CAPÍTULO 5
La gran epopeya
Una vez que Varela hubo alcanzado la línea Alcorcón-Leganés-Getafe, el día 4 de noviembre, se dispuso a trazar los últimos planes para entrar en Madrid; convencido de que la ocupación de la capital no iba a presentar graves problemas, se atrevió incluso a recibir a varios periodistas extranjeros, en su puesto de mando instalado en Getafe, para comunicarles: «Pueden ustedes anunciar al mundo que Madrid caerá esta semana». En su cuartel general de Ávila, Mola se manifestó de forma parecida ante otro grupo de periodistas, a quienes explicó que contaba con cuatro columnas en los alrededores de Madrid, dispuestas para el ataque, y con una «quinta columna» en el interior de la ciudad, que se alzaría en el momento oportuno para apoyar a los atacantes; Mola añadió, dirigiéndose a Noel Monks, corresponsal del londinense Daily Express: «Quédese unos cuantos días por aquí, señor Monks, y podremos tomar café juntos en la Puerta del Sol[1]». Mientras tanto, los aviones franquistas dejaban caer sobre la capital miles de octavillas, firmadas por el propio Franco y con el siguiente texto: «Madrileños, Madrid va a ser liberada, guardad la calma y alejaos de las zonas de combate […] Milicianos y trabajadores de Madrid: arrojad vuestras armas y liberaos de los falaces dirigentes que os engañan […], sabremos quiénes son los culpables y sobre ellos caerá el peso de la ley».
Los madrileños, realmente, no debieron de fiarse demasiado de las palabras de Franco, pues estaban sobradamente informados acerca de las atrocidades cometidas por las tropas africanas durante su marcha hacia Madrid; en todo caso, no cabe duda de que los rebeldes se proponían descargar el peso de su ley (aplicando sus «castigos ejemplares») sobre todos aquellos, civiles o militares, que hubieran mostrado su adhesión al Frente Popular o participado en la lucha por la defensa del legítimo gobierno republicano. Las intenciones de quienes preparaban el asalto a la capital, en efecto, salieron a relucir en el decreto publicado el día 5 por el Boletín Oficial franquista, que disponía la creación de ocho Consejos de Guerra, para juzgar los delitos incluidos en el bando que habría de emitir, tras consumarse la conquista de la ciudad, «el general jefe del ejército de ocupación»; en su parte expositiva, el decreto afirmaba textualmente: «El restablecimiento del orden jurídico en la plaza de Madrid, alterado durante más de tres meses, y el sinnúmero de crímenes de todo orden, amparados por la carencia de tribunales, cuando no protegidos a instancia del llamado gobierno de la República, obliga a dictar la presente disposición en la que, junto a las garantías procesales, quedan coordinadas las características de rapidez y ejemplaridad tan indispensables en la justicia castrense».
Ya el 30 de julio, el Boletín Oficial de la Junta de Defensa establecida en Burgos había publicado un bando declaratorio del estado de guerra, en el que se amenazaba con castigar a quienes, «cegados por un sectarismo incomprensible», cometieran «actos u omisiones que causaren perjuicio a los fines» que perseguía el «movimiento redentor» de la patria. El bando contenía doce artículos que habrían de servir de base a las acciones judiciales emprendidas por los rebeldes; en uno de tales artículos se disponía que quedarían sometidos a la jurisdicción de guerra y sancionados por procedimiento sumarísimo «los delitos de rebelión, sedición y sus conexos, atentados, resistencia y desobediencia a la autoridad y sus agentes». Por el hecho de haberse sublevado contra un gobierno legalmente constituido (al que solían descalificar con la expresión «el llamado gobierno de la República»), los generales rebeldes se creían fuente de todo derecho y, en su delirio, llegarían a condenar por un delito de rebelión a los militares que no se habían rebelado; tal sería el caso, por ejemplo, del recto y noble general Batet, jefe de la Sexta División Orgánica (Burgos), a cuyas órdenes se hallaba Mola, y que fue traicionado por éste y después sometido a juicio de acuerdo con las normas establecidas en el citado bando de la Junta de Defensa[2]. A Batet, que mantuvo su lealtad al gobierno, se le acusó, en los considerandos de la sentencia, de intentar entorpecer «el Movimiento Nacional», lo que habría de traer como consecuencia «la destrucción ulterior de la patria», y de obedecer a un «gobierno revolucionario» que impedía la convivencia ciudadana. Por semejantes «delitos» sería condenado a muerte y ejecutado.
La creación de los ocho Consejos de Guerra, para juzgar a los defensores de Madrid, vendría acompañada de otras medidas, como la del nombramiento de los funcionarios que deberían hacerse cargo de la administración madrileña, a quienes se les advirtió que estaba previsto entrar en la ciudad el día 7. Por otro lado, como apunta Colodny[3], «el mando nacionalista preparó camiones de alimentos, mantuvo a diez mil guardias civiles provistos de listas de sospechosos para intervenir y llegó incluso a precisar el itinerario del desfile de la victoria». Bajo la influencia de las noticias suministradas por la prensa y la radio, en toda la España nacionalista se daba por descontado que Madrid sería conquistada sin tardanza; desde el día 4, la emisora de Burgos, que actuaba más o menos como órgano oficial del bando rebelde, emitía diariamente un programa que llevaba por título «Las últimas horas de Madrid».
Tras una marcha de aproximación que se realizó en dos jornadas, las tropas de Varela pasaron a ocupar la base de partida en Retamares-Campamento-Carabanchel Alto-Villaverde, desde la que se pensaba efectuar el asalto a la capital. Los corresponsales de guerra extranjeros que seguían de cerca las operaciones comprendieron, coincidiendo con las noticias proporcionadas por los medios de comunicación franquistas, que la caída de Madrid sería inmediata. John Whitaker, del New York Herald Tribune, que venía acompañando a las tropas marroquíes desde su partida de Sevilla y que fue testigo de los saqueos y asesinatos cometidos por ellas en Almendralejo, Badajoz, Talavera, Santa Olalla y Toledo, comunicó a su diario el día 6 que Madrid era una ciudad condenada y que Franco estaba «preparado para la matanza[4]». En el territorio republicano, el corresponsal de Pravda, Mijail Koltsov, compartía las consideraciones de Whitaker sobre el negro futuro que esperaba a la capital. Después de que Largo Caballero y su gobierno partieron hacia Valencia, Koltsov realizó un largo paseo por las calles madrileñas y contempló el desolador panorama que nos describe en este párrafo[5]: «Durante la noche del 6 al 7, recorrí la ciudad callada, oscura, escondida y, según parecía entonces, condenada. Las trincheras y los puentes estaban casi vacíos. Una calle estaba obstruida por un carro blindado, fuera de combate, y allí, dos manzanas de casas más allá, en Carabanchel, los fascistas ya fusilaban a los obreros, a sus mujeres y a sus pequeños hijos. Sí, y en el centro, los facciosos de la Quinta Columna ya disparaban desde las ventanas, arrojaban bombas a los viandantes y a los automóviles. Los edificios gubernamentales estaban abandonados, vacíos. El portalón del Ministerio de la Guerra estaba abierto de par en par, sin centinelas; todas las puertas del interior estaban también abiertas, todas las lámparas encendidas, había mapas sobre las mesas, sin que se viera un alma en ninguna parte…».
Antes de partir hacia Valencia, el gobierno encomendó la misión de defender la capital al general José Miaja Menant, que, desde mediados de agosto, venía ostentando el mando de la Primera División Orgánica (Madrid); para el cumplimiento de su misión, Miaja estaría auxiliado por una junta y el correspondiente Estado Mayor. El nombramiento de Miaja como jefe de la defensa de Madrid ha sido objeto de muy diversos comentarios que, en su mayoría, no favorecen nada al general. Zugazagoitia[6], por ejemplo, sugiere que Miaja fue elegido como mero chivo expiatorio por Largo Caballero, quien conocía sobradamente «el estado de confusión y abandono en que se encontraban todas las cosas militares» en Madrid, y no esperaba, por tanto, que pudiera llevarse a cabo una defensa con éxito. Cordón[7], por su parte, afirma que Miaja fue encargado de la defensa de Madrid porque en el gobierno se mantenía el criterio de dejar en la capital a «los militares menos útiles». Sin embargo, el propio Largo Caballero señala[8] que a Miaja le fue confiada la defensa de la plaza sitiada porque, realmente, era el más indicado para asumirla, dada su condición de jefe de la Primera División. Sea como fuere, a las ocho de la tarde del día 6 de noviembre, el subsecretario de Guerra, el general Asensio Torrado, le entregó a Miaja un sobre con las instrucciones por las que habría de guiarse en el desempeño de su tarea, advirtiéndole que no debería abrirlo hasta las seis de la mañana del día siguiente.
Hacia Valencia partieron separadamente Largo y sus ministros, algunos de los cuales se verían envueltos en un desagradable incidente a la altura de Tarancón, donde una columna anarquista amenazó con fusilarlos, por considerar una cobardía el abandono de la capital de España en aquellos momentos… Ya en Valencia, Largo constituyó el Consejo de Guerra, cuya función consistiría en tratar todo lo relacionado con la marcha de las operaciones; bajo la presidencia del propio Largo, integraron el Consejo los socialistas Indalecio Prieto y Álvarez del Vayo, el independiente (cercano a la izquierda burguesa) Vicente Iranzo, el comunista Vicente Uribe y el anarquista García Oliver. Largo confiesa que este organismo no llegó a dar el resultado esperado.
Las instrucciones que se le dieron a Miaja para la defensa de la capital venían expresadas en un oficio dirigido a él como general jefe de la Primera División Orgánica y comandante de la plaza de Madrid; ese oficio, que fue leído por Miaja antes de que se agotara el plazo fijado por el general Asensio, comenzaba diciendo: «El gobierno, que ha resuelto, para poder continuar cumpliendo su primordial cometido de defensa de la causa republicana, trasladarse fuera de Madrid, encarga a V. E. de la defensa de la capital a toda costa». Tras este pequeño introito se le ordenaba a Miaja que constituyera una Junta de Defensa con representantes de todos los partidos políticos que participaban en el gobierno y presidida por él mismo, la cual tendría facultades delegadas «para la coordinación de todos los medios necesarios para la defensa de Madrid». Esa defensa, añadía el oficio, debería «ser llevada al límite»; sin embargo, a continuación puntualizaba que si, a pesar de todos los esfuerzos, hubiera de abandonarse la capital, la Junta quedaría encargada de salvar todo el material y elementos de guerra que pudieran resultar útiles. Además, si los defensores de la capital se vieran obligados a replegarse, habrían de hacerlo en dirección a Cuenca, para organizar una línea defensiva en el lugar que indicara el jefe del Ejército del Centro (general Pozas), con el que Miaja debería mantener permanente contacto y subordinación. El oficio concluía así: «El Cuartel General y la Junta de Defensa de Madrid se establecerán en el Ministerio de la Guerra, actuando como Estado Mayor de este organismo el del ministro de la Guerra, excepto aquellos elementos que el gobierno juzgue indispensable llevarse consigo». Entre los miembros del Estado Mayor del ministro que se quedaron en Madrid se hallaban varios tenientes coroneles, incluido Vicente Rojo, que era uno de los más modernos. Pese a todo, fue él quien resultó elegido para ocupar el puesto de jefe del Estado Mayor de Miaja; en la noche del 6 de noviembre, firmado por el propio Miaja, le fue entregado el oficio con su nombramiento, que se expresaba como sigue: «El Excmo. Sr. Ministro de la Guerra se ha servido designar a V. para el cargo de jefe de Estado Mayor del general jefe de la defensa de la Plaza de Madrid. Para la organización del Estado Mayor de dicho general podrá V. utilizar el personal disponible del Estado Mayor del Ministerio».
