CAPÍTULO 3
Pretorianistas contra militares
Una de las víctimas de la desdichada aventura colonial marroquí fue el propio rey Alfonso XIII, su principal valedor. De tal aventura, en la que España derrochó ríos de sangre y dinero, en realidad sólo obtendrían beneficio los negociantes mineros, algún proveedor del Ejército (como Juan March) y, sobre todo, los ambiciosos y arribistas sin escrúpulos que integraban el grupo de presión africanista, El hecho, por lo demás, de que uno de los miembros de ese grupo, Francisco Franco, haya dominado la política española con mano de hierro durante cuarenta años, ha contribuido a ocultar las verdaderas dimensiones del daño que causó a España la intervención militar en Marruecos, una de cuyas consecuencias más terribles habría de ser la guerra fratricida desatada en 1936.
Alfonso XIII, que terminaría abandonando el trono, fue desde luego uno de los grandes perjudicados de la empresa africana; sus aficiones militares, su deficiente formación y su irresistible tendencia al poder absoluto labraron, sin duda, su ruina. Desde el principio, se negó a escuchar las razones de quienes clamaban contra la insensata aventura y, al cabo, los problemas que muchos preveían fueron apareciendo uno detrás de otro de forma irremediable: el Desastre del Barranco del Lobo; la Semana Trágica de Barcelona; fuerte rechazo popular a la guerra marroquí; malestar en el Ejército ante la corrupción y el favoritismo que solían acompañar a los ascensos por méritos en campaña; aparición de las Juntas de Defensa, que, entre otras cosas, ayudarían a provocar la crisis de 1917; el Desastre de Annual, en el que quedaron implicados el monarca y sus favoritos y protegidos; golpe de Primo de Rivera para salvar, precisamente, a los involucrados en ese desastre; alejamiento de la monarquía por parte de los políticos, los intelectuales y la gran masa ciudadana, al considerar a don Alfonso responsable del asalto a la legalidad constitucional que la Dictadura significó… Tras la caída de Primo de Rivera, por otro lado, el rey se encontraría con la manifiesta oposición de un considerable número de militares. Muchos artilleros, como consecuencia del conflicto surgido en torno a la cuestión de la escala abierta, impuesta por el Dictador, se enfrentaron con éste, y más tarde optaron por trasladarse a las filas republicanas. La arbitrariedad en la concesión de recompensas por méritos durante la Dictadura, además, había creado un importante grupo de descontentos, en el que se incluían tanto los que se consideraban injustamente tratados, como los que, simplemente, rechazaban toda clase de componendas e irregularidades; y esos descontentos terminarían convirtiendo al monarca en objeto de su rencor. Por una curiosa paradoja, entre los militares beneficiados por Primo de Rivera también abundaron los que se apartaron de don Alfonso; así sucedió con los que habían ejercido (aproximadamente quinientos) como delegados gubernativos en el militarizado régimen dictatorial y con los que, habiendo resultado especialmente favorecidos en la concesión de ascensos, llegaron a sentirse, bien contrariados por la destitución del Dictador (como, por ejemplo, Sanjurjo), bien insatisfechos con las recompensas recibidas (como sucedería con Goded). Una cosa estaba clara en todo caso, y es que, concluidas las campañas marroquíes, el rey ya no podía recurrir al favor para mantener la adhesión de los ambiciosos e insaciables africanistas. El joven monarca que en 1909 se había lanzado a la aventura africana, confiando en ganarse el aprecio de los esforzados milites que en ella participaron, hubo de experimentar en 1931 uno de sus más tremendos desengaños.
El domingo 12 de abril se celebraron las elecciones municipales que dieron el triunfo a los candidatos republicanos y, dos días después, quedó instaurada la República, sin que el rey encontrara otro apoyo militar de última hora que el que le prestaron los miembros de la camarilla palaciega, encabezados por Cavalcanti y los hermanos Dámaso y Federico Berenguer; en esas dramáticas horas, los africanistas más caracterizados le abandonaron. Sanjurjo, que venía manteniendo contactos con políticos de los partidos republicanos, como Alejandro Lerroux, se negó a utilizar a la Guardia Civil, bajo su mando, para enfrentarse a los activistas antimonárquicos; por todo ello llegaría a recibir el calificativo de «padrino de la República». Goded y Varela, que también se habían relacionado con miembros de los partidos republicanos, no movieron un solo dedo para defender la monarquía. Mola, por su parte, nombrado director general de Seguridad por Dámaso Berenguer (durante la denominada «Dictablanda»), seguiría desempeñando su cargo (aunque con escaso acierto…) hasta el último momento; pero, al producirse la precipitada marcha de don Alfonso hacia el exilio, se encontró en situación muy comprometida, por lo que, desde entonces, guardaría un inmenso rencor a la institución monárquica… De entre todos los africanistas, no obstante, puede que fuera Franco el que se comportara de forma más mezquina con el monarca.
Es evidente que Alfonso XIII había depositado grandes esperanzas en la Academia General Militar gobernada por Franco y su cohorte de africanistas. Si ya desde los primeros años de su reinado, don Alfonso había mostrado gran interés por ganarse el respeto y el aprecio de los cadetes de las academias militares, no cabe duda de que, a partir de la creación de la Academia General, ese interés se vería considerablemente reforzado. Todo su empeño por regenerar el Ejército a través de la guerra emprendida en Marruecos venía a culminar en la fundación de esa academia, donde habrían de educarse los futuros oficiales de todas las Armas y Cuerpos bajo la atenta vigilancia de los héroes africanos, quienes, por otro lado, no dudarían a la hora de inculcarles la suprema virtud de la inquebrantable lealtad al rey.
Don Alfonso giró la primera visita al nuevo centro el día 5 de junio de 1930, para hacerle entrega de la bandera que la reina María Cristina, después de bordarla con sus propias manos, había donado a la antigua Academia General, en 1887. Tras la entrega de la bandera se celebró el acto de la jura de la misma por parte de los cadetes, y Franco pronunció el obligado discurso, en el que, entre otras cosas, dijo: «Ésta es, caballeros cadetes, la gloriosa enseña que recibimos y que vais a jurar en este día. Guardadla como preciada reliquia, besadla con los más puros amores, y si algún día llegase a vacilar en vuestro pecho la lealtad y la disciplina que vais a jurar, que su recuerdo detenga vuestros pasos, que hidalgos y caballeros os formamos y en el altar de la Patria habéis prestado vuestro más solemne juramento, y no olvidéis que la sangre de varias generaciones de oficiales hicieron más rojos los pliegues y el brillo de la gloria aumentó el oro de esos queridos tafetanes».
Franco daría por terminado su discurso con las siguientes palabras: «Ésta es la bandera que ha de uniros y cobijaros contra los enemigos de la Patria, la que representa, según la fórmula tradicional, al rey, a la Constitución y a las leyes; en ella se encierra desde este día vuestro honor y por ella habéis de llegar al sacrificio de vuestra vida».
España atravesaba, cuando tuvo lugar este acto en la Academia General, unos momentos muy delicados. El Dictador había abandonado el gobierno a finales de enero (de ahí que Franco citara la Constitución en su discurso), había fallecido pocas semanas después en su exilio parisino, y el gobierno instaurado por Berenguer se enfrentaba a una crisis que amenazaba muy seriamente la monarquía. Los viejos partidos republicanos desarrollaban una notable actividad y competían con los nuevos, en los que se integraban quienes habían dejado las filas monárquicas, y don Alfonso iba perdiendo apoyos día tras día; probablemente por ello decidió celebrar el acto de la entrega y jura de la bandera en la academia, ya que, en definitiva, él habría de constituir un homenaje a su persona y a la institución monárquica; las palabras del director, por otra parte (aun contando con la astucia y la prudencia que solían caracterizar a Franco…), deberían refrendar ese homenaje. El rey, en todo caso, se aprestó a manifestar tras la conclusión de la ceremonia académica que ésta había sido de su agrado, y a continuación tuvo a bien conceder a los cadetes el honor de prestar, unos días después, el servicio de guardia exterior en el Palacio Real. Este servicio se llevaría a cabo el día 9 de junio, y no cabe duda de que, con él, se trataba de simbolizar el respaldo de los futuros oficiales del Ejército a don Alfonso…
Todos estos actos rituales más o menos cargados de simbología, no obstante, vendrían a revelarse perfectamente inútiles cuando llegó el día de la proclamación de la República. En la mañana del 14 de abril de 1931, Franco recibió en su despacho de la academia la llamada de Millán Astray, que hablaba desde Madrid; Millán deseaba consultarle sobre la actitud que debería adoptarse en aquellos dramáticos momentos, ya que había partidarios de defender al rey a toda costa, mientras que otros preferían que dejara el trono y partiera de inmediato hacia el extranjero. Franco quiso saber, antes de nada, cuál era la opinión que al respecto mantenía Sanjurjo y si se podía confiar en la Guardia Civil. «Me ha dicho Sanjurjo —respondió Millán— que con la Guardia Civil no se puede contar y que él creía que a Su Majestad no le quedaba otra solución que marcharse hoy mismo fuera de España[1]». Franco, entonces, se limitó a contestar que, dada la situación, él opinaba lo mismo que Sanjurjo.
