Capítulo 6: La eclosión del arma aérea

CAPÍTULO 6

La eclosión del arma aérea

Manuel Aznar analiza[1] el cambio de signo producido en la guerra durante la batalla de Madrid y subraya que, con él, se iría al traste la táctica que había prevalecido en los primeros meses, «una mezcla de guerra colonial y de guerrilleo», con la que los africanos habían logrado imponerse a las tropas milicianas en su marcha sobre la capital. Todo cambiaría bruscamente, comenta Aznar, como consecuencia de la intervención extranjera y de la importación de material de guerra en la España republicana, y a continuación explica: «Mientras los encuentros se caracterizaron por el empleo intenso de tropas especialmente instruidas para el choque y por la utilización de una artillería restringida, se pudo confiar el éxito a la maravillosa calidad de las tropas de África —Legión y Regulares—, cuya facilidad de maniobra no ha sido superada por ninguna otra fuerza combatiente. Pero a fines de octubre, y sobre todo en noviembre, hacen su aparición las Brigadas Internacionales, habituadas a la Gran Guerra del mundo, duchas en las muchísimas malicias que la guerra enseña, apoyadas por artillería de calibres potentes, rodeadas de carros de combate con cañón y dotadas de un número de armas automáticas como jamás se había conocido en el Ejército español. Por mucha que sea nuestra facultad de improvisación, era indispensable algún plazo para adaptar las condiciones radicales del soldado de España a la influencia que el material moderno ejerce en las batallas […] De guerra civil, de guerra interior, nuestra lucha pasaba a los planos de una guerra internacional».

En este párrafo, Aznar aporta algunos elementos de juicio interesantes, pero, en su afán por defender a ultranza la ejecutoria del general Franco, termina ofreciendo una versión de los hechos que se aparta bastante de la realidad. La creciente internacionalización del conflicto, verdaderamente, no supuso un perjuicio para el bando franquista, que recibiría del extranjero muchos más medios, humanos y materiales, que su adversario. Durante las operaciones desarrolladas en torno a Madrid, entre noviembre de 1936 y marzo de 1937, con los republicanos lucharon cuatro Brigadas Internacionales (las XI, XII, XIV y XV; la XIII permaneció por entonces en el frente de Teruel), y además pilotos, tanquistas, artilleros e ingenieros soviéticos; en total, si se añaden los rusos que actuaron como asesores, instructores, mecánicos y operadores de radio, unos diez mil extranjeros. Mientras tanto, con los nacionalistas combatieron los moros de Regulares, los portugueses e irlandeses integrados en la Legión, los italianos del CTV y de la Aviación Legionaria y los alemanes de la Legión Cóndor y de otras unidades de la fuerza aérea franquista, que suman más de noventa mil extranjeros. Por otro lado, los voluntarios internacionales del bando republicano, a diferencia, por ejemplo, de los miembros de la Legión Cóndor (y casi otro tanto se puede decir del CTV italiano), que partieron de Alemania constituyendo una unidad perfectamente organizada, llegaron a España, procedentes de 53 países, llenos de ilusión y con un gran espíritu de lucha, pero completamente desorganizados y desarmados; sólo una minoría de ellos contaba con alguna experiencia en combate.

En los contactos mantenidos a finales de enero de 1937, alemanes e italianos habían acordado aumentar sensiblemente la ayuda a Franco, con el fin de facilitarle una rápida victoria, que debería producirse en unas pocas semanas; y decidieron enviarle sin pérdida de tiempo los medios necesarios para conseguirlo, antes de que se establecieran los controles que el Comité de No Intervención pretendía imponer. Las potencias fascistas tenían la intención de exigir, cuando los nacionalistas se encontraran debidamente surtidos, que esos controles actuaran con todo el rigor, y evitar así que los republicanos recibieran apoyo desde el exterior[2]. Mussolini y Göring se mostraban muy descontentos por la forma en que Franco conducía la guerra, pero consideraron que, en aquellos momentos, no quedaba más remedio que incrementar la ayuda que le estaban prestando. Los alemanes ya no querían aportar más hombres (fue entonces cuando los italianos completaron las unidades del CTV), sin embargo aceptaron enviar gran cantidad de material, que se cifraría en: 60 aviones, 180 piezas de artillería regimental, 32 cañones de 77 mm, 12 cañones de 150 mm, 52 cañones antiaéreos, 117 millones de cartuchos para armas individuales, 450 000 proyectiles de artillería y 65 000 de artillería antiaérea; además comenzaron a suministrar equipo ultramoderno, del que formaron parte los bombarderos Dornier Do-17 y Heinkel He-111 y algunos Messerschmitt Bf-109, el mejor avión de caza de cuantos participaron en la contienda española y uno de los más brillantes de la segunda guerra mundial. Los italianos, por su lado, no se limitaron a aumentar espectacularmente sus envíos de tropas, ya que incrementaron de forma parecida los correspondientes a material de guerra, y entre diciembre de 1936 y febrero de 1937 suministraron unos 130 aviones, 2500 toneladas de bombas, 500 cañones, 700 morteros, 1200 ametralladoras, 50 tanquetas y 3800 vehículos de motor. El armamento proporcionado por las potencias fascistas a Franco en los dos meses anteriores a la batalla del Jarama alcanzó un volumen enorme, y superó con creces a todo el que le habían enviado durante los meses comprendidos entre el inicio de la contienda y diciembre de 1936; y, desde luego, representaba más del doble del que los republicanos habían recibido del exterior (de Rusia y Polonia, fundamentalmente) a lo largo de la guerra[3].

El fracaso cosechado por Franco en la serie de combates desarrollados en torno a Madrid sacó a relucir su radical incompetencia, que le conduciría a la derrota, pese a su abrumadora superioridad de medios, frente a un militar bien preparado, como Vicente Rojo; ésta es la verdad que los panegiristas del Invicto Caudillo han tratado de ocultar, recurriendo a las más ridículas patrañas.

Durante la batalla de Madrid, mientras Rojo, cercano a la línea del frente, organizaba, coordinaba y dirigía a las fuerzas republicanas, Franco permaneció en el palacio episcopal de Salamanca, dedicándose, fundamentalmente, a consolidar y aumentar su poder político. Rojo era un militar enamorado de su profesión y Franco, en el fondo, un simple pretorianista, que, por lo demás, ya había dejado bien patente su condición de tal cuando, tras ordenar la detención de las tropas africanas en Maqueda, desistió de seguir avanzando hacia Madrid y optó por desviarse a Toledo, para liberar el alcázar. Esta decisión constituyó una pésima maniobra militar, y a la par una brillante maniobra política; Franco perdió la oportunidad de conquistar la capital de España, objetivo estratégico de la máxima importancia, pero consiguió, gracias a la campaña de propaganda orquestada en torno a la liberación del alcázar y a través de un auténtico golpe de Estado, ser nombrado generalísimo de los ejércitos y jefe del gobierno. Ya instalado en el palacio episcopal de Salamanca, ejerciendo sus nuevos cargos y mientras las tropas nacionalistas y republicanas combatían en Madrid y sus alrededores, Franco centró sus esfuerzos en la preparación de un segundo golpe de Estado, que terminó ejecutando en abril de 1937, con la publicación del famoso Decreto de Unificación, por el que se creaba el partido único, similar al existente en los países fascistas. Esta nueva maniobra política permitió a Franco incrementar considerablemente su poder, ya que, si hasta entonces había concentrado en su persona las jefaturas del Estado, del gobierno y del Ejército, a partir de ahora añadiría la del partido único y la de las milicias. El 9 de diciembre de 1936 había conseguido apartar del ruedo político al líder de los tradicionalistas, Manuel Fal Conde, y más tarde, contando con la ayuda de su cuñado, Ramón Serrano Súñer, que se presentó en Salamanca a finales de febrero de 1937, lograría someter también al grupo falangista; es así como dejó despejado el camino hacia la unificación y el poder absoluto.

La labor realizada por Vicente Rojo en el ámbito estrictamente militar encontraría también su premio; por los éxitos alcanzados en el transcurso de la batalla de Madrid, fue promovido al empleo de coronel con fecha de 20 de marzo de 1937, y, además, Largo Caballero quiso otorgarle la jefatura del EMC, que se hallaba vacante tras la destitución del general Martínez Cabrera, pero Rojo rechazó el ofrecimiento. Largo Caballero nos da su particular versión de los hechos[4]: «Planteé el problema [de la sustitución del jefe del EMC] en el Consejo de la Guerra y Uribe propuso para cubrir la vacante al coronel Rojo, comunista [¿?] jefe del Estado Mayor de Miaja. Hice el nombramiento reservándome observar detenidamente los acontecimientos, pero el interesado y su jefe Miaja dijeron que no era conveniente que saliera de Madrid. Fracasada la maniobra, no propusieron a ningún otro […] Así dejé vacante la Jefatura del Estado Mayor».

En la reunión celebrada por el Consejo de la Guerra, en realidad fue el socialista Álvarez del Vayo, si bien respaldado por el comunista Vicente Uribe, el que propuso a Vicente Rojo para ocupar la Jefatura del EMC y la propuesta resultó aprobada. Rojo no aceptó el cambio de puesto, y en su decisión se vio apoyado por Miaja, que envió, incluso, una carta al Ministerio de la Guerra declarando que no podía prescindir de su jefe de Estado Mayor[5]. En todo caso, el propio Largo reconoce que, por entonces, estaba siendo muy cuestionado como ministro de la Guerra, por los comunistas, principalmente, pero también por el grupo de los socialistas moderados encabezado por Indalecio Prieto[6], y es muy posible, pues, que Rojo rechazara el cargo que se le ofrecía al percatarse del turbio ambiente que se respiraba en aquellos momentos. Tras la crisis de gobierno producida el 17 de mayo, volvería a ser elegido para desempeñar la Jefatura del EMC, y esta vez daría su conformidad sin oponer reparo alguno.

