Capítulo 1: Un tímido regeneracionismo

CAPÍTULO 1

Un tímido regeneracionismo

La pérdida de las últimas colonias de ultramar produjo en la ciudadanía española un impacto que bien puede calificarse de exagerado, si se tiene en cuenta que la mayor parte del imperio colonial había desaparecido algunos decenios antes, sin provocar grandes demostraciones de pesar. El Desastre del 98 hizo pensar a los más pesimistas que España se acercaba a su agonía, mientras otros parecían rememorar los versos que Quevedo le había dedicado a la decadencia española del siglo XVII:

Miré los muros de la patria mía

si un tiempo fuertes, ya desmoronados…

No había, en realidad, motivo para tanto. Y, desde luego, no está de más advertir que el sombrío espectáculo ofrecido por las gentes tras la consumación del Desastre, bien pudo obedecer a un efecto de rebote, ya que con anterioridad se habían vivido momentos de euforia (absurda a todas luces), cuando el conflicto con Estados Unidos estaba a punto de estallar. La conciencia nacional, en todo caso, sufrió una violenta sacudida, y los políticos, los intelectuales, los inevitables arbitristas, aprovecharon el momento para lanzar al aire sus proclamas, que abogaban por un cambio en el rumbo seguido por la nave del Estado. La experiencia vivida en Francia, con la derrota cosechada ante Prusia en 1870, vino a la mente de muchos, que recordaban cómo el ejército francés había hecho el ridículo en Sedán, donde el propio Napoleón III cayó prisionero, y cómo surgió entonces el gran León Gambetta, el hombre carismático capaz de levantar el ánimo de la nación y de establecer más tarde un auténtico régimen parlamentario que dio al traste con el caduco régimen anterior. En la España del 98, ciertamente, no llegaría a surgir ningún Gambetta; tampoco la situación fue tan dramática como la francesa, ni la derrota tan dura. Sin embargo, la sensación de fracaso que invadía las calles y que trascendió a las páginas de la prensa daría paso también a una cierta reacción que habrían de protagonizar los denominados regeneracionistas, quienes, si bien no alcanzaron grandes logros, al menos realizaron una interesante labor crítica del sistema construido por Cánovas para la Restauración (un tinglado, una fachada, un puro formalismo), y consideraron incluso la posibilidad de llevar a cabo, de una vez por todas, la revolución burguesa eternamente aplazada. Los historiadores coinciden en afirmar que los resultados positivos obtenidos por el movimiento regeneracionista fueron ciertamente escasos; pero no han dejado por ello de dedicarle la debida atención, contemplando las diversas áreas (política, económica, cultural, social) en que los regeneracionistas se desenvolvieron. Entre los grandes nombres del regeneracionismo (Costa, Mallada, Maclas Picavea, Morote, Ramón y Cajal, Silvela, Canalejas, Gasset…), por lo demás, apenas aparece un solo militar, el general Polavieja, a pesar de que el denominado «Desastre del 98» consistió, realmente, en una derrota militar; la palabra «Desastre», en definitiva, no era más que un eufemismo, utilizado también en otros episodios menores (como el «Desastre del Barranco del Lobo», el «Desastre de Annual»…), con la intención de enmascarar una afrentosa realidad.

Deberían haber sido los militares, en verdad, los primeros en hacer el examen de conciencia, para abordar a continuación la parte que les correspondía en la tarea reformista, obviamente referida a la institución militar. Pero no lo hicieron. La labor desarrollada por el general Polavieja, que se inició con el manifiesto lanzado el 1 de setiembre de 1898, muy poco tuvo que ver con los verdaderos problemas que afectaban al Ejército; llegó a ocupar el cargo de ministro de la Guerra, en el gabinete formado por Silvela en 1899, pero no hizo nada digno de ser tenido en cuenta. Para Tuñón[1], Polavieja no era más que un simple arbitrista que se creía capaz de resolver «los males de la política» uniendo autoritarismo y populismo. En cierta medida, pues, el general podría ser considerado como un precursor de los dictadores militares de talante fascistoide que vendrían después…

No sería justo, con todo, afirmar categóricamente que la aportación de los miembros del Ejército al regeneracionismo fue enteramente nula. Hubo algunos destellos que surgieron en medio de un ambiente de claro signo conservador y revanchista, poco propicio a la crítica de cualquier tipo, por más que su intención fuera noble. Tales destellos, desde luego, no produjeron consecuencias inmediatas de gran relevancia; pero es muy posible que, a la larga, llegaran a influir en el desarrollo de determinados acontecimientos de indudable trascendencia. Por eso merecen ser estudiados cuidadosamente.

Cuando el movimiento regeneracionista había ofrecido ya sus mejores frutos literarios, allá por el año 1903, apareció un libro titulado Los cadetes, cuyos autores parecían sintonizar con la actitud reformista propia de sus más caracterizados miembros. Se trataba de dos comandantes, José Ibáñez Marín y Luis Angulo Escobar, que ejercían como profesores en la toledana Academia de Infantería, y que, con la publicación del libro, dejaban de manifiesto una buena dosis de valor, al atreverse a formular duras críticas contra ciertas lacras que afectaban al Ejército, en unos momentos en que, como consecuencia de la derrota de ultramar, el corporativismo había alcanzado unos niveles alarmantes.

La obra iba dirigida, preferentemente, como cabría esperar (dado el título y sus autores), a los jóvenes que cursaban sus estudios en los centros de enseñanza militar, en aquella época de crisis y de confusión. El prólogo comenzaba aludiendo[2] al «alma nacional, dolorida por la derrota», y advertía que esa alma siempre habría de tener «su encarnadura varonil y enardecida en la juventud que por vocación abraza la carrera de las armas, en el cadete barbilindo e ilusionado y en el oficial ilustrado y gentil». Y a continuación añadía: «A ellos van encaminadas estas páginas; su espíritu mozo, con las bizarrías y los arrestos que son patrimonio de los guerreros meridionales, quiere volar, puede y debe vivir vida hidalga y resuelta, remontarse a esferas de donde salgan algún día los corazones y los ingenios que rediman a la madre tierra de sus quebrantos y de sus rotas».