Manuel Azaña, ministro de la Guerra del gobierno provisional republicano, instaurado el 14 de abril, decretó el 30 de junio la clausura de la Academia General, la cual cerraría definitivamente sus puertas el 15 de julio, a la par que se daba por concluido el curso de 1930-1931. Franco encajó bastante mal este cierre y, desde luego, estuvo muy lejos de mostrar el conformismo y la serenidad que había exhibido el día en que se produjo la caída de la monarquía. En el patio de armas de la academia dirigió un discurso de despedida a los cadetes en el que sacaría a relucir tanto su resentimiento como su afán (muy africanista, ciertamente) de hacer valer los logros alcanzados durante su etapa de director. Comenzó diciendo que la academia llevaba tres años de vida y que «su esplendoroso sol» se acercaba ya «al ocaso», y seguidamente añadió: «Intimas satisfacciones recogimos en nuestro espinoso camino cuando los más capacitados técnicos extranjeros prodigaron calurosos elogios a nuestra obra, estudiando y aplaudiendo nuestros sistemas y señalándonos como modelo entre las instituciones modernas de la enseñanza militar».
Estas manifestaciones del general no tenían, en realidad, fundamento alguno. Franco pretendía basarse en un comentario que supuestamente había emitido el ministro de la Guerra francés, André Maginot, tras realizar una mera visita de cumplido a la academia, el domingo 26 de octubre de 1930, en la que apenas pudo contemplar otra cosa que la clásica parada que se organiza en estos casos y el correspondiente desfile. Los hagiógrafos de Franco («la voz de su amo») suelen aludir al apócrifo comentario del señor Maginot, pero hasta la fecha no se han dignado aclarar dónde, cómo y cuándo fue expresado…
Franco afirmaría además en su discurso que, tras analizar los «vicios y virtudes» del Ejército, había conseguido llevar a cabo una «revolución profunda en la enseñanza militar», contando en todo momento con el «empuje de un profesorado moderno, consciente de su misión»… Y, ya sin duda satisfecho por haber proclamado sus éxitos, pasó a dar rienda suelta a su resentimiento, y dejó a la par constancia de su impotencia a través de las siguientes palabras: «¡Disciplina!, nunca bien definida y comprendida. ¡Disciplina!, que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía, o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando».
Manuel Azaña tomó buena cuenta del discurso de Franco, y en sus Diarios le dedicó este comentario: «Completamente desafecto al gobierno, reticentes ataques al mando; caso de destitución inmediata si no cesase hoy en el mando. Le paso la alocución al asesor, para que vea si hay materia punible. Me entrega un informe escrito, diciendo que se puede proceder en forma judicial; que cabría gubernativamente corregirlo». En otras anotaciones, Azaña expone que el cierre de la academia se había intentado ya «en tiempo de Berenguer» y que contra ella «había muy mal ambiente en el ministerio[2]».
La Academia General dirigida por Franco, ciertamente, fue objeto de muchas críticas entre los militares, sobre todo entre los que se identificaban con el ideario liberal y democrático, que recibieron con alborozo el advenimiento de la República. Los métodos de enseñanza impuestos por Franco y sus leales africanos, desde luego, no encajaban en el nuevo régimen establecido el 14 de abril, como bien señala Antonio Cordón[3]: «Franco, secundado por una serie de oficiales africanistas, que actuaban como profesores, sus adictos, reaccionarios en su mayoría, se esforzó por inculcar en sus alumnos el “espíritu legionario”, una mentalidad de casta, un concepto del Ejército que le atribuía la calidad de columna vertebral del país y árbitro supremo de sus destinos, un sentido de la disciplina y de la lealtad ciega respecto al jefe. Así pues, la supresión de la academia significaba la abolición de un centro reaccionario. Era una medida política de defensa del régimen republicano».
La academia regida por Franco y sus africanistas, en definitiva, sería receptora de todo el ambiente militarista y fascista que se respiraba en las Fuerzas de Choque africanas, particularmente en la Legión; sobre esta cuestión se ha realizado ya algún estudio[4] y no merece la pena insistir más. No cabe en principio, pues, poner reparos a este juicio que aporta Cordón: «Quizá hubiera sido más lógico que el gobierno hubiera mantenido la academia cambiando a los profesores, y al director en primer lugar, por otros sinceramente partidarios de los cambios sociales y políticos que entrañaba el régimen republicano». Pero, dejando a un lado las consideraciones políticas, lo cierto es que la Academia General zaragozana presentó muy graves deficiencias en lo que respecta al nivel de las enseñanzas impartidas; este hecho, por otra parte, resulta bastante explicable si se tiene en cuenta la escasa preparación teórica y técnica del grupo de profesores seleccionado por Franco. A1 coronel Miguel Campins, que ejerció el cargo de jefe de estudios en el centro, le afectaron notablemente las críticas que se vertieron en torno a este asunto y, por eso, decidiría escribir un libro (titulado La Academia General Militar de Zaragoza y sus normas pedagógicas y, no publicado finalmente), con el que se propuso, según él mismo confiesa, salir al paso de las «falsas imputaciones que al personal que formó la Academia General Militar se achacan[5]». En otro pasaje de su inédita obra, Campins apunta[6]: «Dícese por algunos, en particular miembros de ciertos cuerpos [se refiere a los artilleros y los ingenieros] que a sí mismos se llaman especiales, olvidando que […] especiales, técnicas y facultativas son hoy todas las armas, cuerpos e institutos del Ejército, dícese, digo, que la Academia General Militar es una interrupción en su plan de estudios…».
Campins no estaba dispuesto a aceptar estas críticas y puso todo su empeño en rebatirlas. Pero quizá convendría puntualizar que, aunque tratara de defender la labor desarrollada por la Academia General, lo cierto es que no sintonizaba en absoluto con las formas de pensar y de sentir del grupo africanista, que, al cabo, marcarían el tono de la enseñanza del centro; en cambio, y éste es un dato interesante, parecía guardar ciertas afinidades con Vicente Rojo. Ambos eran, en efecto, personas de mentalidad abierta y grandes inquietudes intelectuales y profesionales, propensos a prestar servicio a los demás (y no sólo a su propio ego, como los ambiciosos africanistas), militares competentes y cercanos al ideario liberal, pese a su condición de sinceros católicos; muy aficionados al estudio, realizaron el curso de Estado Mayor, y obtuvieron el número uno en sus respectivas promociones. Campins había servido largos años en África, y había participado, además, en el desembarco de Alhucemas, pero no era precisamente un africanista, como se desprende claramente de las páginas de su libro; repudiaba la disciplina prusiana, el militarismo, la mentalidad fascistoide y otros rasgos característicos de los milites africanos, entre los que, naturalmente, hay que incluir el antiintelectualismo. Dadas las limitaciones culturales y profesionales de los africanistas, y especialmente de Franco, Campins fue seleccionado (sin olvidar, por supuesto, la circunstancia de haber servido en África) para que llevara a cabo la organización de la academia y trazara su plan de estudios. Sería, sin duda, el propio Franco, cuya habilidad para utilizar a los demás era proverbial, quien decidiría elegirlo para formar parte de la plantilla del centro, ya que, habiendo compartido con él destino en Oviedo, conocía de sobra las virtudes que le adornaban. En todo caso, las grandes cualidades de Campins no contribuirían demasiado a elevar el nivel de las enseñanzas del centro, sobre todo en lo relativo a las áreas cultural y teórico-técnica, pues Franco, evidentemente (al igual que el rey y el Dictador, partidarios del vulgar ejército gendarme), no estaba interesado en ello y, por otro lado, había llegado a rodearse de un cuadro de profesores en el que dominaban los pertenecientes al africanismo puro y duro, poco capacitados para desarrollar sus tareas en las citadas áreas.