La derrota de Guadalajara no hizo desistir precisamente a Mussolini de su propósito de prestar apoyo al bando franquista. Esa derrota había ocupado la primera plana en buena parte de los periódicos del mundo (sin que, por cierto, el Comité de No Intervención se diera por enterado…) y este hecho representaba un gran desprestigio para la Italia fascista y para el propio Mussolini, de modo que éste consideraría absolutamente indispensable que las tropas italianas alcanzaran una victoria sonada en la contienda que se estaba desarrollando en la península Ibérica. El 24 de marzo, dos días después de concluir la batalla de Guadalajara, el Duce recibió al emisario personal de Franco, el coronel Villegas, y le anunció que el Caudillo podía seguir contando con la ayuda italiana. Por otro lado, a finales del citado mes, el embajador italiano ante el gobierno franquista, Roberto Cantalupo, fue llamado a consulta por el ministro de Asuntos Exteriores, Galeazzo Ciano, quien le advirtió, en principio, que, si deseaba conservar su puesto en Salamanca, debería asumir la política de apoyar a Franco a toda costa. Cantalupo se mostraba muy crítico con esa política, y se permitió significarle al ministro que, con las batallas del Jarama y Guadalajara, la situación española había variado notablemente a favor de la República, y que, para enderezar las cosas, Alemania e Italia tendrían que realizar un gran esfuerzo, aumentando en gran medida su ayuda y prestándola, por añadidura, durante mucho tiempo. En definitiva, Cantalupo dejaría bien clara su postura (y eso habría de costarle el puesto de embajador) favorable a un replanteamiento de la política de intervención en España, para proceder en adelante con la debida cautela; sus recomendaciones, sin embargo, no fueron tenidas en cuenta. «En varias ocasiones —comenta Coverdale— a lo largo de los dos años siguientes Mussolini gruñiría y amenazaría con dejar de ayudar a Franco si no se hacía la guerra con más decisión, pero eran amenazas vanas. Guadalajara había atado a Italia a la situación española más de lo que hubiera podido hacer ninguna victoria[7]».

El fracaso de Franco en los sucesivos intentos de conquistar Madrid le obligó a señalar un nuevo objetivo estratégico para seguir operando. Asesorado una vez más por sus aliados de las potencias fascistas, decidió trasladar la lucha al norte de la Península, donde los republicanos ocupaban una zona con unos trescientos kilómetros de costa y unos cuarenta de profundidad, formada por las provincias de Vizcaya, Santander y Asturias, y separada del resto del territorio republicano por una distancia mínima de unos doscientos kilómetros; además, estaba sometida al bloqueo marítimo ejercido por los barcos nacionalistas. Por su aislamiento, evidentemente, la franja cantábrica republicana resultaba bastante vulnerable a cualquier acción ofensiva lanzada contra ella, y esta circunstancia, más el hecho de constituir una zona de gran riqueza minera e industrial, debieron de condicionar en gran medida la decisión adoptada por Franco y sus asesores. Los alemanes, en particular, debido al rearme que estaban llevando a cabo, mostraban un especial interés por el mineral de hierro vizcaíno, y esperaban que con él Franco pudiera pagar, al menos, una parte del material de guerra que le habían entregado a crédito; Hitler llegaría a declarar el 27 de julio de 1937: «Queremos el triunfo nacionalista español para obtener el hierro de España».

Los nacionalistas desencadenaron su ofensiva en el norte el día 31 de marzo de 1937, con unas fuerzas terrestres cuya masa principal estaba compuesta por cuatro brigadas de Navarra, unidades interarmas que contaban con baterías de artillería de 75 y 105 mm y con unos efectivos que oscilaban entre tres mil y cinco mil hombres; de esas fuerzas terrestres, no obstante, formaban parte también otras unidades, como el CTV, que había sido reorganizado y puesto a las órdenes del general Bastico, que sustituyó a Roatta. El mando de todo el conjunto lo ostentaba el general Mola, que disponía de una fuerza aérea de más de ciento cincuenta aviones, tripulados y atendidos en su inmensa mayoría por militares alemanes e italianos. Los republicanos, en cambio, como consecuencia del aislamiento de la zona ocupada, nunca lograrían tener en el norte más de cuarenta aviones, entre los que abundaban los Breguet XIX y otros de modelo igualmente anticuado; para atravesar los doscientos kilómetros que separaban la franja cantábrica del resto del territorio republicano, los aviadores soviéticos y españoles tenían que hacer un verdadero alarde de heroísmo, de manera que, al cabo, sólo conseguirían pasar una escuadrilla de Chatos y otra de Moscas, los días 2 y 17 de junio de 1937.

Los republicanos también trataron de enviar aviones a la zona norte a través de Francia, pero sus intentos se vieron coronados por el fracaso. Tras las reuniones celebradas durante el invierno, el Comité de No Intervención había acordado implantar un sistema de patrullas navales y puestos fronterizos, con el objeto de impedir el paso de armas a España, y el nuevo sistema, que comenzó a funcionar en abril de 1937, no lograría, en realidad, otra cosa que perjudicar todavía más al bando republicano y arruinar sus proyectos de trasladar aviones a la franja cantábrica a través del territorio galo. «Las patrullas —explica Howson— no consiguieron prácticamente nada. Como sólo podían inspeccionarse los barcos registrados en países signatarios del pacto de no intervención, los barcos alemanes optaron por llevar banderas panameñas o liberianas. Los italianos ni siquiera se molestaron en hacer eso, sino que plantaron cara a la Royal Navy escoltando de cerca sus transportadores con buques de guerra. En cuanto a los observadores fronterizos, su único éxito en Francia fue, en dos ocasiones, detener a algunas escuadrillas de Chatos y Natachas republicanos, que, en su intento de alcanzar la zona vasca desde la zona principal, aterrizaron en campos de aviación franceses; tras confiscarse su armamento, fueron devueltos a Cataluña[8]». Mientras tanto, el material bélico suministrado por las potencias fascistas a Franco continuaría atravesando la frontera portuguesa con España sin el más mínimo problema.

El militar republicano Francisco Ciutat (alumno de Vicente Rojo durante su preparación para el ingreso en la Escuela Superior de Guerra y gran admirador de nuestro personaje), que llegó a ocupar el puesto de jefe de la sección de operaciones en el cuartel general del Ejército del Norte, señala que la principal desventaja de las fuerzas republicanas que combatieron en la franja cantábrica consistió en su «indefensión aérea[9]»; en esa estrecha zona, sin la necesaria profundidad estratégica, se contó siempre con una aviación muy reducida y, además, con escasísima artillería antiaérea para enfrentarse con las grandes oleadas de aviones alemanes e italianos que operaban sin cesar y cuyo número fue aumentando sensiblemente a lo largo de la campaña. Los republicanos, ciertamente, hubieron de luchar en el norte en claras condiciones de inferioridad, pero sobre todo en lo que se refiere a medios aéreos. «La correlación de fuerzas a favor del atacante —subraya Ciutat— venía ser de dos a uno en infantería, seis a uno en artillería y diez a uno en aviación». Largo Caballero alude a la dramática situación que se atravesaba en la zona norteña con estas palabras[10]: «El señor Aguirre, como presidente del gobierno vasco, enviaba diariamente varios telegramas a Guerra solicitando con angustia aviones, pues los facciosos se aprovechaban de su ausencia y avanzaban extraordinariamente. Todos los telegramas se le enviaban a Prieto [a la sazón, ministro de Marina y Aire], pero la aviación no iba nunca al norte».

Fue durante la Campaña del Norte, realmente, cuando republicanos y nacionalistas llegaron a ser plenamente conscientes de la decisiva influencia del arma aérea en el resultado de las operaciones. El predominio mostrado por la aviación en la segunda guerra mundial salió a relucir ya en la guerra civil española, y, más concretamente, en el período de tiempo que corresponde a la campaña desarrollada en la zona cantábrica. Indalecio Prieto pronosticó, cuando la contienda española apenas daba sus primeros pasos, que la aviación iba a jugar un relevante papel[11], y no cabe duda de que sus estimaciones eran ampliamente compartidas. «La creencia —ha escrito Howson— de que la aviación, cualquier aviación, garantizaría la victoria era tan firme entre los jefes republicanos como entre los nacionales; de hecho, se podría afirmar que el factor principal que desencadenó la intervención extranjera fue el estado calamitoso de las fuerzas aéreas españolas[12]». Tras el fracaso del pronunciamiento de julio, el propio Mola le manifestó a un reportero del Daily Mail que habría de ser la aviación la que decidiera. Ya con la contienda en marcha, las previsiones sobre la capacidad del arma aérea irían confirmándose poco a poco: los africanos, que pudieron atravesar el Estrecho gracias a los aviones enviados por las potencias fascistas, avanzaron hacia Madrid contando con el apoyo de la aviación, y su fracaso en el ataque directo a la capital, aun teniendo en cuenta la saludable reacción de los madrileños que Rojo y su equipo lograron canalizar, coincidió con la llegada de los primeros aviones rusos; después se libraron las batallas del Jarama y de Guadalajara, cuyos desenlaces dependieron notablemente de las diversas acciones aéreas llevadas a cabo por cada uno de los bandos… La aviación, desde luego, había dejado notar su peso en los combates con anterioridad a la Campaña del Norte, pero fue en el transcurso de ésta cuando, definitivamente, se puso de manifiesto su poderío.

A lo largo del período de entreguerras, el desarrollo de la aviación experimentó un extraordinario auge, y el estallido del conflicto español ofreció la oportunidad de probar cómo se desenvolvía la nueva arma en el campo de batalla. La primera guerra mundial había sugerido una serie de aplicaciones de la potencia aérea que se referían, fundamentalmente, al reconocimiento y el apoyo aéreo (directo e indirecto) a las fuerzas de tierra; no se prestó por entonces demasiada atención, en cambio, a las posibilidades del bombardeo estratégico, que sería más tarde defendido con firmeza por el británico Trenchard, el norteamericano Mitchell y el italiano Douhet, los cuales fijaron como principales objetivos de ese bombardeo la moral civil y la economía. En los años veinte y treinta, en todo caso, Gran Bretaña comenzó ya a dar prioridad a la Fuerza Aérea (la RAF había sido creada en abril de 1918) sobre la Armada y el Ejército de Tierra[13]. Los alemanes, por su parte, si bien al final de la Gran Guerra se vieron obligados a disolver su aviación, aprovecharían un fallo en la redacción del Tratado de Versalles para ir poniendo las bases, a partir de 1921, de la futura Luftwaffe, que ya en 1935, con Hitler en el poder, empezaría a operar de forma abierta bajo la dirección de Göring[14]. Las principales potencias europeas impulsaron sin reservas sus fuerzas aéreas durante el período de entreguerras, y, al iniciarse la segunda guerra mundial, cinco meses después de concluir la contienda española, ya estaba claro que, para obtener la victoria, sería preciso alcanzar antes el dominio del aire; dominio que, entre otras cosas, resultaría vital para las unidades que operaban en tierra, como tuvo ocasión de constatar el mariscal Montgomery, que llegó a proclamar[15]: «Las fuerzas terrestres no pueden ganar batallas sin la asistencia de una buena fuerza aérea».