Los jóvenes a quienes los comandantes Ibáñez y Angulo se dirigían debían de estar sobradamente informados sobre el triste espectáculo ofrecido por los oficiales de carrera, en general, durante las campañas de ultramar; su comportamiento fue poco ejemplar, al tratar de evitar los riesgos y sacrificios que implicaba el traslado a las colonias. El 13 de marzo de 1895, el diario madrileño El Resumen denunció esta deplorable actitud de los oficiales, en el momento en que la guerra de Cuba se iniciaba; aquella misma noche, un grupo de tenientes asaltó la redacción del periódico y causó graves destrozos[3]. Al día siguiente, otro diario, El Globo, dio cuenta de este acto de vandalismo, y su redacción resultó igualmente asaltada. El capitán general de Madrid hubo de intervenir para poner orden entre los oficiales levantiscos, pero, de alguna manera, llegó a solidarizarse con ellos[4], lo cual provocó la protesta de los directores de la prensa madrileña. Terciaron finalmente las Cortes, que optaron por pronunciarse contra los militares, y Sagasta juzgó oportuno dimitir, dando, una vez más, paso a un gobierno de Cánovas…

El espectáculo ofrecido por el Cuerpo de Oficiales durante el período de las guerras ultramarinas fue realmente bochornoso. El 80 por ciento de los capitanes y tenientes que servían en Cuba eran reservistas, mientras miles de oficiales perdían el tiempo en las rutinarias y en gran parte inútiles tareas cuarteleras de las guarniciones peninsulares. Para cubrir las vacantes de los territorios de ultramar fue preciso ascender a los voluntarios; se concedió, incluso, el empleo de teniente a los cadetes de las academias sin los estudios terminados. Tal fue el caso, por ejemplo, de José Millán Astray, que, habiendo ingresado en la Academia de Infantería en setiembre de 1894, dio por finalizados sus estudios en febrero de 1896, cuando apenas había cursado la mitad de su carrera, y partió a continuación hacia las islas Filipinas. Allí permanecería durante algo más de siete meses (desde el 3 de noviembre de 1896 hasta el 30 de junio de 1897), al mando de veintiocho soldados y dos cabos, sin participar en ninguna operación importante[5]. Con su corta estancia en Filipinas y sus irrelevantes servicios, sin embargo, Millán no sólo se libró de realizar los estudios completos en la academia, sino que además obtuvo como recompensa seis medallas y un pasador. Es así como se inició la leyenda de este pintoresco personaje.

Para afrontar la guerra cubana iniciada en 1895, España situó en la isla unos efectivos que sumaban 20 generales, 12 000 oficiales y alrededor de 193 000 soldados. Por aquella época, el Ejército hispano estaba formado, normalmente, por 500 generales, 24 000 oficiales y 80 000 soldados. La proporción era, pues, en el Ejército peninsular de un general por cada 48 oficiales y 160 soldados, mientras que en el Ejército de Cuba había un general por cada 600 oficiales y 9650 soldados. Las cifras resultan extraordinariamente elocuentes y nos indican, entre otras cosas, que no fueron sólo los oficiales de carrera los que trataron de evitar sacrificios en la zona de guerra de las Antillas, ya que los generales observaron un comportamiento muy parecido[6]. Por lo demás, en el conflicto cubano murieron en combate dos generales, 141 oficiales y 2000 soldados españoles, y, a causa de las enfermedades, ningún general, 440 oficiales y más de 53 000 soldados. Estas cifras son también harto elocuentes…

El prólogo de Los cadetes alude de pasada, aunque apuntando una dura crítica, a estos hechos, a la vez que trata de explicarlos, ofreciendo un panorama general de la situación que atravesaba la España de la época: «Por doquier, en la masa neutra y pseudodirectora, la tradición arrullaba a unos; la ficción mantenida por la ignorancia de los órganos de ciertas clases del Estado Mayor social entretenía a las muchedumbres; la Santa Nómina amparaba a los derrotados sin pelea, víctimas de su decaimiento y de su pobreza moral… El huracán que limpia no turbó la plácida marcha, ni las brisas del tiempo nuevo, con su labor evolutiva, constante e inspirada, sirvieron para orear un edificio que, levantado sobre bases flacas y con sillares livianos, señoreaba con cúpulas y torreones de aparente fortaleza. Y así dormitábamos plácidamente en tanto el enemigo acechaba […] Y así también llegó la hora del choque; pero al primer cañonazo del adversario, el edificio se desplomó y hundió en las aguas de Cavite y Santiago…».

Ibáñez y Angulo comentan seguidamente que la lección ha sido dura y que, por eso mismo, el renacimiento habrá de ser gallardo y benemérito, y añaden a continuación este significativo párrafo, con lo que dan por concluido el prólogo del libro: «La juventud militar de los viveros clásicos, formada en la atmósfera de estos tristes días, constituye la vanguardia de ese Ejército de hombres robustos de cuerpo y de espíritu, que no amoldándose a vivir en las estrecheces morales e intelectuales del tiempo viejo, quiere luchar en noble palenque, para salir a términos de mayor lucimiento, brío y porvenir, como demandan de consuno los prestigios del uniforme, y, sobre todo, el honor y el bienestar de España».

