montaña para saber si es alta.
¡Era la contraseña! Volteé y vi a un hombre como de cuarenta años, bermudas caqui, camiseta blanca sudada, mirando fijamente al gitano. Tenía los cabellos grises y la piel quemada por el sol. En mi prisa había olvidado las reglas más elementales de protección y me había puesto en manos del primer desconocido que me encontré.
—El barco está más seguro cuando está en el puerto; pero no es para eso que se construyeron los barcos —le dije como contraseña. Mientras, el hombre no despegaba los ojos del gitano, ni el gitano desvió los ojos de él. Se miraron frente a frente durante algunos minutos, sin miedo y sin valentía, hasta que el gitano dejó la mochila en el suelo, sonrió con desdén y prosiguió con dirección a Saint-Jean-Pied-de-Port.
—Me llamo Petrus[4] —dijo el recién llegado, en cuanto el gitano desapareció tras la inmensa piedra que yo había rodeado minutos antes—. La próxima vez sé más cauteloso.
Noté un tono simpático en su voz, diferente del tono del gitano y del de la propia madame Lawrence. Levantó su mochila del suelo y reparé en que tenía dibujada una «venera» en la parte de atrás. Sacó de dentro una garrafa de vino, tomó un trago y me ofreció. Mientras bebía, pregunté quién era el gitano.
—Ésta es una ruta fronteriza, muy usada por contrabandistas y terroristas refugiados del País Vasco español —dijo Petrus—. La policía casi no viene por aquí.
—No me estás respondiendo. Ustedes dos se miraron como viejos conocidos y tengo la impresión de que yo también lo conozco, por eso fui tan poco precavido.
Petrus se rió y pidió que emprendiéramos pronto el camino. Tomé mis cosas y comenzamos a caminar en silencio, pero, por la risa de Petrus, sabía que estaba pensando lo mismo que yo.
Nos habíamos encontrado con un demonio.
Caminamos en silencio durante un cierto tiempo, madame Lawrence tenía toda la razón: a casi tres kilómetros de distancia aún podía oírse la bandita que tocaba sin parar. Quería hacer muchas preguntas a Petrus —sobre su vida, su trabajo y lo que lo había traído hasta este lugar—, sin embargo, sabía que aún teníamos setecientos kilómetros por recorrer juntos y llegaría el momento exacto en que todas mis preguntas tendrían respuesta. Pero no dejaba de pensar en el gitano y terminé rompiendo el silencio.
—Petrus, creo que el gitano era el demonio.
—Sí, era el demonio —y cuando lo confirmó, sentí una mezcla de terror y de alivio—. Pero no es el demonio que conociste en la Tradición.
En la Tradición, el demonio es un espíritu que no es bueno ni malo; se le considera guardián de la mayor parte de los secretos accesibles al hombre y poseedor de fuerza y poder sobre las cosas materiales. Por ser el ángel caído, se identifica con la raza humana y está siempre dispuesto a celebrar pactos y a intercambiar favores. Pregunté cuál era la diferencia entre el gitano y los demonios de la Tradición.
—Vamos a encontramos otros por el camino. Los descubrirás por ti mismo, pero, para tener una idea, procura acordarte de toda la conversación con el gitano.
Recordé las dos únicas frases que había intercambiado con él. Dijo que estaba esperándome y afirmó que buscaría la espada para mí.
Entonces, Petrus dijo que eran dos frases que perfectamente podrían salir de la boca de un ladrón sorprendido en pleno robo de una mochila: para ganar tiempo y conseguir favores, mientras rápidamente traza una ruta de fuga. Al mismo tiempo, las dos frases podían tener un sentido más profundo; es decir, que las palabras significaran exactamente lo que pretendía decir.
—¿Cuál de las dos es correcta?
—Ambas son correctas. Aquel pobre ladrón, mientras se defendía, captó en el aire las palabras que era necesario decirte. Creyó estar siendo inteligente y no era más que instrumento de una fuerza superior. Si hubiese corrido cuando llegué, esta conversación sería innecesaria. Pero me encaró y leí en sus ojos el nombre de un demonio que te encontrarás en el camino.
Según Petrus, el encuentro había sido un presagio favorable, pues el demonio se había revelado demasiado pronto.
—No te preocupes por él ahora porque, como dije antes, no será el único. Tal vez sea el más importante, pero no el único.
Continuamos andando. La vegetación, antes un poco desértica, cambió, y podían verse arbolitos esparcidos por doquier. Incluso, tal vez fuese mejor seguir el consejo de Petrus y dejar que las cosas sucedieran por sí mismas. De vez en cuando él hacía algún comentario respecto de uno u otro hecho histórico ocurrido en los sitios por donde íbamos pasando. Vi la casa donde una reina pernoctara la víspera de su muerte y una capilla incrustada en las rocas, ermita de algún santo que, según los escasos habitantes de esa área, era capaz de hacer milagros.
—Los milagros son muy importantes, ¿no te parece? —preguntó Petrus.