Los historiadores franquistas, que en gran medida han marcado la línea seguida por la historiografía de la guerra civil, tratan de restar importancia al papel representado por la aviación en la contienda. Y lo hacen con el evidente propósito de resaltar las operaciones llevadas a cabo en tierra, para poder así atribuir todos los méritos de la victoria al Invicto Caudillo, cuya condición de general africanista, ciertamente, no le garantizaba grandes conocimientos sobre el empleo del arma aérea; por otro lado, si se valora correctamente el peso de las fuerzas aéreas en el resultado final de la contienda, es preciso reconocer también que la operatividad de esas fuerzas dependía sobre todo de los aviones y aviadores extranjeros, y esto es algo que Franco, que basó la legitimidad de su régimen en la victoria conseguida sobre los republicanos, nunca podría aceptar. Por lo demás, es obvio que, quienes tratan de ignorar el relevante papel representado por la aviación en la guerra civil, están condenados a realizar análisis deficientes y a obtener conclusiones erróneas. Frente a las argucias utilizadas por Franco y sus partidarios conviene poner de manifiesto que, a partir de la Campaña del Norte, no sólo la aviación se convirtió en el arma decisiva, sino que además la superioridad aérea pasaría a ser detentada en todo el teatro de la guerra por el bando franquista, y esta situación se mantendría hasta el final de la contienda.

La ofensiva nacionalista en el norte se inició con la ruptura del frente republicano en el sector de Villarreal de Álava; las tropas franquistas se proponían progresar por Ochandiano hacia Durango, para girar a continuación hacia el oeste en dirección a Bilbao. Aprovechando su abrumadora superioridad de medios, los nacionalistas ejecutaron el ataque con gran violencia, y llegaron a concentrar sus fuerzas en los ocho kilómetros del frente de ruptura hasta alcanzar densidades del orden de tres batallones de infantería, dieciséis piezas de artillería y dieciséis aviones por kilómetro; la aviación alemana realizó por entonces sus primeros experimentos de ataque a posiciones defensivas fuertemente organizadas[16]. Sperrle había situado los aviones de la Legión Cóndor en los aeródromos de Burgos y Vitoria, y ésta constituía, en opinión de Gordon Thomas y Morgan-Witts[17], «la mayor y más poderosa fuerza aérea» jamás vista hasta la fecha. «En poder de fuego solamente —comentan los citados autores— la Legión Cóndor superaba al conjunto de todas las fuerzas aéreas que operaron en la primera guerra mundial». En la Campaña del Norte, sin embargo, participaría también la aviación italiana, que, en abril, se vio reforzada con el envío de 72 aviones, los cuales elevaban a 320 el total de aparatos italianos trasladados a España.

Los aviones de las potencias fascistas al servicio de Franco efectuaron en el norte sendos bombardeos estratégicos, encaminados sobre todo a imponer el terror. Ya al iniciarse la ofensiva, el 31 de marzo, la localidad de Durango fue brutalmente bombardeada, y en los días 2 y 4 de abril volvería a sufrir duros bombardeos; más tarde tendría lugar el tristemente famoso bombardeo de Guernica. Pero la auténtica novedad de la actividad aérea en la zona cantábrica la constituyó la táctica de cooperación aire-tierra ejecutada por los alemanes al llevar a la práctica ciertos estudios y trabajos realizados con anterioridad. Hermann Göring declaró en 1946, durante los procesos de Nuremberg, que uno de los motivos por los que Alemania suministró aviones a Franco fue el de probar la recién creada Luftwaffe. «Con el permiso del Führer —confesaría Göring— envié gran parte de mi flota de transporte y una serie de cazas, bombarderos y cañones antiaéreos experimentales; de esa forma, tuve la oportunidad de comprobar, en condiciones de combate, si el material era apto para mis objetivos. A fin de que el personal también pudiera adquirir cierta experiencia, me aseguré de que había un relevo continuo, es decir, constantemente llegaban hombres nuevos para sustituir a los otros[18]».

Durante la ofensiva de marzo de 1918, al final de la primera guerra mundial, las fuerzas aéreas de ambos bandos llegaron a concentrarse en el apoyo de las fuerzas de tierra[19], y esta imagen, sin duda, quedó grabada en la mente de los militares alemanes. En 1935, el general Erich Ludendorff publicó el libro Der totale krieg, en el que, recordando lo sucedido en 1918 y teniendo en cuenta la ampliación del campo de lucha hasta la denominada «tercera dimensión» (el espacio aéreo), abogaba por la masiva participación de la aviación en las batallas terrestres; sus palabras, al parecer, encontraron bastante eco. En todo caso, los alemanes se dedicaron a estudiar a fondo la cooperación aire-tierra, el apoyo directo e indirecto, y fue durante la guerra civil española cuando se probaron los nuevos procedimientos, desarrollando las técnicas para mantener el enlace entre los aviones y las unidades avanzadas de tierra. Los miembros de la Legión Cóndor establecieron la cooperación de los mandos de campaña de aire y tierra, y ensayaron la entrada en acción inmediata de la fuerza aérea para mantener contacto con un ejército en marcha, el empleo intensivo del bombardeo aéreo para reforzar la tradicional barrera artillera previa a la ofensiva, la utilización de los bombarderos en picado para abrir brechas en fortificaciones o contra puntos fuertes, los ametrallamientos en vuelo rasante, el uso de la radio de aire a tierra y en colaboración con los cuarteles de aire y tierra, el sistema de oficiales de enlace con radios instaladas sobre automóviles[20]. La Luftwaffe, en definitiva, estaba concebida para apoyar al ejército de tierra, tenía como principal misión ofensiva el bombardeo táctico, y esto quedaría de manifiesto en la contienda española a partir de la primavera de 1937.

En las campañas marroquíes ya se habían realizado ataques aéreos contra fuerzas terrestres y también durante la marcha de los africanos hacia Madrid, pero se trataba de acciones muy rudimentarias. Koltsov, no obstante, se refiere a un ataque de cierta entidad ejecutado por la aviación alemana, el 2 de diciembre de 1936, contra la Tercera Brigada republicana, cuando las tropas franquistas operaban al oeste de Madrid. «Los fascistas —relata Koltsov— se lanzaron contra ella de golpe, como quien da un mazazo en la cabeza. Treinta Junkers, acompañados de aviones de asalto, han puesto de punta todo el sector, han reducido a escombros las casitas de veraneo, han destrozado la carretera, los puentes y, desde luego, las trincheritas endebles, construidas con desgana[21]». Este ataque aéreo, si bien superaba a los efectuados en Marruecos y durante la marcha sobre Madrid, realmente muy poco tenía que ver con las operaciones de apoyo a tierra que se desarrollaron más tarde en la zona cantábrica. Refiriéndose a ellas, Ciutat explica[22] cómo los cazas alemanes, sin encontrar apenas oposición, aislaban completamente el sector atacado, e impedían así la llegada de reservas y abastecimientos, mientras las escuadrillas de bombarderos y los cazas que ametrallaban en vuelo rasante machacaban en oleadas sucesivas las posiciones republicanas; los soldados que en ellas trataban de mantenerse sufrían los demoledores efectos, materiales y morales, de una clase de ataques que jamás habrían llegado a imaginar. El aviador nacionalista Juan Antonio Ansaldo, por su parte, nos ofrece este apunte sobre la actuación de la Legión Cóndor en la campaña norteña[23]: «Las escuadras alemanas de bombardeo ensayaron prácticamente su nuevo material y sistemas de acción a lo largo de esta campaña y, por primera vez, nuestra guerra civil tomó caracteres de “gran guerra”. Las poderosas agrupaciones aéreas, sincronizadas al segundo con el avance terrestre, precedido y acompañado a su vez por el fuego de importantes concentraciones artilleras, jugaron un papel decisivo en el éxito táctico».

Casi simultáneamente a la ruptura del frente republicano realizada en el sector de Villarreal, las tropas franquistas lanzaron otro fuerte ataque en el sector de Mondragón, y también consiguieron romper el frente. Las operaciones hubieron de suspenderse hacia el 9 de abril, como consecuencia de un fuerte temporal de lluvias que dificultaba notablemente tanto los movimientos en tierra como la actividad aérea, pero se reanudaron algunos días después, y al iniciarse la última decena de abril se libraron muy duros combates en el sector de Elorrio, localidad que fue ocupada el día 24. El general Bastico, al mando del CTV, se disponía, en esos momentos, a progresar desde el límite de las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, a lo largo de la costa, hacia el oeste. Y fue entonces cuando tuvo lugar el brutal bombardeo de Guernica. Era el lunes 26 de abril de 1937, y en la villa se estaba celebrando el tradicional mercado, con la asistencia de cientos de aldeanos de toda la comarca; de repente aparecieron en el cielo sucesivas oleadas de aviones, que, durante tres horas (de cuatro y media a siete y media de la tarde), sembraron de bombas la ciudad y ametrallaron sus alrededores, con el trágico balance de unos mil quinientos muertos y cerca de mil heridos. La acción fue ejecutada por aviones alemanes, los de la Legión Cóndor, como denunció el mismo día del bombardeo el presidente vasco, José Antonio de Aguirre, mas la emisora oficial franquista, Radio Nacional, le replicaría al día siguiente diciendo[24]: «¡Miente Aguirre! Miente vilmente. En primer término, no hay aviación alemana ni extranjera en la España nacional. Hay aviación española, que lucha constantemente con aviones rojos, que son rusos, franceses y conducen aviadores extranjeros…».