Con anterioridad a la entrega de este oficio, Rojo había tenido ocasión de entrevistarse con el general Asensio, quien le había comunicado verbalmente la decisión del gobierno de otorgarle la Jefatura del Estado Mayor de Miaja. Rojo se consideró obligado a alegar ante Asensio que él no era el más indicado para desempeñar el cargo que se le confiaba, puesto que entre los miembros que deberían formar parte del nuevo organismo había algunos jefes más antiguos; pero Asensio le contestó categóricamente: «Son órdenes y hay que cumplirlas». Más tarde, Rojo presentaría los mismos reparos ante Miaja, añadiendo que el hecho de tener que desarrollar su labor con subordinados de mayor antigüedad podría dar lugar a fricciones, pero obtuvo una respuesta similar a la de Asensio; consciente, en fin, de la gravísima situación que se atravesaba, Rojo terminó aceptando el cargo sin insistir más, pues comprendió que su insistencia, en aquellos dramáticos momentos, podría ser objeto de una mala interpretación[9].
Por primera vez en su ya larga vida militar se le concedía a Rojo un cargo importante y acorde con sus capacidades; había sido preciso que la tragedia amenazara la capital, provocando incluso la huida del gobierno, para que se le reservara un puesto de honor en la defensa de ella. Nunca antes le habían reconocido oficialmente sus méritos. En la guerrita colonial no supieron valorarlo, y su prestigio de militar estudioso y excelentemente preparado no le había servido para avanzar ni un ápice en su carrera; ni siquiera su condición de profesor brillante, al que todos admiraban, le fue tenida en cuenta, mientras la Academia General se ponía en manos de Franco y sus africanistas… Y ahora se acordaban de él; las sanguinarias tropas marroquíes se aprestaban a invadir la indefensa capital para entregarse a sus habituales asesinatos y saqueos, los Consejos de Guerra recién creados esperaban el bando del general jefe del ejército de ocupación para iniciar su tarea siguiendo las normas del juicio sumarísimo, el caos reinaba en las filas republicanas, las calles se estremecían bajo el estruendo de las bombas lanzadas por la artillería y la aviación… Y fue ése el momento escogido para rendir el debido homenaje a la competencia militar de Vicente Rojo Lluch; le situaron por encima de otros jefes de mayor antigüedad y recibió la misión de dirigir la defensa de la ciudad sitiada.
Rojo se mantuvo en su puesto cumpliendo con su deber y afrontando los riesgos necesarios con la sencillez y la valentía moral que le caracterizaban. Después han sido elogiados sus méritos como organizador y táctico brillante, pero son pocos los que han sabido apreciar su coraje y su entrega, su presencia de ánimo, su serenidad ante el peligro; cualidades que no corresponden, precisamente, a los «militares de gabinete», entre los que suelen incluirlo los historiadores de la órbita franquista. El jefe de la aviación republicana, Ignacio Hidalgo de Cisneros, que tuvo ocasión de conocer personalmente a Rojo en uno de los episodios de la batalla de Madrid, aporta este fundamentado juicio sobre nuestro personaje[10]: «Yo no había conocido antes al teniente coronel Vicente Rojo. Sólo sabía que había sido profesor en la Academia de Infantería, que era un hombre políticamente moderado y católico practicante. Durante los diez o doce días que se prolongó aquella operación, le traté diariamente, pude verle en circunstancias difíciles y decisivas, en las condiciones ideales para conocer el carácter y la manera de ser de las personas. En aquellos días me di cuenta de su gran valor como jefe militar, de su sangre fría en situaciones gravísimas y de su plena lealtad a la causa de la República».
Los historiadores franquistas tildan a Rojo de simple «militar de gabinete», por oposición a los heroicos guerreros del grupo africanista que protagonizaron las grandes hazañas de las campañas marroquíes. Tal afirmación, desde luego, no merece ser tomada demasiado en serio, pues constituye realmente un elemento más de la delirante propaganda montada en torno a los militares africanos, la cual, iniciada en su día por los «cantores de gesta» de la prensa monárquica y reaccionaria, adquiriría, por razones obvias, gran auge durante la dictadura de Franco. El general Batet, que, con la labor realizada en Marruecos a raíz del Desastre de Annual (véase el capítulo 2), conseguiría echar por tierra buena parte de los mitos del africanismo, puso las cosas en su sitio al criticar duramente el comportamiento de los mediocres y desaprensivos oficiales de las Fuerzas de Choque, tan ensalzados por la prensa que al mismo tiempo ignoraba la entereza y el sentido del deber de los oficiales de las tropas peninsulares…
Por lo demás, en el transcurso de la batalla de Madrid, mientras el «militar de gabinete» Vicente Rojo se jugaba la vida todos los días y se enfrentaba a un futuro lleno de negros presagios, ¿qué hacían los grandes héroes de las gloriosas campañas africanas? Mola seguía las operaciones desde su cuartel general de Ávila. Al tener constancia de que el pronunciamiento no había triunfado totalmente, quiso marcharse a Francia (donde se hallaba ya su familia), aunque desistió después, tras escuchar una de las charlas radiofónicas de Queipo de Llano[11]; a finales de julio, ante la debilidad mostrada por sus columnas en el avance hacia Madrid, estuvo a punto de suicidarse[12]: Por su parte, Franco dejó de manifiesto en los primeros compases del alzamiento que no estaba dispuesto a arriesgarse en absoluto, y esperó a que el panorama se aclarara antes de dar señales de vida[13]; aterrizó en Marruecos cuando ya los rebeldes dominaban la situación allí, y después envió por delante a las tropas africanas para que marcharan sobre Madrid, mientras él las mandaba a distancia sin apartarse de la frontera portuguesa. El día 1 de octubre, tras ser elevado a la Jefatura del Gobierno y nombrado generalísimo de los ejércitos, se instaló con su familia y rodeado de una corte de incondicionales y aduladores en el palacio episcopal de Salamanca, desde donde seguiría las operaciones de la batalla de Madrid, en los ratos que le dejaban libre sus múltiples ocupaciones y sus intrigas políticas. A su lado y sin abandonarle un solo momento se encontraba el inefable José Millán Astray, que ejercía como jefe de propaganda, teniendo como ayudante al no menos inefable Ernesto Giménez Caballero. El 12 de octubre, Millán mantuvo un enfrentamiento con el rector de la universidad salmantina, Miguel de Unamuno, en el que terminó gritando: «¡Muera la inteligencia!, ¡viva la muerte!». Sin embargo, algún tiempo después Millán se asustaría ostensiblemente, cuando un avión republicano se atrevió a volar sobre Salamanca y dejó caer un par de bombas; presa de gran excitación, mandó llamar a Giménez y le dijo: «El enemigo me ha ubicado y ha querido acabar conmigo[14]». En 1962, el doctor Soriano, que a la sazón estaba atendiendo a Franco, oyó los comentarios que su señora hacía sobre el bombardeo de la ciudad castellana. «Doña Carmen recordó los días de la guerra —relata Soriano— cuando la aviación republicana bombardeaba Salamanca. Entonces, un general, conocido por su talante un tanto teatral, iba en su busca para acompañarla debajo de una escalera[15]». Doña Carmen explicó que, en aquella ocasión, ella no llegó a pasar miedo realmente y que sospechaba que «la solicitud del general no era más que un pretexto para ponerse él mismo a cubierto». Y a continuación, dirigiéndose a su marido, exclamó: «Desengáñate, Paco, el general X [Soriano ha preferido ocultar el nombre, aunque las referencias que ofrece no dejan lugar a la duda] era un miedica».
Hacia las diez de la noche del 6 de noviembre de 1936, Vicente Rojo constituyó el Estado Mayor de la defensa de Madrid, en el que se integrarían, entre otros militares, los tenientes coroneles Amoldo Fernández Urbano, Manuel Matallana Gómez, José Fontán Palomo y Ricardo López López (todos ellos diplomados y más antiguos que Rojo), que se harían cargo, respectivamente, de las secciones primera (personal), segunda (información), tercera (operaciones) y cuarta (servicios). Rojo guarda muy buen recuerdo del equipo que formó para cumplir la misión que se le había asignado[16]: «Todos los elegidos, menos dos, eran de mayor antigüedad que yo […] De su trabajo eficacísimo en los seis largos meses que me cupo la honra de ser jefe del Estado Mayor, y de su espíritu de sacrificio para sacar del caos a Madrid, para reorganizar el Ejército, para restablecer la disciplina, para resolver las situaciones gravísimas que se nos plantearon, para despreciar o vencer las miserias y las desconfianzas en que se nos quiso envolver, y para cumplir la obligación de cada día sin otra ambición que la del mejor servicio a la Patria, todo elogio que yo pueda hacer me parecerá siempre pobre».
Rojo además niega, en contra de la versión ofrecida por diversos autores, que la defensa de Madrid fuera organizada por los jefes soviéticos Gorev y el encubierto bajo el alias de «Martínez», y que la dirigiera el partido comunista. Acepta que el coronel Gorev, agregado militar soviético, cooperó con los defensores madrileños, pero sin menoscabar la autoridad del general Miaja y sin intervenir las funciones de su Estado Mayor. Y en cuanto a los comunistas subraya que en ningún momento impusieron sus criterios al general jefe, a la Junta de Defensa y al Estado Mayor. «La independencia política —añade Rojo— de la mayor parte de los jefes del Estado Mayor y de las columnas y la conducta de la Junta son testimonios elocuentes».
