Introducción
En el seno del Ejército español se vivieron momentos difíciles durante los años que siguieron al Desastre del 98, como consecuencia del desairado papel jugado en el mismo por los oficiales de carrera; su comportamiento, al intentar eludir los riesgos y sacrificios que implicaba el destino a las colonias, daría lugar a críticas muy duras que no fueron aceptadas de buen grado, y acabó produciéndose un lamentable distanciamiento entre la sociedad civil y la militar, alimentado por el mutuo rencor. No faltaron, sin embargo, los militares que se sintieron empujados a participar, de alguna manera, en el movimiento regeneracionista que se manifestó por entonces en el país, y sería la toledana Academia de Infantería, principal vivero del Cuerpo de Oficiales, la que diera la nota más destacada a este respecto. En 1903, inmersos en el ambiente que se respiraba tras el «Desastre», dos profesores del referido centro, los comandantes Ibáñez y Angulo, publicaron un libro titulado Los cadetes, en el que no sólo se abstuvieron de censurar a las instituciones políticas, como era costumbre entre los militares de la época, sino que además optaron por analizar las deficiencias que presentaba la propia institución armada, y abogaron por llevar a cabo una reforma a fondo que habría de centrarse en el capítulo de la enseñanza. El regeneracionismo representado por esos profesores bien puede ser calificado de saludable, y es claro, por otra parte, que se adaptaba a la línea marcada por los más ilustres regeneracionistas. Pero, junto a este sano regeneracionismo, aparecería otro mucho menos edificante que, al apostar por el espíritu guerrero, obedecía realmente a un trasnochado revanchismo de signo corporativista; el objetivo que se perseguía, sin duda, era el de acallar las voces de todos aquellos que habían criticado el comportamiento de los oficiales de carrera durante las guerras coloniales. Este espíritu guerrero orientado al revanchismo, por lo demás, se desarrollaría bajo la égida del rey Alfonso XIII, a través, sobre todo, de las alocuciones dirigidas a los alumnos de la Academia de Toledo. El más trascendente de esos discursos fue pronunciado el 12 de julio de 1909, tres días después del incidente provocado por el ataque de una harca mora a unos obreros que trabajaban en Melilla; el joven monarca aprovechó la ocasión para dedicar un encendido elogio a los soldados que arriesgaban sus vidas luchando contra los moros en la zona melillense, y añadió que el ejemplo de patriotismo que estaban ofreciendo debería ser imitado por todos. Las palabras de don Alfonso fueron recibidas con grandes manifestaciones de entusiasmo entre los cadetes, y la mayoría de ellos llegaron a expresar de inmediato el deseo de acudir a la lucha en el inhóspito territorio marroquí; puede afirmarse sin demasiadas reservas que, en ese mismo instante, se fraguó la intervención militar española en África y comenzó a forjarse el grupo de los africanistas.
La decisión de intervenir militarmente en Marruecos adoptada por Alfonso XIII, con la intención, en principio, de regenerar el Ejército y devolverle el prestigio perdido en las finiseculares campañas de ultramar, acabaría dando lugar a una larga guerra colonial, en la que se consumió la sangre y el dinero de los españoles sin obtener beneficio alguno. Con su disparatado proyecto regeneracionista, el rey arruinó el más sensato y saludable defendido por los comandantes Ibáñez y Angulo, y propició, por otro lado, la aparición del nefasto grupo de presión africanista, que habría de intervenir muy negativamente en el desenvolvimiento de la vida nacional. Los cadetes que se formaron en la Academia de Infantería en las dos primeras décadas del siglo XX, en fin, apenas se verían influidos por las ideas de los citados comandantes, pero un buen número de ellos, en cambio, encontraría atractiva la aventura africana emprendida por don Alfonso.
Francisco Franco Bahamonde permaneció como alumno en la Academia de Infantería desde 1907 hasta 1910, y durante ese tiempo dejó constancia de sus limitadas dotes intelectuales y de su escasa afición al estudio; nunca lograría destacar entre sus compañeros, que, ciertamente, lo consideraban un muchacho triste, introvertido y mediocre, cuyo único mérito consistía en someterle de buen grado a los reglamentos y a las rutinarias tareas de la vida académica. La intervención militar en Marruecos alentada por Alfonso XIII, el deplorable regeneracionismo que el monarca propugnaba, le permitirían, no obstante, realizar una rutilante carrera militar.