El bombardeo de Guernica fue una acción terrorista que perseguía la desmoralización del adversario, siguiendo las teorías desarrolladas por el general italiano Giulio Douhet en su libro El dominio del aire, que, publicado en 1921, había encontrado gran aceptación entre los dirigentes y militares de las potencias fascistas. Douhet, tenaz defensor del bombardeo estratégico, proclamaba que, en la guerra, sería preciso alcanzar, antes que nada, la superioridad aérea, para proceder, en una segunda fase, a la aniquilación del enemigo mediante el bombardeo de objetivos como las instalaciones industriales y comerciales, los edificios importantes, las vías de comunicación y los centros de transporte, y, sobre todo, las grandes ciudades, cuya población, al sufrir los horrores de la guerra, se dejaría llevar por la desmoralización y terminaría imponiendo el final de la lucha[25].

La acción terrorista de Guernica, sin embargo, como ya había sucedido con los salvajes bombardeos llevados a cabo en Madrid el 17 de noviembre de 1936, no logró provocar los efectos desmoralizadores buscados. Por lo demás, las teorías de Douhet fracasaron rotundamente a lo largo de la segunda guerra mundial; sólo los lanzamientos de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1943, fueron capaces de acabar con el espíritu de lucha de un pueblo.

Después del bombardeo de Guernica, las tropas franquistas siguieron avanzando hacia Bilbao y su famoso Cinturón de Hierro. Antes de tomar contacto con éste, no obstante, hubieron de vencer la fuerte resistencia ofrecida por los republicanos en un terreno montañoso que favorecía la acción defensiva; la aviación de las potencias fascistas tuvo que emplearse, una vez más, con especial contundencia, mientras los soldados del general Mola avanzaban con una lentitud exasperante.

El día 30 de abril resultó hundido frente a la bahía de Santander el acorazado nacionalista España, que se hallaba participando en el bloqueo realizado en el mar Cantábrico para impedir la llegada de suministros a los combatientes republicanos de la zona norte. El Ministerio de Marina y Aire republicano emitió un informe en el que se aseguraba que el acorazado había sido hundido por aviones de la República que partieron del aeródromo santanderino de La Albericia, pero al día siguiente la prensa franquista desmintió esta noticia afirmando que el barco, en realidad, había naufragado al chocar con una mina colocada por los propios minadores nacionalistas. El jefe de la aviación republicana, Ignacio Hidalgo de Cisneros[26], descartó que hubiera sido uno de sus aviones el que había conseguido hundir el España y pareció aceptar la versión dada por los periódicos franquistas, aunque no dejaba de insinuar que el acorazado pudo ser abatido por el torpedo lanzado por un barco británico que trataba de proteger a un mercante de la misma nacionalidad. En todo caso, Hidalgo denunció la cooperación de buques alemanes e italianos con los de la Armada franquista en las operaciones de bloqueo. A finales de mayo de 1937, los republicanos descubrieron que una buena parte de los barcos que atacaban en el Mediterráneo a los cargueros que transportaban material para la República tenían su base en la isla de Ibiza, y decidieron someter a su puerto a un duro bombardeo aéreo, que terminó ocasionando el hundimiento del acorazado alemán Deutschland. Como represalia, cinco barcos de guerra alemanes bombardearon, el 31 de mayo, la indefensa ciudad de Almería, con el resultado de varios centenares de muertos; además, Alemania anunció su propósito de abandonar las patrullas marítimas establecidas en abril y las reuniones del Comité de No Intervención; esta postura fue imitada por Italia. Más tarde, ambas potencias se retractarían, pero al producirse un nuevo ataque republicano, el 18 de junio, contra el crucero alemán Leipzig, tanto los alemanes como los italianos abandonaron las patrullas definitivamente, si bien continuaron formando parte del referido comité.

La prepotencia y el cinismo mostrados por Hitler y Mussolini en relación con el conflicto español estaba alcanzando, verdaderamente, unos niveles increíbles. Los italianos, que habían reparado en sus astilleros varios buques de la Marina franquista, y habían instalado incluso los cañones del crucero Canarias[27], se permitían escoltar a sus barcos mercantes cuando transportaban material para los nacionalistas, a la par que controlaban y atacaban a los mercantes soviéticos. Tras una reunión celebrada en Roma, los marinos italianos y alemanes acordaron, el 17 de noviembre de 1936, relevarse en un especial servicio de patrullas (sin relación alguna con el implantado más tarde por el Comité de No Intervención), que habría de contar con submarinos, para actuar en el Mediterráneo. Por otra parte, desde mediados del citado mes ya operaban junto a las costas españolas dos submarinos italianos con bandera de España, pero con tripulación y base italianas; el día 22, uno de ellos, el Torricelli, alcanzó con sus torpedos, cerca del puerto de Cartagena, al destructor republicano Miguel de Cervantes, que sufrió graves averías. En el transcurso de la guerra civil, los italianos utilizaron 56 submarinos para vigilar las costas republicanas y hundir los barcos que navegaban hacia sus puertos; además, Mussolini puso a disposición de la Escuadra nacionalista unos 13 cruceros y 22 destructores, en tanto que Hitler aportó 5 torpederas, 18 dragaminas y 21 hidroaviones[28]. Las potencias fascistas, ciertamente, ayudaron a Franco reforzando sus Ejércitos de Tierra y Aire, pero también su Marina; suministraron a los nacionalistas grandes cantidades de material bélico, y, por otro lado, trataron de impedir, a través del bloqueo marítimo, que lo recibieran sus adversarios. «El control de las aguas españolas por los países del Eje —subraya Colodny— fue una de las mayores ventajas con que contaron los rebeldes; pero los escritores que han tratado del asunto han tendido a pasar por alto las consecuencias estratégicas de este hecho[29]».

Al iniciarse el mes de mayo de 1937, el gobierno de Largo Caballero atravesaba una situación difícil, debido, fundamentalmente, a la falta de acuerdo entre sus miembros. Los socialistas moderados, con Indalecio Prieto a la cabeza, y los comunistas se sentían cada vez más alejados de Largo, y sobre todo deploraban que siguiera detentando la cartera de Guerra, para la que no lo consideraban capacitado. Largo, por su parte, se quejaba del proselitismo llevado a cabo por los comunistas en el Ejército, aprovechando las simpatías que Rusia había despertado con la ayuda prestada a la República. Los comunistas, desde luego, estaban sacando provecho del favorable ambiente que se respiraba en la España republicana con respecto a la URSS, pero no es menos cierto que su partido era el que de forma más sensata había afrontado la contienda, contando, por otro lado, con la valiosa experiencia de la guerra civil rusa, que los asesores soviéticos intentaban aplicar en todo momento. Militares profesionales brillantes, como Hidalgo de Cisneros, Antonio Cordón y Francisco Ciutat, optaron por ingresar en el partido comunista; Hidalgo lo haría al contemplar el ejemplar comportamiento de sus militantes, como subraya en el siguiente testimonio[30]: «Me convencí de que los comunistas querían de verdad ganar la guerra, defender la República y el pueblo, y hacían todo lo humanamente posible para conseguirlo. Tenían una organización y una disciplina que hacían de ellos luchadores mucho más útiles y eficaces que si hubiesen actuado individualmente. Eran enemigos del caos y del desorden que perjudicaban nuestra causa. En una palabra: eran los mejores patriotas que yo había conocido. Y como yo también me consideraba un buen patriota, como también yo quería ganar la guerra, y estaba decidido a darlo todo para conseguirlo, a finales de 1936 […] pedí el ingreso en el Partido Comunista de España».

Antonio Cordón se manifiesta de forma parecida al exponer las razones que le llevaron a integrarse en el citado partido, y además añade que el Ejército Popular se inspiró claramente en el Ejército Rojo de la guerra civil rusa, aunque no deja de señalar las diferencias que se daban entre ambos[31]: «En España, el Ejército Popular no se derivaba, como se derivó en la URSS, de una insurrección popular, de una revolución de las masas contra el régimen existente […] El nuestro nacía como consecuencia de la respuesta popular al acto de fuerza de unos generales que, en connivencia con poderes extranjeros, se habían sublevado contra el gobierno legítimo y habían arrastrado a la subversión a la mayoría de los jefes y oficiales del Ejército».

Largo Caballero, por lo demás, protagonizó un fuerte enfrentamiento con el embajador soviético Marcel Rosenberg, a quien llegó a expulsar de su despacho por pretender imponerle la destitución del subsecretario de Guerra, el general Asensio Torrado, el cual, por oscuros motivos, se había ganado la animadversión de los comunistas. Largo terminaría exigiendo el relevo de Rosenberg y el gobierno soviético accedió y lo sustituyó por León Gaikis. Con todo, esta demostración de fuerza no habría de reportarle grandes beneficios al presidente del Consejo y ministro de la Guerra, que tendría ocasión de comprobar cómo se apartaban de su lado personas de su extrema confianza, entre las que se incluía el ministro de Asuntos Exteriores y comisario general de Guerra, Julio Álvarez del Yayo. Estos contratiempos desataron en Largo una auténtica manía persecutoria, e hizo objeto de la misma, entre otros, al general Miaja y a Vicente Rojo, a los que acusa en su libro Mis recuerdos de pertenecer al partido comunista, y, lo que todavía resulta más sorprendente, de haber formado parte, durante los meses anteriores al alzamiento del 18 de julio, de la ultraderechista y monárquica Unión Militar Española (UME), que llevó, en gran medida, los hilos de la conspiración contra el gobierno del Frente Popular[32]. Largo, además, apunta que ambos militares pudieron estar implicados, hacia abril y mayo de 1937, en «un gran complot contra la República», cuyos miembros «estaban en comunicación con los rebeldes del frente de la capital por mediación de una emisora de radio clandestina»… Todo el rencor que el líder socialista sentía hacia Miaja y Rojo parecía haber surgido como consecuencia de la oposición que éstos mostraron a un plan elaborado en el Ministerio de la Guerra, con el que se pretendía «cortar a los rebeldes del frente del Centro la comunicación con el resto de España, e impedir así que continuaran reforzándose en hombres y en material»; para ello se lanzarían dos ofensivas simultáneas, una en Peñarroya y otra en Guadalupe, con las que deberían quedar cortados, respectivamente, el ferrocarril de Córdoba a Extremadura y las carreteras próximas a Madrid. El plan, desde luego, era demasiado ambicioso para las posibilidades del Ejército republicano, que, en aquellos momentos, distaba mucho de haber alcanzado su madurez; los grandes desplazamientos que debían realizar las unidades y la distancia entre las dos zonas de operaciones exigían especiales medidas de coordinación y la máxima cautela, dado el poderío demostrado por la aviación franquista. Miaja y Rojo, a quienes Largo les había solicitado dos brigadas, emitieron un informe en el que exponían sus reparos al plan, y presentaron como alternativa la ejecución de otro en las inmediaciones de Madrid. Largo comenta en su libro: «¡Siempre los celos y la envidia dificultando la acción!». Miaja fue amenazado con la destitución si se oponía abiertamente a cooperar en el proyecto del ministro, y, al cabo, optó por aceptarlo; la fecha del comienzo de las operaciones se fijó para el 16 de mayo. Pero los acontecimientos que se desarrollaron por entonces en Barcelona, en los que se enfrentaron los comunistas contra el POUM y el sector más radical de la FAI con el balance de unos quinientos muertos, terminarían obligando a Largo a presentar la dimisión el día 14, como jefe del gobierno y ministro de la Guerra, y sus planes militares quedarían definitivamente suspendidos.