Por lo demás, si los alumnos de la Academia General recibieron una formación técnica muy deficiente, todavía lo sería más su formación humana, capítulo importante de la enseñanza militar, dado que a través de ella los futuros oficiales han de adquirir la capacidad de discernimiento y el espíritu de ciudadanía necesarios para ejercer su profesión con garantías en el seno de una sociedad democrática. La formación humana, que ha de significar, ante todo, el antídoto contra las inclinaciones absolutistas, pretorianistas y fascistas, no tenía, obviamente, sitio en un centro de enseñanza creado por Alfonso XIII y el Dictador y puesto, más tarde, en manos de Franco y su cohorte de africanos. El monarca pretendió que los alumnos de la General se educaran teniendo como divisa la fidelidad hacia su persona, pero, al cabo, Franco y su grupo de profesores terminarían imprimiendo en ellos el inevitable sello africanista[7]; y en julio de 1936, como era de esperar, pasarían a integrarse en masa, junto con la mayor parte de sus profesores, en el bando rebelde liderado por los africanos. Miguel Campins daría, una vez más, la nota discordante, al negarse a participar en la rebelión; Franco le había tanteado cuando la conjura se encontraba ya en fase muy avanzada, pero Campins le respondió que era su propósito mantener la lealtad al gobierno legalmente constituido y que, por otro lado, rechazaba la intromisión de los militares en la esfera de la política[8]. Cuando las primeras noticias de la sublevación iniciada en Marruecos llegaron a Madrid, Hidalgo de Cisneros, que se hallaba en estrecho contacto con el ministro de la Guerra, llamó por teléfono a su amigo Campins para informarse de cuál era su actitud en esos momentos. Campins, que había ascendido ya a general y desempeñaba el cargo de gobernador militar de Granada, percibió la excesiva cautela con que se expresaba Hidalgo de Cisneros, propia sin duda de la delicada situación que se atravesaba, le interrumpió y, de repente, exclamó[9]: «Bueno, Cisneros, déjese de rodeos, lo que usted quiere saber es si yo estoy con los sublevados o con la República. Sepa usted, y dígaselo al ministro, que prometí por mi honor ser fiel a la República y yo cumplo siempre lo que prometo».
Por el «delito» de guardar la debida fidelidad al régimen republicano, a cuyo servicio estaba, el general Miguel Campins Aura sería juzgado y condenado a muerte por los militares rebeldes que lideraban los africanistas; la sentencia se ejecutó el día 16 de agosto de 1936.
La clausura de la Academia General de Zaragoza vino a representar, ciertamente, la culminación del fracaso cosechado por Alfonso XIII en su empeño de regenerar la institución militar, y especialmente su Cuerpo de Oficiales, tras el Desastre del 98; las campañas marroquíes no habían contribuido a forjar el ejército que España necesitaba, y los militares que destacaron en ellas, los africanistas, demostraron, por otra parte, que no eran precisamente los más idóneos para protagonizar la reforma de la enseñanza militar, por la que se clamaba desde los primeros años del siglo. Con la caída de la monarquía, en definitiva, el capítulo de la política militar abierto por don Alfonso debería quedar cerrado para partir otra vez de cero. Así pareció entenderlo Manuel Azaña, al asumir la cartera de Guerra del gobierno provisional de la República, pero las medidas adoptadas con su reforma militar, bien concebidas en líneas generales, terminarían pecando de timidez y falta de coherencia.
Azaña se proponía, fundamentalmente, acabar con el ejército gendarme y la intervención de los militares en el campo de la política, y crear un ejército operativo, cuya exclusiva misión consistiría en hacer la guerra a una potencia exterior. Esto exigía, en primer lugar, la reducción del hipertrófico Cuerpo de Oficiales, que, amén de representar un desmesurado gasto, contribuía notablemente a fomentar la desgana, el desaliento y la frustración entre los profesionales del Ejército. También sería preciso abordar otras cuestiones importantes, como la modernización del armamento y el material, la mejora de la preparación de los mandos por medio del estudio y la participación en ejercicios y maniobras, así como la racionalización de la organización territorial. Todos estos extremos fueron tenidos en cuenta en la reforma emprendida por Azaña, quien, además, trataría de restaurar la legalidad conculcada por Primo de Rivera, al establecer su particular sistema de ascensos por méritos de guerra. Para poder premiar sin problemas a sus favoritos y a los del rey, el Dictador había eliminado los filtros que constituían el informe del Consejo Supremo y el expediente de juicio contradictorio, que fue sustituido por el dictamen de una Junta de Generales creada al efecto, e incluso se dispuso que aquellos ascensos que hubieran sido denegados por gobiernos anteriores al de la Dictadura pasaran a ser revisados por éste; con dicho sistema, Primo de Rivera no sólo se permitiría favorecer a quienes participaron en las campañas marroquíes del período de la Dictadura, sino también a los del período anterior, iniciado tras la promulgación de las leyes de 1918. Con el fin de corregir estos abusos del Dictador, Azaña publicaría un decreto el 3 de junio de 1931, cuyo único artículo se expresaba así: «Los ascensos que por circunstancias y servicios en campaña se concedieron a generales, jefes, oficiales, clases y soldados desde el 13 de setiembre de 1923, se clasificarán y calificarán como sigue: a) Los que fueron denegados por gobiernos anteriores a esa fecha […] se declararán nulos; b) Los que fueron precedidos de todos los requisitos exigidos por las leyes […] podrán ser convalidados; c) Los que fueron obtenidos a propuesta de la Junta de Generales, sin previa instrucción de expediente o en contra del informe del Consejo Supremo o, en general, con falta de los requisitos esenciales señalados por las leyes, se declararán nulos».
Este decreto no fue aplicado con el debido rigor, por lo que, prácticamente, todos los militares promocionados por Primo de Rivera siguieron conservando sus empleos, aunque algunos de ellos llegaron a perder puestos en el escalafón. Si el decreto se hubiera cumplido, por ejemplo, Goded habría descendido desde general de división a coronel, Franco y Mola desde general de brigada a teniente coronel, y Varela desde coronel a comandante. Los compañeros de promoción de Vicente Rojo, por otra parte, habrían perdido todos y cada uno de los ascensos obtenidos por méritos de guerra, ya que ellos habían sido otorgados de acuerdo con las normas impuestas por el Dictador; Rojo se hubiera evitado así el agravio que suponía ver cómo algunos de sus compañeros, sin fundados motivos, ostentaban el empleo de coronel, mientras él seguía ejerciendo como capitán.
Líster[10] critica duramente las reformas de Azaña, afirmando que «no afectaron en absoluto al cogollo de la cuestión, sino a lo circundante»; pese a la reforma, añade Líster, «en los puestos de mando principales continuaron los generales y coroneles reaccionarios y desde ellos seguían persiguiendo a los mandos republicanos». El fallo principal de Azaña, no obstante, pareció residir en su pretensión de forjar un ejército operativo manteniendo en sus privilegiados puestos a unos militares cuya experiencia se refería a una vulgar guerra irregular, cuyos conocimientos profesionales habían sido adquiridos en la «escuela de África». En una organización tan jerarquizada y disciplinada como es el Ejército, la presencia de esos militares en la cúpula habría de constituir un impedimento serio para esa modernización y acercamiento a los modelos que imperaban en Europa. Si los africanistas, en fin, habían sido descalificados a la hora de regir los destinos de un centro de enseñanza militar, ¿cómo podría confiarse en ellos para controlar, desde sus altos cargos, la difícil y delicada tarea de poner el Ejército al día? Azaña no supo resolver esta incongruencia, lo que, unido a su falta de coraje, terminaría por arruinar la empresa reformista iniciada con el advenimiento de la República y en la que muchos militares habían depositado sus esperanzas.
Inmediatamente después de establecerse la República, Vicente Rojo decidió acudir a la Escuela Superior de Guerra para realizar el curso de Estado Mayor. Había dejado pasar esta oportunidad durante largos años (el citado curso se reservaba para los tenientes y capitanes, y él era ya un capitán muy antiguo), y su cambio de actitud debió de estar íntimamente relacionado con el cambio operado en el gobierno de la nación; atrás quedaban la monarquía y su particular sistema de promocionar a los militares, y existían razones suficientes para pensar que las cosas iban a variar sustancialmente. Rojo, pues, se presentó en la Escuela Superior de Guerra con sus años a cuestas y una familia numerosa a su cargo; esta circunstancia, sin embargo, no le impediría culminar sus estudios tres años más tarde con el número uno de su promoción. La estancia en la Escuela Superior, desde luego, contribuyó a aumentar su prestigio entre los compañeros y a completar su cultura profesional, especialmente en lo relativo a las ciencias humanas y sociales, ya que en el curso se concedía gran importancia a las asignaturas de historia, geografía, economía política, derecho internacional e idiomas. Por entonces, alcanzó el honor de ganar el Premio Villamartín, concedido a los autores militares.
Vicente Rojo, por lo demás, no abandonó las tareas de publicista, iniciadas en setiembre de 1928, en compañía de su buen amigo Emilio Alamán. La Colección Bibliográfica Militar había surgido con la Dictadura, pero continuaría publicándose con la denominada Dictablanda de Berenguer y tampoco se vería afectada por el tránsito de monarquía a república. Se trataba, concretamente, de una revista mensual, enviada a los suscriptores que abonaban la cuota de 1,50 pesetas; editada en rústica, con formato en octavo, su extensión rondaba en torno a las ciento sesenta páginas. Cada tomo solía contener una o dos obras (inéditas, la mayoría de las veces), cuyos temas se referían a alguno de los diversos aspectos de la técnica militar, y además una sección bibliográfica en la que se dedicaba un comentario a aquellos libros considerados interesantes para los militares. En la contraportada se incluía esta llamada a los lectores para fomentar su participación: «Realiza esta Colección una obra de divulgación y perfeccionamiento cultural, por lo que recabamos su colaboración y apoyo, rogándole nos comunique cuantas iniciativas u observaciones personales tiendan a su mejoramiento».
