CAPÍTULO 2
La disparatada aventura colonial
La movilización llevada a cabo en julio de 1909 para enviar refuerzos a Melilla mostró los mismos fallos que la realizada en 1893, digna de ser calificada como desastrosa. Después de que fue rechazado el proyecto de Ley Constitutiva presentado por el general Cassola en 1887, no se corrigieron las deficiencias que afectaban al Ejército y éstas, obviamente, salían a relucir cuando era preciso afrontar algún conflicto en el exterior. Para actuar sin pérdida de tiempo en esta clase de conflictos, España contaba en 1909 con una especie de fuerza de intervención rápida compuesta por tres brigadas mixtas de cazadores, ubicadas en Madrid (la primera), en el Campo de Gibraltar (la segunda) y en Barcelona (la tercera); la capacidad operativa de todas ellas, desde luego, debía de resultar bastante escasa, ya que, entre otras cosas, no se hallaban al completo de sus efectivos… Y sucedió que, cuando el ministro de la Guerra decidió trasladar a Melilla la Tercera Brigada, de guarnición en Barcelona, hubo que llamar a filas a jóvenes de la primera y la segunda reserva, la mayoría de los cuales llevaban bastante tiempo sin recibir instrucción y habían, por otra parte, encauzado su vida, logrando un puesto de trabajo. El sistema de reclutamiento seguía manteniendo vigentes la Sustitución y la Redención a Metálico, a pesar de que, durante las campañas de ultramar, había llegado a estallar una generalizada protesta, que en gran medida dirigió el naciente partido socialista, y que utilizaría como lema: «¡O todos, o ninguno!». En julio de 1909, en definitiva, todo parecía indicar que se iba a repetir la injusticia del 98, y no sólo porque los sacrificios se fueran a reservar para las clases modestas, sino porque, además, los intereses que se pretendían defender en la guerra eran los de las clases acomodadas.
Ya en fecha tan temprana como la del 3 de marzo de 1908, El Socialista, periódico del PSOE, había dado la voz de alarma, advirtiendo: «Nadie ignora que los hombres que ocupan el gobierno tratan de hacer intervenir a España en los asuntos de Marruecos y que esa intervención será un hecho, ocasionando enormes males si una fuerte opinión y una actitud de resistencia no se oponen a tal locura». Y, en la siguiente celebración del Primero de Mayo, las organizaciones de izquierda dejarían escuchar su voz contra cualquier clase de aventura militar en el territorio marroquí.
El ambiente se fue caldeando, ciertamente, en los meses anteriores a julio de 1909, y, tras producirse el ataque de las harcas indígenas contra los obreros del ferrocarril minero, incluso desde la prensa conservadora se optó por recomendar prudencia. La Correspondencia de España, dirigido por el monárquico independiente Andrés Mellado, por ejemplo, publicó un artículo pleno de sensatez y ecuanimidad, que se expresaba como sigue: «Es imposible llevar adelante una guerra si el pueblo no la quiere, y el pueblo español no quiere ni oír hablar de combatir en Marruecos. A excepción de una media docena de caballeros políticos, de unos pocos especuladores del mercado y de otros pescadores en río revuelto, nadie quiere aventuras, ni provocaciones, ni ocupaciones innecesarias, ni ningún tipo de empresas extemporáneas…».
España debería abstenerse de intervenir militarmente en Marruecos, explicaba el artículo, porque, si terminaba estallando una guerra, ésta habría de constituir un pésimo negocio. «Por todos nuestros esfuerzos —advertía— sólo conseguiríamos una cosa: malgastar la sangre de los soldados y el dinero de los contribuyentes». Nadie tomó en consideración estas palabras, pero lo cierto es que resultarían proféticas.
El 18 de julio, cuando embarcaba en el puerto de Barcelona uno de los batallones de la Tercera Brigada con destino a Melilla, se produjo una violenta protesta entre los cientos de personas que se agolpaban en los muelles. El diario barcelonés El Progreso, órgano del partido republicano de Alejandro Lerroux, ofrecería a sus lectores la noticia al día siguiente, aprovechando, por lo demás, la ocasión para extenderse en diversos comentarios que habrían de contribuir a caldear, todavía más, el ambiente: «Ayer al embarcar tropas expedicionarias en el comilluco Cataluña, la protesta que late en todos los corazones se exteriorizó de un modo unánime en gritos de “¡Abajo la guerra!, ¡abajo Maura!, ¡abajo Comillas!”, en una formidable silba a la Marcha Real y en las petaquitas y medallas que desde la borda del buque se arrojaban al mar. Es el principio del fin, porque el pueblo, convencido de su obra patriótica, seguirá adelante, ya que su protesta ha encontrado el eco que debía en el corazón de todos sus hijos, de los que la burguesía insaciable pretende devorar en una guerra insensata».
La opinión pública parecía decantarse, en julio de 1909, en contra de la intervención en Marruecos, pero no dejaba de detectarse la existencia de determinados grupos de presión que pensaban de manera muy diferente y que esperaban imponer su criterio[1]. Uno de estos grupos, cercano a los círculos de poder, abogaba por la penetración pacífica en África, y proclamaba que este hecho habría de contribuir a la regeneración nacional; si en Francia, alegaban, había surgido, tras la derrota de 1870, un entusiasta movimiento a favor de la expansión colonial, otro tanto podría suceder en la España marcada por el Desastre del 98… Desde diversos sectores de la actividad económica y defendiendo, fundamentalmente, intereses industriales y comerciales, se manifestaron otros grupos (liderados más o menos por políticos y a la vez hombres de negocios, como el conde de Romanones y Miguel Villanueva), que pretendían encontrar en el territorio marroquí un imperio de recambio, capaz de compensar la pérdida del imperio ultramarino, proporcionando mercados y materias primas. Frente a estos falsos regeneracionistas, dignos representantes del tinglado montado por Cánovas para la Restauración, se alzaba la voz de los honestos y realistas miembros del regeneracionismo auténtico, que rechazaban cualquier clase de aventuras coloniales, al considerar, por una parte, que todos los recursos deberían dedicarse a la reconstrucción interna, y, por otra, que el pueblo no se mostraba dispuesto a afrontar sacrificios como los que se le exigieron en las colonias de ultramar; si el pueblo se sentía de nuevo injustamente tratado, añadían, era muy probable que surgieran graves conflictos sociales, con las correspondientes consecuencias para la estabilidad del país.
Las unidades de cazadores que habían partido de la Península para apoyar a las fuerzas del general Marina, amenazadas por las tribus marroquíes, fueron arribando al puerto melillense sin grandes problemas. El día 23 de julio, después de que Marina hubo intentado sin éxito ocupar posiciones dominantes en torno al monte Gurugú, punto de gran valor estratégico, los moros lanzaron un violento ataque contra Melilla, que corrió grave peligro, y las tropas recién incorporadas a la zona se vieron obligadas a intervenir, produciéndose en ellas centenares de bajas. En este luctuoso acontecimiento perdió la vida el teniente coronel José Ibáñez Marín, quien, por una cruel paradoja, vendría a pagar las consecuencias del lamentable estado en que se hallaba el Ejército, después de haberlo denunciado en su momento, aportando, además, todo un conjunto de soluciones para tratar de remediarlo. El regeneracionismo militar saludable y culto perdió con la desaparición de José Ibáñez a uno de sus más brillantes valedores; el otro regeneracionismo, el insano e irracionalista, defendido por quienes velaban por los meros intereses corporativos y aguardaban el momento de la revancha, parecía ganar terreno día a día, contando con el inestimable apoyo del monarca. La muerte del teniente coronel Ibáñez Marín, por lo demás, se produjo en las vísperas de dos terribles sucesos, la Semana Trágica y el Desastre del Barranco del Lobo, que vendrían a confirmar los malos augurios de quienes se oponían frontalmente a la intervención española en África.
Desde el embarque de tropas el 18 de julio, la tensión fue creciendo en Barcelona, alentada, sin duda, por los artículos de determinada prensa; las organizaciones obreras, mientras tanto, se entregaron a una febril actividad, que habría de culminar en la convocatoria de una huelga general contra la guerra, que comenzó a llevarse a efecto a partir del día 26.
La huelga general provocó el estallido de una serie de disturbios, desarrollados durante la denominada Semana Trágica. El propio día 26 se declaró en Barcelona el estado de guerra, y las tropas del Ejército salieron a patrullar por las calles, y, el 27, aparecieron las primeras barricadas, al tiempo que comenzaban a arder algunos edificios religiosos; las manifestaciones anticlericales terminarían constituyendo la nota más característica de este lamentable episodio, que, al cabo, habría de saldarse con la muerte de ciento once personas y varios centenares de heridos. Por otro lado, la justicia actuaría rigurosamente contra los considerados responsables de los disturbios, dictando cinco condenas de muerte que fueron ejecutadas; entre los condenados a la pena capital se encontraba el famoso anarquista Francisco Ferrer Guardia. De la Semana Trágica, en fin, derivaron ciertas consecuencias políticas, cuyo hecho más destacado consistió en la caída del gabinete presidido por Antonio Maura, a quien, posiblemente, se le asignara el papel de chivo expiatorio desde las altas instancias del Estado. Con el abandono del gobierno por parte de Maura se iría al traste un proyecto de revolución desde arriba, que, si no resultaba demasiado convincente, al menos suponía un paso adelante en el camino del progreso.
El día 27 de julio, mientras en Barcelona se iniciaban las luctuosas jornadas de la Semana Trágica, se produjo en el territorio marroquí el descalabro conocido por el nombre de Desastre del Barranco del Lobo. Fueron nuevamente las dichosas obras del ferrocarril minero las que provocaron el incidente; los indígenas habían destruido por la noche un tramo de la vía y el general Marina se vio obligado a enviar las tropas necesarias para la protección de los obreros encargados de reparar los daños. La misión de protección le fue encomendada a la Primera Brigada de Cazadores, a cuyo mando se hallaba el general Guillermo Pintos, que desconocía totalmente el terreno que pisaba y que ni siquiera contaba con planos de la zona; tales deficiencias le llevarían a penetrar de forma arriesgada con algunas de sus unidades en el tristemente célebre barranco del Lobo, donde habría de perder la vida junto a la mayoría de sus oficiales y alrededor de doscientos soldados; a estas bajas se sumarían las de un millar de heridos. La falta de organización que acusaba el Ejército, así como la pésima dotación e instrucción de sus tropas, fueron los verdaderos responsables del descalabro sufrido; a ello habría que añadir la ausencia de motivaciones de los soldados, que los llevaría a adoptar una actitud pasiva, «irrumpiendo en el campo de batalla como una manada de corderos camino del matadero[2]».
