EL inspector de la aduana miró detenidamente la espada que mi mujer traía y preguntó qué pretendíamos hacer con eso. Dije que un amigo nuestro iba a valuarla para que la subastáramos. La mentira dio resultado; el inspector nos entregó una declaración de que habíamos entrado con la espada por el aeropuerto de Barajas, y advirtió que si teníamos problemas para sacarla del país, bastaba con mostrar ese documento en la aduana.
Nos dirigimos hacia la alquiladora de autos y confirmamos las dos reservaciones. Tomamos los boletos y fuimos juntos a comer algo en el restaurante del aeropuerto, antes de despedimos.
Había pasado una noche de insomnio en el avión, por una mezcla de miedo a volar y la incertidumbre de lo que pasaría de ahora en adelante, pero aun así estaba emocionado y despierto.
—No te preocupes —dijo ella por enésima vez—. Debes ir a Francia, y en Saint-Jean-Pied-de-Port buscas a madame Lawrence. Ella te pondrá en contacto con alguien que te guiará por el Camino de Santiago.
—¿Y tú? —pregunté también por enésima vez, aunque ya sabía la respuesta.
—Voy adonde tengo que ir, a dejar lo que me fue confiado. Después me quedo en Madrid unos días y regreso a Brasil. Soy capaz de ocuparme de nuestros asuntos tan bien como tú.
—Lo sé —respondí, queriendo evitar hablar más del asunto.
Era enorme mi preocupación por los negocios dejados en Brasil. Aprendí lo necesario sobre el Camino de Santiago en los quince días posteriores al incidente en Agulhas Negras, pero me había llevado casi siete meses decidir dejarlo todo y hacer el viaje. Hasta que cierta mañana mi mujer me dijo que la hora y la fecha se acercaban, y que si no tomaba una decisión tendría que olvidar para siempre el camino de la Magia y la Orden de RAM. Intenté explicarle que el Maestre me había asignado una tarea imposible; no podía simplemente sacudirme de los hombros la responsabilidad de mi trabajo diario. Se rió y dijo que estaba dando una disculpa tonta, pues en aquellos siete meses poco había hecho, además de pasar noches y días preguntándome si debía o no viajar; y, con el gesto más natural del mundo, me extendió los dos boletos con la fecha de vuelo ya indicada.
—Estamos aquí porque tú lo decidiste —dije en el bar del aeropuerto—. No sé si sea correcto dejar la decisión de buscar mi espada a otra persona.
Mi mujer dijo que si íbamos a hablar tonterías, era mejor ir a nuestros respectivos autos y despedirnos de una vez.
—Jamás dejarías que otra persona tomara ninguna decisión sobre tu vida. Tenemos que apuramos, se está haciendo tarde.
Se levantó, tomó su equipaje y se dirigió al establecimiento. Yo no me moví; permanecí sentado, mirando la manera displicente como cargaba mi espada, que amenazaba con resbalar de debajo de su brazo en cualquier momento.
Se detuvo a medio camino, regresó hasta la mesa donde yo estaba, me estampó un sonoro beso en la boca y me miró sin decir nada durante mucho tiempo.
De repente me di cuenta de que estaba en España y de que ya no podía dar marcha atrás. Aun con la horrible certeza de que tenía muchas probabilidades de fracasar, ya había dado el primer paso. Entonces la abracé con mucho amor, con todo el amor que sentía en ese momento, y mientras la tenía en mis brazos recé por todo y por todos los que creía, les imploré que me dieran fuerzas para volver con ella y con la espada.
—Bonita espada, ¿viste? —comentó una voz femenina en la mesa de al lado, luego de que mi mujer partiera.
—No te preocupes —respondió una voz de hombre—. Te voy a comprar una exactamente igual. Aquí en España, las tiendas para turistas tienen miles como ésas.
Después de conducir durante una hora, el cansancio acumulado por la noche anterior comenzó a hacerse sentir. Además, el calor de agosto era tan fuerte que, aun cuando anduviera por una carretera sin tráfico, el coche comenzaba a mostrar problemas de sobrecalentamiento. Resolví parar un poco en un pueblo que los carteles de la carretera anunciaban como monumento nacional. Cuando subía la escarpada ladera que me conduciría hasta él, comencé a recordar una vez más todo lo aprendido sobre el Camino de Santiago.
