Día ochenta y cinco

«Sí —pensó Shai, rebuscando por toda la cama y hojeando la pila de papeles que había colocado allí. La mesa no era lo bastante grande. Había estirado las sábanas y convertido la cama en el lugar donde poner todas aquellas hojas—. Sí, su primer amor fue hacia los libros de cuentos». Por eso… El pelo rojo de Kurshina… Pero eso sería subconsciente. Él no lo sabría. Imbuido profundamente, entonces.

¿Cómo había pasado eso por alto? No estaba tan cerca de terminar como creía. ¡No había tiempo!

Shai añadió lo que había descubierto al sello en el que estaba trabajando, un sello que combinaba todas las inclinaciones y experiencias románticas de Ashravan, en sus diferentes facetas. Lo incluyó todo: lo embarazoso, lo vergonzante, lo glorioso. Todo cuanto había podido descubrir, y luego un poco más, riesgos calculados para completar el alma. Un flirteo con una desconocida cuyo nombre Ashravan no podía recordar. Caprichos pasajeros. Una casi relación con una mujer que ya había muerto.

Esa era la parte del alma que a Shai le costaba más trabajo imitar, porque era la más privada. Pocas cosas de las que hacía un emperador eran verdaderamente secretas, pero Ashravan no había sido siempre emperador.

Shai tenía que extrapolar, para no dejar el alma desnuda, sin pasión.

Tan privado, tan poderoso. Se sentía más cercana a Ashravan a medida que sacaba a la luz esos detalles. No como mirona; a esas alturas, ella era una parte de él.

Ahora llevaba dos cuadernos. Las notas formales de su proceso decían que iba terriblemente retrasada: ese cuaderno omitía detalles. El otro era el verdadero, disfrazado como un montón de notas inútiles, aleatorias y casuales.

Era verdad que iba retrasada, pero no tanto como daba a entender su documentación oficial. Con suerte, el subterfugio la haría ganar unos cuantos días extra antes de que Frava actuara.

Mientras buscaba una nota concreta, Shai se cruzó con una de sus listas sobre planes de huida. Vaciló. «Primero, encárgate del sello de la puerta —decía la nota cifrada—. Segundo, silencia a los guardias. Tercero, recupera tus Marcas de Esencia, si es posible. Cuarto, huye del palacio. Quinto, huye de la ciudad».

Había escrito más notas para la ejecución de cada paso. No ignoraba la huida, no por completo. Tenía buenos planes.

Sin embargo, su frenético intento de terminar el alma atraía casi toda su atención. «Una semana más —se dijo—. Si tengo una semana más, terminaré cinco días antes del plazo de entrega. Entonces podré escapar».