Acababa de comenzar la intervención en África y ya dos terribles tragedias sacudían a la sufrida sociedad hispana. Tenían razón los regeneracionistas, civiles y militares, al rechazar esa intervención, afirmando que el pueblo no se mostraría dispuesto a aceptarla y crearía problemas, y que, por otro lado, el Ejército no estaba en condiciones de afrontar empresa alguna en el exterior. Los episodios de la Semana Trágica y del barranco del Lobo, en todo caso, causaron un fuerte impacto en la opinión pública y las operaciones en Marruecos quedaron paralizadas durante algunas semanas. No obstante, el gobierno aprobó un plan elaborado por los mandos militares, que se ejecutaría en setiembre, con el que se pretendía asegurar el territorio ampliado por el general Marina, para lo que sería preciso ocupar Nador, Zeluán y el monte Gurugú, que dominaba toda la zona, con la plaza de Melilla incluida.
Las operaciones se emprendieron siguiendo el plan previsto, pero no tardaron en surgir graves dificultades, dado que el terreno resultaba muy favorable para la guerra de guerrillas, que los moros practicaban con especial destreza. Los pequeños éxitos alcanzados en aquella rudimentaria guerrita fueron magnificados por la prensa monárquica y conservadora, que lanzó toda una campaña de propaganda de claro signo triunfalista; se convocaron manifestaciones, se escribieron canciones, y hasta zarzuelas, para realzar las glorias de quienes luchaban contra las tribus marroquíes. De alguna manera, se estaba tratando de recrear el ambiente, patriotero y ridículo, de las vísperas del enfrentamiento con Estados Unidos en 1898. Francisco Franco, que realizaba su último curso en la Academia de Infantería (pertenecía a la XIV promoción y había asistido en el patio del centro, el 12 de julio, a la ceremonia, presidida por el rey, de entrega de despachos a los componentes de la XIII promoción), recuerda que la noticia de la ocupación del Gurugú por las tropas españolas fue celebrada en Toledo con desbordante entusiasmo, «lanzándose la Academia a la calle, detrás de la música, seguidos por el pueblo en sincera y popular [sic] manifestación». Los cadetes que se formaban en el centro toledano, añade Franco, ardían en deseos de concluir sus estudios para poder figurar entre las fuerzas que combatían en África[3].
Al iniciarse las operaciones en el territorio marroquí, el rey se había sentido obligado a restaurar el sistema de ascensos por méritos de guerra, anulado tras las campañas de ultramar a causa de los abusos cometidos. La decisión adoptada por el monarca, es claro, representaba un paso más en el camino emprendido contra las ideas del movimiento regeneracionista. Los abusos, en todo caso, volverían a producirse y fueron denunciados, a principios de 1910, por un grupo de oficiales, a través de una hoja impresa que distribuyeron entre sus compañeros y que enviaron, además, al periódico La Correspondencia de España, acompañada de una carta al director[4]. En ella se aludía a la aberración que suponía la generosa concesión de recompensas, otorgadas con ocasión de un fracaso tan sonado como el cosechado en el barranco del Lobo. La corrupción y el favoritismo, por otro lado, habían salido a relucir una vez más, como solía suceder cuando se aplicaba el sistema de ascensos por méritos. Uno de los grandes beneficiados por las recompensas concedidas en 1909 fue Dámaso Berenguer (pasó de capitán recién ascendido a teniente coronel), e inició así una meteórica carrera que habría de llevarle, entre otras cosas, a convertirse en uno de los principales miembros de la camarilla real. Además, el restablecimiento de los ascensos por méritos de guerra daría lugar a la formación de un importante grupo de presión, los africanistas, que terminarían imponiendo su ley, tanto en la época monárquica como en la republicana; sus intrigas y sus exigencias culminaron en la sublevación de 1936, preludio de la guerra civil[5].
En 1910, el general Marina consideró concluida la campaña que había dirigido para asegurar el territorio ampliado en la zona de Melilla; ocupó algunos puntos estratégicos y estableció una serie de puestos avanzados (blocaos), que estarían protegidos y avituallados por columnas organizadas al efecto. Desde el gobierno se seguía anunciando el propósito de llevar a cabo una penetración pacífica en el territorio marroquí, pero esto no parecía convencer a los militares partidarios de la revancha, y de la lotería de ascensos por méritos; el ambiente que reinaba en determinados países europeos, que obviamente trascendía a España, contribuiría, sin duda, a reforzar su postura. Una muestra de ese ambiente nos lo ofrece, por ejemplo, un hecho ocurrido en Italia, precisamente en 1910. Se creó por entonces en Florencia la denominada Asociación Nacionalista Italiana (ANI), que aspiraba, sobre todo, a sustituir la lucha de clases por la lucha de las naciones; su fundador, Enrico Corradini, proclamaba que había que suscitar en Italia «el deseo de la guerra victoriosa[6]». Curiosamente, la asociación nacía impulsada, en gran medida, por los sueños de revancha forjados como consecuencia de un «desastre» colonial, la derrota de las tropas italianas en Adua (Abisinia), el 1 de marzo de 1896, y también por la influencia del nacionalismo francés, a su vez fruto de la derrota sufrida ante los prusianos en 1870. Ya en 1911, Corradini fundó el semanario L’ídea Nazionale, donde se abogaba por el Estado fuerte, se exaltaba al ejército y se declaraba la necesidad de la expansión colonial. Nada tiene de particular, pues, que la ANI terminara integrándose formalmente en el fascismo, el 26 de febrero de 1923.
Evidentemente, en España debieron de circular ideas muy similares a las que manejaba la citada asociación italiana; la que se refería a la sustitución de la lucha de clases por la lucha de las naciones, es decir, la de provocar un conflicto en el exterior para desviar la atención de los conflictos interiores, debió de resultar muy sugestiva a la oligarquía terrateniente e industrial, que durante décadas venía oponiéndose sistemáticamente a las reivindicaciones de los movimientos obreros, recurriendo a toda clase de procedimientos. También debieron de sintonizar con la ANI los africanistas, que en todo momento se mostraron partidarios del militarismo más radical y que (al igual que los militares franceses del ejército colonial) dejarían de manifiesto, a partir de la década de los veinte, una clara simpatía por el movimiento fascista que triunfaba en Italia, identificándose con su talante antidemocrático y otros modos de pensar y de sentir.
Pacificada la zona melillense por el general Marina, Alfonso XIII se trasladó allí, realizando una especie de viaje triunfal a partir del 5 de enero de 1911; a la vuelta del mismo fue recibido con todos los honores en el Senado, y el presidente le dedicó un vibrante discurso que comenzó con estas palabras: «Acabáis, señor, de regresar de la tierra africana. Sois el primero de los monarcas españoles, que, después del grande emperador, ha puesto en ella sus plantas. Pero hay una diferencia capital entre Vuestra Majestad y aquel soberano de fama inmortal. El emperador descendió a la tierra del África como conquistador; Vuestra Majestad ha puesto en ella, por más que en su ambiente se aspiren aún efluvios de gloria desprendidos de los heroicos hechos de nuestro valiente Ejército, su planta en plena paz».
El presidente del Senado, tras ensalzar las presuntas gestas del Ejército tratando de seguir, sin duda, la línea marcada por la prensa monárquica, no parecía muy dispuesto a lanzar una proclama militarista, como se desprende de sus primeras palabras; a lo largo de su alocución tendría buen cuidado en resaltar que, España, pese a su derecho a instalarse en Marruecos en virtud de los tratados establecidos, desechaba «todo pensamiento de conquista y todo procedimiento de fuerza», ya que era su propósito llevar a cabo una penetración pacífica. Es muy probable, por lo demás, que el rey no se sintiera demasiado entusiasmado, dadas sus aficiones militares, con el pacifismo pregonado por el presidente, aunque éste se atreviera a vaticinar, al final del discurso, que su reinado, consumada la ocupación del territorio marroquí, habría de pasar a la historia con el título de «Reinado de don Alfonso el Africano». El rey, en verdad, no sólo había arengado a los cadetes de la Academia de Infantería, a raíz del incidente provocado por los marroquíes el 9 de julio, animándolos a que imitaran el patriotismo de quienes estaban luchando en Melilla, sino que además envió por aquellas fechas un telegrama al general Marina con el siguiente texto: «Enorgulléceme la primera acción de guerra librada en mi reinado. Han quedado plenamente confirmadas las grandes esperanzas que tengo cifradas en el Ejército y en el porvenir de la Patria[7]». La actitud militarista de don Alfonso, empeñado en encarnar la figura del Rey Soldado, como lo había intentado su propio padre a instancias de Cánovas, se hallaba en flagrante contradicción con las palabras pronunciadas por el presidente del Senado, eso está claro. En todo caso, la penetración pacífica no tardaría mucho tiempo en quedar descartada, como consecuencia de la creciente belicosidad mostrada por las tribus indígenas, frente a la presencia de extranjeros en su territorio.