Así como la tradición musulmana exige que todo fiel haga, por lo menos una vez en la vida, la peregrinación que Mahoma hizo de La Meca a Medina, durante el primer milenio del cristianismo se conocieron tres rutas consideradas sagradas y que redituaban una serie de bendiciones e indulgencias a quien recorriese cualquiera de ellas. La primera ruta llevaba a la tumba de San Pedro, en Roma; sus caminantes tenían como símbolo una cruz y se les llamaba romeros. La segunda ruta llevaba hasta el Santo Sepulcro de Cristo, en Jerusalén, y los que la seguían eran llamados palmeros porque tenían como símbolo las palmas con que Cristo fue saludado cuando entró en la ciudad. Por último, existía un tercer camino, uno que llevaba a los restos mortales del apóstol Santiago, enterrados en un lugar de la Península Ibérica donde cierta noche un pastor había visto una brillante estrella sobre un campo. Cuenta la leyenda que no sólo Santiago, sino también la propia virgen María estuvo por allí inmediatamente después de la muerte de Cristo, llevando la palabra del Evangelio y exhortando a los pueblos a convertirse. El lugar terminó siendo conocido como Compostela —el campo de la estrella— y luego surgió una ciudad que atraería viajeros de todo el mundo cristiano. A estos viajeros que recorrían la tercera ruta sagrada, les fue dado el nombre de peregrinos, y tuvieron como símbolo una concha.
En su época dorada, en el siglo XIV, la Vía Láctea (porque en la noche los peregrinos se orientaban por esta galaxia) llegó a ser recorrida cada año por más de un millón de personas, procedentes de todos los rincones de Europa. Hasta hoy, místicos, religiosos e investigadores aún recorren a pie los setecientos kilómetros que separan la ciudad francesa de Saint-Jean-Pied-de-Port de la catedral de Santiago de Compostela, en España.[2]
Gracias al sacerdote francés Aymeric Picaud, que peregrinó hasta Compostela en 1123, la ruta seguida hoy por los peregrinos es exactamente igual al camino medieval recorrido por Carlomagno, San Francisco de Asís, Isabel de Castilla y, más recientemente, por el papa Juan XXIII, entre muchos otros.
Picaud escribió cinco libros sobre su experiencia y fueron presentados como trabajo del papa Calixto II —devoto de Santiago— y conocido más tarde como el Codex Calixtinus. En su Libro V, «Liber Sancti Jacobi», Picaud enumera las marcas naturales, fuentes, hospitales, refugios y ciudades que se extendían a lo largo del camino. Basada en las notas de Picaud, una sociedad, «Les amis de Saint-Jacques» (Santiago es Saint-Jacques en francés, James en inglés, Giacomo en italiano, Jacob en latín), se encarga de mantener hasta hoy estas marcas naturales y de orientar a los peregrinos.
Alrededor del siglo XII, la nación española comenzó a aprovechar la mística de Santiago en su lucha contra los moros que habían invadido la península. Se crearon varias órdenes militares a lo largo del Camino, y las cenizas del apóstol se volvieron un poderoso amuleto espiritual para combatir a los musulmanes, que decían tener consigo un brazo de Mahoma. El Camino de Santiago en territorio francés se componía de varias rutas que convergían en una ciudad española llamada Puente la Reina. La ciudad de Saint-Jean-Pied-de-Port se localiza en una de estas rutas, que no es la única ni la más importante.
Sin embargo, al terminar la reconquista, las órdenes militares eran tan fuertes que comenzaron a ser una amenaza para el Estado, lo que obligó a los reyes católicos a intervenir directamente para evitar que se levantaran contra la nobleza. Por ello, el Camino poco a poco fue cayendo en el olvido y, de no ser por manifestaciones artísticas esporádicas —como La vía láctea de Buñuel o Cantares de Juan Manuel Serrat—, hoy en día nadie sería capaz de recordar que por allí pasaron miles de personas que más tarde poblarían el Nuevo Mundo.
El pueblo al que llegué estaba absolutamente desierto. Después de mucho buscar, encontré una pequeña cantina adosada a una vieja casa de estilo medieval. El dueño —que no despegaba los ojos de un programa de televisión— me informó que era hora de la siesta y que estaba loco al andar por la carretera con tanto calor.
Pedí un refresco, intenté ver un poco de televisión, pero no podía concentrarme en nada, sólo pensaba en que dentro de dos días reviviría en pleno siglo XX un poco de la gran aventura humana que trajo a Ulises de Troya, anduvo con don Quijote por La Mancha, llevó a Dante y Orfeo a los infiernos y a Cristóbal Colón hasta América: la aventura de viajar con dirección a lo Desconocido.
Cuando regresé a mi auto ya estaba un poco más tranquilo. Aun cuando no descubriera mi espada, la peregrinación por el Camino de Santiago haría que al final me descubriera a mí mismo.