La actitud que los autores de Los cadetes muestran en el prólogo de la obra, amén de valiente, no puede resultar más digna y saludable. Conscientes de que el colectivo militar había cometido graves fallos, optaron por denunciarlos y asumirlos, para tratar de poner remedio a las cosas. Abandonaban así la mezquina y egoísta postura adoptada por otros, una mayoría tal vez, que, haciendo gala del autismo característico de los grupos cerrados, procuraban ignorar toda información molesta. Como ejemplo de esa deplorable postura, puede citarse lo ocurrido en la propia Academia de Infantería, en 1885, durante la celebración de un banquete, al que asistieron profesores y alumnos y que se ofreció en honor de los jefes y oficiales del Regimiento Húsares de la Princesa. Tal banquete se llevó a cabo cuando el Ejército español atravesaba un momento difícil, pues se estaba desarrollando en Cuba la denominada «guerra Chiquita», que, si bien no se caracterizó por los grandes combates, no obstante dio lugar a un buen número de bajas, causadas por las temibles enfermedades tropicales. Las penalidades las sufrían, fundamentalmente, los muchachos de las clases modestas, dado que el injusto sistema de reclutamiento vigente permitía librarse del servicio en ultramar a los jóvenes pertenecientes a las familias acomodadas, mediante el pago de la Sustitución o la Redención a Metálico. Por otro lado, los oficiales de carrera, como de costumbre, procuraban eludir el traslado a las colonias, para que fueran los oficiales de la reserva los que afrontaran los sacrificios. Todas estas circunstancias, en fin, deberían haber merecido alguna referencia por parte del general Modesto Navarro, que pronunció unas palabras para cerrar el acto celebrado en la Academia de Infantería en 1885. Pero el general prefirió ignorar lo que estaba ocurriendo en Cuba, para lanzar, en cambio, un grandilocuente discurso, pleno de frases lapidarias, en el que rindió culto a las excelsas virtudes que adornan a quienes tienen el honor de vestir el uniforme militar, y llegó a afirmar textualmente[7]: «La milicia no es una profesión; es una religión estrecha y sublime, cuya divinidad es la patria. Para comulgar en ella, para profesar en ella, para ser admitido como sacerdote de ella, es preciso decidida vocación y la voluntad inquebrantable de llegar hasta el martirio».

Esta palabrería huera, propia del peor barroco, aparecía con demasiada frecuencia durante los abundantes actos (más o menos folclóricos…) celebrados en los acuartelamientos y en las dependencias militares del territorio peninsular. El realismo, la objetividad, el sentido del ridículo, brillaban por su ausencia en las peroratas lanzadas por los jefes de las guarniciones peninsulares, mientras el Ejército colonial, que defendía los intereses de la patria en ultramar, era fiel exponente de las más graves deficiencias e injusticias.

Los comandantes Ibáñez y Angulo, ciertamente, no parecían dispuestos a seguir el juego de quienes deseaban mantenerse al margen de los verdaderos problemas que afectaban al Ejército, recurriendo a falsos idealismos y estúpidas peroratas. Había que afrontar la realidad de los hechos positivos con todas sus consecuencias. Y así lo hicieron, aun a riesgo de ganarse la inquina de muchos de los que vestían su mismo uniforme y que, por encima de todo, adoraban a la «Santa Nómina». Por otra parte, los reproches vertidos en la prensa sobre el deplorable comportamiento de los oficiales de carrera durante las campañas de ultramar, se vieron ampliados al concluir la guerra, y se produjeron, además, duras críticas de los políticos desde la tribuna del Parlamento. Todo ello contribuiría a reforzar el corporativismo de los militares, que se entregaron a una defensiva a ultranza de sus posiciones, frente a cualquier clase de crítica; quienes se atrevieron a realizar ésta desde dentro de la institución fueron calificados, a menudo, de traidores.

En todo caso, es oportuno advertir que el propósito reformista se había venido manifestando, con diversa intensidad, en el Ejército desde las primeras décadas del siglo XIX. Durante la guerra de la Independencia, y a la par que se gestaba en Cádiz la famosa Constitución de 1812, se pensó en elaborar una «constitución militar», que debería estar en armonía con aquélla y que, obviamente, implicaba una profunda reforma del Ejército; comenzaron los trabajos correspondientes, pero la abolición de la Constitución, el 4 de mayo de 1814, por Fernando VII, daría al traste con este proyecto. Tras el pronunciamiento de Riego y el restablecimiento de la Constitución, en 1820, se reanudarían las tareas para llevar a cabo la reforma del Ejército. La labor desarrollada, que para Casado Burbano[8] representa el momento estelar en la historia de la legislación militar española, daría como fruto la promulgación de la Ley Constitutiva del Ejército de 9 de junio de 1821, pero Fernando VII se encargaría de anularla con su vuelta al absolutismo en 1823. Durante la época isabelina y de la mano del general Narváez, en fin, terminaría de configurarse el modelo del Ejército decimonónico hispano, que se caracteriza por los siguientes rasgos[9]:

—Pésima organización, dotación y preparación que lo incapacitan para afrontar una guerra exterior, lo que no preocupa demasiado a los gobernantes, ya que prefieren encomendarle la función del gendarme.

—Hipertrofia del Cuerpo de Oficiales, fomentada en gran parte por los diversos conflictos armados que se desarrollan durante la centuria. Por otro lado, los abundantes pronunciamientos solían saldarse con un reparto de ascensos, lo que, obviamente, contribuiría a recargar el escalafón. Además, existían muy diversas vías para acceder al empleo de oficial.

—Desinterés por la adecuada formación de los cuadros de mando, ya que se valoraba más la lealtad política que la competencia profesional.

—Desmesurado presupuesto militar, que representaba normalmente más del 50 por ciento del total. Ese presupuesto, sin embargo, se dedicaba, principalmente, a cubrir los sueldos de los profesionales, mientras los soldados arrastraban una vida miserable, y apenas quedaba dinero para atender debidamente las necesidades de armamento y material, ni para afrontar los gastos de los ejercicios y de las maniobras.