Cuando la opción de la penetración pacífica parecía esfumarse, comenzó a detectarse en África la presencia de un embrión del ejército colonial, que se había ido forjando como consecuencia de las operaciones desarrolladas en 1909, en torno a Melilla. La prensa más adicta al rey había lanzado toda una campaña de propaganda a favor de los militares que peleaban en Marruecos, tratando, sin duda, de imbuir en la opinión pública la idea de que el Cuerpo de Oficiales se estaba regenerando, tras su lamentable forma de comportarse durante las campañas ultramarinas; se puso de manifiesto, ciertamente, un especial interés en resaltar los sacrificios y los riesgos que los oficiales afrontaban en un terreno inhóspito, donde muchos resultaron heridos, mientras otros perdían la vida. La idea, desde luego, llegaría a calar hondo en diversos sectores del Ejército, y quienes habían participado en la campaña melillense empezaron a sentirse importantes, considerando que tenían a su cargo una sagrada misión que cumplir; fueron objeto de admiración y consiguieron atraer al territorio marroquí, con el inestimable apoyo de la prensa, a un buen número de oficiales entusiastas y ambiciosos, que probablemente deseaban lavar el buen nombre del Ejército, pero también recibir por los servicios prestados el premio del ascenso. Estos oficiales fueron, junto con el propio rey, el bloque oligárquico y los negociantes mineros, los que impulsaron en un primer momento la intervención militar en Marruecos. Sus propósitos, sin embargo, encontraban un serio escollo en la actitud, radicalmente opuesta a esa intervención, mantenida por el pueblo; sin contar con el apoyo popular, sólo se podría constituir un ejército de soldados desmotivados, cuya ineficacia ya estaba suficientemente probada; por otro lado, convenía tener en cuenta que las bajas que entre esos soldados se produjeran no serían tan fácilmente admitidas por la ciudadanía como las de los oficiales que acudían voluntariamente y llenos de entusiasmo a la lucha.
Esta serie de problemas, no obstante, había encontrado ya solución, al menos en parte, en determinadas potencias coloniales, como Francia, que recurrieron a los soldados mercenarios, reclutados en las tribus indígenas, y formaron así un conjunto de unidades que habrían de desenvolverse, exclusivamente, en el ámbito colonial. Tal medida terminaría siendo adoptada también por España, que, una vez más, decidiría imitar los modelos franceses.
En junio de 1911, el teniente coronel Dámaso Berenguer recibió el encargo de fundar el primer grupo de Fuerzas Regulares nutridas por soldados indígenas. Berenguer sabía muy bien que lo que realmente empujaba hacia la guerra a los berberiscos era la esperanza de botín: recoger armas y municiones del odiado enemigo, robar piaras de ganado a las cabilas sometidas[8]. La extrema ferocidad de estos indígenas, su sanguinario salvajismo, eran también rasgos que los distinguían y sobradamente conocidos… Al mando de semejante soldadesca habrían de actuar los oficiales destinados a las Fuerzas Regulares, las cuales, junto a la Legión, creada en 1920 e integrada igualmente por soldados mercenarios, habrían de constituir las denominadas Fuerzas de Choque africanas.
Jorge Vigón, que prestó sus servicios en África por aquellas fechas, señala que, para formar parte de las emergentes Fuerzas Regulares, se exigía a los oficiales cierta capacidad para «adquirir rápidamente un prestigio indiscutible» entre los soldados indígenas. «La lealtad de aquellos soldados —añade Vigón— había que ganársela a fuerza de valor, de audacia y de arte también; un arte de mandar que sería preciso ir descubriendo con la propia experiencia personal[9]». Uno de los primeros oficiales que se incorporaron a los Regulares fue el teniente Emilio Mola, que, en mayo de 1912, durante el transcurso de una pequeña escaramuza recibió «un balazo en un muslo», por el que, sin otros méritos especiales, le fue otorgado el ascenso a capitán.
El más destacado, sin embargo, de los militares que se integraron a las recién creadas Fuerzas Regulares fue, quizá, José Sanjurjo, quien había participado con el grado de capitán en la campaña melillense de 1909 y había obtenido en ella el ascenso a comandante por méritos de guerra. Como jefe de una compañía de cazadores, había llevado a cabo la misión de proteger la retirada de la Brigada Alfau, permaneciendo en su puesto, pese a sufrir «una importante contusión en una pierna», hasta que las demás unidades estuvieron a salvo[10]. Al frente ya del Segundo Grupo de Regulares, Sanjurjo tomó parte en una operación de castigo montada contra los indígenas de unas tribus que se rebelaron contra la ocupación española; durante el combate recibió un tiro en el costado izquierdo que trató de ocultar taponando la herida con un pañuelo, pero algunos minutos después resultó herido en el brazo del mismo lado, y se vio obligado a descender del caballo para que un enfermero le aplicara un vendaje. A pesar de las advertencias del médico, Sanjurjo se mantuvo junto a sus tropas, aguantando fuertes dolores, hasta el final de la operación. Por su heroico comportamiento logró el ascenso a teniente coronel y, además, la Cruz Laureada de San Fernando. Es así como se inició la brillante carrera de Sanjurjo en África; no cabe duda de que llegó a demostrar un gran valor, amén de una excelente condición física, muy necesaria en aquel territorio abrupto de clima infernal, donde escaseaba el agua y donde los suministros, a falta de otros medios de transporte, tenían que ser trasladados, en medio de grandes dificultades, utilizando el ganado mular. Con todo, convendría apuntar que, probablemente, la ejecutoria de Sanjurjo no hubiera sido valorada tan positivamente, ni habría alcanzado su prestigio tan altas cotas, sin las heridas recibidas en combate. Este criterio de recompensar generosamente a los heridos de guerra, en aquella época, se manifiesta con cierta claridad a través de diversos indicios y resulta además bastante explicable, dado el ambiente creado en torno al Cuerpo de Oficiales con ocasión del Desastre del 98. Por otro lado, el testimonio de algunos militares parece confirmar su existencia; Franco Salgado, por ejemplo, afirma que, durante las campañas del Rif de 1909 y 1911, se solía «premiar con el empleo inmediato» a todo «jefe u oficial por el hecho de haber sido herido levemente en un brazo o una pierna[11]».
Con la creación de los Regulares fue tomando forma el ejército colonial, que habría de contar además con algunas fuerzas auxiliares, como las harcas o bandas de combate constituidas en las cabilas (tribus) más o menos conformes con la ocupación española, y la Mehala, especie de policía indígena con mandos españoles que vestía uniforme de color verde oscuro. En los Regulares, por lo demás, se fue forjando el grupo africanista (dos conspicuos miembros del mismo fueron Sanjurjo y Mola), que más tarde encontró el refuerzo de los oficiales de la Legión (con Franco y Millán Astray a la cabeza). Desde el primer momento, los militares que servían en las Fuerzas Regulares comenzaron a mostrar una serie de rasgos característicos, que distinguirían también, obviamente, a los africanistas; rasgos como el exagerado culto a la bravura con el consiguiente desprecio por la competencia técnica, el empleo de brutales métodos de disciplina (los soldados eran sometidos a menudo al castigo de apaleamiento) y la violencia salvaje en la lucha con el enemigo. Por otra parte, no tardarían mucho en descubrir que la guerra llevada a cabo en el territorio marroquí difícilmente podría rebasar el nivel de guerra rudimentaria, escasamente parecida a la que se desarrollaba entre países civilizados.
Ya durante el siglo XIX, las guerras coloniales habían recibido el calificativo de «irregulares», para diferenciarlas de la guerra regular, ortodoxa, que se practicaba y se estudiaba en Europa. Los alemanes, que en un principio apenas participaron en la aventura colonialista decimonónica, se convirtieron en los principales teóricos de la guerra regular. Gracias a la saludable reacción experimentada a raíz de la Campaña de Prusia de 1806 y de la mano de Karl von Clausewitz y otros tratadistas militares, analizaron las lecciones impartidas en el campo de batalla por Federico el Grande y Napoleón, fundamentalmente, y llegaron a conclusiones correctas; y no olvidaron el enorme impacto producido por la revolución industrial en la guerra, que habría de traducirse en el empleo de nuevas armas, materiales, artificios, medios de comunicación… Los franceses y los ingleses, mientras tanto, descuidaron bastante ese estudio, tras las guerras napoleónicas, al orientar preferentemente su actividad militar hacia las colonias. Aquí se hallaron ante fuerzas deficientemente organizadas y dotadas, cuya incapacidad para lograr una concentración importante era notoria; si se optaba por la estrategia directa napoleónica para destruir el ejército adversario en una batalla decisiva, sólo se conseguía dar golpes en el vacío. Apenas había oportunidades para el empleo de la artillería (en las primeras campañas marroquíes se utilizó, casi exclusivamente, para aterrorizar al enemigo, mediante el bombardeo de poblados y campamentos); las dificultades para el movimiento y el abastecimiento obligaban a la organización de pequeños ejércitos. Prácticamente no existían los frentes; se operaba con columnas móviles ligeramente armadas, abundaban las emboscadas, los ataques por sorpresa y los combates de encuentro; se recurría con demasiada frecuencia a la estrategia del terror. En la guerra colonial, en fin, como apunta el mariscal Montgomery, «las tropas regulares se veían obligadas a olvidar su instrucción táctica formal para la guerra en Europa y adoptar los métodos de guerrilla y el modo de hacer la guerra al estilo salvaje[12]». La élite de los oficiales franceses que participaron en la guerra franco-prusiana, añade Montgomery, se había formado en las guerras coloniales; este hecho constituiría una causa más de la derrota cosechada por Francia.
Verdaderamente, el propósito, alentado por el rey, de regenerar el Ejército mediante la intervención militar en África, no resultaba muy convincente. En el territorio marroquí se iba a forjar un ejército que tal vez podría estar capacitado para desenvolverse en el ámbito de la guerra colonial, pero no para la lucha planteada en cualquier escenario europeo. Ese ejército, por otra parte, nutrido por soldados siervos y mercenarios y encuadrado por oficiales bravos y sacrificados, mas de escasa preparación técnica y propensos además a imponer una disciplina brutal, nada tenía que ver, en realidad, con el eficaz ejército de ciudadanos que irrumpió en los campos de batalla a raíz de las guerras de la Revolución. El ejército que nacía en África, en definitiva, no se identificaría apenas con los patrones defendidos por los verdaderos regeneracionistas, como José Ibáñez Marín, y difícilmente conseguiría atraer a los militares cultos y amantes de su profesión; los mediocres y los arribistas, sin embargo, los que continuaban guardando fidelidad a los trasnochados principios y modos de pensar de un mundo militar perdido en las brumas del pasado, no dudarían en prestarle su apoyo.