El primer tomo de la colección salió a la luz pública con un trabajo de autor anónimo, titulado «Instrucción de la Infantería alemana»; ya en los tomos siguientes (desde el II hasta el V, ambos inclusive), los trabajos aparecerían firmados, y figuraban como autores el propio Rojo y dos compañeros suyos de promoción académica, los capitanes Alfredo Sanjuán Colomer y Fernando Ahumada López. Los problemas de tiro fue el tema elegido por Rojo, mientras que Sanjuán (número uno de la promoción, diplomado en Estado Mayor y piloto aviador) escribió sobre la aviación militar; por su parte, Ahumada publicó un largo artículo que ocupó los tomos II y III y que llevaba por título «La Infantería en la Gran Guerra. Su evolución táctica». La colaboración de otros autores, tanto españoles como extranjeros, en todo caso, no se haría esperar mucho, de manera que la revista alcanzó muy pronto un notable prestigio y una gran difusión; de los autores extranjeros de la primera hora, cabe destacar al doctor León Wauthy («Psicología del soldado en campaña»), al coronel Lebaud («Mis impresiones de guerra») y al famoso tratadista militar británico J. E. C. Fuller («La guerra futura»). Estaba claro que los editores Rojo y Alamán pretendían dar cabida en las páginas de la colección no sólo a las materias que tradicionalmente han sido consideradas como específicas de la profesión militar (estrategia, táctica, logística, organización, armamento, tiro, balística, fortificación, topografía…), sino a todas aquellas que, dada la complejidad de los modernos conflictos bélicos, pudieran mejorar la preparación de quienes tenían como oficio hacer la guerra.
Por aquella época, como es bien sabido, inició su andadura la Academia General Militar de Zaragoza; el general Franco pronunció el discurso de inauguración en el patio del centro, el día 5 de octubre de 1928, en el que empezó saludando a los nuevos cadetes, para pasar seguidamente a presentarles a sus profesores, con estas palabras: «En ellos encontraréis constante guía, ejemplo edificante, pues no en vano atesoran las más puras y acendradas virtudes. A la experiencia de los que encanecidos en la profesión dedicaron su vida al trabajo y al estudio, se unirá la de aquellos otros que, más afortunados, en la guerra pudieron constatar su pericia y entusiasmo, y que hoy cubren su pecho con los más preciados galardones militares».
Franco quiso dejar bien claro, ya en el primer párrafo de su discurso, que, de entre los profesores de la academia, eran los africanistas los que constituían la élite y quienes marcarían la pauta; ellos, «más afortunados», habían tenido ocasión de formarse en la «escuela de África» y sus méritos eran indiscutibles. Los otros, los que simplemente se habían entregado al trabajo y al estudio, no merecían para Franco una gran consideración, por lo que su papel en las tareas docentes habría de tener muy escasa relevancia[11].
Tras descalificar a los estudiosos frente a los héroes de la guerrita colonial, Franco pasó, más o menos, a exponer los principios en los que pensaba basar las enseñanzas del nuevo centro; habló de la necesidad de emular a los soldados de los tercios del siglo XVI y de la vigencia que conservaban las «sabias Ordenanzas de Carlos III», y concluyó el discurso con estas advertencias dirigidas a sus alumnos: «No es la vida militar camino de regalo y deleite, como os hemos anunciado, encierra grandes penalidades y trabajos, sacrificios. ¡Gloria también!… mas como las rosas surge entre espinas y trabajos. No olvidar que el que sufre vence, y ese resistir y vencer de cada día es la escuela del triunfar y es mañana el camino del heroísmo».
De la alocución de Franco, verdadera declaración de principios, se deducía que él se proponía educar a los cadetes de la academia en los valores que primaban entre los africanistas (la bravura, el desprecio por las actividades intelectuales, el heroísmo, el espíritu de sacrificio), haciendo énfasis en lo viejo (los soldados del siglo XVI, las Ordenanzas del siglo XVIII) e ignorando, a la vez, las realidades nuevas (el carácter de la guerra moderna con sus soldados ciudadanos y avanzada tecnología, las experiencias recogidas de la Gran Guerra…). El criterio mantenido por Franco en su discurso, por lo demás, sería muy escasamente compartido en la revista editada por Rojo y Alamán, que salió a la calle justamente cuando la Academia General abría sus puertas.
Durante los casi tres años de existencia de la academia dirigida por Franco, los temas tratados en la Colección Bibliográfica Militar (además de los ya citados) se refirieron a la guerra química, la movilización industrial, la importancia del saber en la carrera militar, los procedimientos tácticos vigentes, la lectura de planos, las bases navales, el VII Ejército alemán en la cobertura de agosto de 1914, el ejército del porvenir, la organización y mando de las grandes unidades en Francia, el individuo y la unidad en el combate, la evolución de la artillería en la Gran Guerra, el arte de la guerra, el ejército ante las teorías colectivistas, la educación ciudadana desde el punto de vista militar, la defensiva en la historia, la guerra en su esencia, el momento de la caballería, la cooperación de las armas, la iniciativa, la moderna División de Caballería, la dirección de la Gran Guerra, la batalla de Bainsizza, y el arte de la guerra en la época contemporánea. Tan sólo uno de los 34 tomos publicados en ese espacio de tiempo (el tomo XXVIII) contempló la intervención española en Marruecos, a través de dos artículos firmados por el comandante José Díaz de Villegas y el capitán Andrés Sánchez Pérez, que, respectivamente, llevaban por título «Lecciones de la experiencia» y «La acción decisiva contra Abd el-Krim». Muy poca cosa, sin duda. Por su actuación en las campañas marroquíes, Franco y sus africanistas habían recibido el encargo de educar a los cadetes de la Academia General, pero lo cierto es que las referidas campañas parecían interesar muy poco a los oficiales que, a través de la revista dirigida por Rojo y Alamán, trataban de perfeccionar sus conocimientos militares.
La labor desarrollada por la colección en el seno del Ejército muy bien puede ser calificada de trascendente, aunque los historiadores de la órbita franquista hayan tratado de minimizarla y ocultarla. Rojo y Alamán consiguieron dar salida a unas inquietudes culturales y profesionales que habían permanecido en la sombra hasta entonces, como consecuencia, probablemente, de la pésima política militar llevada a cabo durante decenios. La influencia de la revista, desde luego, hubo de ser considerable, ya que contaba con unos dos mil suscriptores, y, con la República, los jefes y oficiales en activo sumaban aproximadamente ocho mil, como afirmó Azaña en un discurso pronunciado en el Congreso de los Diputados, el día 2 de diciembre de 1931, y como fácilmente puede comprobarse si se consulta el anuario correspondiente al año 1933, que contiene las plantillas resultantes de la reforma azañista y en el que constan 4223 jefes y oficiales de Infantería, 868 de Caballería, 1603 de Artillería, 768 de Ingenieros y 710 de Intendencia, con un total de 8172. Fueron muchos, en verdad, los militares que acudieron a la llamada de Rojo y Alamán para compartir sus inquietudes culturales y profesionales, y esto, necesariamente, habría de traducirse en un cambio de cierta importancia en las formas de pensar y de sentir de los miembros del Ejército. El mito de los africanistas se iba desvaneciendo a la par que en el Cuerpo de Oficiales se dejaba notar una corriente de aire fresco que venía de Europa y que echaba por tierra el mezquino y trasnochado concepto que los milites africanos tenían de la profesión de las armas, con su bravura, su antiintelectualismo, su culto a la violencia y su glorificada «escuela de África», que, en realidad, había surgido del contacto con unas tribus indígenas que apenas habían rebasado la época medieval. Frente a la «escuela de África», los editores, colaboradores y lectores de la Colección Bibliográfica Militar parecían apostar por la «escuela de Europa», la de los países civilizados, entre los que debería tener su sitio España.
La colección se había fijado como principal objetivo el perfeccionamiento de los oficiales a través del estudio, teniendo en cuenta que era precisa una formación continua para poner al día y ampliar los conocimientos adquiridos en la academia. Azaña llegaría a compartir este propósito de la revista, al establecer los cursos de aptitud para el ascenso a jefe (comandante) y a general, con la particularidad de que el curso de jefe debía dar lugar a cambios en el escalafón con arreglo a las calificaciones obtenidas. Los africanistas ascendidos por méritos de guerra lograron acceder a los empleos de comandante y general sin haber realizado ninguno de los referidos cursos, por lo que, de acuerdo con los criterios y las normas que ahora prevalecían, la capacidad para desempeñar los cargos que ostentaban se hallaba en entredicho. El general Mola, con esa irresistible tendencia de los africanos a hacer valer sus virtudes en todo momento, sintió, al parecer, la necesidad de salir al paso de las ideas que se estaban imponiendo, y en uno de sus libros publicados por entonces se atrevió a lanzar este disparatado y desabrido comentario[12]: «Con motivo de la campaña de Marruecos y la evolución determinada por la guerra mundial, se creó poco a poco el tipo de general culto y capacitado para el mando. En 1930 poseíamos un núcleo selecto. A raíz de proclamarse la República se cometió el grave error de expulsar y perseguir a casi todos que lo constituían […]. Si por desgracia estallara ahora una guerra (que puede estallar) ya veríamos qué pasaba. Desde luego auguro que a los “llorones de ocasión”, los “judaizantes”, los “socialpolienchufados” y los energúmenos no los habríamos de ver en la zona de los ejércitos».