Por su parte, Vicente Rojo Lluch ingresó como cadete en el mismo centro de enseñanza el año 1911 y concluyó sus estudios en 1914, con el número 4 de su promoción. Rojo, al contrario que Franco, causó una excelente impresión en sus profesores y compañeros, que supieron valorar su inteligencia, su capacidad de trabajo, su afición al estudio y también su rectitud moral, basada en una sólida formación cristiana que excluía, por cierto, la adhesión al clericalismo y al integrismo. Sus inquietudes culturales y su elevado concepto de la profesión militar le llevarían a sintonizar con el ideario de los comandantes Ibáñez y Angulo, que trataría de poner en práctica, en lo que a la reforma de la enseñanza se refiere, algunos años después, al ejercer como profesor de la propia Academia de Infantería. Con todo, sus indudables méritos no le serían reconocidos oficialmente durante el período de la monarquía, y resulta bastante elocuente, por ejemplo, que no hubiera superado el empleo de capitán todavía cuando Franco ostentaba ya el de general de división, pese a que entre ambos no había más que cuatro promociones de diferencia. Para hacer atractiva la empresa africana, don Alfonso se había visto obligado a restablecer el sistema de ascensos por méritos de guerra (eliminado tras el Desastre del 98 por los abusos cometidos en las campañas ultramarinas), y Franco sería uno de los grandes beneficiados por esta medida, la cual, por otro lado, generaría un deplorable ambiente de favoritismo y corrupción que acabaría produciendo un profundo malestar en un amplio sector del Cuerpo de Oficiales.
En realidad, la rudimentaria guerrita colonial desarrollada en Marruecos no daba ocasión a demostrar grandes méritos, de manera que el criterio seguido por el rey de premiar con largueza a los que en ella participaban difícilmente habría de conducir a la regeneración del Ejército; pero todo parece indicar que eso no inquietaba demasiado a don Alfonso, cuyo interés sin duda se cifraba en elevar hasta la cúpula del mismo a un grupo de militares que, por los favores recibidos, habrían de ofrecerle una fidelidad sin fisuras, a la par que ejercían su dominio en la institución armada, contribuyendo así al mantenimiento del régimen. Las previsiones del monarca, sin embargo, fallaron; las campañas marroquíes, amén de provocar el malestar de un buen número de oficiales por la política de ascensos establecida, causaron otros muchos problemas, y todos ellos fueron minando a la monarquía alfonsina hasta producir su derrumbamiento, sin que los militares africanistas que habían sido espléndidamente premiados movieran un solo dedo para tratar de evitarlo.