En la primera reunión celebrada entre Miaja y Rojo, tras tomar posesión de sus cargos, analizaron el oficio entregado al general con las instrucciones para llevar a cabo la defensa de Madrid; dedujeron que en ese oficio existían algunas contradicciones, ya que, por una parte, se ordenaba una defensa a toda costa, y, por otra, se daban normas para efectuar el repliegue en el caso de que la ciudad fuera abandonada. Miaja y Rojo acordaron que realizarían la defensa a toda costa, y renunciaron a la idea de la retirada. En todo caso, Rojo aclara que el gobierno pretendía ejecutar un contraataque, desde el valle del Jarama (región de La Marañosa) y sobre la retaguardia enemiga, con el fin de cortar sus comunicaciones con Toledo y Extremadura, y que, como necesitaba contar con un plazo de tiempo para desarrollar esa acción, esperaba que los defensores madrileños aguantaran al menos durante siete días. En el contraataque habrían de participar seis brigadas nacionales y dos internacionales (la XI y la XII), que estaban organizándose en Levante y cuyo traslado a la zona de maniobras ya habían iniciado algunas.
El día 7 de noviembre, Miaja constituyó la Junta de Defensa, en la que, bajo su presidencia, se integraron dieciocho personas, que ocuparon las nueve consejerías establecidas (con un titular y un suplente en cada una). La Secretaría fue asignada al partido socialista, Guerra al partido comunista, Orden Público a la JSU, Industria de Guerra a la CNT, Abastecimientos a la UGT, Comunicaciones y Transportes a Izquierda Republicana, Finanzas a Unión Republicana, Información y Enlaces a las Juventudes Libertarias y Evacuación Civil al partido sindicalista. Arturo Barea, que por entonces se hizo cargo de la censura del Departamento de Prensa madrileño, afirma[17] que las oficinas de la Junta no se instalaron en el Ministerio de la Guerra, como había dispuesto Largo Caballero, sino en «el palacio del banquero Juan March».
Ante la ausencia de las personalidades más destacadas de las organizaciones políticas y sindicales, que habían viajado a Valencia, Rojo apunta[18] que, para formar la Junta, Miaja hubo de recurrir «a elementos jóvenes de los que voluntariamente habían decidido permanecer en la ciudad dispuestos a participar activamente en su defensa»; la inclusión de estos jóvenes en la Junta terminaría resultando muy beneficiosa por la febril actividad desplegada y la elevada moral mantenida en todo momento. No obstante, Rojo puntualiza que la Junta era realmente un «organismo político y auxiliar» y que, como tal, se intentó mantenerla desde el principio, impidiendo su intromisión en la esfera que correspondía a los militares para evitar que se reprodujeran pasados errores. Rojo considera que este propósito se logró en gran medida, y concluye: «Los dirigentes políticos altos o medios que se quedaron en Madrid tal vez llegaron a comprender que la guerra había tomado un significado eminentemente nacional y humano; que se trataba de algo más que de ganar el poder o de conservarlo, y que, a la hora de batirse, el mando militar necesitaba libertad de acción porque, si ésta faltaba, el fruto que se recogiese no podía ser otro que el que, tan notoria como lamentablemente, se había acumulado hasta las jornadas que precedieron al 7 de noviembre».
Para Rojo, desde luego, la salida hacia Valencia del gobierno y de los principales líderes políticos produjo efectos muy positivos, pues dio lugar, entre otras cosas, a la saludable reacción del pueblo madrileño, que constituyó una de las claves del éxito alcanzado en la defensa de la ciudad; pero no deja de comprender que la ausencia del gobierno, en realidad, no representaba más que la causa ocasional, y no la efectiva, de esa saludable reacción.
Tanto Rojo como Azaña, que durante los años anteriores al estallido de la guerra lucharon por dotar a España del ejército que corresponde a los países con régimen liberal, llegaron a abrigar la idea de que, durante la batalla de Madrid, se dieron determinadas circunstancias que recuerdan bastante a la batalla de Valmy, librada en setiembre de 1792 y que provocó un cambio radical en la guerra y en los ejércitos mismos, a la par que hacía brotar el sentimiento nacional. En Valmy, el bisoño ejército francés surgido de la Revolución, en el que junto a la Guardia Nacional se había integrado ya la facción más democrática representada por los sans-culottes, venció a los ejércitos más potentes de Europa, mandados por prestigiosos generales. «Valmy —sentencia Fuller— fue el lecho de muerte del Antiguo Régimen, y espiritualmente la cuna de la nueva república[19]». Además, a partir de esa famosa batalla el ejército de siervos y mercenarios que combatían por causas que no les incumbían comenzaría a ser sustituido por el ejército de ciudadanos que defienden los intereses de la nación y poseen, por tanto, una fuerza moral anteriormente desconocida. Azaña aludió al entusiasmo de los madrileños en noviembre de 1936 con estas palabras: «Hay que remontarse a lo que se cuenta de los voluntarios de la república francesa de 1792 para encontrar una masa de soldados tan enardecida por una idea[20]».
Entre los autores que tratan de la batalla de Madrid abunda la opinión de que los milicianos, tras una retirada plagada de derrotas, reaccionaron al refugiarse en la capital porque comprendieron que a partir de ese momento iban a defender sus casas y sus familias, algo realmente propio, en definitiva. Rojo rechaza de plano esa explicación tan simplista y, sobre el cambio de actitud operado en los combatientes, comenta[21]: «El hombre sólo se deja dominar por la vorágine o arrastrar por el temor cuando su deber se le aparece confuso, indeterminado, o es convencionalmente entendido. Pero llegado al punto crítico en el que la lucha nos anuncia la muerte implacable de lo que nacional y humanamente es más querido, el patrimonio y la libertad, la confusión y los convencionalismos se esfuman y el hombre reaparece en toda su grandeza».
Para Rojo, por lo demás, la relación existente entre las batallas de Valmy y Madrid es un hecho incuestionable. Al analizar, en su libro España heroica, el concepto de ejército popular, subraya[22] que esta clase de ejército suele confundirse en sus orígenes con las milicias armadas y en sus postrimerías con los propios ejércitos regulares, y concluye: «El ciclo completo y más notable históricamente lo da Francia en el proceso de los últimos años del siglo XVIII». Es claro que, para Rojo, el ejército popular de la Revolución francesa nació en Valmy, de la misma manera que el Ejército Popular de la República, esto es universalmente admitido, brotó durante la batalla de Madrid. Rojo, que fue el verdadero constructor del Ejército Popular republicano desde sus puestos de jefe del Estado Mayor de la defensa de Madrid y del Estado Mayor Central, trató de inspirarse en la experiencia de la Francia revolucionaria para llevar adelante su obra; sabía que el ejército popular francés hubo de contar con un punto de apoyo en el ejército profesional para llegar a constituirse, y por eso, en la guerra civil y especialmente en la batalla de Madrid, procuraría impulsar la colaboración de «los miembros del viejo ejército regular que encontraron su deber al servicio del pueblo y del gobierno legítimo que aquél sostenía». Pero, sobre todo, Rojo tendría muy presente, desde el inicio de la batalla madrileña, que las virtudes del soldado que lucha en las filas de los ejércitos populares son el patriotismo, la capacidad de sacrificio, el origen pasional de su formación y el sentido espontáneo del deber, y que «su defecto más acusado es la inconsistencia, que hace de él un elemento predispuesto a la indisciplina y a la desmoralización». Con este bagaje de ideas, Rojo abordó la batalla de Madrid, en la que se fraguó su gloria. Antes de que estallara el conflicto hispano, había reflexionado sobre todas estas cuestiones, y había dejado constancia de ello, por ejemplo, en las correcciones que hizo a los ejercicios realizados por algunos de los alumnos que, bajo su dirección, se preparaban para el ingreso en la Escuela Superior de Guerra[23]. Las muchas horas que había dedicado al estudio le fueron de gran utilidad durante la contienda, y le sirvieron, sobre todo, para conocer a fondo el material humano que tuvo en sus manos y aprovecharlo convenientemente. El general Franco, al parecer, no tenía un conocimiento tan claro de los hombres que combatían en sus ejércitos; refiriéndose a los moros de las Fuerzas Regulares, le daría a Franco Salgado esta explicación sobre los motivos que los habían llevado a luchar a favor de los rebeldes[24]: «No olvido la actitud de los marroquíes cuando nuestra cruzada; estuvieron al lado del movimiento militar al iniciarse éste, y lo mismo en el transcurso de la guerra, cuando se presentaron voluntariamente a cubrir bajas, incluso de la zona francesa […] El moro del campo era fanático en materia de religión, por lo que odiaba a los rojos que no creían en Dios».
En la noche del 6 al 7 de noviembre y antes de que se constituyera la Junta de Defensa, Vicente Rojo se incorporó a su puesto de jefe del Estado Mayor. Rojo recuerda[25] que aquella noche fue terrible; sonaban ya los primeros cañonazos del enemigo, que anunciaban el inicio de la batalla, y el frente de combate prácticamente no existía. Las columnas de milicianos que habían venido conteniendo a las tropas africanas por las carreteras de Toledo y Extremadura estaban deshechas; grupos de combatientes rehuían hacia la ciudad, donde latía el estado de desmoralización derivado de los reveses sufridos. Reinaba un gran desconcierto por la falta de una acción directora… A las diez de la noche le hicieron entrega a Rojo de las tropas, los medios y los elementos que se habían de manejar, pero el desconcierto era tan extraordinario que resultaba imposible saber de qué recursos se disponía realmente; le concedieron, al menos, plena libertad de acción y esto le permitió comenzar a trabajar con entusiasmo, auxiliado por los compañeros que él había seleccionado. Todos pasaron la noche en vela, procurando salir de aquella inmensa confusión. Tomaron contacto con las fuerzas existentes, y, tras llevar a cabo un dificultoso y sumario análisis de los medios propios, vinieron a concluir que contaban con[26]:
—Unas tropas irregulares en su organización, con mandos improvisados, sin otra instrucción que la adquirida durante la actividad combatiente y con disciplina defectuosa, de significado más político que militar; por otro lado, se hallaban dislocadas en el frente de combate en forma desordenada y confusa.
—Una red de enlace y transmisiones entre las columnas y con el mando muy defectuosa.
—Un apoyo artillero precario.
—Un apoyo antiaéreo nulo y un apoyo blindado y anticarro insuficiente e incontrolable.
—Un sistema de abastecimientos positivo.
—Una reserva humana (en la retaguardia) copiosa, desorganizada y sujeta a la intervención política.
—Una reserva de armamento y recursos bélicos desconocida.
—Una moral de guerra en crisis, que lo mismo podía evolucionar en plazo breve hacia una exaltación de incalculable valor como a su completo derrumbamiento.