La crisis del gobierno fue resuelta por el presidente Azaña encargando la formación de uno nuevo al socialista Juan Negrín, que lo constituyó el día 17. Indalecio Prieto fue situado al frente del Ministerio de la Guerra, que desde ahora pasaría a denominarse Ministerio de Defensa Nacional, y su jurisdicción abarcaría los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire. Y, tres días más tarde, le sería otorgada a Vicente Rojo la Jefatura del Estado Mayor Central. Los sucesos de Barcelona, evidentemente, en nada habían favorecido al prestigio de la República en el ámbito internacional, y Negrín se propuso, desde el primer momento, persuadir a las potencias democráticas de que su gobierno no había caído en manos de los revolucionarios, pero no olvidó, por otro lado, que tenía que seguir contando con el favor de la Rusia soviética, que era la única que se mostraba dispuesta a enviar material para llevar adelante las operaciones bélicas.

En el gobierno remodelado por Negrín (que siguió ejerciendo como ministro de Hacienda) desaparecieron los ministros anarquistas, y también Álvarez del Vayo (Asuntos Exteriores) y Ángel Galarza (Gobernación), que fueron relevados por José Giral y el periodista Julián Zugazagoitia, respectivamente; los comunistas Vicente Uribe y Jesús Hernández mantuvieron sus carteras. Indalecio Prieto, no obstante, se dirigió a estos dos ministros, a los pocos días de constituirse el gobierno, para advertirles que, al igual que Largo Caballero, no pensaba permitir que nadie le impusiera sus criterios en lo relativo a los temas militares[33]. Prieto, además, contrariado por el proselitismo de los comunistas, llegaría a emitir el 28 de junio de 1937 una orden ministerial por la que se prohibía hacer propaganda en el Ejército para incitar a los oficiales y a los soldados a ingresar en cualquier partido o sindicato. A don Indalecio, sobre todo, le causaba gran contrariedad comprobar cómo los comunistas trataban de acaparar los puestos de comisarios políticos en las unidades militares; por ese motivo, terminaría indisponiéndose, incluso, con su buen amigo Hidalgo de Cisneros[34]. En todo caso, los comunistas suelen valorar favorablemente la labor realizada por Prieto como titular del Ministerio de Defensa, aunque sus alabanzas van dedicadas principalmente a Vicente Rojo. «La creación del Estado Mayor Central —ha escrito Juan Modesto— y la designación del coronel Rojo para su jefatura, con todas las prerrogativas, pero al mismo tiempo con todas sus responsabilidades, fue una de las consecuencias positivas de la crisis de mayo[35]». Modesto subraya que, con Largo Caballero, el EMC sólo existía sobre el papel, se limitaba a cumplir funciones de muy escasa relevancia, y dejaba, mientras tanto, abandonadas las que realmente merecían atención, y concluye: «Al crearse el EMC se puso fin a la improvisación, se elaboraron planes de conducción de la guerra con una orientación general correcta, a pesar de algunas lagunas, y se situó en su verdadero nivel el Consejo Superior de Guerra, que empezó a cumplir su misión y a poner fin a la arbitrariedad antes existente».

Manuel Tagüeña[36] abunda en las consideraciones de su compañero de partido y señala que el cambio de gobierno producido en mayo daría lugar a un claro avance en la organización militar, y que llegarían a crearse una serie de ejércitos y cuerpos de ejército que vinieron a llenar un hueco importante. Por su parte, el socialista Julián Zugazagoitia, compañero y confidente de Indalecio Prieto y siempre leal a su línea política, aporta este interesante comentario[37]: «Prieto confiaba en que el tiempo le consintiese ir dando a todas las fuerzas a sus órdenes una organización similar a la que tenían las unidades de Madrid, donde había trabajado el general Rojo».

Los cargos que se le asignaron a Vicente Rojo fueron, en realidad, los de jefe del Estado Mayor Central y del Estado Mayor del Ejército de Tierra; como los republicanos no llegaron a establecer nunca la figura del general en jefe, correspondía al ministro de la Guerra o de Defensa ejercer como tal, pero, a partir del acceso de Rojo a la Jefatura del EMC, sería prácticamente él quien asumiera esas funciones. En sus decisiones estratégicas, pues, Rojo tendría desde ahora como rival directo a Franco, ya que se considera la estrategia como la ciencia del general en jefe. Rojo, en todo caso, hubo de desenvolverse en condiciones de clara inferioridad; por una parte, la ventaja nacionalista en el ámbito internacional, donde el conflicto hispano se estaba desarrollando en gran medida, era notoria, y, por otra, en el bando republicano se respiraba una atmósfera política malsana que constituía un factor de debilidad y entorpecía la conducción de la guerra. Rojo tendría ocasión de añorar, a lo largo de la contienda, el saludable clima de consenso político que se había dado durante la batalla de Madrid y que le había proporcionado, entre otras cosas, la necesaria libertad de acción.

Como tenía por costumbre, Vicente Rojo dedicó sus primeras tareas en el nuevo puesto a organizar las fuerzas colocadas bajo su control. Ya el 25 de junio consiguió presentar un «Proyecto de Decreto de Reorganización del Ejército», en el que, fundamentalmente, se contemplaba la disolución de las unidades y los organismos militares que venían resultando inútiles, la división territorial en demarcaciones provinciales, la creación de los Centros de Reclutamiento, Movilización e Instrucción, la organización de los Batallones de Retaguardia integrados por combatientes mayores de treinta años con más de tres meses de permanencia en el frente, y la estructuración del Ejército en brigadas mixtas, divisiones, cuerpos de ejército, ejércitos y reserva general. Se disponía también que el mando de las grandes unidades sería ejercido «por generales y jefes del Ejército Popular sin distinción de procedencia ni categoría», lo que significaba el reconocimiento de la capacidad de los militares procedentes de las milicias, que siempre reivindicaron los comunistas, con la oposición de un sector de los militares profesionales. Además, se afirmaba textualmente: «Todas las Fuerzas Armadas de la República, incluidas las de Seguridad, Marina, Aviación y Carabineros, quedan bajo la autoridad del Ministro de Defensa Nacional».

En la franja cantábrica, mientras tanto, continuaba la ofensiva de las tropas franquistas, que lograrían ocupar Bilbao el 19 de junio; el día 3 había muerto el general Mola en accidente de aviación, y había sido sustituido en el mando del Ejército del Norte por el general Dávila, que mantuvo como jefe del Estado Mayor al coronel Juan Vigón. Conquistada la capital de Vizcaya, los nacionalistas avanzaron sin grandes problemas hasta el límite de la provincia de Santander y planearon progresar en ella distribuyendo sus fuerzas en tres direcciones de ataque; pero los planes trazados por Dávila tuvieron que suspenderse al producirse en la zona centro, el 5 de julio, una ofensiva lanzada por el coronel Rojo contra la cuña que seguían manteniendo los franquistas en el oeste de Madrid. La ofensiva de Vicente Rojo, que culminaría en la batalla de Brunete, constituía por encima de todo una maniobra diversiva para ayudar indirectamente, ya que no era posible hacerlo directamente, a los republicanos que combatían en el norte; con ella, no obstante, se perseguían también otros fines. Antes de llevar a cabo esta operación, el jefe del EMC republicano había analizado con su habitual rigor los datos del problema, y todo parece indicar que eligió la opción adecuada, aunque algunos historiadores, dando por válidos los testimonios de Largo Caballero, no hayan sabido comprenderlo.

Salvador de Madariaga (que, pese a su condición de republicano y demócrata, se ha hecho acreedor a los elogios de los panegiristas de Franco…) es uno de los autores que defiende la gestión de Largo Caballero como ministro de la Guerra, a la par que critica duramente a los comunistas y sus supuestos aliados por tratar de obstaculizarla; sus comentarios, en todo caso, revisten bastante interés, y merece la pena reflejarlos aquí porque contribuyen a aclarar una cuestión importante. Comienza afirmando nuestro autor[38] que la operación militar que Largo quiso ejecutar en mayo, poco antes de la caída de su gobierno, estaba correctamente concebida y que sólo las intrigas de los comunistas, dirigidos desde Moscú, impedirían que llegara a realizarse, para evitar que Largo alcanzara un resonante triunfo, que habría de significar, sin duda, un respaldo a su ejecutoria como ministro, asegurando de paso su permanencia como presidente del Consejo. Con la operación planeada por el EMC de Largo, explica nuestro autor, se pretendía atacar «el frente menos guardado por los rebeldes» para cortar el territorio que éstos ocupaban, dividiéndolo en dos, pero «el Ejército del Centro, dominado por los comunistas», se opondría a ello, ya que «prefería un ataque contra Brunete, repetidas veces rechazado por el Estado Mayor Central español por razones técnicas». Y Madariaga termina añadiendo textualmente: «El Ejército del Centro, con notoria indisciplina, insistió en su plan aun después de haberse pronunciado en contra oficialmente el presidente del Consejo y ministro de la Guerra, y además aquel díscolo Ejército manifestó persistente oposición a prestar siete brigadas que se le habían mandado entregar para la ofensiva de Mérida. Largo Caballero impuso su autoridad sobre aquella unidad que, aunque comunista, era española. Había llegado el momento de iniciar la ofensiva. Los rusos, entonces, ante la rendición de los comunistas españoles detrás de quienes venían oponiéndose, tuvieron que dar la cara y anunciar que para tal operación no habría fuerza aérea».