En otro lugar de su obra, Mola afirma[13]: «Al terminar la guerra [de Marruecos] contábamos en nuestro Ejército con una selección de cuadros de mando y con unas tropas en África que nada tenían que envidiar a las mejores del mundo. Hoy, de aquellos cuadros y de estas tropas no queda apenas nada. A los que allí actuaron con éxito indiscutible se les ha perseguido con saña y con rencor».
La obsesión de los africanistas por hacerse la propaganda sale a relucir también en los guiones (extractos de las explicaciones que los profesores habían de impartir en clase) utilizados en la Academia General Militar. Como muestra puede servir el siguiente párrafo, que corresponde a la 19 conferencia del guión de Educación Moral: «En nuestra campaña de Marruecos hemos visto cómo soldados como los del Tercio, físicamente inferiores por formar entre ellos un considerable núcleo de alcohólicos, sifilíticos, degenerados, de todas las edades, de todas las clases de procedencias, aunque entre ellos hubiera un corto número de románticos, han resultado formar una de las mejores tropas del mundo por la sola virtud de tener una oficialidad y un mando entusiasta y selecto, que les supo inspirar una moral inmejorable, y no escatimar ningún sacrificio cuando era necesario hacer el de la propia vida».
Este párrafo es exponente fiel del egoísmo y de la falta de escrúpulos que caracterizaban a los africanistas; no dudaban, a la hora de proclamar sus méritos, en denigrar incluso a quienes, haciendo de carne de cañón en una salvaje y rudimentaria guerrita, habían contribuido de forma decisiva a impulsar sus rutilantes carreras.
Los africanistas, por lo demás, que con su pasividad habían propiciado la caída de la monarquía, comenzaron ya a sentirse incómodos con la República desde el momento en que Azaña publicó el decreto del 3 de junio sobre la clasificación de los ascensos por méritos en campaña; pero, a medida que transcurría el tiempo, llegarían a comprender también que ellos no encajaban en el ejército moderno y propio de un régimen democrático que Azaña estaba tratando de organizar y que desde las páginas de la colección se defendía. Las intrigas y maquinaciones de los militares favorecidos por el régimen anterior y que se consideraban agraviados por el republicano se dejaron notar hacia el mes de julio de 1931, sin que Manuel Azaña, sobradamente informado acerca de ellas[14], se inquietara demasiado. El día 14 del citado mes se llevó a cabo la apertura de las Cortes republicanas con un brillante y emotivo acto, coronado con un desfile militar, ante la escalinata del Congreso, que vino a simbolizar el homenaje del Ejército al nuevo régimen. Dos semanas más tarde, el diputado y prestigioso intelectual José Ortega y Gasset alzó su voz en el Parlamento para elogiar la reforma militar emprendida por Azaña; sus palabras fueron refrendadas por una clamorosa ovación de los miembros de la cámara puestos en pie. La República se iba consolidando, a la par que las reformas azañistas encontraban el debido respaldo; el 9 de diciembre se aprobó la nueva Constitución, y seguidamente Alcalá-Zamora fue nombrado presidente de la República, mientras que Azaña, tras disolverse el gobierno provisional, formó un gabinete en el que continuaría detentando la cartera de Guerra.
El tiempo transcurría sin demasiadas complicaciones para la República, y, justo cuando se cumplía el primer aniversario de su instauración, el capitán Sanjuán Colomer entregó a la revista dirigida por Rojo y Alamán un interesante trabajo, que llevaba por título «Mandos y estudios militares» y que sería publicado algunos meses después en el tomo XLVIII (agosto de 1932) de la colección. La fecha de finalización del trabajo fue, sin duda, el motivo que animó al capitán a inscribir estas palabras en la primera página del mismo: «A la gloriosa eclosión de la soberanía popular el 14 de abril de 1931, orto de la Historia de España, en el día de su primer aniversario».
Sanjuán, además, decidió incluir en su artículo una dedicatoria al lector, con este elocuente texto: «Principal el tema y grandes las exigencias para poderlo tratar, sirva de disculpa al intento la necesidad de que todos aportemos solución para formar el Ejército que se merece la República española e indudablemente tendrá; que estamos lo bastante dispuestos a impedir la nefasta influencia de torpes propagandas, dándolo a conocer al pueblo, del cual es parte y propiedad, y a construir, desde nuestra función profesional, todo lo que precisa para ser digno de su cariño y confianza».
El ejército que los demócratas españoles querían forjar en aquellos inciertos primeros años de la República estaba encontrando una fuerte oposición, no sólo entre los africanistas y entre determinados sectores de las fuerzas reaccionarias, sino también entre las organizaciones de la izquierda proletaria, especialmente las anarquistas, las cuales recogían todo el resentimiento que, durante casi un siglo, había ido generando en el pueblo el ejército represor, fiel guardián de los intereses de la monarquía y de los privilegiados estamentos que la apoyaban. Al servicio de los reaccionarios y de los militares que se consideraban agraviados por la República se pusieron determinados periódicos, que, criticando entre otras cosas las reformas de Azaña, trataban de crear malestar en el Cuerpo de Oficiales. Uno de esos periódicos, La Correspondencia Militar, a través de los ejemplares publicados el 18 de junio y el 31 de julio de 1931, denunció que Azaña se había jactado, en un discurso pronunciado el 6 de junio en Valencia, de haber «triturado» el Ejército; en realidad, el ministro no había hablado para nada de triturar el Ejército, sino de eliminar las impurezas que en él se habían ido acumulando a lo largo de todo un siglo, como consecuencia de la desdichada política militar llevada a cabo. No obstante, la expresión «trituración del Ejército» fue muy celebrada entre las filas reaccionarias, y el propio general Mola la utilizaría como leitmotiv en un infame panfleto, titulado «El pasado, Azaña y el porvenir», que escribió contra don Manuel. La Correspondencia Militar, por lo demás, defensora a ultranza de Primo de Rivera durante la Dictadura, había sido subvencionada con largueza por Juan March[15], quien recibiría del Dictador como premio, en 1927, el monopolio de la venta de tabaco en las plazas de Ceuta y Melilla; pero el gobierno republicano retiró a March ese monopolio… y precisamente el día 6 de junio de 1931.
Al comenzar el verano de 1932 se dejaba sentir un cierto revuelo entre los generales del Ejército, que sin duda debió de contribuir bastante a provocar el incidente que tuvo lugar por aquellas fechas (concretamente, el 27 de junio) en el madrileño Campamento de Carabanchel; como consecuencia de ese incidente, que adquirió todo el aspecto de un motín, perderían sus cargos los generales Goded (jefe del Estado Mayor Central), Villegas (jefe de la Primera División Orgánica) y Caballero (jefe de la Primera Brigada). El 5 de julio, Azaña anotó en sus Diarios[16] que lo ocurrido en el Campamento de Carabanchel podía representar el primer brote de un complot militar del que ya hablaba todo Madrid; don Manuel estimaba que «los militares desafectos» no se atreverían a chistar, «invocando tan sólo sus intereses de clase o sus propias opiniones políticas», y que si ahora se sentían dispuestos a sublevarse es porque se hallaban en contacto con algunos políticos que les proporcionaban «principios justificativos de la acción violenta». En todo caso, no deja de considerar que quizá resultaría beneficioso permitir que estallara un alzamiento, para después aplastarlo: «Vencer un pronunciamiento fortificaría la República, sanearía el Ejército dando una lección a sus caudillos, y contribuiría al progreso de las costumbres políticas».