Rojo y su equipo se apresuraron a dar órdenes para reorganizar las columnas del frente, enviaron las unidades que se improvisaban en los cuarteles de las milicias a los puntos más débiles, establecieron un sistema de transmisiones que hiciese posible la dirección de conjunto… y, finalmente, consiguieron articular una línea defensiva, designando a los jefes de los distintos sectores de la siguiente forma: el coronel Bueno tendría a su cargo el sector de Vallecas; el comandante Líster, el de Villaverde; el coronel Pradas, el del puente de la Princesa; el comandante Rovira, el de Carabanchel; el coronel Escobar, el de la carretera de Extremadura (tras resultar herido, Escobar fue sustituido por el coronel Arce); a los coroneles Mena y Clairac se les asignó el sector del puente de Toledo, y al coronel Álvarez Coque, al teniente coronel Francisco Galán y a los comandantes Enciso y Romero, el de la Casa de Campo; por último, el comandante José María Galán se encargaría del sector de Humera-Pozuelo, y el comandante Barceló, del de Boadilla del Monte. Además, fueron designados jefes de la defensa artillera, de los trabajos de fortificación y de los servicios sanitarios, respectivamente, el comandante Zamarro, el coronel Ardid y el doctor Planelles.
En la mañana del día 7, Enrique Líster, uno de los líderes comunistas más caracterizados en aquellos dramáticos momentos, se presentó ante Vicente Rojo para dar informes y recibir instrucciones; no había llegado todavía a su poder la orden que designaba a los diferentes jefes de sector. Durante la noche anterior se había entrevistado con el general Pozas, jefe del Ejército del Centro, quien le comunicó que el gobierno había salido ya hacia Valencia, y el general Asensio le advirtió que se había tomado la decisión de abandonar Madrid y replegar las fuerzas de la sierra para establecer una línea defensiva a cierta distancia de la capital. Líster se mostró en desacuerdo con tal decisión, pero Pozas le respondió que no había fuerzas suficientes para defender la ciudad, y añadió: «Si no andamos rápidos, lo más seguro es que mañana a estas horas nos hayan fusilado a todos[27]». Líster se sintió muy reconfortado al reunirse con Vicente Rojo y comprobar que éste se proponía realizar una defensa a toda costa de la capital; de inmediato se dispuso a colaborar en los planes trazados por Rojo, con quien habría de mantener una excelente relación a lo largo de la contienda, participando como elemento destacado en todas y cada una de las operaciones planeadas y dirigidas por él.
Durante la noche del día 6, no obstante, Miaja se había puesto ya en contacto con el Quinto Regimiento a través del teléfono. «El Quinto Regimiento —apunta Koltsov— contestó que ponía por entero a la disposición del general no sólo sus unidades, sus reservas, sus municiones, sino, además, todo su aparato de Estado Mayor, a sus jefes y comisarios[28]». Antonio Mije, en nombre del Comité Central del partido comunista, se encargaría de estrechar los lazos con Miaja, y terminaría formando parte de la Junta de Defensa, como titular de la Consejería de Guerra. Los comunistas, por lo demás, aprovechando el ambiente favorable a la URSS, por la ayuda prestada a la República, y su reconocida capacidad para la agitación de las masas, contribuirían notablemente a la positiva reacción del pueblo madrileño; utilizaron con destreza la radio y la prensa, lanzaron octavillas desde los aviones rusos recién incorporados, convocaron innumerables mítines, recorrieron las casas, llenaron las calles de carteles con lemas como «¡No pasarán!», o «En Badajoz los fascistas mataron a dos mil personas. Si entran en Madrid matarán a media ciudad»… Y de repente, la mañana del día 7, la capital comenzó a hervir de entusiasmo; los comités de barrio de las organizaciones obreras y los cuarteles de milicias registraban una febril actividad; los agitadores circulaban por las calles enardeciendo los ánimos… Ya las tropas africanas progresaban decididamente por Carabanchel y Campamento, y las gentes empezaron a gritar «¡Los moros, los moros!», pero no salieron huyendo despavoridas, se pusieron a cavar trincheras y hasta las mujeres y los niños ayudaban a levantar barricadas en los barrios amenazados. El Journal Militaire Suisse comentaría más tarde: «Por primera vez en la historia, la población entera de una ciudad de un millón de habitantes entró en acción. Se mezcló con las fuerzas contendientes como si fuera la cosa más natural, ofreciendo sus servicios y refuerzos, construyendo barricadas y colocándose totalmente a las órdenes del alto mando[29]».
Vicente Rojo contempló la explosión de entusiasmo del pueblo madrileño con especial satisfacción; la moral en crisis, a la que se refería en su análisis de los medios propios, había evolucionado favorablemente, y, por ello, el panorama se mostraba menos oscuro. Rojo lo explica así[30]: «La mutación era tremenda. Parecía como si al marchar el gobierno a Valencia, llevando consigo el manto de pesimismo y desconfianza que todo lo cubría, hubiera salido a la luz una verdad dormida en el fondo popular, un espíritu de lucha hasta entonces ignorado, y era esto la fuerza mayor que teníamos en la mano, porque representaba la voluntad colectiva de defenderse, sostenida por una fuerza moral que no se detenía ante el sacrificio».
Las tropas africanas iniciaron las operaciones del asalto a Madrid, el 7 de noviembre, y encubrieron, en un primer momento, la conducta que se debía seguir; progresaban, subraya Rojo, en línea recta sobre la ciudad, frontalmente y por las alas, pero sin revelar el eje principal de esfuerzo y, por tanto, el punto elegido para la ruptura[31]. Se combatía ya por la mañana en todo el frente, desde Villaverde hasta Pozuelo y Boadilla, y los republicanos resistían bien a los soldados de Varela, cediendo poco terreno y respondiendo, incluso, a los ataques con algún contraataque; en el lindero de la Casa de Campo fueron arrollados al principio, sin embargo, se defendieron aceptablemente en la zona de bosque, lo mismo que las tropas situadas en los suburbios, que supieron utilizar el apoyo de los edificios. La población civil cooperaba de forma satisfactoria, mostrando una excelente disposición, que quedaba patente no sólo en la construcción de barricadas, sino también en «el rechazo hacia el frente de los milicianos que, solos o en grupos, trataban de refugiarse en la ciudad».
Desde todos los sectores del frente le llegaban a Rojo peticiones de armas, de municiones, de reservas… «Se envió —explica Rojo— lo que se iba recuperando de la retaguardia, combatientes, cuadros y algún armamento recogido de aquí y de allá, de los cuarteles, de los centros de organización, de los pésimos milicianos que veían en la retaguardia el mejor ambiente para su guerra». Tanto en la búsqueda de armas como en la depuración de milicianos actuaría con gran eficacia la Comandancia de Milicias. Al terminar la primera jornada de lucha, en todo caso, era evidente que el mando militar llevaba las riendas de la defensa de la capital, que la moral de combate de los milicianos, en general, se mantenía alta y que los africanos no habían avanzado demasiado, puesto que no lograron alcanzar la línea del río Manzanares. Y fue entonces, al concluir la jornada con las primeras sombras de la noche, cuando se produjo una incidencia que favorecería considerablemente a los republicanos. Una tanqueta de fabricación italiana, perteneciente a las fuerzas africanas, cayó en poder de la columna Pradas, que defendía el puente de la Princesa y sus inmediaciones, en la carretera de Andalucía. La tanqueta iba tripulada por un oficial que resultó muerto y que portaba la orden de operaciones emitida por Varela el día 6 para el ataque a Madrid. El documento fue entregado inmediatamente al teniente coronel Rojo, que, con su equipo, dedicó toda la noche a analizarlo, y a tomar las correspondientes medidas, tras comprobar su validez al cotejarlo con la información recogida durante el combate. Ciertamente, la orden de Varela proporcionaría a los defensores de la capital todo un caudal de datos de excepcional interés, que les permitirían, por ejemplo, descubrir cuál era el eje principal de esfuerzo del adversario y dónde había fijado el punto de ruptura; en ella se exponía la siguiente idea de maniobra: «Atacar para fijar al enemigo en el frente comprendido entre el puente de Segovia y el puente de Andalucía, desplazando el núcleo de maniobra hacia el noroeste (NO) para ocupar la zona comprendida entre la Ciudad Universitaria y la plaza de España, que constituirá la base de partida para avances sucesivos en el interior de Madrid».
En definitiva, Varela se proponía efectuar un ataque demostrativo con el ala derecha de su dispositivo, formada por las columnas 2 (Barrón) y 5 (Tella), y llevar a cabo el esfuerzo principal con el ala izquierda, mandada por Yagüe e integrada por las columnas 4 (Castejón), 1 (Asensio Cabanillas) y 3 (Delgado Serrano); la columna 4 se encargaría de cubrir el flanco izquierdo para dar seguridad a las columnas 1 y 3, que se lanzarían en una acción profunda a través de la Casa de Campo, más tarde rebasarían el río Manzanares hasta penetrar en Madrid, donde establecerían una base de partida que habría de dominar el barrio de Argüelles y garantizar que quedarían batidas por el fuego las avenidas de acceso a la capital. Varela contaba además con otras cuatro columnas, de las cuales, la 7 y la 8 se mantendrían cubriendo los flancos y la retaguardia, mientras la 6 y la 9 permanecerían en reserva; y disponía también de una masa artillera de seis grupos, para el acompañamiento inmediato, el apoyo directo y la acción de conjunto, una masa de aviación que actuaría a sus órdenes directas y una masa de carros (pesados y ligeros) que apoyaría el conjunto de la maniobra. El cuartel general de Varela estaba situado en Leganés, y los puestos de mando de las columnas 1, 3 y 4 deberían quedar instalados, al final de la primera jornada (en la noche del día 7), en el cuartel del Infante Don Jaime, el cuartel de la Montaña y la Fundación del Amo, respectivamente.
Los africanos, evidentemente, habían fracasado en su primer día del ataque, al no alcanzar los objetivos que se habían propuesto; objetivos que, para Vicente Rojo, eran demasiado ambiciosos y que sólo pudieron ser fijados admitiendo que el adversario estuviera prácticamente derrotado de antemano, como venía sucediendo durante las jornadas anteriores. «Tan persuadidos —comenta Rojo— debían de estar de su fácil éxito que se precisaba en la orden de operaciones la ubicación que debían tener dentro de Madrid los puestos de mando de las columnas que iban a penetrar en la ciudad». Los generales rebeldes (Franco, Mola, Varela) sólo tenían en cuenta, al parecer, los éxitos fáciles obtenidos por las tropas marroquíes en la marcha realizada hacia Madrid, desde principios de agosto; se habían enfrentado siempre a unidades milicianas mal organizadas y encuadradas, carentes de disciplina y además escasas de moral. Esta situación, más o menos, había persistido hasta la noche del 6 de noviembre, pero a partir de ese momento las cosas cambiaron radicalmente, sin que los presuntuosos generales africanos se apercibieran de ello. En Madrid se produjo una explosión de entusiasmo que fue convenientemente canalizada por los profesionales del Ejército, que se hicieron cargo de su defensa, mas los prepotentes africanistas no se dieron por enterados. Durante las campañas marroquíes habían tenido ocasión de desarrollar los rasgos que, según Dixon[32], caracterizan a los militares incompetentes (tendencia a rechazar informaciones indigestas y a subestimar al enemigo, predilección por los ataques frontales, fe en la fuerza bruta…), y ahora esos rasgos salían a relucir, cuando por primera vez se enfrentaban a un problema muy diferente de los que solían presentarse en las guerritas coloniales. El fracaso de las tropas de Varela en la primera jornada del ataque, por otro lado, reforzó exageradamente el entusiasmo de los madrileños, que empezaron a creer que, si la capital había resistido el 7 de noviembre, ya nadie lograría dominarla[33]. Los aviones alemanes e italianos bombardeaban sin tregua, las granadas de artillería caían implacablemente sobre las calles cercanas a la línea del frente, incluyendo una zona de la Gran Vía y la calle de Alcalá, que pronto recibiría el nombre de «avenida de los Obuses»; las gentes se refugiaban en cuevas y sótanos, en las estaciones del metro; apenas había material quirúrgico y medicinas en los hospitales… Pero el entusiasmo podía con todo: con los miedos, con las dudas, con los sufrimientos.
