Epílogo triste

Epílogo triste

Tras la caída de Cataluña en poder de las tropas franquistas, se calcula que atravesaron la frontera francesa unos cuatrocientos mil republicanos, incluidos los soldados pertenecientes a los ejércitos del Este y del Ebro. Se ha criticado mucho la actitud mantenida por el gobierno francés (especialmente preocupado, sin duda, por no ofender a las potencias fascistas) con los refugiados españoles, pero es justo reconocer que fueron los franceses quienes en un primer momento tuvieron que afrontar, sin apenas apoyo del resto de los países europeos, el gravísimo problema de alojar y atender las necesidades de la inmensa muchedumbre que recaló en su territorio; una muchedumbre de perdedores, hundidos en la miseria y el hambre, en la que abundaban los enfermos y los heridos, y también los inevitables delincuentes. Desmoralizados por el trato recibido, en todo caso, y conscientes del incierto futuro que se abría ante ellos, un buen número de esos refugiados, tal vez la mitad, terminó optando por regresar a España para someterse a las medidas represivas del gobierno franquista, que, por otro lado, ya había dejado de manifiesto sus intenciones, el día 13 de febrero, al promulgar la denominada Ley de Responsabilidades Políticas, en la que se amenazaba con duras penas a quienes hubieran contribuido «a crear o agravar la subversión» durante el período comprendido entre el 1 de octubre de 1934 y el 18 de julio de 1936, y a todos aquellos que se hubieran opuesto al Movimiento Nacional «con actos concretos o pasividad grave»; es así como Franco había respondido a las pretensiones del gobierno Negrín de evitar las represalias del vencedor… De entre los refugiados que se negaron a volver a España, la mayoría permaneció en Francia, y tuvo que aceptar a menudo los puestos que se le ofrecían en los batallones de trabajo y en la Legión Extranjera; alrededor de cuarenta mil consiguieron trasladarse a la América hispana, y se repartieron principalmente entre México y Argentina. En este grupo de exiliados que cruzó el Atlántico se hallaban los más distinguidos representantes del mundo cultural y profesional español.

Los habitantes de la zona centro-sur republicana tuvieron que enfrentarse a un panorama todavía más sombrío que el de los que residían en Cataluña. No fue posible realizar una evacuación masiva desde los puertos del Mediterráneo, y, al cabo, sólo unas tres mil personas lograron acceder a los barcos disponibles, librándose así de los fusilamientos, las cárceles, los campos de concentración y las depuraciones franquistas. Los tribunales de justicia que Franco no había podido establecer en Madrid en los primeros días de noviembre de 1936 quedaron instalados ahora, y, como si trataran de recuperar el tiempo perdido, comenzaron a funcionar a un ritmo vertiginoso, aprovechando, entre otras cosas, las listas de «rojos» que se habían confeccionado con anterioridad; los periodistas extranjeros y algunos políticos que visitaron la ciudad, como el propio Galeazzo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista, se escandalizaron ante el elevado número de ejecuciones que diariamente se llevaban a cabo. La invasión de los africanos iniciada en el verano de 1936 había culminado finalmente con la ocupación de todo el territorio español, y los caudillos de las tropas invasoras trataban de imponer su ley, de ejercer el derecho de conquista; ante una masa de obreros concentrados en Getafe, el 29 de agosto de 1939, el general Yagüe llegaría a manifestar sin rodeos: «No necesitamos vuestros votos. Lo hemos ganado todo con las armas».

La invasión de los nuevos bárbaros había dado al traste con el proceso de modernización desarrollado durante la República y parecía amenazar a España con sumirla en una auténtica era medieval, en la que los incultos y mediocres africanistas ejercerían como clase directora. En 1924, los milites africanos ya habían expresado, a través de su órgano político la Revista de Tropas Coloniales, su propósito de regenerar a los españoles, y ahora se les presentaba la oportunidad de probar hasta qué punto eran capaces de hacerlo; ellos, que no podían exhibir otros méritos que los de haber permanecido apartados de la vida social y cultural del país en el inhóspito territorio marroquí, pretendían dar lecciones y marcar el camino que se debía seguir al resto de la ciudadanía… En el incidente producido en la universidad salmantina el 12 de octubre de 1936, sin embargo, don Miguel de Unamuno ya les había advertido: «Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir». Los africanistas, ciertamente, sólo estaban capacitados para imponerse por medio de la represión y el terror, y el propio Franco terminaría reconociendo públicamente lo difícil que le estaba resultando atraerse a las masas populares, como dejaría bien patente, por ejemplo, en estas palabras pronunciadas en el monasterio de Montserrat, el día 26 de enero de 1942: «Sólo existe una nación cuando tiene un jefe, un ejército que la guarde y un pueblo que la asista. Nuestra cruzada demostró que tenemos el jefe y el ejército. Ahora necesitamos el pueblo, y éste no existe más que cuando logra tener unidad y disciplina». El mediocre y militarista Franco no tenía otro proyecto para España que el de convertirla en un inmenso cuartel en el que imperara la disciplina legionaria; antes de que finalizara el año 1942, el día 2 de diciembre, volvería a insistir en la misma idea expuesta en Montserrat, al proclamar ante los cadetes de la restaurada Academia General: «Unidad y disciplina es tradicional exigirlas a los ejércitos como base indispensable para la victoria; pero yo os digo que hoy hace falta mucho más, que esta unidad y esta disciplina, que antes eran atributos castrenses, se conviertan en normas para la nación».