En esos momentos, las fuerzas reaccionarias se mostraban muy inquietas, como consecuencia del debate que se estaba desarrollando en las Cortes en torno al Estatuto de Cataluña y la Ley de Reforma Agraria, y los militares que se juzgaban perjudicados por la República querían aprovechar la ocasión para estrechar lazos con esas fuerzas y organizar entre todos una rebelión contra el gobierno; la conjura terminó por materializarse, pero culminó en el fracasado golpe del 10 de agosto, conocido por el nombre de «la Sanjurjada». En el golpe llegaron a participar, además del general Sanjurjo (que se había enemistado con Azaña por haber sido destituido como director de la Guardia Civil), los generales Barrera y Fernández Pérez (que habían sido cesados en el mando de las capitanías generales de Barcelona y Burgos, respectivamente), Cavalcanti y el coronel Varela, entre otros militares. Los conjurados, por otra parte, contaban con la adhesión de algunas unidades del Arma de Caballería, cuyos oficiales se habían disgustado con Azaña por haber visto reducidos los regimientos de 28 a 10, a la par que se suprimía la cría caballar como servicio militar… La generosidad, en fin, de quienes se alzaron el 10 de agosto, alegando motivos patrióticos, no salió a relucir por ningún lado, como deja de manifiesto Cabanellas en este jugoso comentario[17]: «Sanjurjo rectifica su posición ante la República, dolido no por España, sino por habérsele quitado el cargo de director general de la Guardia Civil. Hacia él se habían vuelto otros resentidos. El 10 de agosto se convierte, así, no en un alzamiento de liberación al que impulsan móviles ideológicos, sino en una confabulación de intereses destinada a imponer un cambio de régimen en beneficio de los desplazados».
La citada «confabulación de intereses», evidentemente, no logró arrastrar a demasiados militares hacia la rebelión. Mientras tanto, la Colección seguiría mereciendo el respeto y el aprecio de los oficiales del Ejército, quienes, al parecer, asumieron de buen grado el homenaje que, precisamente en el tomo correspondiente al mes de agosto, el capitán Sanjuán Colomer rindió a «la gloriosa eclosión de la soberanía popular» que había significado la instauración de la República.
En el otoño de 1932, el gobierno presidido por Manuel Azaña se mostraba más sólido que nunca, tras haber logrado aplastar el golpe militar, cuyo estallido se esperaba desde el principio de la etapa republicana. Sin embargo, las cosas comenzaron a torcerse en los primeros días del año 1933. Los anarquistas, que rechazaron siempre su integración en el régimen republicano, oponiéndose resueltamente incluso a la reforma militar de Azaña, provocaron, a partir del 8 de enero, una serie de incidentes que terminarían desembocando en el conocido y luctuoso episodio de Casas Viejas (Cádiz), en el que las fuerzas del orden causaron diecinueve muertos, pertenecientes a las filas del anarcosindicalismo. Los grupos reaccionarios aprovecharían este hecho para atacar al gobierno, el cual, por otra parte, se vería privado de la colaboración del partido socialista, cuyas bases no aceptaban la participación de sus líderes en un gabinete al que se hacía responsable de la brutal represión llevada a cabo contra la clase obrera. Los partidos conservadores, que se habían ido reponiendo poco a poco, consiguieron, a través de los debates desarrollados en las Cortes en torno al suceso de Casas Viejas, establecer una cierta alianza con el partido centrista de Alejandro Lerroux; se sucedieron unos cuantos gabinetes, más o menos efímeros, hasta la convocatoria a elecciones legislativas del 19 de noviembre, en las que, como era de esperar, obtuvieron un indiscutible triunfo las formaciones de centro-derecha. El 18 de diciembre, Lerroux constituyó un gobierno sin el concurso de los miembros de la CEDA, que no participaría en los sucesivos gabinetes que se irían formando hasta octubre de 1934; no obstante, el poderoso partido liderado por Gil Robles no dejó de ejercer su influencia entre los que gobernaron en esta época. Con las elecciones de noviembre de 1933, en definitiva, concluyó el Bienio Reformista, y dio entrada al Bienio Restaurador, en el que se intentaría echar por tierra la labor realizada por Azaña, especialmente en lo que se refiere al ámbito agrario y al Ejército.
Desde el momento en que inició las tareas de gobierno, Alejandro Lerroux decidió atraerse a los generales encumbrados por la monarquía, mostrando una especial predilección por Francisco Franco, a quien premió con el ascenso a general de división, en marzo de 1934, haciéndole pasar por delante de otros generales más antiguos. Un mes más tarde, Lerroux conseguiría sacar adelante la ley de amnistía, por la que abandonaron la prisión Sanjurjo y el resto de los militares involucrados en el golpe de agosto de 1932.
Los conservadores ya se habían recuperado del estupor que les había producido la caída de la monarquía y de la consecuente pasividad que los llevó a ceder la iniciativa a liberales y demócratas. Y al instalarse en el poder, a finales de 1933, trataron de restablecer las condiciones que se dieron durante la Restauración, con el dominio de la oligarquía, apoyada por el Ejército y la Iglesia. La izquierda, mientras tanto, se estaba resquebrajando, sometida a la corrosiva acción de unos anarquistas que apostaban por la destrucción de todo poder político y la revolución desde abajo, a base de comunas y sindicatos, y un líder socialista como Largo Caballero que rivalizaba con ellos, llegando a proclamar que los proletarios nada podían esperar de la República; sólo Azaña y los miembros de la izquierda burguesa parecían dispuestos a poner orden en aquel caos causado por tanta irracionalidad. Haciendo gala de una despiadada actitud revanchista, los patronos, en especial los del sector agrario, contribuían a crear malestar entre los trabajadores, ofreciéndoles míseros salarios en unos momentos de grave crisis económica, a la par que les gritaban: «¡Comed República!». Azaña llamaba a la calma, pero las fuerzas proletarias, alentadas por los extremistas, se aprestaban para la lucha, proponiéndose, en el colmo de la insensatez, reverdecer las efemérides de la revolución rusa de 1917. Es muy posible, como sugieren diversos autores, Colodny[18] entre ellos, que las derechas trataran por entonces de provocar el estallido revolucionario para aplastarlo en un momento que consideraban muy favorable; pero lo que está claro, en todo caso, es que habían tomado las correspondientes medidas preventivas, atrayéndose, entre otras cosas, a los militares que habrían de llevar a cabo la represión. Resulta bastante significativo, por cierto, que el 1 de octubre de 1934 (es decir, tres días antes de estallar la revolución), el gobierno publicara un decreto para rehabilitar a los militares que habían resultado perjudicados por el famoso decreto azañista del 3 de junio de 1931; uno de los militares beneficiados por el nuevo decreto fue el teniente coronel Yagüe, que precisamente recibiría el mando de las tropas marroquíes que actuaron en Asturias para reprimir a los revolucionarios…
La denominada Revolución del 34, en gran medida planeada por Largo Caballero y a la que se opuso frontalmente Azaña, fracasó de forma estrepitosa en Madrid, fue sofocada con facilidad por el general Batet en Cataluña y tan sólo contó con un brote importante en Asturias, donde los legionarios y regulares de Marruecos, trasladados por Franco en funciones de jefe del Estado Mayor Central, se comportaron con singular brutalidad; desde ese momento, las organizaciones obreras guardarían un inmenso rencor al ejército de África.
Los reaccionarios, de nuevo en el poder, habían vuelto a recurrir al Ejército para utilizarlo como dique contra el movimiento obrero; pero en esta ocasión optaron por reservar las principales acciones represivas a las unidades mercenarias africanas, dado que no se fiaban de las unidades integradas por soldados de reemplazo. El ejército de Marruecos, en definitiva, pasaría a convertirse en el verdadero ejército gendarme de los gobernantes del Bienio Restaurador o Bienio Radical-Cedista, a la par que los generales y oficiales africanistas eran objeto de la mayor consideración. En febrero de 1935, Franco dejó su destino en la Comandancia Militar de Baleares (el que realmente tenía cuando ocurrió la Revolución de Asturias) para hacerse cargo del mando de las fuerzas militares de Marruecos, que los conservadores le entregaron por juzgarlo persona de confianza. No obstante, al constituirse un nuevo gobierno, el 6 de mayo, con la participación de cinco cedistas y Gil Robles detentando la cartera de Guerra, tuvo que abandonar el protectorado marroquí, por haber sido designado jefe del Estado Mayor Central; la jefatura de las fuerzas de Marruecos le sería otorgada a Mola, mientras Goded recibía el nombramiento de inspector general del Ejército, Varela el ascenso a general y Fanjul (al igual que los anteriores, premiado por Primo de Rivera con dos ascensos por méritos en campaña) obtenía el puesto de subsecretario de Guerra. Los africanistas, que generosa e ilegalmente fueron promocionados por el Dictador, y a quienes Azaña no quiso aplicar con el debido rigor las leyes, se colocaban ahora resueltamente al servicio de las fuerzas reaccionarias, garantizando, entre otras cosas, la recuperación del ejército gendarme; la «escuela de África» volvía a imponer su dominio sobre la «escuela de Europa», que, a través de la reforma azañista y de la labor desarrollada por la Colección Bibliográfica Militar, había comenzado a despuntar.
La revista editada por Rojo y Alamán, en todo caso, seguiría gozando del mismo prestigio y de la buena aceptación de siempre; en enero de 1934 se convocó el V Concurso de Trabajos sobre Temas Militares, y ofrecieron premios por valor de 1500 pesetas, lo cual nos lleva a pensar, teniendo en cuenta la modesta cuota (2 pesetas, tras la subida de 1932) que abonaban los suscripto res, que éstos no escaseaban precisamente. El éxito de la Colección, por lo demás, se mantendría hasta la publicación de su último tomo, en julio de 1936.