El Sexenio Revolucionario (1868-1874), caracterizado por la anarquía y el insensato idealismo, apenas conseguiría otra cosa, en lo que al Ejército se refiere, que provocar en los militares una clara tendencia hacia el conservadurismo. El golpe del general Pavía, ejecutado al iniciarse el año 1874 para acabar con el desorden reinante, encontró el apoyo de una buena parte de los hombres de uniforme, y propició un nuevo pronunciamiento al finalizar el año que abriría las puertas de la Restauración.

Instalado Alfonso XII en el trono, Cánovas creó para él la figura del Rey Soldado, con la finalidad de impedir la reproducción del «régimen de los generales», propio de la época de Isabel II. Cánovas pretendía desterrar a los «espadones», y para ello convirtió al monarca en «espadón», en el único «espadón». En 1890 (cinco años después de la muerte de Alfonso XII), ante el irresistible avance del movimiento obrero, Cánovas llegó a manifestar en el Ateneo madrileño que los ejércitos deberían constituir un dique contra las tentativas ilegales del proletariado, y a continuación asignó formalmente al Ejército la misión de guardián del orden, incapacitándolo así, todavía más, para afrontar un conflicto en el exterior[10].

En 1887, el general Cassola, ministro de la Guerra, había presentado a las Cortes un nuevo proyecto de ley constitutiva del Ejército, en el que, entre otras, proponía las siguientes reformas:

—Nueva división territorial, que superaba la establecida en el Antiguo Régimen y que habría de facilitar las tareas de movilización.

—Unificación del escalafón para eliminar las distintas procedencias en el Cuerpo de Oficiales.

—Los ascensos se alcanzarían en tiempo de paz por rigurosa antigüedad, y por elección desde general en adelante.

—Servicio militar obligatorio y universal, sin las limitaciones de la Sustitución y la Redención a Metálico.

Esta reforma de Cassola no pudo llegar a buen puerto al encontrar la oposición de la alta jerarquía militar y las clases acomodadas, que preferían seguir librando del servicio militar a sus hijos mediante el pago de cierta cantidad de dinero. (Durante las campañas de ultramar, por la Sustitución se pagaba entre mil y mil quinientas pesetas, y, por la Redención a Metálico, entre mil quinientas y dos mil. Todas estas cantidades resultaban prohibitivas para las familias de clase baja o media baja).

Por lo demás, lo que Cassola pretendía no era otra cosa que corregir las graves deficiencias que presentaba la Ley Constitutiva del Ejército de 1877 (adaptada a la Constitución de 1876, como la Ley Constitutiva de 1821 lo estaba a la Constitución de 1812) y que, verdaderamente, no había logrado solucionar ni uno solo de los problemas de fondo que afectaban al Ejército.

Algunos años más tarde de ser rechazada la reforma de Cassola, la organización armada hispana tendría ocasión de demostrar palpablemente su incapacidad para abordar un conflicto en el exterior. En 1893, efectivamente, los fallos saldrían a relucir en un pequeño incidente provocado por el ataque de una cabila mora a un fortín español en la zona de Melilla, ataque que terminó saldándose con la muerte del comandante militar de la plaza, el general Margallo. El ministro de la Guerra juzgó que no era suficiente la fuerza militar estacionada en Melilla (bastante considerable, por cierto, al menos en lo que se refiere al número de hombres) y decidió enviar refuerzos desde la Península, los cuales tardarían dos o tres meses en arribar a la zona de operaciones[11]. Hubo que llamar a filas a unos cuantos miles de soldados pertenecientes a la Primera Reserva, que fueron reclutados en puntos dispersos de la geografía peninsular; se compraron precipitadamente diez mil fusiles máuser; se aprovecharon al máximo los rudimentarios medios de transporte disponibles… Y cuando los veintidós mil hombres mal pertrechados, organizados y entrenados consiguieron desplegar en la zona de conflicto, los moros optaron por solicitar la tregua. Y así se dio por concluida la denominada guerra de Melilla de 1893… Este grotesco episodio resultaba harto elocuente y debería haber alertado a quienes tenían a su cargo la política militar española. Ya con ocasión de la guerra franco-prusiana (1870-1871), que tanto impacto causó en Europa, los ejércitos habían tomado buena cuenta de la brillante movilización realizada por los prusianos, frente a la desastrosa movilización francesa; en esta diferencia se hallaría una de las claves del resultado producido en la contienda. Cassola parecía estar al corriente de esta cuestión, pero sus consideraciones no fueron aceptadas. Y ahora, la esperpéntica movilización llevada a cabo para operar en Melilla ponía en evidencia el lamentable estado en que se encontraba la organización militar, sin que nadie denunciara públicamente el hecho, ni se tomaran las oportunas medidas para remediarlo.

Las consecuencias de esta falta de autocrítica, de esta insensata dejadez, se pagarían en la guerra que culminó en el Desastre del 98. Nadie en su sano juicio podría aprobar que España, tras el episodio melillense, se embarcara en una guerra con Estados Unidos que habría de desarrollarse en escenarios del Atlántico y el Pacífico, a miles de kilómetros de la Península. El Ejército, que había dejado bien patente su incapacidad para efectuar una simple movilización, sacaría a relucir, con ocasión de las campañas de ultramar, toda una serie de graves deficiencias: falta de medios y de preparación para el combate; fallos en la organización, que, entre otras cosas, impedirían el normal desarrollo de las funciones logísticas; escasas motivaciones de los soldados, plenamente conscientes de estar sometidos a una injusta ley de reclutamiento; desmoralización y desgana en los oficiales de carrera (y esto puede servir como descargo a su deplorable conducta), que, por su pertenencia a un hipertrofiado cuerpo, se hallaban pésimamente instruidos y atendidos y, en general, carecían de ilusiones e inquietudes profesionales.