El grupo de militares pretorianos forjado en las campañas marroquíes acabó depositando sus pretensiones de liderazgo en el general Franco, el más astuto y ambicioso de todos. Para él se crearía el mito del líder carismático y la teoría del caudillaje, elaborada por los falangistas siguiendo los patrones alemanes e italianos; de acuerdo con los estatutos del partido único surgido tras la unificación realizada en abril de 1937, Franco, en tanto que jefe nacional, encarnaba «todos los valores y todos los honores del Movimiento» y asumía «en su entera plenitud la más absoluta autoridad». Los alemanes habían acuñado el lema «Führer, ordena; nosotros obedecemos», que fue traducido así por los falangistas: «Franco manda, España obedece». Sin embargo, los intentos de convertir a España en un país fascista desembocaron en un puro espejismo; ni el propio Franco se sintió especialmente atraído por el ropaje fascistoide de su régimen de mando personal, como lo prueba el hecho de que, en privado, llegara a afirmar que el Movimiento no era más que una «claque». Franco sabía de sobra que su verdadero partido era el Ejército y que, en definitiva, todas las monsergas de la teoría del caudillaje no habían representado más que un instrumento para afianzar su dominio frente a los notables del africanismo y los que trataban de restablecer la monarquía.

El franquismo vino a significar, realmente, la continuación del régimen de la Restauración establecido por Cánovas, y Franco se reservó el papel del «Rey Soldado», contando, desde luego, con el apoyo no sólo del Ejército, sino también de la Iglesia y de la oligarquía terrateniente, financiera e industrial. La guerra civil, último episodio de la secular lucha mantenida entre progresistas y reaccionarios, había concluido con el triunfo de los enemigos del progreso, y los españoles se vieron de nuevo obligados a desenvolverse en el mezquino horizonte canovista, en el que no había cabida para el legado de la Ilustración y de la revolución liberal, para los avances logrados por el movimiento obrero, para los proyectos de la ILE y del verdadero regeneracionismo. Los pretenciosos africanistas, entre cuyas aspiraciones se hallaban la de conducir la regeneración de España y forjar para ella un imperio, hubieron de conformarse con ocupar los puestos de honor en un trasnochado ejército gendarme, que en nada tenía que envidiar al decimonónico. Se echó por tierra la saludable reforma militar republicana, la denominada «trituración azañista», y los establecimientos militares volvieron a extenderse por todo el territorio del Estado, albergando una fuerza pésimamente dotada e instruida, sin capacidad para otra misión que la del mantenimiento del orden. Azaña había intentado acabar con la hipertrofia del Cuerpo de Oficiales, que en gran medida era la culpable de los males que afectaban a la institución armada, pero Franco retuvo en el Ejército a cerca de nueve mil oficiales provisionales, que más o menos equivalían a cuarenta promociones de la Academia General, y, dado que ésta no dejó de funcionar en ningún momento, la superabundancia de militares de carrera alcanzó unos niveles insospechados; en los oficiales, por otra parte, al igual que en los peores tiempos del siglo XIX, se valoraba más la lealtad política («la inquebrantable adhesión al Caudillo») que la competencia técnica, de manera que la preparación de los cuadros de mando sufrió las correspondientes consecuencias negativas. Durante la guerra de Ifni y Sahara salieron a relucir las deficiencias del Ejército, que dieron lugar a «desastres» (cuidadosamente ocultados por la prensa) similares a los de las campañas marroquíes; los militares que participaron en esa guerra solían aludir a ella con el nombre de «la guerra de Gila», en recuerdo de las parodias del célebre humorista. Es evidente, en fin, que la «regeneración» abordada por los héroes de la «epopeya marroquí» no se tradujo en resultados demasiado halagüeños.