Por Real Orden de 6 de febrero de 1912, Francisco Franco, que había terminado sus estudios académicos en el verano de 1910, fue destinado al Regimiento de África número 68, de guarnición en Melilla; llegó a Marruecos, acompañado de sus inseparables Camilo Alonso Vega y Francisco Franco Salgado, dispuesto a afrontar toda clase de riesgos y con la esperanza de labrarse un futuro que mejorara las expectativas mantenidas hasta entonces. Durante su estancia en la Academia de Infantería, había dejado bien patente su radical mediocridad, de manera que ni sus profesores ni sus compañeros llegarían a sentir por él la más mínima admiración. Era un muchacho excesivamente serio, escasamente propenso a participar en las alegrías y el bullicio que caracterizan a los ambientes juveniles; como estudiante, desde luego, rendía muy poco, aunque «se sometía de buen grado a los reglamentos y aceptaba sin problemas las rutinarias tareas de la vida académica[13]»; probablemente, por ello lograría ir superando los cursos, ya que en los centros militares de enseñanza se suelen valorar mucho estas cualidades. Al concluir su carrera, en todo caso, Franco ocupó el lugar 251 entre los 312 aprobados.
Algunos meses antes de la arribada de Franco a Melilla, en agosto de 1911, Vicente Rojo había logrado ingresar en la Academia de Infantería, y había pasado a formar parte de la XVIII promoción. Rojo pertenecía a una familia de clase modesta, cruelmente golpeada por los acontecimientos en que se vio envuelta España a finales del siglo XIX y por las injusticias sociales propias de la época. El padre había ingresado en el Ejército como soldado raso, y en 1885 había sido destinado a Cuba, donde, soportando toda clase de penalidades y a costa de perder la salud, había alcanzado en principio el empleo de sargento y, algún tiempo después, el de alférez. Tras seis años de servicio en ultramar, regresó a España, ya muy enfermo, y vino a morir en 1894, unos meses antes de que naciera Vicente, dejando viuda y seis hijos en una situación lamentable. Al pequeño Vicente no se le ofrecería mejor opción para resolver su futuro que la de acudir al colegio de huérfanos de oficiales, donde habría de encontrar cierta ayuda para ingresar en alguna de las academias de las Armas y Cuerpos del Ejército. En 1911 sentó plaza como cadete en la Academia de Infantería y tres años más tarde culminó sus estudios en el centro con el número 4 de su promoción.
Al contrario que Franco, durante su estancia en la academia, Rojo fue muy bien conceptuado por sus profesores y compañeros, que valoraron tanto su condición de buen estudiante como su honestidad y rectitud, fundamentadas, entre otras cosas, en unas sólidas creencias religiosas que conservaría hasta el final de sus días. Destacaba, ya en su época de cadete, por su sincera vocación militar y sus grandes inquietudes culturales (con el tiempo llegó a constituirse una extensa biblioteca particular que contenía, preferentemente, obras militares); es bastante probable que leyera por entonces el libro Los cadetes, de los comandantes Ibáñez y Angulo. En todo caso, a lo largo de su vida demostraría estar claramente identificado con las ideas que en ese libro se vierten. No cabe duda, en fin, de que, si Franco estaba abocado, desde su etapa en la academia, a incorporarse al «regeneracionismo malo», el de los esforzados y ambiciosos milites africanos, Rojo parecía destinado a integrarse en el «regeneracionismo bueno», del que, en realidad, Ibáñez y Angulo no eran más que dos de sus representantes, puesto que ese regeneracionismo, auténtico y saludable, contaba en el Ejército con un entusiasta número de seguidores, pese al desprecio que hacia él se manifestaba desde las altas esferas del poder.
La intervención militar española en Marruecos inició una imparable escalada a partir de 1911. La campaña de 1909, con la que el general Marina había ampliado el territorio en torno a Melilla, parecía exigir una continuación, y no se tardaría mucho en comenzar las operaciones necesarias para alcanzar una línea que habría de apoyarse en el río Kert, obstáculo natural que, obviamente, proporcionaría mayor seguridad al territorio ocupado. Por otro lado, en el extremo occidental de la esfera de influencia marroquí asignada a España, el Ejército lanzó una expedición a Larache, donde establecería una base militar. Además, desde Ceuta se llevaba ya algún tiempo realizando ciertas maniobras secretas que tenían como objetivo fijar las bases para una futura ocupación de Tetuán, la más importante de las ciudades marroquíes del norte. Para el gobierno, tanto la campaña del Kert como la constitución de una base militar en Larache estaban plenamente justificadas; sin embargo, lo cierto es que terminarían provocando graves complicaciones. Con la campaña del Kert se pretendía limpiar de merodeadores la zona minera melillense, obligándolos a retirarse de forma permanente al otro lado del río; pero tales previsiones no llegaron a cumplirse, y las operaciones en esta zona acabarían por alargarse indefinidamente. El establecimiento de una base en Larache, por su parte, llevaría a entrar en contacto con un famoso personaje, El Raisuni, líder de la tribu de Beni Aros, que habría de causar al ejército colonial problemas muy graves durante años. El encargado de mantener conversaciones con El Raisuni, en un primer momento, fue el teniente coronel Manuel Fernández Silvestre, jefe de la base de Larache, y además uno de los favoritos del rey, desde que éste comprobó que «ambos compartían una misma pasión por la supuesta vocación africana de España[14]». En 1912, por lo demás, Francia y España convertirían, en virtud del Tratado de Fez, sus respectivas esferas de influencia en protectorados. La capital del protectorado español pasó a ser Tetuán, donde habría de residir el alto comisario, cargo que en principio le fue otorgado al general Alfau.
Franco fue destinado, en abril de 1913, a las Fuerzas Regulares de Melilla, y, a mediados de junio, se trasladó junto con su unidad a la zona de Ceuta, que por aquellas fechas reclamaba la máxima atención del ejército colonial, como consecuencia de la belicosa actitud adoptada por El Raisuni. Las acciones realizadas en torno a Ceuta no alcanzaron en aquella época gran importancia; sin embargo, a Franco le fue concedido el ascenso a capitán, con antigüedad del 1 de febrero de 1914, por los servicios prestados en los cuatro primeros meses del citado año. En su Hoja de Servicios no se especifica claramente cuáles fueron los méritos exhibidos para merecer esa recompensa y ni siquiera sus hagiógrafos han sido capaces de ofrecernos una explicación al respecto medianamente aceptable. Pero, en definitiva, Franco lograría el acceso al empleo superior y, algún tiempo después, sería de nuevo destinado en plantilla a la unidad de las Fuerzas Regulares en las que había servido anteriormente.
Por su parte, Vicente Rojo, que concluyó sus estudios en la Academia de Infantería en el verano de 1914, conseguiría dos años más tarde, a finales de julio de 1916, ocupar una vacante en el Grupo de Regulares de Ceuta, cuyo mando desempeñaba el teniente coronel Sanjurjo. La familia Rojo seguía atravesando graves dificultades económicas, y en África los oficiales ganaban un sobresueldo; estas consideraciones debieron de pesar bastante en el ánimo de nuestro personaje al solicitar destino al Grupo de Regulares, aunque más tarde llegara a comprender que él, verdaderamente, no encajaba en esa unidad.
En junio de 1916, unas semanas antes de la incorporación del teniente Rojo, el Grupo de Regulares de Ceuta, mandado por el teniente coronel Sanjurjo, había intervenido, formando parte de la columna del general Sánchez Manjón, en una importante operación que tenía por objeto asegurar las comunicaciones entre Ceuta y Tetuán. En la operación participó también la columna del coronel Génova, que desarrollaría su acción en la zona de El Biutz, y en la que se integraban las Fuerzas Regulares de Melilla, a las que pertenecía el capitán Franco. Por su actuación en este hecho de armas, Sanjurjo obtuvo el ascenso a coronel, mientras que Franco, tras presentar una serie de reclamaciones, fue premiado con el empleo de comandante. En realidad, Franco no llegó a realizar ningún acto distinguido o heroico en esta ocasión, ya que al iniciarse la operación recibió un tiro en el vientre y tuvo que ser evacuado de inmediato al puesto de socorro y seguidamente al hospital[15]; sin embargo, se atrevió a solicitar como premio, por su escasa e irrelevante intervención en el combate, nada menos que la Cruz Laureada de San Fernando, la más alta condecoración del Ejército, declarando en el juicio contradictorio abierto al efecto que, después de resultar herido, se había mantenido al frente de su compañía, en la que se produjo «la baja de sus cuatro oficiales y 56 más», hasta alcanzar el objetivo que se le había asignado. Es claro que, con su declaración, Franco trataba de ajustarse a la ley de 18 de mayo de 1862, en la que se fijaban los requisitos necesarios para obtener la Laureada. En el título cuarto, artículo 27, de la citada ley, el caso segundo establece como condición: «Defender el puesto hasta perder entre muertos y heridos la mitad de la gente». Mientras que en el caso séptimo se exige: «En el ataque a una posición o en una carga al enemigo, marchar al frente de su tropa después de ser herido de gravedad». Ninguno de los testigos corroboró las declaraciones de Franco y, consecuentemente, la Laureada le fue denegada; pero él se manifestó dispuesto a llevar sus reclamaciones hasta el propio rey, y, aunque finalmente no logró la preciada condecoración, al menos se vio recompensado con el ascenso a comandante… Y esto a pesar de haber quedado meridianamente claro que había prestado un testimonio falso durante el juicio contradictorio, por lo que, realmente, mereció que se le aplicara una sanción.
A diferencia de lo que sucedía con la concesión de la Laureada, sometida a un proceso notablemente riguroso, la concesión de los ascensos por méritos de guerra no ofrecía demasiada garantía, y daba lugar al favoritismo y a la corrupción. La propuesta de ascenso solía hacerla el jefe del interesado, abundando normalmente en meros juicios de valor, ya que atribuía, sin concretar por qué, una serie de virtudes (arrojo, valentía, dotes de mando, iniciativa…) a quien aspiraba al ascenso; virtudes que habrían quedado de manifiesto durante el desarrollo de determinada acción. El jefe concluía sentenciando que el oficial propuesto para el ascenso reunía las condiciones necesarias para ejercer el empleo superior, y, dada la ausencia de juicio contradictorio para esta clase de recompensas, tal criterio terminaba siendo aceptado… si el aspirante al ascenso y su jefe se hallaban debidamente arropados, ya que la propuesta debía pasar por un filtro, compuesto por determinados mandos superiores y el propio ministro de la Guerra, hasta llegar al rey, que era quien tenía la última palabra. Este sistema de ascensos, ciertamente, se prestaba a la formación de camarillas, a las intrigas de los grupos de presión establecidos y a toda clase de abusos, que a menudo salían a relucir. Un hecho en el que se vio involucrado Franco resulta bastante elocuente. Se encontraba éste, en 1920, prestando sus servicios como comandante en el Regimiento del Príncipe de Oviedo, junto a sus buenos amigos los capitanes Alonso Vega, Franco Salgado y Sueiro Villarino, cuando fue destinado a la Legión; tras instalarse en su nuevo destino, consiguió la incorporación al mismo de los referidos capitanes, y todos ellos terminaron ascendiendo al empleo superior por méritos de guerra.