Don Santiago Ramón y Cajal advierte[12] que, si Cánovas no hubiera desaparecido de la escena política (fue asesinado por un anarquista el 8 de agosto de 1897), se habría encargado de evitar la entrada de España en la guerra con Estados Unidos de 1898, habría logrado «acallar la vocinglería de periódicos y patrioteros», desatada en las vísperas del estallido del conflicto. Don Santiago, cuya talla intelectual y honestidad están fuera de toda duda, tenía además un profundo conocimiento del ambiente político y social que reinaba en la España de su época, por eso su opinión debe merecer un gran respeto. Por otro lado, está sobradamente documentado el rechazo de Cánovas hacia cualquier clase de aventura en el exterior, siguiendo con esta actitud, al fin y al cabo, el camino elegido por España tras el Congreso de Viena (1815), cuando quedó convertida en potencia de segundo orden y apartada de las áreas de conflicto europeas. En todo caso, conviene recordar que Cánovas había asignado al Ejército simplemente la misión de guardar el orden interior; la institución armada constituiría así una pieza clave en el sistema creado por el propio Cánovas para la Restauración, que se caracterizaba por el dominio de la oligarquía terrateniente e industrial, el caciquismo, las elecciones manipuladas y el alejamiento de la cosa pública por parte de la gran masa popular. Si el sistema canovista, en fin, no era más que una pura ficción, otro tanto venía a sucederle al Ejército. Un militar, el comandante Benzo, llegaría a denunciar este hecho, cuando el período de la Restauración se acercaba a su final[13]: «Un ejército no es un conglomerado de generales, jefes, oficiales y aun soldados. Porque todo esto lo tiene España, y desde hace un cuarto de siglo las voces más autorizadas, incluso dentro de la profesión, han proclamado que no tenemos ejército».

El Desastre del 98 dio lugar a una crisis ideológica y política, en gran medida impulsada por el movimiento regeneracionista, que aspiraba a introducir los cambios necesarios para modernizar España y acercarla a Europa. En ese movimiento se integran los comandantes Ibáñez y Angulo al escribir su libro, puesto que ellos, como queda de manifiesto en el prólogo, no se conforman con aplicar al Ejército una serie de retoques de carácter más o menos administrativo, sino que abogan por una reforma a fondo que rebase, incluso, ampliamente el ámbito propio de la institución militar. Ibáñez y Angulo no dejan de comprender que la estructura, la organización y los modos del Ejército están íntimamente ligados al régimen político establecido, que es el que, en todo momento, marca la norma; en definitiva, conocen bien sus limitaciones y saben que no deben intentar una reforma militar global, pero se sienten capaces, no obstante, de influir, por su condición de profesores y a través de su libro, en los jóvenes que han elegido la carrera de las armas y se hallan todavía en período de formación. También han de tener presente, por otro lado, que los regeneracionistas han acabado llegando a la conclusión (en línea con lo defendido durante varias décadas por la Institución Libre de Enseñanza) de que la primera y principal tarea que había de acometerse, en la modernización del país, debería ser la de la reforma de la enseñanza, para aumentar la cultura de los jóvenes e inculcarles nuevas formas de pensar y de sentir. El libro de Ibáñez y Angulo, por lo demás, hubo de tener su influencia, especialmente, en los alumnos que se formaban en la Academia de Infantería, puesto que permaneció largos años en la biblioteca del centro, y cabe suponer que fue profusamente leído, teniendo en cuenta, entre otras cosas, las alusiones que a él se hacen en otros libros escritos con posterioridad. Entre los alumnos que se educaron en esa academia, es interesante resaltarlo, figuraron Francisco Franco y Vicente Rojo, que cursaron sus estudios entre 1907 y 1910 y entre 1911 y 1914, respectivamente.

La Academia de Infantería había sido instalada en el alcázar de Toledo al comenzar el período de la Restauración, por un Real Decreto de 1 de mayo de 1875. Era la primera vez que un centro de enseñanza militar utilizaba el histórico y grandioso edificio del alcázar como sede. Su primer director fue el general José de la Iglesia y Tompes, que, por cierto, había jugado un importante papel en la disolución de las Cortes republicanas llevada a cabo por orden del capitán general de Madrid, Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, el día 3 de enero de 1874. Pasados algunos años, la Academia de Infantería (como las del resto de las Armas y Cuerpos) fue clausurada, para dar paso a la Academia General Militar (primera época), creada en 1882, que también tendría como sede el alcázar toledano. La vida de este centro, sin embargo, tampoco sería demasiado larga, ya que fue suprimido en 1893 para volver al sistema anterior de academias independientes, quedando de nuevo ubicada la Academia de Infantería en el alcázar. Así estaban las cosas en 1903, cuando se publicó Los cadetes, y así seguirían hasta el 20 de febrero de 1927, fecha en la que, bajo la Dictadura del general Primo de Rivera, fue fundada la Academia General Militar (segunda época).

Los comandantes Ibáñez y Angulo comienzan su relato dedicando grandes loas al alcázar toledano, y seguidamente, a lo largo de dos capítulos de la obra, glosan la vida cadetil[14], aludiendo a las anécdotas más famosas acaecidas en las diversas academias hispanas durante los últimos decenios y cuyo recuerdo se ha ido manteniendo de generación en generación. Se habla también de las típicas novatadas, de las comidas que solían servirse a los alumnos, del argot especial que éstos utilizaban, y se ofrece, incluso, una relación de los antiguos cadetes que han logrado después el éxito en su carrera… Pero el tono cambia, al final del segundo de estos capítulos, para dar paso a una dura crítica, que se dirige, en principio, contra el propio régimen de la Restauración y lanza después sus dardos contra la enseñanza militar impartida en España. De la Restauración se afirma que llevó confianzas al capital, mientras «los factores morales dejaban la primacía y el auge a los intereses materiales, abandonando así la orientación en manos que, a la postre, habrían de inclinarse del lado del egoísmo y de la flaqueza». Las disposiciones de la juventud militar no se han aprovechado para nutrir el alma con conceptos de un orden moral y patriótico, comentan nuestros autores, antes de expresarse de esta forma tan contundente: «La monomanía del ritual, de la rutina, de la fórmula teórica y a las veces empírica; el abandono de todo cuanto pudiera ensanchar y fortalecer la voluntad, el carácter, el buen gusto, el espíritu de iniciativa y de mando, contribuyeron al amadrigamiento de tendencias y pasividades que en nada han favorecido ni prosperarán la causa del país y de la fuerza pública […] ¡Cuántos oficiales, de singulares condiciones, yacen arrinconados o deshechos en su moral y porvenir, por haber carecido de horizontes y de alientos sociales, hijos siempre de la educación, del gusto y de la voluntad animosa y cepillada por el trato de gentes!».