En el verano de 1939, el gobierno franquista publicó una serie de decretos por los que se disponía la depuración de todos aquellos que hubieran mostrado la más leve aquiescencia con el régimen republicano, con la justamente denominada «República de los intelectuales»; se pretendía llevar a cabo «la reconstrucción intelectual de España» y fueron apartados de las tareas docentes los acusados de pertenecer a la «anti-España». Un año antes, cuando se cumplía el segundo aniversario del alzamiento de julio, el general Queipo de Llano había publicado un artículo en el diario ABC de Sevilla que comenzaba diciendo: «Entramos en el tercer año de la guerra, en cuyo fuego se está purificando España, que saldrá de aquélla libre de la escoria que la destruía y que la llevaba a la ruina». Los africanistas consiguieron «librar» a la patria de unos cinco mil intelectuales, artistas y profesionales de élite, que, para evitar la depuración, se vieron forzados a emigrar a tierras americanas; este trasvase cultural benefició, sobre todo, a México, donde desarrollaron sus actividades eminentes científicos, historiadores, juristas, médicos, filósofos, escritores, pintores, músicos, periodistas, que crearon centros como la Casa de España y el Instituto Luis Vives, editoriales como Fondo de Cultura Económica y revistas como España Peregrina. La partida de los exiliados americanos dejaría a la España franquista convertida en un auténtico «páramo cultural». Uno de esos exiliados, por lo demás, fue el general Vicente Rojo Lluch, digno representante del estamento militar, que también tendría ocasión de demostrar su elevado nivel cultural y profesional, realizando las funciones propias de su empleo (que le sería reconocido), participando en las labores de enseñanza, escribiendo libros que le acreditan como un notable tratadista militar, publicando artículos en periódicos y revistas.

Tras la conclusión de la contienda, la estancia de Vicente Rojo en Francia se prolongó durante varios meses en los que se vio asaltado por el desengaño, el desánimo y la frustración; Rojo pudo comprobar cómo la derrota había supuesto para las huestes republicanas un exacerbamiento de las discordias que siempre se dieron en ellas, manifestándose ahora en un ambiente sórdido, marcado por el hambre, las penalidades y el miedo al futuro. El gobierno Negrín había creado en marzo el Servicio de Emigración para Republicanos Españoles (SERE), integrado por representantes de todos los partidos y organizaciones obreras del Frente Popular, que, si bien disponía de una considerable cantidad de dinero, no supo distribuirla, como el propio Rojo llegó a denunciar, de forma convincente, y dio lugar a toda una masa de descontentos. El general, que tenía a la familia a su cargo, optó por resolver sus propios problemas económicos acudiendo a determinadas editoriales francesas para presentarles algunos trabajos que había realizado sobre la guerra civil, pero esas editoriales le cerraron sus puertas; cuando finalizaba el verano consiguió, al menos, que el SERE accediera a sufragarle el viaje con los suyos a la República Argentina, donde fue bien acogido y tuvo ocasión de desarrollar sus dotes de escritor, comentarista de prensa y conferenciante. En 1942, Bolivia le ofreció un puesto en la Escuela Superior de Guerra, a la par que le reconocía el empleo de general, con todos sus derechos, y allí quedó instalado nuestro personaje hasta su regreso a España.

La actividad de Rojo como escritor y tratadista militar dio buenos frutos en el exilio americano, y publicó, en principio, dos obras que se refieren a la guerra civil, España heroica y Así fue la defensa de Madrid, en las que, superada ya la negativa influencia de la atmósfera que reinaba al concluir la contienda (cuando escribió ¡Alerta los pueblos!), dejó patente su habitual objetividad, su maestría en la exposición de los hechos y su extraordinaria capacidad para el análisis de las operaciones. En 1946 dio al público la obra que puede considerarse más ambiciosa, en la que hubo de trabajar durante mucho tiempo, recogiendo probablemente un material elaborado con anterioridad; lleva por título Elementos del arte de la guerra y constituye todo un tratado de estrategia y táctica militares. Más tarde, en 1953, abordó el estudio de la guerra como fenómeno humano, político y social, en la trilogía compuesta por La guerra en sí, El imperialismo y las guerras mundiales y La guerra de mañana. De vuelta del exilio, con la salud muy quebrantada y desilusionado por el trato recibido en la España franquista, Rojo escribió su libro quizá menos brillante, titulado El ejército como institución social. En Bolivia, por lo demás, la labor desarrollada por el general hubo de resultarle muy gratificante, ya que se amoldaba bien a sus dotes y aficiones; los gobernantes de ese país, en efecto, le encomendaron la reorganización de la Escuela Superior de Guerra, y, terminada esta obra, tuvo ocasión de instruir durante más de un decenio a los oficiales que realizaban los cursos de Estado Mayor. Es así como Rojo llegaría a situarse a la altura de los profesores del exilio español que, ejerciendo las tareas docentes en las universidades hispanoamericanas, dejaron constancia de su excelente preparación y su compromiso con la cultura. Dada su manera de entender la profesión militar, sin embargo, parece que nuestro personaje hubiera preferido prestar estos buenos servicios en el ejército de su querida España, a la que, como tantos otros expatriados, añoraba cada día más.