El primer gobierno republicano abordó de inmediato la reforma militar que el cambio de régimen exigía, pero, incomprensiblemente, los generales promocionados por el rey durante las campañas africanas no sólo continuaron ocupando sus puestos de privilegio, sino que además tuvieron en todo momento el control del ejército colonial, la única fuerza militar medianamente operativa que por entonces existía en España; y cuando vieron en peligro su privilegiada situación, con el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero del 36, organizaron y ejecutaron un levantamiento que significaría el preludio de la guerra civil. El ejército africano, principal baza de los golpistas, fue puesto por el director de la conjura, el general Mola, en manos del general Franco, con la misión de avanzar rápidamente hacia Madrid, cuya conquista, según el propio Mola, debería representar la conquista del poder… El comandante Vicente Rojo se abstuvo de hacer causa común con los militares sublevados, manteniéndose fiel al gobierno legalmente constituido; tras el advenimiento de la República había realizado el curso de Estado Mayor y ocupaba ahora un destino más o menos burocrático en el Ministerio de la Guerra; nadie podría sospechar en esos momentos que, durante la contienda que acababa de estallar, habría de escalar hasta los puestos más altos del Ejército republicano, pero sus expectativas cambiarían radicalmente al ser nombrado, de forma un tanto inesperada, jefe del Estado Mayor de la defensa organizada en la capital de España, frente a las tropas africanas que pretendían conquistarla. Con ese nombramiento, Rojo tendría acceso al primer cargo importante de su ya larga trayectoria militar, un cargo que, ciertamente, se hallaba en consonancia con su bien probada competencia profesional, pero que, al serle otorgado en aquellos dramáticos momentos, constituía, en realidad, un regalo envenenado: el Ejército republicano, presa de la desorganización y la indisciplina, prácticamente había desaparecido, y había dejado paso a unas formaciones milicianas cuya capacidad combativa era bastante escasa; el gobierno y gran parte de los dirigentes políticos y sindicales habían salido huyendo de la ciudad; las sanguinarias tropas africanas amenazaban con invadirla para proceder a sus habituales asesinatos y saqueos; las calles se estremecían bajo los bombardeos aéreos y artilleros; el caos y el miedo reinaban por todas partes, y, en definitiva, nadie esperaba que la resistencia de los madrileños se alargase más allá de cuarenta y ocho horas. Para los engreídos africanistas, Rojo no era más que un «militar de gabinete», pero lo cierto es que sabría mantenerse en su puesto de vanguardia, afrontando todos los peligros con una excepcional sangre fría; y cuando, entre los defensores de la capital, se produjo la reacción propia de los desesperados, acertaría a canalizarla convenientemente, hasta hacer fracasar, uno tras otro, los sucesivos intentos realizados por las tropas franquistas para apoderarse de Madrid, las cuales, finalmente, se verían obligadas a abandonar el frente y a operar en el norte. El clamoroso fracaso cosechado por Franco contra todo pronóstico en Madrid ha sido negado sistemáticamente por sus propagandistas, que han recurrido incluso a las más ridículas patrañas para tratar de enmascararlo. Esto, en definitiva, nos da la medida de la humillación sufrida por el denominado Invicto Caudillo.
Por los éxitos alcanzados en la batalla de Madrid, Vicente Rojo fue ascendido a coronel el 20 de marzo de 1937 y fue nombrado jefe del Estado Mayor Central justamente dos meses más tarde. Desde su nuevo puesto iría perfeccionando el Ejército Popular, surgido durante las operaciones madrileñas, y se encargaría de dar la réplica a Franco en las acciones desarrolladas en todo el teatro de la guerra. Por lo demás, las potencias fascistas, alarmadas sin duda por el imprevisto desenlace producido en la batalla de Madrid, decidieron incrementar sensiblemente la ayuda que, pese al acuerdo de no intervención, venían prestando a Franco, quien, desde ese momento y hasta el final de la contienda, habría de gozar de una aplastante superioridad de medios sobre su adversario, especialmente en artillería y aviación.
Para apoyar indirectamente a los republicanos que luchaban aislados en la franja cantábrica, Vicente Rojo ejecutó sendas maniobras diversivas en Brunete y Belchite, con resultados discretos, si bien conseguiría retrasar las operaciones llevadas a cabo por las tropas nacionalistas en el norte. En todo caso, Franco daría por terminada la campaña norteña en octubre de 1937, y, puesto que la correlación de fuerzas había evolucionado claramente a su favor desde la conclusión de la batalla de Madrid, optó por intentar de nuevo la conquista de la capital de España. Vicente Rojo (que había ascendido a general el 21 de octubre) era perfectamente consciente de que la caída de Madrid significaría la pérdida de la guerra, pero consideraba también que no podía oponerse frontalmente a la poderosa ofensiva que Franco planeaba, de modo que terminaría decantándose por efectuar un contragolpe estratégico sobre Teruel, con el fin de arrebatarle la iniciativa al adversario y obligarle a trasladar sus reservas lejos de la Zona Centro. La acción diversiva proyectada por Rojo se inició el 15 de diciembre, y alcanzaría el objetivo buscado al abandonar Franco sus planes sobre Madrid y acudir puntualmente a la cita fijada por el jefe del Estado Mayor republicano. En esta ocasión, sin embargo, la aviación franquista, cuya intervención había resultado decisiva en Brunete y Belchite, no pudo operar desde el principio, a causa del mal tiempo, y las tropas republicanas lograron apoderarse de la ciudad de Teruel; Franco no consiguió recuperarla hasta el día 22 de febrero de 1938, y, para entonces, sus proyectos relativos a la ocupación de Madrid habían quedado definitivamente descartados. Los dirigentes de las potencias fascistas, en particular Mussolini, criticaron muy duramente la conducta estratégica observada por el Caudillo; le reprocharon sobre todo su tendencia a perder la iniciativa y la libertad de acción ante las maniobras diversivas llevadas a cabo por Rojo. Es claro, por lo demás, que éste lograba compensar con su acertada conducción de la guerra la abrumadora superioridad de medios de los nacionalistas.