Este párrafo resulta extraordinariamente revelador. En el prólogo, Ibáñez y Angulo han censurado con dureza a los oficiales que, amparados en la «Santa Nómina», se han permitido eludir toda clase de sacrificios, negándose a participar en las campañas de ultramar; pero ahora manifiestan claramente que no se debe exigir a esos oficiales toda la responsabilidad por su vergonzosa conducta, ya que ésta, en gran medida, ha podido ser consecuencia de la mala educación recibida durante la etapa de cadete.

Y así arriban nuestros autores al capítulo más interesante y brillante de su obra; lleva por título «Brisas del campo» y constituye un durísimo alegato contra los métodos de enseñanza mantenidos en las academias militares españolas, y muy particularmente en la Academia de Infantería[15]. «Tener al joven —comienzan afirmando— horas y más horas tras una papelera, rígido, silencioso, agobiado, con detrimento de su formación ósea…; llevarle después día tras día a la cátedra, para mantenerlo inamovible, sin pestañear, mirando en el profesor, no al amigo plácido y abierto a la confianza como superior moral e intelectual que es, sino acaso al jefe gruñón esquivo y ordenancista; tener, en suma, a nervios, imaginaciones y miembros tempranos, ceñidos por el ritual, aprisionados por el reglamento, amarrados por la rutina en locales cerrados y, en ellos, ahogados por montón de librotes y de cifras, no siempre de necesaria nutrición espiritual y técnica, es uno de los errores más tremendos y de más trascendentales perjuicios para la Nación y el Ejército».

Añaden nuestros autores que es preciso fomentar el deporte entre los alumnos; inducirlos a practicar la natación, el remo, la equitación, la esgrima, el ejercicio por breñales y valles, las marchas militares…, porque, en definitiva, la educación física no sólo resulta muy saludable y aumenta la fuerza de los músculos, sino que además contribuye a reforzar el vigor del cerebro.

Lo más llamativo de este discurso es que viene a sintonizar, de forma manifiesta, con las ideas de don Francisco Giner de los Ríos, pedagogo ilustre y fundador de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), expresadas en su conocida obra Pedagogía universitaria. La ILE, que representa uno de los impulsos más notables hacia la modernización realizados en la España del siglo XIX, surgió, al iniciarse el período de la Restauración, por iniciativa de Giner y un grupo de profesores que se enfrentaron al ministro canovista Orovio, tras negarse a aceptar el dogmatismo que éste pretendía imponer a las cátedras. Ibáñez y Angulo se identifican de forma clara con la ILE al rechazar la enseñanza meramente instructiva y defender una enseñanza educativa, capaz de forjar un ideal moral, un amor a la cultura, una preocupación por los problemas sociales, un diálogo profesor-alumno y una especial atención a la higiene y a los deportes y actividades al aire libre, en contacto con la naturaleza. El idealismo laico que proclamaba la ILE, por lo demás, chocaba frontalmente con el confesionalismo religioso propio del régimen canovista (heredado de etapas anteriores, si se excluye el Sexenio Revolucionario), pero lograría, con todo, ejercer cierta influencia en los gobiernos, consiguiendo, por ejemplo, que, a instancias suyas, llegara a crearse en 1901 el Ministerio de Instrucción Pública, y, seis años más tarde, la Junta de Ampliación de Estudios.

En su afán por modernizar España y difundir la cultura, los miembros más destacados del movimiento regeneracionista se hartaron de proclamar, al igual que la ILE, las excelencias de la enseñanza laica, a la par que deploraban el freno que significaba el rígido dogmatismo de la Iglesia católica. Los regeneracionistas lucharon también a favor de la libertad de cátedra y en contra de la invasión frailuna de las escuelas y universidades; y aprovecharon la ocasión de la derrota española ante Estados Unidos para manifestar que ese fracaso era la expresión de la inferioridad de la enseñanza hispana, en gran medida dominada por los clérigos, frente a la racional, humana y floreciente enseñanza yanqui. Algo parecido, añadieron, había sucedido con la guerra franco-prusiana, en la que la superioridad cultural alemana había terminado pesando decisivamente. Ibáñez y Angulo comparten estas consideraciones sobre la importancia del nivel cultural de cada país en el desarrollo de las guerras; advierten en su libro que en Alemania se rinde culto a los Stein, Fichte, Gneisenau, Humboldt, Bulow y Clausewitz, es decir, a los estadistas, los maestros, los sabios, los patriotas y los brillantes militares, porque se sabe que, sin ellos, no se hubieran alcanzado logros como el Estado Mayor, la unidad de mando, el instinto de iniciativa y compañerismo, la doctrina, los arsenales, las fuerzas militares que tan gallardamente manejara Moltke. Estos logros están muy lejos de obtenerse en España, explican, porque aquí «el atavismo y la falta de educación y consistencia constitucional y política nos empujan a quererlo todo por las maravillas rápidas del milagro y de la acción de un hombre, cuando tales negocios son siempre el fruto de larga y costosa preparación y la tarea de varias generaciones». Haciendo gala de su proverbial objetividad y valentía, nuestros autores se atreven incluso a enfrentarse al ambiente de ira y de rencor que se respiraba en aquellos momentos contra el coloso norteamericano, y manifiestan sin rodeos: «Y si remontamos el vuelo a la nación que nos venció tan cruel y tan fácilmente, el Día de la Independencia, el culto a Jorge Washington, el respeto a los fundamentos constitucionales, el amor apasionado por el ensanche del espíritu patrio y de la raza, nos explicarán los sorprendentes progresos de su industria y de su ciencia en general».