Para Madariaga, en definitiva, tras asumir la versión de los hechos ofrecida por Largo Caballero, la ofensiva lanzada por Vicente Rojo en Brunete, el 5 de julio, era una operación que, desde el punto de vista militar, resultaba muy deficiente, muy inferior a la concebida por Largo y su EMC, pero que terminaría llevándose a cabo merced a la presión ejercida por los comunistas, apoyados en todo momento por la URSS… Cuando se atienden, sin embargo, las consideraciones que Rojo expone al respecto, los argumentos esgrimidos por Largo y su defensor Madariaga se vienen abajo como un castillo de naipes.

La maniobra de Brunete, apunta Vicente Rojo[39], constituiría, en realidad, la primera operación ofensiva ejecutada por los republicanos, que eran conscientes de que, si querían ganar la guerra, no podían permanecer continuamente a la defensiva; y se eligió el frente madrileño para lanzar esa primera ofensiva, porque en él se había fraguado el Ejército Popular y contaba con unidades de élite que podían emplearse sin restar tropas la defensa de Madrid, actuando además sobre unas fuerzas adversarias desgastadas física y moralmente; por otro lado, convenía alejar el frente de las inmediaciones de la capital. Los planes de esta operación habían sido estudiados, desde hacía bastante tiempo, por el EM de la defensa de Madrid, bajo la dirección de Vicente Rojo, y se pusieron en marcha cuando surgió la necesidad de ayudar indirectamente a los republicanos que luchaban en el norte.

La batalla de Guadalajara había impuesto una breve pausa, que los rebeldes aprovecharon para montar una ofensiva fácil (ante un enemigo débil) en la franja cantábrica, y los republicanos, para reorganizar sus unidades y crear algunas nuevas que permitieran abordar operaciones ofensivas. Los republicanos abrieron, pues, una fase de reorganización del Ejército que comprendería la creación de las primeras unidades de maniobra, con el V Cuerpo de Ejército a la cabeza, que, mandado por Juan Modesto, estaba integrado por las divisiones 11 (Líster), 46 (Valentín González, el Campesino) y 35 (Walter). En todo caso, la primera ofensiva republicana, dada la grave situación que se atravesaba en el frente Norte, hubo de llevarse a cabo cuando todavía no se había alcanzado el grado necesario de organización y dotación de las fuerzas.

Para la ofensiva de Brunete se formó una agrupación, bajo el mando del general Miaja, compuesta por los cuerpos de ejército V, XVIII y II, más una reserva y la aviación, con Hidalgo de Cisneros como jefe. En el plan general de operaciones se contemplaban dos ataques convergentes: el principal, efectuado por los cuerpos V y XVIII, que desde el norte tomaría la dirección de Brunete, y el secundario, a cargo del II Cuerpo, que partiría del este (sector de Vallecas) en dirección a Alcorcón, donde habría de enlazar con el XVIII Cuerpo. Con este ataque, Rojo pretendía amenazar seriamente a las tropas nacionalistas establecidas en la zona, para obligar al adversario a acudir en su auxilio, como, al cabo, terminaría sucediendo. Rojo considera que la maniobra de Brunete logró el éxito estratégico al paralizar, durante más de un mes, la ofensiva victoriosa que el enemigo estaba realizando en el norte (se quería dar tiempo a los republicanos que allí combatían para reorganizarse y reforzarse), atrayendo hacia Madrid sus reservas, que, además, sufrieron el correspondiente quebranto; en cambio, reconoce que el éxito táctico, tras un comienzo prometedor, se le escapó de las manos, como consecuencia del masivo envío de fuerzas adversarias que acabó convirtiendo la ofensiva en una vulgar batalla de desgaste, en la que los nacionalistas, por su abrumadora superioridad de medios, especialmente aéreos, gozaron de una clara ventaja.

Batalla de Brunete.

Desde la tercera jornada de lucha, los republicanos fueron perdiendo en Brunete el impulso atacante, debido a los refuerzos recibidos por el adversario. Francisco Ciutat, jefe de operaciones del Ejército del Norte republicano, pudo comprobar cómo los nacionalistas trasladaban a la zona centro un buen número de las unidades que operaban en la franja cantábrica (brigadas navarras, fuerzas de choque africanas), «valiéndose para ello de cientos de camiones adquiridos a crédito en Estados Unidos[40]». Pero los rebeldes enviaron al centro, sobre todo, su poderosa aviación. Vicente Rojo apunta[41] que, a partir de la séptima jornada, los republicanos se vieron obligados a suspender la maniobra, y el adversario inició su contraofensiva, como consecuencia de la extrema inferioridad en que se hallaban. «En el aire —subraya Rojo— era ésta patente por la calidad y el número de los aviones enemigos, que actuaban manteniendo dominada toda la zona de operaciones día y noche con sus bombardeos y ametrallamientos».

La aviación fue, desde luego, el arma decisiva en la batalla de Brunete, como lo venía siendo en la Campaña del Norte, frente a una fuerza aérea escasa. Los nacionalistas habían aumentado considerablemente sus medios aéreos, tanto en cantidad como en calidad, y terminaron imponiendo su ley. Este hecho es resaltado así por Vicente Rojo: «Entre las enseñanzas que se sacaron de aquella durísima batalla de Brunete de veinte días de duración, descuellan de modo extraordinario las relativas a la aviación. La actuación de la enemiga fue sencillamente aplastante desde la tercera jornada: día y noche se sucedían sus servicios con una frecuencia y una potencia desconocida hasta entonces. El ametrallamiento era casi incesante, obligando a nuestros hombres a mantenerse pegados al suelo sin posibilidad de defensa ni de maniobra, y de noche se sucedían las acciones de hostigamiento de nuestra retaguardia entorpeciendo notablemente los servicios y provocando numerosos incendios en las zonas de bosque donde se guarecían nuestras reservas».

El entrenamiento de la Legión Cóndor en el norte, evidentemente, estaba dando sus frutos; los alemanes además ya utilizaban el bombardero rápido Heinkel He-111 y el excelente caza Messerschmitt Bf-109, y pudieron superar a la aviación republicana, a pesar de que ésta no padecía en el centro las limitaciones de la zona cantábrica. Por otra parte, Mussolini seguía suministrándole aviones a Franco a buen ritmo, de modo que, a finales del verano, el total alcanzaría la cifra de 418, de los que 42 se entregaron a la fuerza aérea franquista mandada por Kindelán y los 376 restantes se mantuvieron bajo control italiano en la Aviación Legionaria; en Brunete, los bombarderos enviados por Italia lanzaron 106 toneladas de bombas, y los cazas volaron 2700 horas en misiones de combate[42].

El teniente Harro Harder, piloto de la Legión Cóndor que participó en la batalla de Brunete a bordo de su Heinkel He-51 realizando misiones de apoyo aéreo a tierra, recuerda[43] que, con sus ametrallamientos en vuelo rasante, causaba verdaderos estragos en las trincheras republicanas y obligaba a los soldados que resultaban ilesos a salir de las posiciones corriendo en desbandada, dominados por el pánico. Harder afirma que la infantería nacionalista sólo se lanzaba al asalto después de que las escuadrillas de He-51 ametrallaran las trincheras defendidas por los soldados republicanos; una de esas escuadrillas, que llevaba el nombre de Mickey Mouse, se encontraba bajo el mando de Adolf Galland, probablemente el piloto más destacado de la segunda guerra mundial, que llegó a ostentar durante la misma el puesto de jefe de las fuerzas de caza alemanas.

La maniobra republicana ejecutada en Brunete, por lo demás, que trastornó seriamente los planes estratégicos de Franco, causaría la correspondiente alarma en determinados militares nacionalistas. El coronel Juan Vigón, jefe del Estado Mayor del Ejército del Norte, que durante la batalla de Brunete permaneció prácticamente en «paro forzoso», deploraba que Franco hubiera picado en el anzuelo colocado por Vicente Rojo; y temía que, movido por un absurdo afán revanchista, terminara por empeñar a fondo sus fuerzas en el centro, para resarcirse del fracaso cosechado en la batalla de Madrid, dejando así abandonada indefinidamente la Campaña del Norte. El 12 de julio, Vigón escribió una carta al general Kindelán[44], instalado en el cuartel general de Franco desde el principio de la contienda, en la que le rogaba que hiciera desistir al Generalísimo de todo intento de trasladar las operaciones al centro para lograr allí una victoria definitiva. Para Vigón estaba claro que, al atacar en la zona madrileña, los republicanos no se proponían otra cosa que paralizar la ofensiva del norte, de manera que, si Franco concentraba sus esfuerzos en la capital, sería el adversario el que obtuviera un señalado éxito estratégico. Era poco sensato, advertía Vigón, emprender operaciones improvisadas, echando por tierra los planes trazados anteriormente y ya en avanzada fase de ejecución; lo que procedía en esos momentos era liquidar el frente Norte cuanto antes, para encomendar después otras misiones a las tropas que allí operaban, a la par que se trasladaban al Mediterráneo los buques que estaban llevando a cabo el bloqueo en el Cantábrico. Las advertencias de Vigón, uno de los militares más competentes del bando nacionalista, no cayeron, al parecer, en saco roto, y Franco se libró de cometer, inducido por Vicente Rojo, un grave error estratégico.

El 15 de julio, cuando la batalla de Brunete se hallaba en todo su apogeo, el presidente Azaña le dedicó un comentario en su Diario, después de haber cambiado impresiones con el jefe del gobierno y el ministro de Defensa. «Rojo —escribió Azaña— ha preparado todo lo de Madrid. Están muy contentos con él […] El heroico general Miaja no ha dejado de promover alguna dificultad, tal vez celoso de Rojo. Miaja, según Negrín, es un chisgarabís, no sirve para nada, no sabe por dónde va el frente, no le caben en la cabeza cuatro soldados. Rojo es muy trabajador, competente, silencioso, disciplinado […] Opina Negrín que la experiencia ha sido muy buena, aunque no se consiguiera ya nada más, porque demuestra el progreso del Ejército y la seguridad de que se perfecciona en su poder ofensivo[45]».