Las protestas contra las recompensas otorgadas en África, llevadas a cabo en 1910, volvieron a producirse en 1912, cuando el periódico La Correspondencia Militar lanzó una campaña para denunciar los excesos que se estaban cometiendo en la concesión de ascensos por méritos de guerra a quienes participaban en las operaciones de Marruecos. Este movimiento de protesta se mantuvo más o menos latente hasta 1916, cuando comenzaron a asomar las denominadas Juntas Militares de Defensa, que en sus primeros debates se ocuparon de la espinosa cuestión de los ascensos. Ya en 1918, los afanes de las Juntas se vieron recompensados, al conseguir que los ascensos quedaran regulados de la siguiente manera: tras la propuesta del general en jefe (consecuente con la emitida por el jefe inmediato del interesado), se instruiría un expediente contradictorio, que debería ser favorablemente informado por el Consejo Supremo de Guerra y Marina; finalmente, el ascenso se otorgaría mediante una ley votada en las Cortes. (Este último trámite fue anulado en 1922, para asignar al Consejo de Ministros la facultad de conceder el premio, una vez cumplidos los otros requisitos). Evidentemente, se trataba de someter la concesión de ascensos por méritos a un proceso que, si bien no alcanzaba el rigor del que se seguía con la Laureada, al menos se le acercaba bastante. Por lo demás, hubo especial interés en dejar bien sentado que esa clase de ascensos se limitarían a «casos extraordinarios y repetitivos» en los que «se pusieran de manifiesto, en la dirección y mando de tropas en campaña, relevantes y notorias condiciones».
La regulación de los ascensos llevada a cabo en 1918 produjo unos efectos fulminantes; baste decir que, mientras la ley reguladora mantuvo su vigencia, entre 1918 y 1923, no fue concedido ni un solo ascenso por méritos de guerra. Estaba claro, pues, que los ascensos otorgados hasta entonces, en general, no merecían demasiado aprecio; que, en definitiva, los abusos, el favoritismo, la corrupción, habían estado campando por sus respetos debido al vacío legal existente, a la ausencia de una normativa jurídica adecuada. Por supuesto, el monarca se había mostrado poco propenso a establecerla, ya que entendía que, para llevar adelante la campaña africana, era preciso repartir recompensas con extraordinaria generosidad; por otro lado, al promocionar a un determinado grupo de militares hasta la cúpula de mando, se aseguraba el control del Ejército, dado que habrían de ser hombres de su confianza y supuestamente agradecidos por los favores recibidos los que ocuparan los puestos de honor en la institución armada. Los miembros de la oligarquía y demás privilegiados del régimen, por su parte, apoyarían la política seguida por el rey a este respecto, puesto que eran perfectamente conscientes de la necesidad de contar en todo momento con un ejército gendarme debidamente controlado.
Las Juntas Militares, ciertamente, llegarían a constituir una grave amenaza para el desarrollo de las campañas africanas, al dejar a los ambiciosos militares que participaban en ellas sin la golosina de los ascensos por méritos; don Alfonso deseaba acabar con esta situación y dio una clara muestra de ello, por ejemplo, el día 7 de junio de 1922, cuando se trasladó a Barcelona para asistir a una comida con los oficiales de la guarnición, y aprovechó este acto para intentar desarticular el movimiento juntero[16]. Las Juntas, en todo caso, se irían desacreditando paulatinamente por su tendencia al corporativismo, su intervencionismo político y su falta de coherencia; la postura adoptada al principio (oposición a los africanistas, a los ascensos por méritos, a la camarilla palaciega) se fue enturbiando, y este hecho, obviamente, le privaría de muchos apoyos, tanto militares como civiles[17].
Cuando corría ya el año 1919, Vicente Rojo abandonó definitivamente el protectorado marroquí y pasó a incorporarse al Regimiento de Vergara número 57 de guarnición en Barcelona, ciudad en la que las Juntas se hallaban muy arraigadas; a ellas y a determinadas circunstancias que se dieron en su etapa africana se refiere en este expresivo párrafo[18]: «El favoritismo en la época de operaciones (asistí a todas las de mi tiempo, por no haber ejercido en ningún momento funciones o destinos burocráticos) me repugnaba, y para luchar contra él me embarqué en la disciplinada reacción con que se crearon las Juntas de Defensa, llamadas a velar por la justicia y a imponer la moralidad (aunque luego se desviaran sus rectores hacia el confuso campo de la política, verdadero origen y fuente de las inmoralidades); por eso, en los asuntos en que tuve que intervenir salí defraudado».
Con todo, no es ocioso recordar que fueron precisamente las Juntas de Defensa las que iniciaron la crisis de 1917, que no constituiría una mera crisis de conciencia, como la de 1898, puesto que llegó a afectar a lo social y a lo político; se habían ido produciendo importantes cambios en la economía, en la estructura social, en los medios de comunicación, en las formas de pensar y de sentir… y la ciudadanía parecía haber adquirido la madurez necesaria para apoyar un cambio en el régimen político. La denominada Generación del 14, integrada por brillantes intelectuales como Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Sánchez Albornoz, Madariaga, Américo Castro y Azaña, impulsaba ese cambio, apostando por el acercamiento a una Europa que representaba la ciencia y el positivismo, pero también la revolución social. Al lado de las Juntas, en fin, iniciadoras de la crisis del 17, se situarían los burgueses reformistas y la corriente obrera, para protagonizar entre todos un fallido intento con el que se pretendía, fundamentalmente, rejuvenecer el trasnochado sistema de la Restauración construido por Cánovas.
Vicente Rojo fue promovido al empleo de capitán el 2 de diciembre de 1919, y poco tiempo después contrajo matrimonio con Teresa Fernández, que habría de darle siete hijos. Después de su ascenso continuó prestando sus servicios en la guarnición de Barcelona durante más de dos años, para pasar seguidamente a formar parte de la plantilla de profesores de la Academia de Infantería, en la que ejerció como profesor de táctica y secretario de estudios. Por fin obtenía Rojo un puesto acorde con sus cualidades de hombre inteligente, estudioso, sensato, trabajador y amante de su profesión; los méritos que en África no habían querido reconocerle saldrían a relucir ahora, proporcionándole un considerable prestigio, que traspasó ampliamente los muros de la academia toledana. Pronto dejaría de manifiesto su pertenencia al selecto grupo de militares cultos y realistas, con capacidad suficiente para llevar a buen puerto la reforma intentada un día por militares afectos al regeneracionismo, como los comandantes Ibáñez y Angulo.
Mientras tanto, los esforzados milites africanos seguían protagonizando sus inútiles hazañas en la rudimentaria contienda marroquí. El 20 de setiembre de 1920 se creó la Legión, procurando imitar, como en el caso de los Regulares, al ejército colonial francés. Para ostentar el mando de la Legión, fue nombrado el teniente coronel José Millán Astray, curioso personaje que consiguió ir ascendiendo hasta el grado de general, pese a no tener ocasión de demostrar otros méritos que el de recibir varias heridas, fruto más bien de su mala suerte que de su amor por el riesgo y su participación activa en los combates[19]. El comandante Francisco Franco pasó a ocupar el puesto de lugarteniente de Millán Astray y jefe de la Primera Bandera en la nueva unidad, que en principio quedó instalada en Ceuta. A partir del 8 de octubre comenzaron a llegar los primeros soldados de la Legión, la cual habría de caracterizarse por una durísima disciplina, propia de los ejércitos mercenarios del Antiguo Régimen, y también por el culto a la violencia y a la muerte; Franco confesaría algunos años después que en la Legión había logrado el «afianzamiento de la personalidad[20]».
La Legión tardó bastante tiempo en merecer la confianza del alto mando para intervenir en los combates. El 18 de abril de 1921, la bandera que se hallaba a las órdenes de Franco fue incorporada a la columna del coronel Castro Girona, que trataba de progresar hacia Xauen; y Franco refleja en su diario la frustración que le causa ver a sus legionarios realizando trabajos propios de las tropas de Ingenieros. Su obligado ocio le deja tiempo para leer algunos artículos de prensa, como el que publica la revista Memorial de Infantería, en el que se habla de un proyecto relativo a la creación de un ejército colonial, que habría de constituir una fuerza independiente del ejército peninsular y cuyos oficiales, consecuentemente, deberían figurar en escalafón aparte. Franco ve sus intereses particulares amenazados y de inmediato envía a la citada revista un artículo de réplica que lleva por título «El mérito en campaña» y que, amén de mostrar su oposición al proyecto del ejército colonial, constituye un verdadero alegato en favor de los ascensos por méritos de guerra, tan difíciles de conseguir desde la promulgación de las leyes de 1918. Franco sostiene que la campaña de África es «la mejor escuela práctica» para los oficiales hispanos y que quienes en ella participan han de ser un día «el nervio y el alma del ejército peninsular», por lo que es preciso, indispensable, que se otorgue «el justo premio al mérito en campaña». Si no se restablecen, viene a concluir Franco, las normas anteriores a 1918, las Fuerzas de Choque acabarán quedándose sin mandos en sus unidades[21].