Al iniciarse la contienda hispano-norteamericana, la jerarquía eclesiástica había optado por apoyarla, lanzando toda una campaña propagandística a favor de las fuerzas católicas que se disponían a combatir contra un país protestante; las previsiones, sin embargo, fallaron, el desenlace no fue el deseado, y entonces la Iglesia se aprestó a proclamar que la derrota se había producido como consecuencia del alejamiento de la sociedad española de la doctrina católica…

Dada la excepcional importancia que concedían a la educación de la juventud, los regeneracionistas llegaron a establecer que resultaba vital acabar con la exagerada y perniciosa influencia religiosa en los centros de enseñanza, ya que la Iglesia tendía a oponerse a lo racional y fomentaba a menudo el fanatismo y la superstición. En la atribulada España del siglo XIX, el peso del clericalismo en la enseñanza había sido tremendo, y había dado muestras además de un neto talante antiliberal, desde que los clérigos comprendieron que los liberales pretendían no sólo acabar con su poder espiritual, sino también con el material, al emprenderse las tareas de la desamortización. El Concordato de 1851 estableció que la enseñanza habría de supeditarse a los preceptos de la doctrina católica, permitiéndose a los obispos ejercer la vigilancia para que tal disposición se cumpliera, y estas normas se mantuvieron durante la época de la Restauración, en la que, por otra parte, la Constitución vigente (la de 1876) declaraba la religión católica como la oficial del Estado.

A lo largo del siglo XIX, como apunta Juan Benet[16], el pensamiento español se vio dividido en «dos ramas antagónicas», la de los progresistas y la de los reaccionarios, dos culturas que llegaron a coexistir sin convivir y que mantendrían durante toda la centuria sus espadas levantadas, para terminar batiéndose en 1936. El mayor éxito de la rama progresista consistiría en la creación de la ILE, primer centro de enseñanza laica y «origen de toda una corriente —más que de pensamiento, de un cierto modo de ser, de un talante intelectual— y de una nueva generación de ilustrados que sólo concluirá en la guerra civil con la muerte o el exilio». Frente a los progresistas, el bando de los reaccionarios estaba integrado por «todo aquel que se opusiera a la corriente ilustrada y cuyo más significado principio de diferenciación era la obediencia ciega a la doctrina de la Santa Madre Iglesia». Los reaccionarios, en definitiva, se aferraron resueltamente a sus modos de pensar y a su sistema de valores, sin modificarlos ni enriquecerlos desde los tiempos de Fernando VII.

En todo caso, no cabe duda de que, en la reacción absolutista protagonizada por Fernando VII a partir de 1814, la Iglesia representó un papel de primer orden; fue por entonces precisamente cuando se comenzó a hablar con insistencia de la alianza entre el altar y el trono. La abolición de la Constitución de 1812, que para Pierre Vilar significa el fracaso de todo un siglo[17], repercutiría muy negativamente en el ámbito militar, y dio al traste, por una parte, con los trabajos realizados para dotar al Ejército de una progresista Ley Constitutiva, y, por otra, con la denominada Escuela Militar de la Isla, creada en San Fernando al calor de los ilustrados de Cádiz y puesta bajo la dirección del culto teniente coronel Mariano Gil de Bernabé. La creación de la escuela está íntimamente relacionada con la institucionalización de la enseñanza militar, que se desarrolló en Europa entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX y que marca una tendencia a la profesionalización, pero Fernando VII, amén de rechazar cualquier legado de los liberales, no tenía interés alguno en contar con oficiales competentes, preparados para intervenir en una guerra exterior, dado que prefería orientar al Ejército hacia la defensa interior. Finalizado el paréntesis del Trienio Liberal y aprovechando la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis de abril de 1823, Fernando VII llegó, virtualmente, a disolver el Ejército (a la par que, por supuesto, procedía a la anulación de la obra legislativa realizada por los liberales en el Trienio…), manteniendo a los invasores como ejército de ocupación durante cierto tiempo. Pronto, sin embargo, sintió la necesidad de levantar un ejército nuevo, y decidió, entre otras cosas, llevar a cabo la purificación del ejército disuelto. Fue en este momento cuando tuvo lugar la creación del Colegio General Militar[18], por Real Orden de 29 de febrero de 1824, y su Reglamento se publicó el 20 de diciembre del mismo año. Por primera vez se reunían en una sola las academias de las diversas Armas y Cuerpos (Infantería, Caballería, Artillería e Ingenieros), medida que, probablemente, perseguía como objetivo principal el de mantener un estrecho control sobre los alumnos desde las altas instancias del Estado. Se volvieron a exigir las pruebas de nobleza (abolidas el 17 de agosto de 1811) a los futuros oficiales, quienes también deberían acreditar su condición de «hijodalgo notorio, según las leyes de la monarquía, limpio de sangre y de oficios mecánicos por ambas líneas». Por otro lado, la fuerte influencia clerical en el centro quedaría reflejada, por ejemplo, en el Artículo 20 del Reglamento, que afirmaba textualmente: «Así el jefe como los demás oficiales, profesores y maestros del colegio mirarán siempre como el más principal y sagrado objeto de sus obligaciones y responsabilidad inspirar a los cadetes el reconocimiento, amor y respeto al Ser Supremo, la observancia de sus Santos Mandamientos, la piedad filial, la conmiseración con los pobres y desgraciados y una entera obediencia y sumisión al soberano…».