En todo caso, desde el inicio de la década de los cincuenta, Rojo, que además se veía afectado por algunos problemas de salud, comenzó a mostrar claros deseos de regresar a la patria, y llevó a cabo diversas gestiones que contaron con respaldos tan importantes como el del propio embajador español y el de altas jerarquías de la Iglesia; pero todos estos esfuerzos resultaron vanos, al denegarle la Junta de Repatriación franquista el permiso de entrada en España. Rojo persistiría, no obstante, en sus propósitos hasta lograr que una carta suya llegara a las manos del ministro del Ejército, Agustín Muñoz Grandes, gracias, entre otras cosas, a los buenos oficios de su gran amigo Emilio Alamán, que a la sazón desempeñaba el cargo de general director de la Academia Militar de Zaragoza; Alamán, por otra parte, tenía sobrados motivos para estarle agradecido a su antiguo compañero, que, arriesgando bastante, había protegido a su familia en Madrid durante las dramáticas jornadas del verano de 1936… Sea como fuere, en un Consejo de Ministros presidido por Franco en enero de 1957, se le concedió finalmente a Rojo la autorización para regresar a España, y su llegada tuvo lugar un mes después.

Vicente Rojo fijó su residencia en Madrid sin otros problemas, en principio, que los derivados de su delicada salud; su domicilio de la calle de Ríos Rosas se hallaba muy cerca del edificio de la Escuela Superior de Guerra, que, sin duda, habría de inspirarle gratos recuerdos. Apenas trataba con nadie, pero en el seno de la familia militar (excluidos, por supuesto, los más radicales miembros del grupo africanista y sus acólitos) obtuvo buena acogida la medida que permitió el regreso de quien había dado pruebas, en la paz y en la guerra, de excepcional competencia y ejemplar condición moral; muchos llegaron a celebrar, incluso, que el siempre rencoroso y revanchista Generalísimo hubiera, por una vez, mostrado un rasgo de magnanimidad… Vicente Rojo disfrutó de una vida plácida durante varios meses en la tierra que tanto había añorado; hasta que un día, a mediados de julio de 1957, fue sorprendido por una citación que le ordenaba personarse ante el Juzgado Especial para los Delitos de Espionaje y Comunismo, donde le notificaron que iba a ser procesado por el delito de rebelión militar. Resultaba, desde luego, muy extraño que, tras acceder a su solicitud de repatriación y después de que hubiera transcurrido un relativamente largo período de tiempo, el gobierno de Franco decidiera procesar a Rojo, pero, en definitiva, el Consejo de Guerra tuvo lugar y dictó una sentencia que le condenaba, por un delito de adhesión a la rebelión, a la pena de cadena perpetua, con las accesorias que incluían la pérdida de empleo militar (el de comandante que ostentaba en 1936, ya que el de general, otorgado por la República, no le fue reconocido). Veinte años antes, el general Batet había sido condenado a muerte por idéntico delito, al considerar el tribunal, lo mismo que en el caso de Rojo, que, de acuerdo con el artículo 238, Título VI, Tratado Segundo, del Código de Justicia Militar, había faltado a su obligación de hacer causa común con los militares sublevados… En ambos casos quedaría bien patente la esperpéntica manera de administrar justicia que tenían los tribunales militares franquistas.

Rojo se libró de ir a la cárcel al serle aplicados (exclusivamente en lo que se refiere a la pena principal) los beneficios del indulto decretado en 1945, mas no pudo evitar, dada la injusticia con él cometida, que una profunda amargura le acompañara hasta el día de su muerte, que tuvo lugar el 15 de junio de 1966. Es muy posible, por lo demás, que en la actitud adoptada por Franco con respecto a Rojo latiera un afán de desquite por las humillaciones sufridas en el campo de batalla, pero lo único que está claro es que el cauteloso Caudillo no llegó a explicar jamás las razones que le llevaron a observar un comportamiento tan mezquino.