El ataque directo a Madrid.
Rojo sabía, sin embargo, tras haber analizado la orden de operaciones de Varela, que los rebeldes habían previsto la penetración a fondo en Madrid para el día 8 y que, probablemente, en esa fecha lanzarían una poderosa embestida, mucho más fuerte que la del día anterior; la euforia reinaba entre los madrileños, pero todavía faltaba lo peor. El trabajo realizado durante la noche del 7 al 8 de noviembre por Rojo y los demás miembros del Estado Mayor los condujo a diversas conclusiones; consideraron, en principio, que sus tropas no estaban capacitadas para oponerse frontalmente a la embestida africana, de manera que trataron de hallar otra solución mejor. Finalmente decidieron que lo más acertado sería intentar sorprender al enemigo lanzando un ataque sobre algún punto sensible de su despliegue, que pudiera provocar la detención del avance. Rojo había descubierto algunos fallos en la orden de Varela, que provenían fundamentalmente del desprecio que los atacantes sentían por el adversario; no valoraban correctamente su capacidad de reacción e ignoraban incluso la existencia de determinadas unidades republicanas situadas en una posición que amenazaba el flanco izquierdo de los africanos, cuya seguridad corría a cargo de la columna 4. Esta columna, realmente, contaba con medios muy escasos para cumplir la misión que se le había asignado, que consistía en un larguísimo flanqueo, durante el cual habría de ocupar y defender un elevado número de posiciones, todas ellas de importancia.
Tras ponderar estos fallos que se desprendían de la orden de Varela, Rojo y su equipo tomaron la decisión de llevar a cabo, con la única fuerza medianamente organizada de la que podían disponer, la Tercera Brigada Mixta mandada por José María Galán y ubicada en el sector de Humera-Pozuelo, una acción sobre el flanco y la retaguardia de las tropas adversarias que operaban en la Casa de Campo; con ello se pretendía no sólo contener y rechazar a la columna 4, sino también causar quebranto a las columnas 1 y 3 que, avanzando a la derecha de aquélla, deberían lograr la ocupación de la base de partida en el interior de la ciudad. En el resto del frente, la consigna sería: «Resistencia a todo trance y exaltación moral de los combatientes». Los trabajos del Estado Mayor desarrollados durante la noche del 7 al 8 de noviembre culminaron en la redacción de la orden de operaciones que, firmada por el general Miaja, fue distribuida antes de que se reanudaran los combates.
Cuando amanecía el día 8, las tropas africanas desencadenaron el fortísimo ataque previsto en la orden de Varela, que abarcó un frente de unos dieciséis kilómetros, entre Villaverde y Campamento. Las columnas 4 y 1 progresaron por la Casa de Campo decididamente, sin esperar, al parecer, un contratiempo grave en aquella zona boscosa; junto con la columna 3 realizaban el esfuerzo principal en un frente de unos ocho kilómetros. No tardarían mucho, sin embargo, en encontrar una inesperada resistencia y en sufrir, incluso, un poderoso contraataque, que, lanzado desde Humera y Pozuelo de acuerdo con planes trazados por Vicente Rojo, llegó a causar un buen número de bajas en la columna 4, cuyo jefe, el comandante Castejón, resultó herido. Con la cadera destrozada y francamente desmoralizado, Castejón le confesó al periodista John Whitaker: «Nosotros organizamos esta rebelión y ahora somos nosotros los vencidos[34]». Vicente Rojo subraya[35] que, al realizar el contraataque, los republicanos no sólo consiguieron frenar la progresión de la columna 4, sino que además impidieron que ésta prestara apoyo a la columna 1, la cual vería también frenado su avance; todo ello repercutiría negativamente en la maniobra realizada por la columna 3, que, por otra parte, estaba atravesando serias dificultades, al ver amenazado su flanco derecho por la columna republicana mandada por el coronel Escobar. Mientras tanto, la columna 2 era contenida en el suburbio de Carabanchel Bajo, y aunque consiguió apoderarse de algunos caseríos, lo haría a costa de muchas pérdidas y de la absorción de todas sus reservas; la columna 5, que debía cubrir el flanco derecho de las fuerzas de Varela y que en principio avanzó en terreno libre de edificaciones, fue sometida a la presión que ejercían, precisamente por el flanco derecho, las fuerzas de Líster y Bueno, que la obligaron a progresar lentamente, sufriendo muchas bajas y obligando al mando a consumir en su apoyo parte de las reservas (la columna 6). Ninguna de las cinco columnas que protagonizaron la embestida del día 8 lograría, al final de la jornada, alcanzar el río Manzanares. Por otro lado, la columna de caballería (Monasterio), a la que no se había dado misión en la orden de Varela pero que, de acuerdo con las previsiones de Rojo, probablemente se mantenía en reserva para ser empleada en la explotación del éxito, se quedaría sin actuar, dado que el éxito esperado no se produjo realmente; Rojo sospechaba que, si el desarrollo de las operaciones lo hubiera permitido, Varela habría lanzado dicha columna a través del puente de la Princesa y el paseo de las Delicias para ocupar la glorieta de Atocha y zonas circundantes en las que se ubicaban el hospital Provincial, los cuarteles y parques de Pacífico, las estaciones de MZA y Delicias. De haber alcanzado Varela este objetivo, considera Rojo, la resistencia de los madrileños se habría derrumbado irremediablemente; el fracaso de la embestida africana y el heroico comportamiento de los republicanos impidieron que este hecho llegara a consumarse.
Durante los días 9 y 10 se luchó de forma encarnizada y confusa en la Casa de Campo, donde las tropas republicanas pudieron aliviar ligeramente su desgaste al ser reforzadas, en principio, por la brigada 4 (Arellano) y, más tarde, con una unidad de milicianos traída de la sierra y mandada por el comandante Perea. El ataque rebelde en la Casa de Campo quedó, más o menos, contenido y desarticulado. En cambio, en la zona que correspondía a las columnas africanas 2 y 5, que recibieron refuerzos importantes, los defensores de Madrid atravesaron momentos muy críticos (circuló incluso la noticia de que los puentes de Segovia y Toledo habían caído en poder de los atacantes), pero los republicanos reaccionaron y consiguieron restablecer la situación. Finalmente, el desgaste y la desorganización sufridos en ambos bandos durante los días 7, 8, 9 y 10 y la absorción hecha por el frente de las reservas disponibles provocarían un lapsus que se dedicaría al reajuste de los sistemas de fuerzas. Se habían vivido unos días de intenso dramatismo y de tremenda incertidumbre que darían lugar a la difusión de informaciones falsas, tanto en España como en el extranjero, acerca de la marcha de la guerra; entre las emisoras extranjeras cundió la noticia de la caída de Madrid, y alguna de ellas se atrevió incluso a describir con todo lujo de detalles la entrada triunfal de los atacantes en la capital. En su oficina de la censura del Departamento de Prensa, instalada en el edificio de la Compañía Telefónica de la Gran Vía madrileña, Arturo Barea comprobó que muchos de los corresponsales extranjeros enviaban despachos en los que, veladamente, se daba por hecha la entrada de Franco en la ciudad. «Las gentes que leyeran aquellos despachos en otros países —señala Barea— estarían convencidas de que los rebeldes habían ya conquistado Madrid y que la última resistencia, floja y desorganizada, terminaría inmediatamente[36]». A las manos de Barea, por lo demás, llegarían telegramas felicitando a Franco por su victoria, con la siguiente dirección: «S. E. el Generalísimo Franco. Ministerio de la Guerra. Madrid». Uno de esos telegramas, remitido por el presidente de Guatemala, se expresaba así: «Compláceme saludar cordialmente a V. E. enviándole congratulaciones por triunfo reciente y votos por éxito su gobierno, con el cual el de Guatemala mantendrá las amistosas relaciones que felizmente vinculan a nuestros países».
Al parecer, la tenaz resistencia ofrecida por los madrileños frente a las tropas africanas constituyó un acontecimiento tan inesperado que nadie quería creérselo. Pero lo cierto es que el milagro se había consumado; en unas pocas horas se habían encadenado una serie de hechos que jugaron a favor de los defensores de la capital y multiplicaron increíblemente su rendimiento, como la salida del gobierno hacia Valencia, que permitió alcanzar un cierto consenso político, la reacción popular, que elevó el espíritu de lucha de los milicianos, el acceso de los militares a la dirección de las operaciones con plena libertad de acción, y finalmente la aparición en escena de Vicente Rojo, que supo sacar partido de todas estas circunstancias favorables.
El día 10 de noviembre, cuando la fuerte embestida lanzada por Varela se daba ya por neutralizada, Mijail Koltsov hizo en su Diario[37] unas anotaciones en las que analizaba el cambio operado en las filas republicanas durante los cuatro días del ataque africano a Madrid, que había dado lugar a un nuevo «espíritu de trabajo colectivo». Para Koltsov, en esos días se había logrado un gran entendimiento entre los jefes de las unidades, los comisarios y el Estado Mayor, sin que surgieran las discusiones que, en fechas anteriores, se producían en el Ministerio de la Guerra con demasiada frecuencia. Ahora todo funcionaba mucho mejor. «Miaja —explicaba Koltsov— interviene muy poco en los detalles de las operaciones, está poco al corriente de las mismas, ésa es cosa que deja para el jefe del Estado Mayor y para los jefes de columnas y sectores». Y a continuación Koltsov añadía: «Rojo se gana a la gente con su modestia, que encubre grandes conocimientos concretos y una insólita capacidad de trabajo. Es ya el cuarto día que no levanta la espalda, encorvada sobre el mapa de Madrid. Como una cadena sin fin acuden a verle comandantes, comisarios, y a todos a media voz, sosegada, pacientemente, como en la oficina de información de una estación de ferrocarril, repitiéndose en algunas ocasiones veinte veces, explica, inculca, indica, anota en los papeles y, con frecuencia, dibuja».