Las razones que esgrimía Franco en su artículo tenían muy poco fundamento. Al afirmar que los militares hispanos sólo contaban con la «escuela de África» para mejorar su nivel profesional, estaba, en realidad, apelando a un trasnochado criterio, desechado ya en el siglo XVIII, según el cual, de nada servían los estudios teóricos, ya que, sólo guerreando, se aprendía a hacer la guerra; la institucionalización de la enseñanza militar terminaría dando al traste con semejante criterio. Por otro lado, es claro que la experiencia de los oficiales de las Fuerzas de Choque (los africanistas, por excelencia) se refería exclusivamente a la guerra irregular y a la conducción y el control de los soldados mercenarios, de manera que apenas tenía aplicación para la guerra regular, propia de los ejércitos europeos, y para el mando de los soldados ciudadanos que nutrían a tales ejércitos. Quienes abogaban por la creación de un ejército colonial independiente del ejército peninsular, en definitiva, parecían estar cargados de razón.
El 22 de julio de 1921 tuvo lugar el luctuoso episodio conocido como Desastre de Annual, en el que murieron unos quince mil soldados de reemplazo, pertenecientes en su inmensa mayoría, como había sucedido en las campañas de ultramar, a las clases humildes. Canalejas había establecido en 1912 la figura del «soldado de cuota», para eliminar las injusticias derivadas de los sistemas de Sustitución y Redención a Metálico, pero, pese a esta medida y otras tomadas después, las familias acomodadas siguieron disponiendo de una vía de escape para librar a sus hijos de los sacrificios que impone una guerra; de manera que las consecuencias del nuevo desastre vinieron a pagarlas los de siempre. Con la derrota de Annual saldrían a relucir todas las deficiencias de un ejército mal organizado e instruido y de una campaña pésimamente conducida; como apunta Raymond Carr, «el fruto de diez años de guerra costosa e impopular se había desvanecido ante unos pocos miles de cabileños[22]». Las flamantes Fuerzas de Choque, ciertamente, hicieron muy poco para evitar este segundo desastre; los legionarios no llegaron a participar en los combates, y los Regulares vieron a sus tropas afectadas por las deserciones en masa, con las correspondientes consecuencias negativas.
El sonoro fracaso del ejército colonial dejaba en muy mal lugar a todos los que, de una manera u otra, habían contribuido a forjarlo, pero no quisieron darse por aludidos. La gran masa ciudadana se sumió en el estupor y el dolor ante la nueva tragedia, y, mientras tanto, quienes habían alentado y apoyado la insensata empresa africana trataron de atribuir la responsabilidad del desastre a las Juntas de Defensa. Hubo cartas dirigidas a éstas por destacados africanistas que se expresaron en ese sentido, y, todavía el 10 de noviembre de 1922, cuando la comisión presidida por el general Picasso había emitido ya su informe sobre las responsabilidades en el trágico episodio, el diario monárquico y conservador ABC se atrevió a publicar un artículo en el que se afirmaba textualmente: «Las Juntas han hecho un estrago aterrador en las virtudes y en los ideales del Ejército. La obra de las Juntas culmina en el desastre afrentoso de Annual». Esta clase de manifestaciones, propias de quienes se hallaban especialmente interesados en defender la disparatada aventura marroquí, carecían obviamente de objetividad y, desde luego, eran escasamente compartidas. Un oficial de talante liberal, Antonio Cordón, que por entonces prestaba sus servicios en África, nos resume la opinión que imperaba entre los militares como él, acerca de las responsabilidades de Annual: «La culpa, pensábamos, la tenían los que querían mantener Marruecos, pero sin proporcionar al Ejército los medios necesarios; la política que sólo había sabido crear a los africanistas, que eran los que en último término habían provocado la hecatombe con su actitud de permanente agresividad, su ambición y su caza de recompensas[23]».
Evidentemente, no tenía sentido tratar de hacer responsables del Desastre de Annual a las Juntas de Defensa; los responsables eran quienes, prestando sus servicios en el territorio marroquí, habían dado claras muestras de egoísmo, corrupción e incompetencia. Todo ello quedaría de manifiesto en el informe del general Picasso, a pesar de los obstáculos que encontró a la hora de elaborarlo, a causa, fundamentalmente, de la publicación de una serie de Reales Decretos. En dicho informe se criticaba[24] la desmesurada extensión de las líneas establecidas, la inadecuada dispersión de las tropas, la gran diferencia existente entre la «fuerza oficial» y la mucho más reducida «fuerza disponible», la temeraria penetración en territorio insumiso y foco de rebeldía, la falta de seguridad en la retaguardia… Por añadidura, cuando el ministro de la Guerra pretendió enviar refuerzos desde la Península, tuvo que desistir de hacerlo, como consecuencia de los problemas que seguían presentándose al Ejército cada vez que precisaba poner en pie de guerra unas tropas bien instruidas, para trasladarlas urgentemente a cualquier zona de conflicto.
El coronel Domingo Batet fue destinado el día 8 de abril de 1922, junto a otro coronel y tres tenientes coroneles, para desempeñar «las funciones de juez de causas en los procedimientos derivados del expediente instruido por el general de división don Juan Picasso González». La labor desarrollada por Batet en Melilla, a partir del 21 de abril del citado año, ha quedado reflejada en los documentos que contiene su archivo, al que ha tenido acceso el historiador Hilari Raguer[25]. Al parecer, Batet vio su tarea obstruida por diversas «trabas y cortapisas» y tuvo, además, que afrontar una grave cuestión de conciencia, al constatar «la implicación personal del rey», de la cual derivarían ciertos favoritismos, que llevaban a aplicar medidas distintas según quien fuera el acusado. Batet nos deja constancia de estas y otras importantes cuestiones, pero, sin duda, el documento más interesante de su archivo es un borrador compuesto por veintitrés cuartillas escritas a mano, que probablemente estaba destinado a su uso particular, pues tiene todo el aspecto de unas simples reflexiones expresadas por escrito. En todo caso, tales reflexiones merecen ser objeto de nuestra atención por afectar de lleno al tema que estamos tratando.
Batet comienza aludiendo en su borrador a cierta visita efectuada a la zona melillense por el general Ricardo Burguete (comandante en jefe de Marruecos y alto comisario desde el cese del general Berenguer en julio de 1922), en la que se había visto obligado a dictar «dos órdenes generales: una sobre la forma de prestar el servicio de descubiertas, seguridad, convoyes, etc., y otra sobre la estancia y permanencia en Melilla de todos los jefes y oficiales de las fuerzas llamadas pomposamente de choque y de los cuerpos de plantilla en el territorio (nada de los peninsulares que estaban siempre en sus puestos), que por sí solas califican a un ejército y son una vergüenza para los que a ellas dieron lugar». Añade Batet que la orden de mantenerse en sus puestos no tardaría en ser incumplida, y seguidamente le dedica este párrafo a Francisco Franco: «El comandante Franco del Tercio, tan traído y llevado por su valor, tiene poco de militar, no siente satisfacción de estar con sus soldados, pues se pasó cuatro meses en la plaza para curarse una enfermedad voluntaria, que muy bien pudiera haberlo hecho en el campo, explotando vergonzosa y descaradamente una enfermedad que no le impedía estar todo el día en bares y círculos. Oficial como éste, que pide la Laureada y no se la conceden, donde con tanta facilidad se ha dado, porque sólo realizó el cumplimiento de su deber, militarmente ya está calificado».
A finales de 1933, según el relato de Franco Salgado[26], Franco observaría un comportamiento parecido al que censura Batet, al trasladarse desde su destino en Baleares a Madrid para ser atendido en el hospital por unas supuestas molestias producidas por la herida que recibió en El Biutz diecisiete años antes… Franco Salgado no habla para nada de visitas al hospital ni a cualquier otro centro médico, por parte de Franco, durante los dos meses que permaneció en Madrid, pero en cambio sí se refiere a su participación en las animadas tertulias que se organizaban diariamente en diversos cafés de la capital. Franco, por lo demás, sacaría buen provecho de su estancia en Madrid, ya que poco tiempo después de su regreso a Baleares, el ministro de la Guerra, con el que había tenido ocasión de entrevistarse, le otorgaría el ascenso a general de división. No cabe descartar, pues, sobre todo conociendo a Franco, que su dilatada estancia en Melilla, a la que alude Batet, pudiera tener por objeto mantener contacto con los periodistas (está bien probado que se relacionaba mucho con ellos) que, en aquel entonces, pululaban por la citada plaza para pregonar las glorias del ejército que trataba de recuperar el terreno ocupado por los moros tras la debacle de Annual. Millán Astray, que mandaba las tropas legionarias participantes en esa campaña, había resultado herido al comenzar los combates, en setiembre de 1921, y había sido sustituido por Franco, cuya fama, por cierto, a partir de ese momento, subiría como la espuma, impulsada por la prensa. Lo que Franco perdía, pues, en la consideración de jefes ecuánimes y honestos como Batet, que investigaban las conductas observadas por los oficiales africanos, lo ganaba en la opinión pública, merced a la delirante propaganda lanzada por los periódicos conservadores y monárquicos.
«Algunos oficiales de Regulares y del Tercio —sigue narrando Batet— se sienten valientes a fuerza de morfina, de cocaína o alcohol; se baten, sobre todo los primeros, en camelo: mucha teatralidad, mucho ponderar los hechos y mucho echarse para atrás y a la desbandada cuando encuentran verdadera resistencia. De la confianza que inspiran los Regulares y Fuerzas Indígenas, lo demuestra que cuando hay una posición de verdadero compromiso, la fían a batallones peninsulares, tan despiadadamente y con tanta injusticia tratados por Berenguer. Todos ellos, exceptuando muy pocos, cuya culpa cae de lleno sobre el jefe, cumplieron y cumplen perfectamente y a satisfacción del mando sus deberes».
Conviene resaltar aquí la buena opinión que los soldados de reemplazo merecen al coronel Batet, la cual es compartida por diversos autores, que coinciden en señalar la mejora experimentada en el rendimiento de tales soldados desde la época del primer desastre, el del barranco del Lobo. Batet alaba, además, la actuación de determinados jefes de unidades peninsulares, como los tenientes coroneles Barrera y Ordóñez; del primero afirma que, enfermo grave, no quiso dejar el mando de su batallón, y que ingresó en el hospital para morir al día siguiente, y del segundo explica que, tras resultar herido en Tiza, salió del hospital sin estar restablecido para tomar de nuevo el mando de su batallón. Y a continuación comenta: «Compárense estas conductas con la del teatral y payaso Midan [Astray], que tiembla cuando oye el silbido de las balas y rehuye su puesto (el coronel Serrano Oribe del 60 y el general Berenguer, don Federico, pueden dar fe de ello, si quieren estar bien con su honor y su conciencia), y explota de la manera más inicua una herida que en cualquier otro hubiera sido leve y que por condescendencia de médicos llega a ser grave. El comandante Sánchez Recio puede hablar de esto, pues fue testigo presencial de escenas verdaderamente cómicas».