Respondí que sí, pero que nunca había visto un gran milagro. Mi aprendizaje en la Tradición había sido mucho más en el plano intelectual. Creía que cuando recuperara mi espada, entonces sí, sería capaz de hacer las cosas importantes que mi Maestre hacía.
—Y que no son milagros, porque no transgreden las leyes de la naturaleza. Lo que mi Maestre hace es utilizar estas fuerzas para…
No pude completar la frase, porque no encontraba ninguna razón para que el Maestre consiguiera materializar espíritus, cambiar de lugar objetos sin tocarlos y, como ya había visto más de una vez, abrir espacios de cielo azul en tardes nubladas.
—Tal vez haga esto para convencerte de que tiene el Conocimiento y el Poder —respondió Petrus.
—Puede ser —respondí sin mucha convicción. Nos sentamos en una piedra, porque Petrus dijo que detestaba fumar cigarrillos mientras caminaba. Según él, los pulmones absorbían mucha más nicotina y el humo le provocaba náuseas.
—Por eso tu Maestre te retiró la espada —dijo Petrus—. Porque no sabes cuál es la razón de que él haga esos prodigios. Porque olvidaste que el camino del conocimiento es un camino abierto a todos los hombres, a las personas comunes. En nuestro viaje, voy a enseñarte algunos ejercicios y algunos rituales conocidos como las Prácticas de RAM. Cualquier persona, en algún momento de su existencia, ya tuvo acceso a por lo menos una de ellas. Quien se proponga buscarlas, con paciencia y perspicacia, puede encontrarlas todas, sin excepción, en las propias lecciones que la vida nos enseña.
»Las Prácticas de RAM son tan sencillas que las personas como tú, acostumbradas a complicar demasiado la vida, con frecuencia no les conceden ningún valor, pero son ellas, junto con otras tres series de prácticas, las que hacen que el hombre sea capaz de conseguir todo, pero absolutamente todo lo que desea.
»Jesús alabó al Padre cuando sus discípulos comenzaron a realizar milagros y curaciones, y agradeció haber ocultado esto a los sabios y haberlo revelado a los hombres comunes. Al final de cuentas, si alguien cree en Dios, debe creer también que Dios es justo.
Petrus tenía toda la razón. Sería una injusticia divina permitir que sólo las personas instruidas, con tiempo y dinero para comprar libros caros, pudieran acceder al verdadero Conocimiento.
—El verdadero camino de la sabiduría puede identificarse por sólo tres cosas —dijo Petrus—: Primero, debe tener Ágape, y de eso te hablaré más tarde; segundo, debe tener una aplicación práctica en tu vida, si no la sabiduría se convierte en algo inútil y se pudre como una espada que nunca se utiliza.
»Y finalmente, debe ser un camino que pueda ser andado por cualquier persona. Como el camino que estás haciendo ahora, el Camino de Santiago.
Caminamos durante el resto de la tarde y sólo cuando el sol comenzó a desaparecer tras las montañas, Petrus resolvió parar de nuevo. Alrededor nuestro, los picos más altos de los Pirineos aún brillaban con la luz de los últimos rayos del día.
Petrus pidió que limpiara una superficie pequeña del suelo y que allí me arrodillara.
—La Primera Práctica de RAM es nacer de nuevo. Deberás ejecutarla durante siete días seguidos, intentando experimentar de diferente manera tu primer contacto con el mundo. Sabes cuán difícil fue dejarlo todo y venir a recorrer el Camino de Santiago en busca de una espada, pero esta dificultad sólo existió porque estabas preso en el pasado. Ya fuiste derrotado y temes ser derrotado nuevamente; ya conseguiste algo y temes volver a perderlo. Mientras tanto prevaleció algo más fuerte que todo eso: el deseo de encontrar tu espada, y decidiste correr el riesgo.
Respondí que sí, pero que aún continuaba con las mismas preocupaciones a las que se había referido.
—No tiene importancia. Poco a poco, el ejercicio irá liberándote de las cargas que tú mismo creaste en tu vida.
Y Petrus me enseñó la Primera práctica de RAM: «El Ejercicio de la Semilla».
Arrodíllese en el suelo. Después, siéntese sobre sus talones e incline el cuerpo, de modo que su cabeza toque las rodillas. Estire los brazos hacia atrás. Está en una posición fetal. Ahora relájese y olvide todas las tensiones. Respire tranquila y profundamente. Poco a poco irá sintiendo que es una minúscula semilla, circundada por la comodidad de la tierra. Todo es cálido y placentero a su alrededor. Duerme un sueño tranquilo. De repente, un dedo se mueve. El brote ya no quiere ser semilla, quiere nacer. Lentamente comienza a mover los brazos y luego su cuerpo irá irguiéndose, Irguiéndose hasta estar sentado sobre sus talones. Ahora comienza a levantarse, y lentamente, lentamente, se habrá incorporado y estará arrodillado en el suelo.
Durante todo ese tiempo imaginó que era una semilla transformándose en brote y horadando poco a poco la tierra.