De este certero apunte de Koltsov se desprende claramente que fue Rojo el principal responsable de que llegara a forjarse el espíritu de trabajo colectivo que imperaba entre los combatientes madrileños; él fue además el que manejó los hilos de la defensa de la capital, el que se encargó de atar todos los cabos y de hacer funcionar a quienes tenían un puesto medianamente importante en el sistema de fuerzas. Su extraordinaria preparación profesional, su actividad incansable y, también, su cordialidad y sencillez en el trato con los subordinados le permitirían llevar a buen término la difícil labor asumida.
El director del diario El Socialista, Julián Zugazagoitia, que, como Koltsov, siguió de cerca los acontecimientos madrileños del mes de noviembre, afirma[38] que Rojo conseguiría ir dando «a los efectivos que guarnecían Madrid la moral y la eficacia de un ejército regular». Rojo estaba «especialmente dotado para su oficio, bien preparado técnicamente, y su equilibrio anímico era perfecto», subraya Zugazagoitia, que concluye el retrato de nuestro personaje con estas palabras: «Buen expositor, tenía presentes, a la hora de trabajar, todos los matices del problema en estudio. Si Miaja era la voz de mando, Rojo era la cabeza pensante y la voluntad organizadora. Del gabinete de Rojo salían, para pasar por el despacho de Miaja, todas las determinaciones que fueron haciendo de las milicias que se apelotonaron a las puertas de la capital, decididas a sucumbir antes que abrírselas al adversario, unidades militares, con obediencia al mando y sentido de la disciplina».
El contraataque sobre el flanco derecho de las tropas africanas, planeado por Largo Caballero, fue ejecutado durante los días 10 y 11 en el frente Ciempozuelos-Vaciamadrid, pero no se alcanzó el éxito, pese a que los defensores de Madrid trataron de distraer una parte de las fuerzas adversarias lanzando un ataque en otro frente[39]. El fracaso del contraataque dejó libres a las unidades que se habían reservado para el mismo, y Largo decidió ponerlas a disposición de quienes defendían la capital; entre esas unidades se hallaban las Brigadas Internacionales XI y XII, que, con su llegada a la zona que controlaban Miaja y Rojo, verdaderamente harían su bautismo de fuego.
La XI Brigada Internacional, mandada por el general Kleber (cuyo verdadero nombre era Manfred Zalmanovich Stern), contaba con unos 1900 hombres y estaba compuesta por los batallones franceses Edgard André y Commune de París, y el eslavo Dombrowsky, mientras que en la XII, con unos 1550 hombres al mando del general Lukács (Matei Zalka), se integraban el batallón André Marty francobelga, el Thaelmann alemán y el Garibaldi italiano. Ambas brigadas se habían organizado en Albacete, donde existía una base de suministros para el frente de Madrid, con los voluntarios que se fueron incorporando después de haberse alistado en las oficinas establecidas en la parisina rué Lafayette. Pese a lo que afirman algunos historiadores, muy pocos de estos voluntarios habían participado en la primera guerra mundial, y, en general, carecían de experiencia bélica; no obstante, se orquestaría en torno a ellos, desde el primer momento, toda una campaña propagandística que tendería a mitificar sus hazañas.
Casi al mismo tiempo que las Brigadas Internacionales arribó a España la Legión Cóndor alemana, cuyos miembros comenzaron a desembarcar en Cádiz entre el 6 y el 7 de noviembre; su comandante, el general Hugo von Sperrle, y el jefe del Estado Mayor, teniente coronel Wolfram von Richthofen, se habían trasladado unos días antes por vía aérea[40]. La Legión Cóndor contaba con unos 12 000 hombres y estaba compuesta por las siguientes unidades: un grupo de combate con cuatro escuadrones de bombarderos, con doce aparatos cada uno; un grupo de cazas en igual número; un escuadrón de reconocimiento con doce aviones; un escuadrón de hidroaviones y otro experimental, ambos de fuerza variable; cuatro baterías de artillería antiaérea dotadas con los famosos cañones de 88 mm, auxiliadas por otras cuatro baterías con cañones de 20 mm; un destacamento de tierra; una unidad blindada (cuyo jefe era el coronel Wilhelm von Thoma), integrada por cuatro compañías con doce tanques cada una; una compañía de detección aire-tierra; y los correspondientes servicios. La Legión Cóndor constituyó un capítulo aparte de la ayuda germana; al producirse su llegada, sus más de cien aviones se sumarían a otros tantos que, más o menos, habían entregado ya los alemanes al bando rebelde; a estos doscientos aviones había que añadir además los noventa (el 1 de diciembre aumentarían hasta 118) suministrados por los italianos. Por entonces (a mediados de noviembre), los soviéticos, según Howson[41], les habían enviado a los republicanos 112 aviones: 10 bombarderos SB-2 «Katiuska», 40 cazas I-15 «Chato», 31 cazas I-16 «Mosca» y 31 biplanos de ataque R-5.
Cuando estaba a punto de iniciarse la batalla de Madrid, tanto Italia como Alemania tuvieron ocasión de manifestar su deseo de que el conflicto español acabase pronto, con el triunfo de Franco. A finales de octubre, el ministro de Asuntos Exteriores italiano, el conde Ciano, había viajado a Alemania para entrevistarse con su colega Constantin von Neurath[42], y se pusieron de acuerdo al juzgar que Franco estaba conduciendo mal y con excesiva lentitud la guerra; consideraron que convenía llamarle al orden e incrementar la ayuda que se le estaba prestando, para conseguir, en el menor tiempo posible, el total derrumbamiento del gobierno republicano. Como primera medida decidieron enviar más aviones al bando rebelde y proporcionarle dos submarinos, que deberían operar junto a las costas republicanas del Mediterráneo e impedir la llegada de suministros rusos; pero además acordaron que, en adelante, habrían de coordinar sus acciones, a la par que aumentaban sustancialmente el apoyo a Franco. Hitler y Mussolini aprobaron los acuerdos adoptados por sus ministros, y el denominado «Eje Roma-Berlín» comenzaría, así, a gestarse por entonces. En este ambiente surgió la Legión Cóndor; los alemanes, que deploraban las tácticas de combate empleadas por Franco, tanto en tierra como en aire, le advirtieron que no estaban dispuestos a permitir que siguiera derrochando el material recibido, y que, por consiguiente, sólo le enviarían más ayuda si las unidades quedaban bajo el mando de militares alemanes. Franco aceptó y la Legión Cóndor se formó de inmediato y salió para España. Por lo demás, aunque los italianos no llegaron a solicitar formalmente las condiciones exigidas por los alemanes, lo cierto es que, desde el principio, optaron por mantener sus aviones bajo su propio control, cediendo sólo a la aviación franquista mandada por el general Kindelán una pequeña parte de ellos. Mientras los alemanes se integraban en la Legión Cóndor, los italianos lo hicieron en la Aviación Legionaria; de esta manera, al parecer, Franco pretendió dar a entender que los aviadores de las potencias fascistas pertenecían, en realidad, a unidades más o menos asimiladas a la Legión Extranjera creada por Millán Astray…
El 13 de noviembre, fuerzas de la columna 1 de Asensio Cabanillas lograron alcanzar el río Manzanares, aunque sin llegar a atravesarlo; mientras tanto, la columna 4, que ahora mandaba Bartomeu, conseguía progresar hacia el oeste y el norte con su misión de flanqueo. La Casa de Campo fue testigo de unos combates durísimos, en los que ambos contendientes se vieron obligados a empeñar sus respectivas reservas, y la XI Brigada Internacional entró en fuego, y se batió de forma satisfactoria. El mismo día 13, por otro lado, se desarrollaron sobre el cielo madrileño los primeros combates aéreos de cierta importancia; destacaron sobre todo los I-16 rusos, que debutaban en España, y mostraron su superioridad sobre los alemanes Heinkel He-51 y los italianos Fiat CR-32; los I-15, que ya habían volado sobre Madrid con anterioridad, superaban también a los He-51, pero no a los cazas italianos. En todo caso, la batalla aérea del 13 de noviembre contribuyó notablemente a elevar la moral de los madrileños, que notaron cómo, desde ese día, los aviones alemanes e italianos dejaban de descargar sus bombas con casi total impunidad, como venían haciendo hasta entonces. El día 15, las tropas de Varela lanzaron un violento ataque en la Casa de Campo; tras recibir refuerzos de la sierra y la retaguardia, Varela había reorganizado su sistema de fuerzas, trasladando a la Casa de Campo la columna 2 (Barrón), que estaba operando en el sector de Carabanchel. Los africanos aplicaron la máxima potencia en un frente muy estrecho, y su fuerte embestida causó el desconcierto entre los combatientes republicanos, gran parte de los cuales (como, por ejemplo, los anarquistas que Durruti trajo de Cataluña) acababan de incorporarse a la defensa de Madrid y no estaban demasiado fogueados. El frente que Varela había señalado en su orden de operaciones del día 6 a la columna 1 se asignaba ahora a las columnas 1 y 3, que llevaban detrás, en segundo escalón, a la columna 2, para impulsar el avance; los bombarderos alemanes e italianos, mientras tanto, machacaban la zona de la Ciudad Universitaria y el parque del Oeste, en colaboración con la artillería. La columna 1, apoyada por tanques, consiguió atravesar el río Manzanares y, aprovechando la brecha que dejaron abierta los anarquistas, franquearon también el río las columnas 3 y 2, ensanchando la cabeza de puente; los internacionales acudieron a taponar la brecha y tuvo lugar entonces una sangrienta batalla en la Ciudad Universitaria. El día 16, Asensio Cabanillas ejecutó un asalto que vino a estrellarse contra el hospital Clínico; sería el último esfuerzo de las tropas africanas, que prácticamente habían dilapidado su capacidad ofensiva.
Irritado sin duda por el clamoroso fracaso cosechado, contra todo pronóstico, en el ataque a la capital, Franco decidiría castigarla con brutales bombardeos aéreos y artilleros. Los africanistas habían dejado patente su incapacidad para la guerra regular y la inutilidad de su táctica de la fuerza bruta, ante un adversario escasamente armado y organizado, aunque lleno de entusiasmo y bien dirigido; y ahora recurrían, una vez más, al terror, su verdadera especialidad. Las bombas lanzadas por la artillería y la aviación de forma masiva causaron muchas víctimas y grandes destrozos en el centro de la capital, e incluso provocaron incendios en lugares tan emblemáticos como la Puerta del Sol, la plaza del Carmen, el paseo de Recoletos… Ya en la mañana del día 17, los aviones volvieron a arrojar octavillas, como lo hicieran antes del día 6, para tratar de amedrentar a los madrileños; las octavillas portaban el siguiente texto: «Si la ciudad no se rinde antes de las cuatro de la tarde, los bombardeos comenzarán con mayor intensidad». Franco cumplió su amenaza sometiendo a Madrid al bombardeo más devastador de toda la guerra; los corresponsales de prensa extranjeros dieron cumplida noticia de esta salvaje acción y hasta las embajadas de Francia e Inglaterra emitieron una dura nota de protesta.