Para terminar, Batet emite el siguiente juicio sobre Sanjurjo: «Se bate, es valiente y nada más; disposición como organizador, ejercicio de sus deberes como militar, completamente nulos».
El Desastre de Annual, en fin, se había producido al fracasar un plan elaborado por quienes, quizá, eran los dos miembros más destacados de la camarilla real, los generales Dámaso Berenguer y Fernández Silvestre, que por entonces ejercían como alto comisario y comandante militar de Melilla, respectivamente. El plan perseguía, por una parte, acabar con el reducto de Abd el-Krim en el Rif central, y, por otra, llevar a cabo la unión por tierra entre las plazas de Ceuta y Melilla. Silvestre, que durante el transcurso de las operaciones en torno a Annual fue jaleado por el rey a través de cierto telegrama, se comportó, evidentemente, de forma un tanto temeraria en la conducción de su fuerza, pero nadie puede negarle arrojo y decisión, al ponerse, con todas las consecuencias (perdió la vida en el desdichado episodio), al frente de unas tropas destinadas a enfrentarse a peligros muy serios. Por lo demás, en julio de 1922, se constituyó una comisión parlamentaria para recoger el informe realizado por el general Picasso y establecer las correspondientes responsabilidades. El socialista Indalecio Prieto, que formaba parte de esa comisión, emitió en noviembre del citado año un dictamen muy duro con los oficiales del ejército colonial y, también, con el propio rey, al que llegó a acusar incluso de ser el inductor del comportamiento observado por el general Silvestre[27]. La prensa monárquica, mientras tanto, seguía desarrollando su campaña propagandística a favor del «ejército reconquistador», pero esa campaña, en realidad, parecía estar condenada al fracaso, dado que, en julio de 1923, se formó en el Congreso de los Diputados una segunda comisión para que se encargara de examinar y juzgar el Expediente Picasso, y, aunque las vacaciones obligaban a suspender temporalmente la actividad parlamentaria, todos sabían, como apunta Carr[28], que al terminar el verano, «con la apertura de las Cortes, el Ejército y el rey se encontrarían con un tribunal público…». Así estaban las cosas cuando, el 13 de setiembre, el general Primo de Rivera protagonizó un golpe de fuerza, organizado por ilustres miembros de la camarilla palaciega (los generales Cavalcanti, Federico Berenguer, Saro y Dabán), que terminó dando al traste con las esperanzas de quienes confiaban en el citado tribunal público. Es claro que los involucrados en el Desastre de Annual no tenían demasiado interés en hacer valer sus razones; preferían, sin duda, como más tarde defendería el siniestro Goebbels, suplantar la realidad con la propaganda.
En el manifiesto lanzado el 13 de setiembre, el general Primo de Rivera se aprestó a decir que el país no quería «oír hablar más de responsabilidades», y, aunque prometió exigirlas «pronta y justamente», lo cierto es que no llegaría a hacerlo nunca; se daba así carpetazo final a un episodio que había amenazado seriamente a la monarquía alfonsina. El problema de la intervención en Marruecos, no obstante, seguía en pie. Primo trazó un plan bastante sensato que contemplaba el repliegue o «retirada estratégica» de las fuerzas que ocupaban el territorio marroquí, hasta una denominada «Línea Estella»; pero los africanistas no lo aprobaron, y esto condujo, por ejemplo, al famoso incidente de Ben Tieb (febrero de 1924), en el que Franco y Varela, al parecer (existen diversas versiones del hecho y las de los hagiógrafos de ambos son muy poco fiables), se atrevieron a enfrentarse abiertamente con el Dictador. En todo caso, el repliegue terminaría llevándose a cabo, si bien Primo de Rivera hubo de restablecer la lotería de los ascensos por méritos de guerra, y dejó sin efecto las leyes promulgadas e inspiradas por las Juntas en 1918.
Al iniciarse el año 1924, el general Queipo de Llano, junto a otros caracterizados miembros del grupo de presión africano, fundó en Ceuta el periódico Revista de Tropas Coloniales; «no era una publicación dedicada a problemas técnicos —apunta acertadamente Payne—, sino que más bien servía como órgano político de los africanistas[29]». En el primer número de la revista, Queipo escribió un editorial en el que ensalzaba el golpe del 13 de setiembre, afirmando que España se había salvado de la anarquía, propiciada por la degeneración en que había caído el régimen de la Restauración, gracias «a unos cuantos hombres de corazón que, arriesgándolo todo, afrontaron la ardua tarea de hacer resurgir el espíritu español adormecido…». Para Balfour[30], no hay duda de que, al hablar de «unos cuantos hombres de corazón», Queipo se está refiriendo a los oficiales coloniales y al Dictador, y entiende además que, en tales palabras, sale a relucir «esa propensión de los africanistas a darse importancia a sí mismos y a crear su propio mito». La realidad es que, probablemente como consecuencia del sistema de ascensos por méritos al que estuvieron sometidos, los ambiciosos e intrigantes africanistas vivían con la perpetua obsesión de proclamar a toda costa sus supuestas virtudes y hazañas, dejando así en evidencia su desmesurado afán de estimación, su insano egocentrismo. Y no sólo Queipo, sino también otros militares africanos, como Millán Astray, Franco o Mola, darían repetidas pruebas, a través de su obra escrita, de esa obsesión por hacer valer sus dudosos méritos, dedicándose a menudo alabanzas tan grotescas que producen auténtica vergüenza ajena. No tiene desperdicio, en fin, el comentario que emite Balfour al respecto: «Encerrados en este universo hermético de sangrientas escaramuzas y guarniciones aisladas, los africanistas llegaron a creerse su propia propaganda sobre la trascendencia histórica y militar de su guerra. Por una cruel ironía de la que ellos fueron los últimos en enterarse, la guerra sólo fue importante para España en breves intervalos, en los momentos en que se producían los desastres militares, de los cuales precisamente los oficiales coloniales eran responsables en parte».
Esta afición de los africanistas por la delirante propaganda constituía, sin duda, un claro exponente de sus tendencias fascistas, las cuales quedaban también de manifiesto en otros rasgos, como la glorificación de la guerra y la violencia, el culto a la muerte, el voluntarismo irracionalista, el talante antidemocrático y el nacionalismo a ultranza.
En el segundo número de la Revista de Tropas Coloniales, por lo demás, Queipo de Llano se atrevería a señalar que la élite militar que se iba forjando en las campañas marroquíes estaba destinada a conducir la regeneración de España…
Los africanistas demostraron palpablemente, al manifestarse en la revista que constituía su órgano político, que carecían de inquietudes profesionales, y dieron abundantes pruebas, en cambio, no sólo de sus tendencias fascistas, sino también (y ello resulta bastante coherente) de sentirse irresistiblemente atraídos hacia el denominado militarismo vuelto hacia dentro o pretorianismo[31]; ese militarismo propio de los países débiles que no pretenden hacer ni ganar guerras contra otros países y cuyos militares dominan en la política interior. La «escuela de África», que tanto ensalzaba Franco, venía a revelarse, en definitiva, como una mera escuela de pretorianos, en la que realizarían su aprendizaje los arribistas sin escrúpulos, los ansiosos de poder, que participaron en la malhadada aventura colonial. Los milites africanos, desde luego, nada hicieron por regenerar el Ejército, como tendrían ocasión de comprobar, por ejemplo, los oficiales peninsulares que acudieron al territorio marroquí para tratar de paliar las consecuencias del descalabro de Annual. Uno de esos militares, el capitán Antonio Cordón[32], que fue trasladado a Marruecos con su unidad desde Galicia, nos da cuenta (coincidiendo notablemente con las apreciaciones de Batet) de la situación en que se hallaba el protectorado. Nos habla de la desorganización e ineficacia que caracterizaban al ejército colonial; de la falta de dirección, coordinación y control en las operaciones; de la actuación de las fuerzas sin disponer de la debida información; de las esperpénticas órdenes emitidas por algunos generales como Miguel Cabanellas; de los héroes de verbena como Cavalcanti; del salvajismo de los legionarios; de la crueldad de Franco; del estridente histrionismo de Millán Astray, a quien el diario ABC intentó convertir en héroe (sería Francisco Franco, más tarde, el beneficiario de esos intentos); del empeño de cierta prensa en glorificar a los africanistas, mientras despreciaba el digno comportamiento de los peninsulares; de las graves deficiencias logísticas; de la proliferación de enfermedades entre los soldados (disentería, sobre todo) y el ganado mular… Al contemplar este lamentable espectáculo, comenta Cordón, el ímpetu guerrero disminuyó sensiblemente entre los oficiales peninsulares que se habían incorporado a la campaña de reconquista llenos de ilusión. Y Cordón concluye: «Nos preguntábamos al ir recuperando aquellos campos áridos del territorio que se llamaba “zona del Protectorado Español” quién aprovechaba la sangre y el dinero que se vertían para conquistarlos o reconquistarlos. Y algunos empezábamos a admitir que era verdad que aquella guerra no se hacía en beneficio de España, sino, como ya denunciaban muchas voces de políticos autorizados, en beneficio, por una parte, de los poseedores de las minas del Rif, entre los que se encontraban el ultramonárquico conde de Romanones y el rey mismo, y, por otra parte, en beneficio también de los africanistas…».