Al finalizar el episodio turolense, Franco lanzó una ofensiva hacia el Mediterráneo, amenazando en julio las ciudades de Sagunto y Valencia, mas, cuando se disponía a conquistarlas, fue sorprendido por Rojo con otra acción diversiva ejecutada en el Ebro, que, por enésima vez, le haría abandonar sus propósitos. Vicente Rojo no sólo evitó la caída de las citadas localidades levantinas, sino que además logró un señalado éxito táctico que obtuvo gran resonancia en el extranjero; en realidad, la ofensiva del Ebro había sido concebida, fundamentalmente, con el objeto de atraer la atención de las potencias democráticas, para que respaldaran a la República en sus intentos por entablar negociaciones de paz, y todo parece indicar que los republicanos llegaron a tener ese objetivo al alcance de la mano. Mussolini, mientras tanto, se sentía desolado; desde España, sus informadores le advertían que los errores cometidos por Franco frente a Rojo estaban ocasionando un enorme quebranto al Ejército nacionalista, el cual, entre otras cosas, apenas contaba ya con reservas. El gobierno alemán había sido informado por su embajador ante Franco de forma parecida… Pero las esperanzas republicanas terminaron esfumándose al celebrarse a finales de setiembre la Conferencia de Munich, durante el curso de la cual las potencias democráticas se doblegaron ante Hitler, quien, por otro lado, decidiría a continuación incrementar considerablemente la ayuda a Franco, para que, de una vez por todas, consiguiera ganar la guerra. Como de costumbre, el Caudillo logró salir del atolladero gracias al apoyo de sus protectores alemanes e italianos, si bien, en esta ocasión, nadie pudo impedir que sufriera la más severa humillación de toda la guerra.
Después del Pacto de Munich, la República hubo de enfrentarse a un negro panorama, y la contienda se fue extinguiendo irremediablemente, hasta finalizar con la victoria nacionalista. Vicente Rojo formó parte del grupo de exiliados que se establecieron en Sudamérica; allí prestó sus servicios como general, al serle reconocidos los méritos adquiridos en el Ejército hispano, y tuvo ocasión además de desarrollar su faceta de tratadista militar publicando obras de calidad contrastada. Con el paso del tiempo, sin embargo, terminaría sintiendo una irresistible necesidad de volver a España; tuvo que solicitar del gobierno franquista el correspondiente permiso, que le fue concedido sin demasiados problemas, y, finalmente, el ansiado regreso se produjo a principios del año 1957. Rojo sufría por entonces serios problemas de salud y tan sólo aspiraba ya a descansar, sin complicaciones de ningún tipo; pero, cuando llevaba varios meses en España y sin que nadie haya logrado averiguar los motivos, fue procesado inesperadamente por un delito de rebelión (por haber mantenido la lealtad en su día al gobierno republicano legalmente constituido…) y condenado a cadena perpetua (que no llegaría a cumplir, al aplicársele los beneficios del indulto decretado en 1945), con las accesorias que incluían la pérdida de empleo militar. Tal sería el triste final de quien, si se considera su ejecutoria, tanto en tiempo de paz como de guerra, bien puede ser calificado como el más completo y brillante profesional que ha dado el Ejército español en la pasada centuria.