Por enésima vez, los africanistas apostaban por el terror, y lo hacían ante una ciudad abierta de un millón de habitantes. Eran los mismos que se habían labrado la fama en las campañas marroquíes, mandando a unos sanguinarios soldados que cortaban las cabezas de sus enemigos para guardarlas como trofeo, los que cometieron innumerables tropelías y no dudaron en usar las armas químicas contra los humildes poblados morunos para vencer la resistencia de las tribus rebeldes. Ahora se habían aliado con las potencias fascistas y disponían de una poderosa máquina de destrucción. Y amenazaron con arrasar la ciudad si no se rendía. Pero la ciudad no se rindió.
Los aliados fascistas de Franco, que esperaban a la conquista de la capital para reconocer su gobierno, acordaron hacerlo el 18 de noviembre, plenamente convencidos de que los generales africanistas, pese a la importante ayuda recibida, no iban a alcanzar su objetivo a corto plazo, ni siquiera recurriendo a la estrategia del terror. «Si la guerra —subraya Colodny— hubiese sido simplemente una guerra civil, preocupación exclusiva de los españoles, bien pudiera haber terminado el 17 de noviembre, al quedar completamente exhausto el ejército rebelde[43]». Los alemanes, no obstante, siguiendo sin duda las directrices del falaz ministro Goebbels, emitieron el día 18 un comunicado en el que anunciaron: «Una vez que el general Franco ha ocupado la mayor parte del territorio español, y cuando los acontecimientos de las pasadas semanas han demostrado con creciente claridad que no puede hablarse de la existencia de un gobierno responsable en el resto de España, el gobierno del Reich ha decidido reconocer al gobierno del general Franco».
Los italianos dieron un comunicado similar, de manera que Franco sería a partir de ese momento, para las potencias del Eje, quien ostentara la jefatura del legítimo gobierno de España. Es claro que Franco había perdido la batalla ante las puertas de Madrid, pero Alemania e Italia, al conceder el reconocimiento a su gobierno, estaban anunciando al mundo que no iban a permitir que perdiera la guerra.
Las operaciones en el frente madrileño fueron languideciendo después del último intento realizado por Asensio Cabanillas, y el día 23, tras reunirse en Leganés Franco, Mola y Varela, se decidió dar por finalizado el ataque directo a la capital. Mola fue destituido como jefe supremo de las fuerzas que actuaban en torno a Madrid, y fue relevado por Orgaz, y este hecho, verdaderamente, viene a confirmar que el propio Franco era consciente de los fallos cometidos, de la tremenda humillación sufrida; pero, públicamente, ni él ni sus propagandistas llegarían a reconocerlo nunca, y se dedicarían a propalar toda una serie de ridículas patrañas para ocultar la afrentosa realidad.
El historiador oficial del bando franquista, Manuel Aznar, ha establecido las bases en que deben apoyarse los panegiristas de Franco para enmascarar el fracaso de Madrid. En su obra Historia militar de la guerra de España, Aznar comienza reconociendo[44] que «los acompañantes de las columnas» encargadas del asalto a la capital prepararon el día 5 de noviembre sus equipajes para entrar en ella, pues se esperaba que, en unas pocas horas, se lograría «una victoria fulminante» que habría de dar fin a la contienda. Sin embargo, continúa narrando Aznar, cuando los soldados de Asensio y Castejón «entraron en la Casa de Campo como una tromba», se encontraron, de repente, con una resistencia tan tenaz que todas las previsiones comenzaron a venirse abajo; los africanos combatían bien y causaban verdaderos estragos entre los defensores, «pero el número de éstos era tan superior al de los asaltantes, que tras cada unidad deshecha se alzaban otras frescas y decididas a la lucha». Y Aznar aporta este comentario: «Aquellas fuerzas que hacían tan duro el avance de los nacionales pertenecían a la I y XI Brigadas Internacionales, formadas por excombatientes de diversos ejércitos europeos, mandadas por coroneles checoslovacos, austríacos y rusos, y apoyadas por una considerable masa artillera, así como por unos cuantos centenares de ametralladoras».
Más adelante, Aznar añade: «En tres días habían entrado en los cuarteles y depósitos madrileños unos 12 000 hombres de las Brigadas Internacionales. Unidos a otros 12 000 combatientes españoles de vanguardia, formaban los efectivos de dos divisiones completas, muy bien armadas […] Una tercera división de reserva permanecía acantonada en Madrid».
Las razones esgrimidas por Aznar para explicar el fracaso de los africanos han hallado un fuerte eco entre los autores alineados con el franquismo; como muestra puede servir el siguiente párrafo, en el que Kindelán trata de paliar el error cometido por Franco con su desvío a Toledo[45]: «No hubiese tenido, en efecto, consecuencias desagradables para la toma de Madrid, la de Toledo, antes al contrario, si no se hubiese producido un hecho nuevo inesperado —a lo menos para fecha tan próxima—, la creación de unas fuerzas internacionales rojas, que vinieron a reforzar o, mejor dicho, a sustituir casi por completo las maltrechas y derrotadas que habían intentado oponerse a nuestra carrera triunfal. Se produjo el hecho imprevisible y desagradable de que, al quedar totalmente vencido el Ejército enemigo, surgió ante el vencedor un nuevo adversario intacto e incólume».
Los alemanes y los italianos, que asumieron el compromiso de sacar a Franco del atolladero en que se encontraba tras el fracaso del asalto a Madrid, analizaron las causas de ese fracaso, y sus conclusiones, desde luego, no coinciden en absoluto con las explicaciones que ofrecen los autores franquistas; en general, culparon del tropiezo sufrido en Madrid al propio Franco y sus generales africanistas, que demostraron no estar capacitados para afrontar una guerra que estaba adquiriendo el carácter de regular. El consejero militar alemán en España, Roland von Strunk, no dudó en afirmar que las tropas africanas podían haber tomado Madrid «el primer día[46]», y le anunció a Franco que, en lo sucesivo, debería aceptar la dirección alemana de la campaña o, de lo contrario, Alemania retiraría su ayuda. Filippo Anfuso, secretario personal de Ciano y enviado por éste a España para recabar información sobre la manera en que Franco conducía la guerra, declaró en su informe que la táctica del Generalísimo le recordaba a la de las guerras coloniales «con sus éxitos pequeños y limitados y su frecuente utilización de los pelotones de fusilamiento»; se tendía más a las minúsculas acciones tácticas que a las grandes operaciones estratégicas. El general Wilhelm von Faupel, que presentó ante el gobierno franquista sus credenciales como embajador alemán el 30 de noviembre, se expresó de forma muy similar cuando, pocos días después, remitió a Berlín un informe sobre Franco; en él manifestaba[47]: «El general Franco, según cuanto he oído decir, es un soldado de una bravura personal a toda prueba […], pero cuya formación y experiencia militares no están a la altura que requiere la dirección de las operaciones en España, dada la envergadura que han alcanzado. Franco debe el éxito de las primeras semanas al hecho de que las tropas marroquíes no han encontrado adversarios de su talla, y también al hecho de que en el bando rojo no existía ninguna dirección militar organizada. Pero la situación ha cambiado considerablemente».
El tropezón de los africanos en Madrid, ciertamente, no se produjo por la inesperada intervención de copiosas unidades extranjeras puestas al servicio del bando republicano, como proclaman los falaces propagandistas de Franco, sino por la aparición de un grupo de militares de gran competencia técnica (muy superior a la de los héroes de las campañas africanas), que, dirigidos por Vicente Rojo, tomaron las riendas de la defensa de la capital y supieron canalizar el entusiasmo y el coraje de los madrileños. Los generales africanistas forjados en la glorificada «escuela de África», cuyas limitaciones técnicas saltaban a la vista, recibieron en Madrid una soberana lección de quienes tenían una concepción muy distinta de la profesión militar.
Tras el reconocimiento del gobierno de Franco, las potencias fascistas aumentaron sensiblemente su intervención en España. El 6 de diciembre, Mussolini celebró una reunión con su ministro de Asuntos Exteriores y los jefes de Estado Mayor de Tierra, Mar y Aire, a la que asistió el almirante Canaris representando a Alemania, y en ella se estudió el incremento de la ayuda militar a Franco[48]. Hasta ese momento, la ayuda alemana había sido muy superior a la italiana, pero las cosas iban a cambiar sustancialmente; en todo caso, los medios proporcionados por ambas potencias, hacia el mes de enero de 1937, deberían haber asegurado la victoria de los nacionalistas. En sucesivas reuniones, alemanes e italianos siguieron mostrando sus dudas acerca de la capacidad de Franco para dirigir la guerra, y terminaron exigiéndole la organización de «un Estado Mayor General conjunto, para ayudarle a planear las futuras operaciones». Franco no tuvo más remedio que doblegarse ante las exigencias de sus aliados.
A mediados de diciembre de 1936, al parecer por indicación de los alemanes, Franco inició una serie de ataques indirectos sobre Madrid, para compensar el fracaso del ataque directo. El primero de ellos fue lanzado por el oeste, con el claro propósito de romper el frente republicano establecido en la zona y cortar las comunicaciones entre la capital y las posiciones republicanas de la sierra, que quedarían así en situación muy delicada, lo que probablemente permitiría a las tropas franquistas ubicadas en aquel frente cerrar sobre Madrid. Pero los atacantes, como apunta Rojo[49], fueron prontamente detenidos, y no lograron más que ensanchar levemente la bolsa que apuntaba a la capital y ocupar Boadilla del Monte. A principios de enero de 1937, tras haber reorganizado y reforzado sus unidades gracias a la generosa ayuda de las potencias fascistas, Franco persistiría en su propósito de cortar las comunicaciones entre Madrid y la sierra. «Entraba en sus cálculos —comenta Vicente Rojo— revolverse después contra nuestro flanco izquierdo para intentar el mismo corte con Valencia y Guadalajara, atacando hacia Vallecas». Franco, en definitiva, pretendía conseguir el aislamiento de la capital para conquistarla a continuación, y, además, planteaba la batalla en campo abierto, donde suponía que los soldados republicanos ofrecerían un rendimiento muy inferior al demostrado durante el asalto frontal. El ataque franquista por el oeste se desarrolló, en principio, con éxito, y los republicanos pasaron grandes apuros en el monte de El Pardo y en la defensa del puente de San Fernando, pero lograron reaccionar y la línea de combate terminaría quedando fijada entre el citado puente y Las Rozas, y se mantendría así hasta la conclusión de la contienda, en abril de 1939.