Franco no logró reanudar las operaciones en la franja cantábrica hasta el 14 de agosto, de modo que, a causa de la maniobra republicana de Brunete, su ofensiva norteña se vería retrasada en casi un mes y medio. El citado día 14, las tropas franquistas dirigieron un fuerte ataque contra las posiciones republicanas que, formando una gran bolsa, trataban de defender los puertos montañosos de Reinosa y El Escudo. El ataque, precedido por un bombardeo que ejecutaron unas trescientas piezas de artillería y otros tantos aviones, se vería coronado por el éxito, y los nacionalistas rebasaron los referidos puertos el día 17, mientras la resistencia republicana, que en Santander nunca fue demasiado tenaz, iba disminuyendo sensiblemente. Por otro lado, los batallones vascos se rindieron a los italianos en Santoña el día 22.

El CTV italiano, al contrario de lo que había sucedido en Vizcaya, participó muy activamente en las operaciones desarrolladas en la provincia santanderina, en cuya capital entrarían en vanguardia el día 26; este hecho daría lugar a una delirante campaña propagandística de la prensa italiana, que aprovechó la ocasión para intentar restaurar la fama de las unidades fascistas que luchaban en España, tras la afrentosa derrota de Guadalajara. Mussolini, sin duda, debió de sentirse colmado de satisfacción.

Dos días antes de la ocupación de Santander por las tropas franquistas, Vicente Rojo lanzó una nueva ofensiva para ayudar indirectamente a los republicanos de la franja cantábrica. Esta vez optó por alejarse de la zona madrileña, y pasó a operar en el extenso frente aragonés que se había formado, si bien precariamente, al quedar detenidas las columnas anarquistas que partieron de Barcelona en julio del 36 hacia Zaragoza, Huesca y Teruel. Las fuerzas de ambos bandos que guarnecían el frente de Aragón eran muy escasas, y Rojo comprendió[46] que se podría actuar allí con garantías de éxito si se conseguía trasladar los medios necesarios sin que el adversario tuviera noticia de ese traslado. Era preciso sorprender a Franco una vez más, y desde luego se logró. «Por fortuna —comenta Vicente Rojo— el enemigo, como en ocasiones anteriores, tenía los ojos cerrados; si hubiera tenido un mediano servicio de información, aquellas operaciones hubieran quedado aplastadas en su mismo comienzo con unos bombardeos hechos en las zonas de congestión o en los nudos de comunicaciones. Por fortuna no fue así y el día previsto pudo tener comienzo el ataque felizmente, con todas las unidades en sus puestos y logrando por completo la sorpresa en la maniobra».

La maniobra diversiva de Brunete y Belchite.

La nueva operación, que se inició el 24 de agosto, perseguía otra vez el objetivo estratégico de paralizar la ofensiva franquista en el norte, y para ello se proyectó un rápido avance sobre Zaragoza, con el propósito de crear en esta importante ciudad una amenaza capaz de atraer a la zona las fuerzas franquistas que participaban en la campaña norteña. Por otro lado, la debilidad del frente en la dirección de ataque elegida hacía concebir la esperanza de alcanzar un éxito de cierta relevancia, con el cual la República podría acreditarse en el exterior. Por lo demás, Rojo seguía interesado en completar la instrucción del Ejército en las acciones ofensivas; durante el desarrollo de la operación, sin embargo, comprobaría con disgusto que esa instrucción tenía todavía por delante un largo camino que recorrer; observaría, entre otras cosas, que los jefes de las unidades, acostumbrados a combatir en posiciones y con un enemigo fijado en ellas, sentían temor al vacío y se mostraban incapaces de avanzar decididamente, desbordando al adversario y sin preocuparse demasiado por pisar un terreno escasamente guarnecido.

Para ejecutar la maniobra, Rojo formó otra agrupación, que situó bajo el mando del general Pozas, jefe del Ejército del Este, y en la que de nuevo se integraría el V Cuerpo de Ejército de Modesto, junto a otras grandes unidades, como el XII Cuerpo de Ejército (Sánchez Plaza), la División 27 (Trueba) y la División 45 (Kléber); además, tras emitir la correspondiente directiva, encomendó la elaboración de la orden de operaciones al teniente coronel Antonio Cordón, jefe de EM del Ejército del Este, que dividió el frente en cuatro sectores: al norte del Ebro se hallaban el de Zuera y el de Farlete, ocupados respectivamente por las divisiones 27 y 45, y, al sur, los de Azada y Azuara, que se asignaron a los cuerpos de ejército V y XII. Cordón, que concluyó la orden de operaciones el 20 de agosto, afirma[47] que el «pensamiento operativo fundamental» reflejado en ella era «avanzar en primer lugar con las fuerzas motorizadas y más móviles sobre Zaragoza, sin dejarse atraer por los puntos fortificados del enemigo para intentar tomarlos a toda costa, con lo que se anularía el elemento esencial del éxito». En definitiva, añade Cordón, se trataba de «alcanzar rápidamente el objetivo estratégico propio, Zaragoza, que habría de actuar como imán de las fuerzas enemigas que en ese momento perseguían el suyo, Santander».

Los planes de Cordón no llegaron a realizarse; los nacionalistas enviaron pronto a la zona fuerzas terrestres, aunque procedentes del frente madrileño (las divisiones 13 y 150, que, al igual que el V Cuerpo de Ejército republicano, habían participado en la batalla de Brunete), y una buena parte de la aviación de las potencias fascistas que actuaba en el norte, la cual lograría de inmediato la superioridad aérea. El día 27, cuando Santander ya había caído en poder de las tropas franquistas, Modesto propuso conquistar la localidad de Belchite, principal baluarte del frente aragonés, y su propuesta fue aceptada; así fue como la batalla por Zaragoza se convirtió en batalla por Belchite. Los combates se libraron con especial dureza hasta el 6 de setiembre, cuando Belchite fue ocupado por los republicanos, y a continuación la batalla se extinguió.

La batalla de Belchite.

En Belchite, Franco se había dejado sorprender de nuevo ante un adversario que le arrebataba la iniciativa para privarle de su libertad de acción. Y en esta ocasión, al parecer, fueron los alemanes quienes le impidieron cometer un grave error estratégico, evitando el traslado de numerosas tropas terrestres desde la franja cantábrica al frente aragonés[48]; el general Sperrle, ferviente partidario de acabar cuanto antes la campaña norteña, sólo se mostró conforme con enviar la aviación alemana e italiana a la zona de Belchite. Nada tiene de particular, por lo demás, que los alemanes coincidieran en sus criterios con el coronel Vigón, ya que, entre otras cosas, éste mantenía un estrecho contacto con el jefe de EM de la Legión Cóndor, Wolfram von Richthofen.

La tensión internacional originada por la contienda española alcanzó niveles alarmantes durante el mes de agosto, como consecuencia de los incidentes registrados en el Mediterráneo. Franco había recibido informes falsos acerca de un supuesto suministro de armas soviéticas, de proporciones desmesuradas, a los republicanos, y solicitó ayuda a Mussolini para impedir su llegada[49]. De inmediato, los submarinos italianos se dedicaron a atacar a los buques sospechosos de transportar material bélico a la República, y alcanzaron con sus torpedos a treinta, once de los cuales resultaron hundidos. Francia y Gran Bretaña convocaron entonces a todos los países del Mediterráneo (a excepción de España), junto con Alemania y Rusia, a una conferencia que habría de celebrarse en la localidad suiza de Nyon el día 10 de setiembre. La conferencia no terminó ofreciendo grandes resultados, aunque, durante el resto del año, se incrementarían las patrullas navales en el Mediterráneo; en todo caso, los soviéticos comprendieron que en lo sucesivo sería preciso enviar los suministros a la España republicana desde los puertos de Murmansk y Leningrado hasta Burdeos, dando un gran rodeo por el Atlántico para evitar el canal de la Mancha. Tras atravesar Francia de oeste a este, superando un sinfín de problemas, el armamento ruso tenía que salvar la frontera hispanofrancesa que, en virtud de los acuerdos de no intervención, debería permanecer cerrada. El cerco a la República española seguía estrechándose día a día; las potencias fascistas, cada vez más insolentes, persistían en su descarado apoyo a Franco, y mientras tanto, los rusos se veían obligados a disminuir sustancialmente su ayuda a los republicanos. Este hecho es así reflejado en un libro publicado en Moscú que lleva por título Historia de la segunda guerra mundial[50]. «Desde agosto de 1937, debido a la intensificación del bloqueo se redujeron considerablemente los suministros de material soviético a través de los puertos del mar Negro y desde octubre hubo que suspenderlos por completo. Fueron reanudados en diciembre de 1937 desde los puertos del Báltico y del Norte, pero tenían un carácter episódico a causa de las dificultades existentes para transportar cargamento a través del territorio francés. Mientras hasta setiembre de 1937 la Unión Soviética consiguió enviar a la República cincuenta y dos barcos con cargamentos militares, en 1938 sólo pudo mandar trece, y en enero de 1939 nada más que tres».

Poco tiempo después de celebrarse la Conferencia de Nyon, Mussolini le confesaría en privado a Hitler que sus aviones y submarinos habían logrado hundir doscientas mil toneladas de barcos. El Duce no aspiraba a terminar con el envío de armas a la República, porque eso constituiría un objetivo demasiado ambicioso y no exento de graves peligros; él pretendía simplemente evitar que el material bélico ruso llegara a la España republicana a través del Mediterráneo, y no cabe duda de que lo consiguió[51]. La Marina franquista, por su parte, que se vio reforzada con los barcos (alrededor de sesenta) que le cedieron las potencias fascistas, contribuyó también a obstaculizar el suministro de armamento al bando republicano, como declaró, tras concluir la contienda, el almirante Bastarreche, comandante del crucero Canarias[52]: «La Marina nacional hundió durante nuestra guerra 53 buques mercantes, con un total de tonelaje de 129 000 toneladas; fueron apresados 324 barcos, que suponían 484 000 toneladas».