Clara prueba de la incapacidad del ejército colonial para llevar a buen término la ocupación del territorio marroquí nos la proporciona un hecho celosamente ocultado por quienes (periodistas de la época monárquica e historiadores comprometidos con el franquismo, fundamentalmente) han pretendido cantar las supuestas glorias de la que denominan «epopeya africana». Es sobradamente conocido que, para derrotar a las huestes de Abd el-Krim, Primo de Rivera necesitó establecer una alianza con los franceses, pero, en cambio, apenas ha trascendido, hasta hace poco tiempo, que además el Dictador, apoyado en todo momento por el rey, terminaría optando por el empleo masivo de gases tóxicos para tratar de vencer la resistencia de un adversario que, pese a sus escasos medios materiales (carecía de aviones y de artillería antiaérea y pesada), demostró su superioridad en los combates de aquella irregular guerra. Viñas[33] y Balfour[34] han estudiado a fondo esta cuestión, y de sus estudios se desprende que los gases, en realidad, se utilizaron a raíz del Desastre de Annual y hasta el final de la contienda, haciéndose de forma masiva entre 1924 y principios de 1926. El principal impulsor del empleo de las armas químicas, según los citados autores, sería el propio rey, quien, ya en 1918, logró establecer una serie de contactos con determinadas autoridades militares de Alemania; esos contactos, entre otras cosas, habrían de conducir a la instalación, en 1922, de una fábrica de gases tóxicos en La Marañosa (Madrid), la cual llevaría significativamente el nombre de «Fábrica de Alfonso XIII». Por aquellas fechas, además, se adquirieron algunos aviones capacitados para transportar bombas de gases tóxicos, ya que éstos se lanzaban por medio de bombardeos, tanto aéreos como artilleros. El persistente fracaso del ejército colonial, en definitiva, hubo de obligar al rey y sus colaboradores más cercanos a recurrir al uso de las armas químicas; armas que, por cierto, desecharían los franceses, a pesar de su colaboración con los españoles en África. Parece, en todo caso, que la retirada estratégica dispuesta por Primo de Rivera debió de tener como finalidad principal la de colocar a las tropas españolas convenientemente alejadas de una determinada y extensa parte del territorio enemigo, que pudo así ser sometida a intensos bombardeos aéreos con gas mostaza, sin hacer peligrar por ello a las fuerzas propias. Durante la preparación del famoso desembarco de Alhucemas, no obstante, se utilizaría también el gas mostaza, aunque sólo sobre objetivos situados a cierta distancia de la zona reservada para la operación, tales como poblados y alturas circundantes. El aviador Hidalgo de Cisneros, que por entonces prestaba sus servicios en África, contempló desde su avión el desarrollo de las operaciones de Alhucemas[35], en las que intervinieron la escuadra española y parte de la francesa, con su acorazado París, uno de los navíos de guerra más potentes del mundo. Hidalgo recuerda que resultaba ridículo ver al inmenso acorazado «disparando sus enormes cañones contra los acantilados, donde se suponía que los moros habían emplazado alguno de sus contados cañoncitos». Por si fuera poca la ventaja de usar las armas químicas, el Dictador había conseguido, además, la cooperación de los franceses, que no sólo apoyaron el desembarco de Alhucemas, sino que también actuaron desde la zona de su protectorado para fijar una buena parte de las fuerzas adversarias. «Abd el-Krim no podía hacer milagros —apunta Hidalgo—, la desproporción de medios era demasiado grande; los inmensos recursos acumulados por España y Francia acabaron, no sin una valiente resistencia, con sus fuerzas».
La campaña marroquí dirigida por el general Primo de Rivera se saldó con un verdadero festival de ascensos, del que salieron especialmente beneficiados Sanjurjo, Goded, Franco, Mola y Varela; ellos formarían el núcleo de la conjura de 1936 que llevó a la guerra civil. Algunos compañeros de promoción de Vicente Rojo aprovecharon también la generosidad del Dictador (y su escaso respeto por las leyes…) para realizar una fulgurante carrera que les permitiría ostentar, según los casos, los empleos de comandante, teniente coronel y coronel, cuando él seguía ejerciendo como capitán. Esta circunstancia, sin embargo, no pareció preocupar demasiado a Rojo, que, en la Academia de Infantería, continuó desarrollando su tarea con el mismo empeño e ilusión de siempre; firmemente convencido, como estaba, de que la regeneración del Ejército habría de producirse si se lograba una adecuada formación de los mandos. En mayo de 1926 dirigió un informe a la dirección del centro[36], en el que criticaba muy duramente el plan de estudios que allí se estaba siguiendo. Denunciaba sobre todo la deficiente sistematización, la ponderación inadecuada de las materias, tanto en extensión como en intensidad, y la falta de enlace entre las enseñanzas teóricas y las prácticas; censuraba el vasto conglomerado de asignaturas que el alumno se veía obligado a estudiar, sin tener ocasión de establecer la debida conexión de contenidos; de esta manera, sólo llegaría a adquirir una educación deplorable, que habría de llevarle, incluso, a «aborrecer el estudio». El vigente plan de estudios, añadía Rojo, pecaba de «ampulosidad, pedantería y ropaje externo» y eso, necesariamente, tendría que contribuir a formar oficiales analfabetos y convencidos de que los libros no servían para nada. Este informe elaborado por Rojo, objetivo y valiente, era sin duda fiel reflejo de la realidad y concluía con el siguiente párrafo, que guarda una clara relación con las ideas defendidas por la ILE: «De la situación actual somos responsables únicamente los educadores, porque mantenemos orientada la enseñanza como medio para alcanzar un fin mediocre (la tan cacareada aptitud que no la alcanzan) y no como un medio para desenvolver, fomentan desarrollar e impulsar las facultades individuales que en su día (no aquí) han de dar su fruto».
Al proponer una reforma del plan de enseñanza de la academia toledana, es claro que Rojo estaba tratando de dar continuidad a la labor iniciada, veinte años antes, por los comandantes Ibáñez y Angulo, que se había visto interrumpida como consecuencia de la nefasta empresa colonial. Primo de Rivera, por lo demás, tras coronar con éxito las campañas marroquíes, decidiría llevar a cabo una reforma en la enseñanza militar, cuyo elemento clave sería el restablecimiento de la Academia General Militar, que habría de tener su sede en Zaragoza; y Rojo fue nombrado miembro de una de las comisiones que trazaron los correspondientes planes de estudios, encargándose de elaborar los programas de Táctica, Armamento y Tiro…, pero la nueva academia sería puesta en manos de Franco, que asumió el cargo de director, teniendo como colaboradores a una cohorte de africanistas, entre los que, obviamente, se contaron los inevitables Alonso Vega, Franco Salgado y Sueiro Villarino. Finalizada la intervención militar en África y sin otras aventuras exteriores a la vista, estaba claro que el rey pretendía restaurar el ejército gendarme, utilizando como nervio del mismo a los héroes de la epopeya marroquí, regeneradores del Cuerpo de Oficiales, los cuales, por otra parte, al sentirse generosamente premiados, deberían brindar una inquebrantable lealtad al monarca. Había que solucionar, no obstante, un pequeño problema originado por los oficiales de Artillería (sobre todo) e Ingenieros, que, por su tradicional apego a la escala cerrada, apenas se habían beneficiado de la lotería de los ascensos por méritos, y que más tarde mostraron una rebelde actitud, cuando Primo de Rivera intentó imponerles la escala abierta. El rey y el Dictador se alarmaron ante el peligro que corría la unidad de la «familia militar» y, en definitiva, este peligro sería el motivo principal que los llevaría a restablecer un centro en el que estudiarían juntos, recibiendo la misma formación, los aspirantes a oficial de todas las Armas y Cuerpos del Ejército. El 20 de febrero de 1927 se publicó el Real Decreto por el que se creaba la Academia General, la cual (según el artículo primero, base segunda) tendría como objeto «educar, instruir y preparar moralmente a los futuros oficiales a fin de darles el espíritu, compañerismo, temple de alma, dignidad y austeridad que exige la profesión de las Armas en todas sus especialidades». Esta tendencia a la uniformidad en la formación de todos los oficiales del Ejército era, sin duda, muy del agrado del monarca, siempre interesado en controlar debidamente los centros de enseñanza militar; de otro lado, con la academia ya en marcha, Franco mandaría establecer un Decálogo del cadete, al estilo del que existía en la Legión, cuyo primer artículo decía: «Tener un gran amor a la Patria y fidelidad al rey, exteriorizado en todos los actos de su vida».
Vicente Rojo, cuya confianza en sí mismo y capacidad de trabajo eran proverbiales, lejos de desanimarse con la entrega de la Academia General a Franco y sus africanistas, reaccionó de inmediato, fundando, con su compañero de promoción y de profesorado en la Academia de Infantería (que continuó existiendo, al igual que las de las otras Armas y Cuerpos, para impartir las enseñanzas de un segundo período académico), Emilio Alamán, una publicación de carácter mensual, con el título de Colección Bibliográfica Militar, cuyo primer número saldría a la calle precisamente, en setiembre de 1928, al mismo tiempo que la Academia General abría sus puertas. El éxito de la Colección sería enorme; se editaría ininterrumpidamente hasta el mes de julio de 1936, y llegaría a contar con una media de dos mil suscriptores, que permitieron totalizar la venta de unos doscientos mil ejemplares.
Al comenzar el año 1930, el régimen monárquico parecía hallarse sumido en la crisis definitiva. El remiendo de la Dictadura, último intento para apuntalar el tinglado del sistema canovista, terminó desgarrándose, y dejó al monarca en una situación extraordinariamente delicada. Don Alfonso anunció su propósito de restaurar la legalidad constitucional y procedió a establecer, en principio, un denominado gobierno de transición, que prácticamente no sería apoyado por nadie. Los intelectuales, los políticos, las masas obreras, los estudiantes, mostraban sin reparos su oposición a la monarquía; y el monarca tendría ocasión de comprobar, incluso, como su guardia pretoriana (compuesta por los supuestamente leales africanistas) le abandonaba. El 14 de abril de 1931 se produciría el advenimiento de la República. El general Franco, director de la academia en la que el rey había depositado toda su confianza, se limitó ese día a dictar una orden para sus alumnos que se expresaba así: «Proclamada la República en España, concentrados en el gobierno provisional los más altos poderes de la nación, a todos corresponde en estos momentos cooperar con su disciplina y sólidas virtudes a que la paz reine y la nación se oriente por los naturales cauces jurídicos…». A continuación, Franco modificó el primer artículo del Decálogo del cadete, sustituyendo la expresión «fidelidad al rey» por la de «lealtad al gobierno legalmente constituido», y dio la cuestión por zanjada[37].