Los ataques indirectos a Madrid.
Franco estableció una pausa en las operaciones para reorganizar convenientemente sus fuerzas; los alemanes estaban enviando gran cantidad de material de guerra, a la par que las tropas africanas se reforzaban con la incorporación de portugueses e irlandeses a la Legión y el reclutamiento de indígenas realizado en Marruecos. Mientras tanto, en Valencia, el Estado Mayor Central (EMC) republicano, dirigido por el general Martínez Cabrera, procedía a la formación de nuevas unidades para utilizarlas en la zona de Madrid, repitiendo la misma maniobra de contraataque que fue intentada sin éxito en los días 10 y 11 de noviembre. Pero el 6 de febrero, antes de que se iniciara la referida maniobra, los rebeldes lanzaron un fuerte ataque en el río Jarama con tres columnas apoyadas por aviación, artillería y tanques, y causaron un gran desconcierto en las filas republicanas; desde Valencia se cursaron órdenes a las fuerzas que preparaban el contraataque para que se trasladaran urgentemente hacia el sector atacado y trataran de contener al enemigo, cuyo avance estaba resultando arrollador. Los nacionalistas ocuparon el puente de Pindoque y atravesaron el Jarama con el claro propósito de cortar las comunicaciones de Madrid con Levante; si llegaban a conseguirlo, se produciría, irremisiblemente, no sólo la caída de Madrid, sino también la del frente de la sierra. En esos dramáticos momentos, el EMC republicano decidió entregar el mando de las operaciones en el Jarama al jefe de la defensa de Madrid, el general Miaja, de manera que, en realidad, como señala Hidalgo de Cisneros[50], que participó en las citadas operaciones, vendría a ser Vicente Rojo el que tomara la dirección de las tropas republicanas durante la batalla librada en las inmediaciones del río Jarama.
Al hacerse cargo de su cometido, Rojo comprendió de inmediato que se hallaba «ante un problema de organización angustioso» y que, por encima de todo, había que actuar con rapidez para detener el avance adversario y articular eficazmente la defensa; tras analizar la situación, terminaría optando por reemplazar a determinados jefes y unidades, a la par que atraía hacia el frente algunas tropas selectas. Era, desde luego, muy arriesgado retirar fuerzas de las posiciones que defendían Madrid, porque el ataque franquista en el Jarama podía constituir una mera maniobra diversiva para facilitar el asalto a la capital; desguarnecer el frente madrileño, ciertamente, resultaba bastante peligroso, pero, haciendo gala de la resolución y la audacia que caracterizan a los grandes capitanes, Rojo decidió asumir ese riesgo. Sin pérdida de tiempo organizó el III Cuerpo de Ejército, con el teniente coronel Burillo como jefe, y compuesto por cuatro divisiones: la 13 (Arce), con las brigadas 5 y XII y XIV internacionales; la 15 (Gal), con las brigadas 17 y XI y XV internacionales; la 11 (Líster), con las brigadas 1, 18 y 23; y la 16 (Güemes), con las brigadas 19, 24 y 66. En total, los republicanos pusieron sobre el campo de batalla unos veinte mil hombres, y con el adversario lucharon aproximadamente otros tantos.
En el Jarama se libró la primera gran batalla de la guerra civil en campo abierto y ambos contendientes utilizaron una considerable cantidad de armamento moderno; los combates recordaron bastante a los de la primera guerra mundial, aunque con la novedad del importante papel representado por los aviones y los carros de combate, que además propiciaron el empleo a gran escala de la artillería antiaérea y la aparición de la artillería contracarro. Con todo, Rojo considera que, en el Jarama, si bien hubo un «verdadero derroche de medios materiales», no apareció el arte en ningún momento, y la lucha se limitó a «un bárbaro forcejeo», hasta quedar agotadas las fuerzas de ambos bandos. En el ámbito estratégico, por lo demás, es evidente que el triunfo correspondió a los republicanos, puesto que Franco no alcanzó su objetivo de cortar las comunicaciones entre Madrid y Levante.
Los italianos, que no quisieron intervenir en la batalla del Jarama, participaron, en cambio, junto a unidades españolas y bajo la dirección del general Queipo de Llano, en las operaciones desarrolladas entre los días 5 y 14 de febrero, que culminaron con la conquista de Málaga. Las tropas italianas actuantes en Málaga formaron la Primera División de Camisas Negras, mandada por el general Roatta, y contaron con el apoyo de cincuenta aviones, también italianos. Al concluir la campaña, todas las fuerzas de tierra italianas trasladadas a España se agruparon, bajo el mando del propio Roatta, en el denominado Corpo Truppe Volontarie (CTV), compuesto por cuatro divisiones, tres de milicianos y una de soldados del Ejército, con un total de unos cincuenta mil hombres.
Tras el nuevo fracaso cosechado en la batalla del Jarama (que finalizó dos semanas después que la campaña malagueña), Franco solicitó el apoyo de los italianos para llevar a cabo una maniobra de envolvimiento de Madrid y el Ejército del Centro republicano; los italianos atacarían desde Sigüenza a Guadalajara, mientras que las fuerzas franquistas que, mandadas por Orgaz, habían intervenido en el Jarama, deberían dirigir su ataque hacia Alcalá de Henares, hasta completar el cerco de los republicanos. Mussolini aceptó la propuesta de Franco, porque ansiaba, lo mismo que los alemanes, que la victoria nacionalista se produjera lo más rápidamente posible, antes de que el Comité de No Intervención comenzara a funcionar en serio. Como habían prometido, los italianos atacaron hacia Guadalajara, pero Orgaz se abstuvo de avanzar sobre Alcalá de Henares, al parecer porque sus unidades no estaban en condiciones de hacerlo, dado el desgaste sufrido en el Jarama. Las tropas republicanas que habían luchado contra las de Orgaz, sin embargo, serían capaces, tras recibir algunos refuerzos, de enfrentarse al poderoso CTV y de vencerlo, bajo la dirección, una vez más, de Vicente Rojo.
El día 8 de marzo, el CTV italiano, que llevaba a su derecha la división Soria al mando del general Moscardó y compuesta principalmente por soldados marroquíes, inició su avance desde Sigüenza y Algora, utilizando como eje la carretera de Zaragoza en dirección a Madrid. Mandaba las fuerzas italianas el general Roatta, que contaba con cuatro divisiones de infantería más o menos motorizada, apoyadas por dieciséis grupos de artillería de diferentes calibres, un batallón de tanques, una compañía de vehículos blindados y los correspondientes servicios; en total, participaron más de cuarenta mil hombres. Tras una fuerte preparación artillera, los italianos comenzaron a avanzar, y el débil frente republicano establecido en la zona, guarnecido por la 12 división, se derrumbó el día 9; desde Almadrones, la tercera división del CTV progresó en dos columnas hacia Torija y Brihuega, sin encontrar apenas resistencia. En esos momentos, Vicente Rojo, que continuó dirigiendo las operaciones en este episodio bélico conocido por el nombre de batalla de Guadalajara, decidió recurrir a una buena parte de los que habían protagonizado la batalla del Jarama y que se habían fogueado durante el ataque directo a la capital. Rojo abordó una reorganización, y constituyó un nuevo cuerpo de ejército, el IV, con el teniente coronel Jurado como jefe, en el que se integraron, entre otras unidades, las divisiones 11 (Líster) y 14 (Mera), que comenzaron cubriendo, respectivamente, los frentes de Torija y Brihuega y terminaron llevando, en gran medida, el peso de la lucha. Rojo resume así lo sucedido en la batalla de Guadalajara[51]: «La maniobra de Guadalajara había tenido para nosotros dos fases. En la primera fue batida nuestra división 12 y roto y pulverizado un extenso frente los días 8, 9 y 10, y reorganizado del 10 al 14, librándose, mientras tal se hacía, una batalla de encuentro con la que se pudo frenar el avance enemigo e infligirle los primeros reveses locales. En la segunda fase se consolida la organización y se monta el contraataque de conjunto, que conduce a la derrota y retirada desordenada del enemigo».
Maniobra de envolvimiento de la plaza de Madrid y del Ejército del Centro.
El 21 de marzo, el CTV italiano estaba vencido, y los republicanos, materialmente agotados, suspendieron la persecución del adversario. Y la batalla se dio por finalizada.
Es justo tener en cuenta, en todo caso, el importante papel jugado por la aviación republicana en la victoria obtenida en Guadalajara. Por aquella época, los nacionalistas, como señalan Coverdale[52] y Howson[53], habían recibido muchos más aviones que los republicanos (Italia envió 248, Alemania alrededor de 200 y Rusia 203); sin embargo, la superioridad aérea perteneció a los aviones de la República, que disponían de pistas de cemento en la zona, mientras el adversario veía sus aeródromos de tierra encharcados por las lluvias torrenciales que cayeron esos días. Con la superioridad aérea de su parte, los aparatos republicanos pudieron bombardear y ametrallar a placer las columnas motorizadas italianas.
Con el episodio de Guadalajara concluiría la gran batalla de Madrid, que se extendió entre noviembre de 1936 y marzo de 1937. El desarrollo de esta batalla fue seguido atentamente en las páginas de la prensa mundial, cuyos lectores tendrían ocasión de admirar la gran epopeya protagonizada por unos combatientes republicanos, a quienes, el 6 de noviembre, todos daban por perdidos, y que, sin embargo, lograrían salir airosos de tan dramático trance. Franco, el héroe de la guerra colonial marroquí, hubo de sentirse especialmente humillado al comprobar cómo las tropas africanas daban por finalizada su marcha triunfal, para sufrir una inesperada derrota, primero, en el lindero de la capital, y, después, en campo abierto, donde la sorpresa terminó de consumarse. El 4 de abril de 1937, con la batalla madrileña recién terminada, Franco trataría de enmascarar su frustración, haciendo unas increíbles declaraciones a un grupo de corresponsales extranjeros, que merecen ser consideradas como el precedente de las burdas fábulas lanzadas por sus propagandistas. El Generalísimo empezó diciendo[54] que Madrid sería conquistada irremediablemente por las «fuerzas nacionales», que además lograrían ocasionar graves pérdidas, en «hombres y material de guerra», a los combatientes republicanos. Y a continuación añadió: «La defensa de Madrid ha sido uno de los mayores errores del Estado Mayor rojo. Debido a su posición geográfica y estratégica, Madrid es una ciudad abierta y condenada a rendirse en fin de cuentas […] Por razones militares se dejó una vía de escape a los rojos para evitar así tener que luchar en las calles de Madrid, evitándose la destrucción de la capital. Los rojos se han encontrado siempre en desventaja cada vez que han tenido que enfrentarse con el Ejército Nacional en el campo abierto de batalla».
Contraataque republicano en Guadalajara.