Llegó el momento de romper la tierra por completo. Va levantándose lentamente, colocando un pie en el suelo, después el otro, luchando por no perder el equilibrio como un brote lucha por encontrar su espacio, hasta que logra ponerse de pie. Imagina el campo en torno suyo, el sol, el agua, el viento y los pájaros. Es un brote que comienza a crecer. Despacio levanta los brazos, con dirección al cielo. Luego, va estirándose cada vez más, cada vez más, como si quisiera agarrar el sol inmenso que brilla sobre usted y le da fuerzas y lo atrae. Su cuerpo comienza a volverse cada vez más rígido, todos sus músculos se tensan mientras siente que crece, crece, crece y se vuelve inmenso. La tensión aumenta cada vez más hasta volverse dolorosa, insoportable. Cuando no aguante más, grite y abra los ojos.
Repita este ejercicio siete días seguidos, siempre a la misma hora.
—Hazlo ahora por primera vez —dijo.
Apoyé la cabeza entre las rodillas, respiré hondo y comencé a relajarme. Mi cuerpo obedeció con docilidad tal vez porque habíamos andado mucho durante el día y debía de estar exhausto. Comencé a escuchar el ruido de la tierra, un ruido sordo, ronco, y poco a poco fui transformándome en semilla.
No pensaba. Todo era oscuro y estaba adormecido en el fondo de la tierra. De repente algo me movió. Era una parte de mí, una minúscula parte de mí requería despertarme, decía que debía salir de allí porque había otra cosa «allá arriba». Pensaba dormir y esta parte insistía. Comenzó por mover mis dedos y mis dedos fueron moviendo mis brazos, pero no eran dedos ni brazos, sino un pequeño brote que luchaba por vencer la fuerza de la tierra y caminar con dirección a ese «algo de allá arriba». Sentí que el cuerpo comenzó a seguir el movimiento de los brazos. Cada segundo parecía una eternidad, pero la semilla tenía algo «allá encima» y necesitaba nacer, necesitaba saber qué era. Con una inmensa dificultad la cabeza, luego el cuerpo, comenzaron a levantarse. Todo era demasiado lento y necesitaba luchar contra la fuerza que me empujaba hacia abajo, con dirección al fondo de la tierra, donde antes estaba tranquilo y durmiendo mi sueño eterno. Pero fui venciendo, venciendo, y finalmente rompí algo y ya estaba erguido. La fuerza que me empujaba hacia abajo cesó de pronto. Había perforado la tierra y estaba cercado por ese «algo de allá arriba».
Ese «algo de allá arriba» era el campo. Sentí el calor del sol, el zumbido de los mosquitos, el canto de un río que corría a lo lejos. Me incorporé despacio, con los ojos cerrados y todo el tiempo pensaba que perdería el equilibrio y volvería a la tierra, pero mientras continuaba creciendo. Mis brazos fueron abriéndose y mi cuerpo estirándose. Allí estaba yo, renaciendo, queriendo ser bañado por dentro y por fuera por aquel sol inmenso que brillaba y me pedía crecer más, estirarme más, para abrazarlo con todas mis ramas. Fui tensando cada vez más los brazos, los músculos de todo el cuerpo comenzaron a dolerme y sentí que medía mil metros de altura y que podía abrazar muchas montañas. El cuerpo fue expandiéndose, expandiéndose hasta que el dolor muscular fue tan intenso que no aguanté más y di un grito.
Abrí los ojos y Petrus estaba delante de mí, sonriendo y fumándose un cigarro. La luz del día aún no había desaparecido, pero me sorprendió darme cuenta de que no hacía el sol que había imaginado. Pregunté si quería que le describiera las sensaciones y respondió que no.
—Esto es algo muy personal y debes guardarlas para ti mismo. ¿Cómo podría yo juzgarlas? Son tuyas, no mías.
Petrus dijo que dormiríamos allí mismo. Hicimos una pequeña fogata, tomamos lo que quedaba en su garrafa de vino y preparé unos emparedados con un paté foie-gras que compré antes de llegar a Saint-Jean. Petrus fue hasta el riachuelo que corría cerca de nosotros y trajo unos peces, que asó en la fogata. Después nos acostamos en nuestros respectivos sacos de dormir.
Entre las grandes sensaciones que experimenté en mi vida, no puedo olvidar aquella primera noche en el Camino de Santiago. Hacía frío, a pesar de ser verano, pero aún tenía en la boca el sabor del vino que Petrus había traído.
Miré al cielo y la Vía Láctea se extendía sobre mí, mostrando el inmenso camino que debíamos atravesar. En otro tiempo, esta inmensidad me habría provocado una enorme angustia, un miedo terrible de no ser capaz de recorrerla, de ser demasiado pequeño para lograrlo. Pero hoy era una semilla y había nacido de nuevo. Había descubierto que, a pesar de la comodidad de la tierra y del sueño que dormía, era mucho más bella la vida «allá arriba». Yo podía nacer siempre, cuantas veces quisiera, hasta que mis brazos fueran lo suficientemente grandes para poder abrazar la tierra de donde provenía.