El día 28 de setiembre, Vicente Rojo remitió desde Lérida una carta al ministro de Defensa, Indalecio Prieto, en la que solicitaba ser relevado del cargo[53]. Rojo comenzaba agradeciéndole al ministro la deferencia que con él había tenido al reiterarle su confianza, pese al lamentable incidente de la huida de uno de sus subordinados, el jefe de Caballería del Ejército de Levante, que se había pasado al enemigo, hecho relativamente frecuente entre los militares profesionales que servían en el Ejército republicano, con información muy valiosa. «He sido el primer sorprendido e indignado —apuntaba Rojo— y ni siquiera conozco a dicho jefe, le agradezco esta nueva prueba de consideración personal que conmigo tiene». A continuación, Rojo pasaba a exponer el verdadero motivo de su carta, partiendo de un corto pero expresivo exordio: «Sin duda por un acentuado desgaste nervioso, efecto de un trabajo incesante y abrumador, día a día, desde que comenzó la guerra, me siento físicamente deshecho y sólo por un esfuerzo de voluntad inmenso que me impone el deber, pero que no sé cuánto tiempo más podré sostenerlo, logro mantenerme en mi puesto […] La seguridad que antes tenía en mis actos y en mi pensamiento voy notando que me falta, y antes de llegar a una quiebra total de mis facultades quiero suplicar a VE mi relevo. No acude a mi pensamiento al hacer esta petición la idea de rehuir el trabajo; por el contrario, quiero, simplemente, recuperarme y volver a ser plenamente útil, después de un breve descanso, incorporándome a cualquier clase de destino donde se considere apropiada mi aptitud y especialmente en los del frente».

Evidentemente, Vicente Rojo tenía sobrados motivos para sentirse agotado, tanto por el exceso de trabajo, como, y quizá sobre todo, por la tremenda tensión nerviosa que estaba soportando desde mucho tiempo atrás. Mas su excepcional sentido del deber, seguramente, le hubiera permitido superar todas las dificultades de no haber existido otro factor negativo, desmoralizador, al que, con su proverbial sinceridad, alude también en su carta: «A mi estado de agotamiento no sólo ha contribuido el desgaste físico propio de un trabajo duro y persistente, sino el abatimiento moral provocado por este ambiente de lucha política apasionada en el que veo prevalecer intereses secundarios o personales sobre los problemas de guerra. A pesar de ser ajeno a esas pugnas, el Estado Mayor es, para muchos, el causante de que los problemas militares planteados no se resuelvan, cargándole así con culpas que no le corresponden. La impotencia en que, como jefe del EM, me veo para resolver y la pobreza de medios con que he de desenvolver mi actividad son ciertamente causas de una lucha diaria agotadora que abate al fin la moral más fuerte, por cuanto se ven técnica y prácticamente cerradas todas las perspectivas que pudieran tenerse para dar al Ejército verdadera vida orgánica con las satisfacciones morales que también le son necesarias».

Vicente Rojo, sin duda, era capaz de aguantarlo todo, excepto la convicción de que sus trabajos, sus desvelos, sus sacrificios, no servían absolutamente para nada; este hecho representaba una carga excesivamente pesada. Sabía que en el campo internacional el bando franquista contaba con una ventaja enorme, lo que se traducía en una abrumadora superioridad de medios materiales; pero este hecho no le afectaba demasiado y, desde luego, no le impedía seguir trabajando, pues abrigaba el propósito de compensar esa superioridad apelando a las fuerzas morales de los combatientes republicanos, que de forma tan satisfactoria habían entrado en acción durante la batalla de Madrid. Quería seguir modelando el Ejército hasta convertirlo en una máquina poderosa, si la situación internacional, como él esperaba, evolucionaba favorablemente y el material bélico se repartía de forma más equilibrada entre los dos bandos en liza. Todas sus ilusiones, sin embargo, se venían abajo al reparar en la enrarecida atmósfera política que se respiraba en las filas republicanas. ¡Cómo añoraba la etapa de la lucha en Madrid, pese a todas las limitaciones materiales, todos los peligros, todos los sacrificios! Ahora, las intrigas políticas, los fanáticos partidismos, impedían concentrar los esfuerzos en el combate contra los fascistas de España y del extranjero. Desalentado, Rojo le confesó a Prieto en su carta: «Es seguro que para todos soy un posible adversario como militar profesional y como hombre apolítico, de donde nace un vacío hostil que se manifiesta en todos los detalles de la vida diaria. Por muy militar e independiente que se sea, ya no hay posibilidad de mantenerse al margen de los partidos políticos, pues de nada sirve la labor militar, aunque esté avalada por su eficacia y su constancia en defensa de la causa popular durante catorce meses».

Rojo le insinuó a Prieto, incluso, que estaba contemplando la posibilidad de ingresar en algún partido político para sentirse, al menos, protegido por uno de los grupos, y no atacado por todos; y, para terminar, le hizo saber que, en todo caso, era su propósito mantenerse en su puesto de jefe del EMC hasta que concluyera una operación, próxima a comenzar, que habría de desarrollarse de nuevo en la zona de Belchite.

La ofensiva republicana, en efecto, se desencadenó el 11 de octubre en el sector Fuentes de Ebro-Mediana-Vértice Sillero, y tenía como objetivo otra vez la ciudad de Zaragoza. Se trataba de aprovechar, por una parte, las posiciones ocupadas en la batalla de Belchite como base de partida, y, por otra, el material soviético recibido el 8 de agosto en el que se incluyeron cincuenta tanques del modelo BT-5, que, con su cañón de 45 mm y otras innovaciones, resultaba muy superior al T-26. Modesto se negó a intervenir en la operación al considerar que estaba mal concebida y que los tanques iban a actuar en un terreno poco apropiado[54]. Los hechos terminarían dándole la razón, pues la maniobra constituyó un auténtico fracaso, y quedaron, además, inutilizados sobre el terreno 19 de los 25 tanques participantes.

Antonio Cordón se mostró igualmente contrario a llevar a cabo la operación proyectada y llegó a exponer sus reparos a Vicente Rojo antes de que se iniciara, pero Rojo le respondió que a él tampoco le convencía y que, en realidad, quien la había propuesto era el teniente coronel Segismundo Casado, y que el ministro de Defensa había concedido su aprobación[55]. Casado mandaba por entonces el Cuerpo de Ejército XXI, que tomaría parte en la ofensiva, y había ocupado, durante el gobierno de Largo Caballero, el puesto de jefe de operaciones del EMC, cuyo mando ejercía entonces el general Martínez Cabrera; Casado había sido también el autor de los planes de la operación que Largo quiso ejecutar en mayo, que, verdaderamente, resultaban muy poco convincentes. Cuando Rojo accedió a la Jefatura del EMC, destituyó a Casado como jefe de operaciones y lo nombró inspector general de Caballería, cargo de muy escasa relevancia. La aceptación por parte de Prieto de la propuesta de Casado para realizar la denominada «Segunda Operación Zaragoza» pudo significar la gota que colmó el vaso de la paciencia de Rojo; de ahí, quizá, que eligiera ese momento para solicitar su relevo al ministro.

Indalecio Prieto respondió a la carta de Rojo con otra fechada en Valencia el 4 de octubre, en la que empezaba afirmando textualmente: «El jefe del gobierno me ha encargado le diga que no sólo cuenta usted con la confianza del ministro de Defensa Nacional, sino con la de todo el gobierno y de modo muy singular con la suya». Es claro que no se quería conceder el relevo a Rojo y, aunque Prieto reconocía que había estado sometido a un trabajo agotador, capaz de ocasionarle un gran desgaste físico y moral, le rogaba que se mantuviera en la Jefatura del EMC, «ante la notoria dificultad de sustituirle en puesto tan importante y delicado». Por otro lado, Prieto le significaba a Rojo que el gobierno apreciaba muy claramente «la desmoralización que las luchas intestinas de la política» causaban en el Ejército y que estaba plenamente decidido a poner remedio a esta situación, teniendo muy en cuenta sus consideraciones. La carta terminaba con una afectuosa despedida.

Vicente Rojo, apoyado sin duda en su concepto del deber, se dio por satisfecho con las explicaciones del ministro de Defensa y, superando su abatimiento físico y moral, continuó trabajando con el mismo entusiasmo de siempre. El 21 de octubre concluía la operación de Zaragoza, y al mismo tiempo lo hacía la Campaña del Norte, a la que puso fin la conquista de Gijón; los soldados asturianos, desabastecidos como consecuencia del bloqueo naval, dejaron bien patente su heroísmo en los últimos compases de la lucha. En Asturias, por lo demás, la aviación de las potencias fascistas, especialmente la alemana, siguió empleándose a fondo y ensayando nuevos medios y procedimientos. Adolf Galland probó por primera vez el «bombardeo en alfombra», que se utilizaría después en Polonia y, con relativa frecuencia, a lo largo de la segunda guerra mundial; en formación cerrada, los aviones de Galland se lanzaban sobre el objetivo dejando caer sus bombas simultáneamente «en una nube de destrucción mucho más densa de lo que lo había sido jamás[56]». Galland diseñó además, con la ayuda de sus mecánicos, el primer prototipo de bomba de napalm, que consistía en un depósito desechable de gasolina con 170 litros al que le adosaban dos bombas de metralla a cada lado y que, cuando caía sobre las posiciones ocupadas por los soldados republicanos, producía efectos demoledores. Los alemanes, en todo caso, seguirían progresando en las operaciones de cooperación aire-tierra hasta la conclusión de la campaña en octubre. «Con la Campaña del Norte —señala acertadamente Ángel Viñas— la Legión Cóndor entró en mayoría de edad. A finales de año su modernización era completa: la temible unidad continuaría amasando experiencias en los campos de España. Sus frutos, en principio, los recogería el general Franco[57]».

El gobierno de la República se trasladó el 31 de octubre a Barcelona, para establecer allí su sede, sin que los motivos de este traslado hayan quedado demasiado claros; los republicanos sabían, no obstante, que, concluida la Campaña del Norte, Franco disponía de una gran masa de fuerzas que podría utilizar en una ofensiva de envergadura, y que contaba, por supuesto, con el concurso de su poderosa aviación. Hidalgo de Cisneros subraya que los nacionalistas tenían un especial interés en mantener el dominio del aire, y añade que, cuando veían peligrar su superioridad aérea, daban cuenta a los gobiernos alemán e italiano, los cuales, de inmediato, mandaban en vuelo directo el número de aparatos necesarios para conservarla y, en muchos casos, incluso para aumentarla[58].

Al iniciarse el mes de noviembre, en definitiva, Vicente Rojo se encontraba de nuevo ante una dramática situación que afectaba a todos los republicanos; se temía una terrible embestida de las fuerzas franquistas y había que prepararse para rechazarla, sin saber a ciencia cierta ni cómo ni dónde. La responsabilidad de adoptar una decisión recayó, una vez más, sobre las espaldas de quien, algunos días antes, había declarado encontrarse abatido física y moralmente.