Después de que los notables del africanismo se vieron instalados por Gil Robles en los puestos clave de la institución armada, se aprestaron a colocar al frente de un buen número de pequeñas unidades (regimientos, batallones…) a militares de su entera confianza, preferentemente africanistas; configurarían, así, toda una red con la que resultaba factible controlar al Ejército y que, curiosamente, habría de permanecer, prácticamente intacta, hasta el estallido de julio, pese a que los citados notables perdieran sus puestos algunos meses antes.
Diversos escándalos (el del estraperlo, el de Nombela) debilitaron notablemente la coalición de centro-derecha que ostentaba el poder, y Lerroux hubo de abandonar, al iniciarse el otoño de 1935, la Jefatura del Gobierno, dando paso a dos gabinetes de Chapaprieta y uno de Pórtela Valladares, que se estableció el 12 de diciembre y que significaría la salida de Gil Robles del Ministerio de la Guerra, a la par que el cese de Goded y Fanjul en sus respectivos cargos. Mientras tanto, Manuel Azaña lograba restablecer la unidad de la izquierda que había permitido ejercer el gobierno durante el Primer Bienio, de manera que, al convocarse elecciones legislativas para el 16 de febrero de 1936, obtendría el triunfo el recién creado Frente Popular en el que se integraban la Izquierda Republicana de Azaña, la Unión Republicana de Martínez Barrio, el partido socialista, la Unión General de Trabajadores (UGT), las Juventudes Socialistas y el partido comunista. Azaña presidiría el gabinete instaurado el 19 de febrero, en el que sólo tuvieron cabida los representantes de los partidos burgueses, Izquierda Republicana y Unión Republicana; Franco y Mola, únicos generales africanistas que conservaban sus altos cargos desde el cese de Gil Robles como ministro de la Guerra, fueron relevados, y recibieron destino, respectivamente, en la Comandancia General de Canarias y en la XII Brigada de Infantería, de guarnición en Pamplona.
Desde el mismo momento en que quedó constituido el gobierno del Frente Popular, los generales africanos comenzaron a conspirar para tratar de derribarlo. Mola había aprovechado su estancia en Marruecos para iniciar allí una conjura con los más caracterizados jefes de las unidades del protectorado, que, por otra parte, parecían dispuestos a la sublevación, plenamente conscientes del mal ambiente que se respiraba entre los militantes de las organizaciones obreras contra el ejército de Marruecos. La brutal actuación de las Fuerzas de Choque africanas durante la Revolución de Asturias había dejado muy mal recuerdo en los izquierdistas, muchos de los cuales, los más cercanos a la sensibilidad proletaria, ansiaban que el nuevo gobierno aplicara duras medidas de represalia; esperaban que se exigiera a los autores de la represión asturiana las correspondientes responsabilidades y que, por otra parte, se diera fin a la existencia del protectorado marroquí, lo que, por supuesto, debería llevar consigo la disolución del ejército colonial; los socialistas venían reclamando la retirada española del norte de África desde hacía bastante tiempo y el propio Azaña, ya en la época de la Dictadura, se había manifestado en el mismo sentido… El negro panorama que amenazaba a los africanos facilitaría, sin duda, la labor de Mola, encaminada a conseguir la participación de las tropas marroquíes (baza importantísima) en la rebelión que los generales africanistas se proponían llevar a cabo contra el gobierno de la República. Gil Robles se había propuesto, si ganaba las elecciones, establecer un gobierno de orden con el apoyo del Ejército, y es claro que le hubieran respaldado los generales que con él colaboraron en su etapa de ministro de la Guerra; pero, tras la derrota cosechada por el jefe de la CEDA, esos generales prefirieron ignorarlo, y, si pensaron en sublevarse, sería con el propósito de instalar una dictadura militar. Los pretorianistas de la «escuela de África», alcanzada su madurez, parecían desechar ya la idea de ponerse al servicio de monarcas o líderes políticos, y optaban simplemente por ejercer el poder ellos mismos, sin despreciar, no obstante, la colaboración que pudieran prestar determinados sectores, obviamente reaccionarios, de la sociedad.
La campaña de las elecciones se había desarrollado en un clima de extraordinaria tensión, en gran medida provocado por los miembros de las clases trabajadoras, que se lanzaron a las calles para desahogar su rencor, no sólo contra las represoras tropas africanas, sino también contra los despiadados patronos, agrarios e industriales, cuyo comportamiento durante la etapa de la derecha en el poder había sido deleznable. A raíz del triunfo en las urnas del Frente Popular, los alborotos callejeros arreciaron, y adquirieron especial protagonismo los comunistas, que tan sólo habían logrado el 4 por ciento de los votos, y los anarquistas, que se habían negado a presentar candidaturas. La atmósfera de tensión que invadía las calles y la sensación de caos generalizado, por lo demás, propiciarían, como había sucedido en el período republicano del siglo XIX, el reforzamiento de las tendencias conservadoras en el seno del Ejército; porque es un hecho sobradamente probado que los militares, amén de repudiar cualquier manifestación de indisciplina social, suelen entender más fácilmente las razones de los conservadores y de los denominados partidos de orden, que las de aquellos que defienden las reivindicaciones de las clases trabajadoras. Este hecho debe de guardar estrecha relación con la deplorable educación recibida tradicionalmente en las academias, sobre todo en lo relativo a la formación humana.
El regreso al poder de Azaña y sus aliados de la izquierda, tras el paréntesis del Bienio Radical-Cedista, causó gran inquietud en las filas de los africanistas, los cuales temían el restablecimiento, con todas sus consecuencias, de la ley del 3 de junio de 1931, sobre la clasificación de los ascensos por méritos, que había sido más o menos derogada por los gobernantes de centro-derecha. Los africanistas, en general, parecían dispuestos a participar en la previsible rebelión de los generales que colaboraron con Gil Robles y que deploraban haber sido relevados de sus puestos en la cúpula de la institución armada. De entre todos esos generales, desde luego, el más motivado para lanzarse a la sublevación era Mola, pues, por los duros ataques dirigidos contra Azaña, al concluir su primera etapa de gobierno, esperaba un trato aún peor que el de sus compañeros. Como Sanjurjo en agosto de 1932, Mola se propuso impulsar una «confabulación de intereses» en la que habrían de integrarse los africanistas y sus líderes, contando con el apoyo de los políticos reaccionarios apartados del poder y el de todos aquellos (terratenientes, grandes industriales, patronos, clérigos) que se sentían perjudicados por el cambio de gobierno producido en febrero. La confabulación del año 1932, ciertamente, había terminado en fracaso, pero Mola confiaba en obtener mejor resultado, al considerar que las cosas habían cambiado bastante desde entonces y que, por otro lado, disponía de ventajas importantes (la que representaba el ejército de África, por ejemplo) sobre los golpistas encabezados por Sanjurjo.
El 4 de marzo, Mola partió de Marruecos con destino a Pamplona y, aprovechando la escala en Madrid, celebró una serie de reuniones con los notables africanistas (Goded, Franco, Fanjul, Varela) y otros generales partidarios de la rebelión (Orgaz, Ponte, Kindelán, Saliquet, Rodríguez del Barrio), y también con el teniente coronel de Estado Mayor Valentín Galarza, intrigante personaje que solía llevar los hilos de todas las conspiraciones tramadas contra la República. Mola, además, contactó con relevantes miembros de la policía, con los que mantenía buenas relaciones desde su paso por la Dirección General de Seguridad, en el período final de la monarquía. Sin embargo, tras incorporarse a su destino en Pamplona, no tardaría mucho tiempo en comprender que no iba a ser tarea fácil la de reclutar militares en la Península para llevar adelante la conjura. Un intento de pronunciamiento protagonizado por Orgaz y Varela en Madrid, el 19 de abril, se saldó con un estrepitoso fracaso; y, mientras tanto, un sondeo realizado por la Unión Militar Española (UME), organización manejada por el inevitable Galarza que se puso al servicio de los conjurados, dejaba de manifiesto que los oficiales peninsulares dispuestos a secundar un alzamiento eran muy escasos[19]. Entre los oficiales que por entonces desechaban la aventura golpista se hallaría, seguramente, la inmensa mayoría de los suscriptores y colaboradores de la Colección Bibliográfica, a quienes habría de entusiasmar muy poco la idea de participar en una empresa en la que se defendían los intereses de los africanistas y su peculiar concepto de la profesión militar. Los proyectos de futuro que pudieran ofrecer los mediocres e intrigantes africanos, expertos en rudimentarias guerritas coloniales, no atraían, evidentemente, a una buena parte de los oficiales españoles que, por el contrario, se sentían ilusionados con la vuelta de Azaña al poder y la posible recuperación de su obra reformista, destruida (con la inestimable ayuda de los generales africanistas, precisamente) por los gobiernos reaccionarios. Uno de esos oficiales ilusionados era Antonio Cordón, que se expresa así[20]: «En las elecciones de febrero de 1936, el triunfo fue de las izquierdas. Millones de españoles pensaban que iba a nacer una nueva República, fortalecida por la experiencia. Muchos militares pensábamos que iba a nacer también un nuevo Ejército».
Durante la primavera de 1936 persistió la grave alteración del orden público que se había iniciado a raíz de las elecciones celebradas en febrero; Azaña siempre se mostró preocupado por la reacción popular provocada por los sucesos acaecidos en el bienio anterior, ya que entendía que, con el desorden y la violencia que reinaba en las calles, no resultaría fácil desarrollar las tareas de gobierno. Confiaba, no obstante, en que la euforia originada por el triunfo de la izquierda en las urnas y la liberación de los encarcelados por la revolución asturiana iría amainando poco a poco, hasta permitir la normalización de la vida política. Pero los reaccionarios y los militares golpistas no dejaban de advertir también el grave problema que para el gobierno suponía la atmósfera de tensión creada por los brotes de violencia y la permanente algarabía de las calles, de manera que tratarían de contribuir al mantenimiento de esta situación a través de una estrategia de desestabilización, que se basó en la utilización del terrorismo y la caja de resonancia que el Parlamento significaba. En todo caso, se perseguía encrespar los ánimos hasta niveles insoportables para dar lugar a la intervención de los militares. Los pistoleros ultraderechistas, instruidos por militares cercanos a la UME, y entre los que se encontraban algunos exlegionarios, iniciaron sus atentados en los primeros días del mes de marzo, con el intento de asesinato del ilustre jurista y miembro del partido socialista Luis Jiménez de Asúa, que pudo salvar la vida; en cambio, su escolta, el policía Gisbert, resultó muerto. A este atentado seguirían otros, como los que causaron la muerte del magistrado Manuel Pedregal y de los militares demócratas Carlos Faraudo y José del Castillo; esos asesinatos incitaron a otros parecidos, que cometieron los militantes de la izquierda proletaria, y la estrategia de desestabilización que se estaba desarrollando recibió así cierto impulso. Tal estrategia, por lo demás, sería asumida por el propio Mola, como bien patente queda en este informe reservado que emitió en su calidad de «director» de la conjura[21]: «Se ha intentado provocar una situación de violencia entre dos sectores políticos opuestos para apoyados en ello proceder. Pero es el caso que hasta este momento —no obstante la asistencia prestada por algunos elementos políticos— no ha podido producirse, porque aún hay insensatos que creen posible la convivencia con los representantes de las masas del Frente Popular».
Para derribar al gobierno, Mola concibió un alzamiento que habría de iniciarse con la declaración del estado de guerra y de la movilización en cada división o comandancia militar, seguida de una marcha sobre Madrid. Mola consideraba que la conquista de la capital de España significaría la conquista del poder, pero esperaba que en ella fracasara el pronunciamiento, lo que obligaría a tomarla desde el exterior. En principio, Mola dispuso que fueran las columnas procedentes de las divisiones quinta (Zaragoza), sexta (Burgos) y séptima (Valladolid) las que marcharan sobre Madrid, encargando, más o menos, a las fuerzas de las demás divisiones que dominaran el territorio de sus respectivas jurisdicciones; mientras tanto, las fuerzas de Marruecos, Baleares y Canarias se mantendrían en reserva. Este primigenio plan, sin embargo, hubo de ser modificado, al reparar Mola en que sólo las unidades marroquíes ofrecían la debida garantía, por lo que tendrían que ser ellas las que realizaran la acción principal de la sublevación desde el primer momento; acabaría disponiendo, pues, que en Ceuta y Melilla se formaran sendas columnas, las cuales deberían atravesar rápidamente el Estrecho, para confluir en Córdoba y avanzar juntas hacia Madrid[22].
Desde su llegada a Pamplona a mediados de marzo, Mola había tenido ocasión de constatar que la conjura no progresaba satisfactoriamente en las guarniciones peninsulares; la campaña desestabilizadora llevada a cabo por los pistoleros ultraderechistas, evidentemente, no estaba proporcionando los resultados apetecidos. Desde Marruecos, el teniente coronel Yagüe, jefe de la Primera Legión del tercio y principal enlace de Mola en el territorio, apremiaba al general para que el alzamiento se ejecutara cuanto antes, pero éste respondía que en el ejército peninsular no se compartía el entusiasmo conspirador de los oficiales marroquíes. A finales de junio, Mola calculaba que tan sólo un 12 por ciento de los militares peninsulares simpatizaba con los conjurados, y, desolado ante tanta contrariedad, emitió el 1 de julio un sombrío informe reservado en el que exponía su propósito de abandonar la empresa golpista[23]. Por otra parte, Franco, cuya adhesión a la conjura nunca había estado demasiado clara, decidió por aquellos días apartarse de ella de forma expresa.
El 12 de julio concluyeron en el Llano Amarillo marroquí unas grandes maniobras en las que llegaron a participar, prácticamente, todas las unidades de las Fuerzas de Choque africanas; Yagüe aprovechó la ocasión para entrevistarse con los jefes de esas unidades integrados en el complot, y les dio cuenta de las instrucciones que, el 24 de junio, le había remitido Mola antes de que cayera en el desánimo. La maquinaria golpista del protectorado quedaba así puesta a punto… Y fue entonces, justamente, cuando se produjo el asesinato de Calvo Sotelo, jefe del Bloque Nacional, que causó gran impresión entre los oficiales del Ejército, allanó muchas voluntades, y que, desde luego, habría de ser utilizado como pretexto para iniciar la sublevación; Mola recuperó el ánimo perdido y el propio Franco reconsideraría su postura de abandonar a los conspiradores. El abominable crimen, en todo caso, fue perpetrado por militantes izquierdistas como represalia al cometido unas horas antes con el teniente Castillo por pistoleros de la ultraderecha, que bien podría ser considerado como un episodio más de la estrategia de desestabilización.
La noticia del crimen de Calvo Sotelo se propagó por Madrid y otras capitales en la mañana del lunes, 13 de julio. Los líderes socialistas mostraron de inmediato su preocupación, al comprender que el lamentable suceso no sólo iba a perjudicar seriamente al gobierno del Frente Popular, sino que además podría desencadenar la rebelión militar que, todos lo sabían, se estaba gestando. Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes, se puso en contacto con Gil Robles para advertirle que sería conveniente evitar un enfrentamiento en el Congreso entre diputados de partidos opuestos, ya que existía el riesgo de que ese enfrentamiento terminara convirtiéndose en el prólogo de la guerra civil. El jefe de la CEDA se negó a aceptar las advertencias de Martínez Barrio, de modo que la siguiente sesión de las Cortes fue aprovechada, una vez más, por los derechistas para reforzar la atmósfera de tensión. Los militares conjurados contra el gobierno, por su parte, constataron con la natural satisfacción cómo, a raíz del asesinato de Calvo Sotelo, una gran masa de oficiales indecisos se movilizaba hacia sus filas; Mola, con su renovado ánimo, realizó una febril actividad para atar los últimos cabos del alzamiento; el primer brote de éste se produciría el 17 de julio en Melilla y se extendería rápidamente por todo el territorio del protectorado. En los dos días siguientes, una buena parte de las guarniciones españolas seguiría el ejemplo de los africanos.
Desde el inicio del período republicano había venido desarrollándose una lucha, más o menos larvada, en el seno del Ejército, entre los militares amantes de su profesión, favorables a las reformas de Azaña y en gran medida reunidos en torno a la Colección Bibliográfica, y los mediocres y ambiciosos africanistas, que tuvieron como órgano la Revista de Tropas Coloniales, sucesivamente dirigida por Queipo de Llano y Franco; en ambas revistas se vería reflejado el talante de cada uno de los grupos en liza. La Colección era una publicación dirigida a los oficiales con inquietudes culturales y profesionales, convencidos de que, en tiempo de paz, los militares deben formarse en el estudio, porque, como señala Clausewitz, la teoría «se convierte en guía de quien por libros quiere familiarizarse con la guerra, le ilumina el camino por todas partes, facilita sus pasos, educa su juicio y le preserva del error[24]». Los africanistas, en cambio, dejarían meridianamente claro en su Revista de Tropas Coloniales, auténtico órgano político, que sólo se preocupaban realmente por hacer valer sus méritos, ganar prestigio, adquirir poder; era evidente su adhesión al militarismo vuelto hacia dentro o pretorianismo, de larga y penosa tradición en España. La larvada lucha entre militares y meros pretorianistas, en fin, quedaría interrumpida con el alzamiento de julio del 36, para dar paso a la más terrible tragedia que ha golpeado a la sufrida nación española a lo largo de su historia.