El Colegio General Militar, que tuvo su sede en el alcázar de Segovia y fue disuelto en agosto de 1837, dejaría una profunda huella en la enseñanza militar española del siglo XIX, y causó un notable perjuicio; la exagerada influencia clerical crearía un mal precedente, así como el recargado y escasamente coherente programa de asignaturas y el rigurosísimo régimen de internado al que estuvieron sometidos los alumnos. Los comandantes Ibáñez y Angulo le dedican este jugoso comentario en una nota a pie de página[19]: «Tan arraigado estaba el absolutismo en la enseñanza, que cuando se dio a la estampa uno de los libros mejor compuestos y de mayor enjundia de la cultura militar del siglo XIX, la Geografía historicomilitar de España y Portugal, la Junta Facultativa del Colegio de Segovia, donde el autor se había educado, estimó ser la obra de excesivo vuelo para una asignatura, que dentro del alcázar que baña el Eresma la explicaba el padre capellán…».

En el extenso programa del colegio no había sitio para una asignatura de geografía historicomilitar, pero, en cambio, sí lo hubo para materias como formación de procesos, manejo de papeles, ajustes de caja, levantamiento de planos de edificios… y baile.

Cuando los cadetes españoles fueron reunidos de nuevo en un solo centro para cursar sus estudios, con la creación en 1882 de la Academia General Militar, se tomaron algunas medidas para tratar de evitar las aberraciones en que había caído el Colegio General; la influencia clerical decayó bastante y los recargados planes de estudios (teóricos) sufrieron un notable recorte, a la vez que se dedicaba cierta atención a los deportes y a las prácticas en el campo. Los comandantes Ibáñez y Angulo celebran este progreso, y señalan[20]: «Con el establecimiento de la Academia General Militar, tomó cuerpo la idea del Campamento, recibiendo gran vuelo, y, para bien de todos, la amplitud del procedimiento y la esencia en la doctrina militar, entrándose ya franca y resueltamente por la vía que debemos ensanchar y perfeccionar sin tregua».

Con la Academia General, desde luego, aparecieron en la enseñanza militar española algunas ideas recogidas de la ILE; pero también, junto a ellas, saldrían a relucir elementos del prusianismo dieciochesco, como el automatismo, la rigidez, la obediencia ciega, el rechazo a la crítica…, que, al cabo, terminarían prevaleciendo, contando con la ayuda de valiosos instrumentos, como las interminables sesiones de instrucción en orden cerrado, la celebración de abundantes actos rituales, el apretado horario al que los alumnos se hallaban sometidos, siempre vigilados por los exigentes oficiales de servicio… Una vez más, el resultado de la guerra franco-prusiana había despertado el afán de emulación de los métodos prusianos, si bien en esta ocasión serían pésimamente interpretados, al tomar como referencia el dieciochesco mundo militar de Federico el Grande. El comandante Ibáñez Marín intentaría paliar este negativo influjo publicando, en 1906 y como autor único, la excelente obra titulada La campaña de Prusia de 1806, en la que explicaba cómo los propios prusianos se habían sentido obligados a abandonar una buena parte del legado de Federico, a raíz de su enfrentamiento con las tropas de Napoleón; las guerras de la Revolución y del Imperio provocaron un cambio radical en el dominio de lo militar y los prusianos comprendieron muy pronto que era preciso asumirlo. Ibáñez Marín[21] comienza por exponer las aberraciones en que habían caído los mandos militares de la Prusia Post-Federico; en ella dominaba la «ciencia militar matemática», de modo que parecía imposible «tomar una trinchera sin llevar la tabla de logaritmos bajo el brazo». Y cuando alguien, como Bulow, se atrevía a acusar a las matemáticas de atrofiar la imaginación, proponiendo, de paso, la adopción de los métodos revolucionarios y flexibles de los franceses, podía acabar con sus huesos en la cárcel. De la táctica de Federico sólo se recogía «su lado caricaturesco y pedante»; del arte militar del «Rey Filósofo» se conservaba, simplemente, el gusto por las paradas y las revistas anuales. Las altas jerarquías se refugiaban en su orgullo de casta, ignorando cuanto ocurría en Europa, mientras se ceñían con rígido formalismo a las ordenanzas, cuidando los más mínimos detalles. Ajenos a los avances que se estaban produciendo en las guerras de la Revolución y del Imperio, los prusianos, al acudir al campo de batalla en 1806, se limitaron a poner en práctica lo que en las revistas y las paradas de Berlín, Potsdam y Magdeburgo habían aprendido. Y cosecharon un clamoroso fracaso.

Ibáñez Marín subraya, por otro lado, que en el ejército prusiano los oficiales constituían una casta privilegiada y eran reclutados entre la aristocracia; su soberbia alcanzaba niveles increíbles. Los pobres soldados tenían que aguantar la brutalidad y la grosería de esos oficiales, a la par que eran pésimamente atendidos; su comida era mala y su vestuario pobre. La deleznable formación de los oficiales y el abismo que los separaba de unos soldados maltratados y, por ende, escasamente motivados, terminarían pesando de forma decisiva en el resultado de la campaña… En la Francia de aquella época, ciertamente, el panorama era bien distinto; allí, tras abolirse en 1789 los privilegios nobiliarios, la mayoría de los oficiales nobles habían abandonado el ejército, quedando así los grados superiores al alcance de los más dotados. La Revolución había hecho cambiar el carácter del ejército, al inflamar a la nación francesa de entusiasmo democrático, como advierte el mariscal Montgomery[22], que termina afirmando: «La nueva y especial cualidad de este ejército voluntario y nacional fue que los soldados seguían en él a sus oficiales, en lugar de ser conducidos por ellos».

Los prusianos de 1806, como apunta Ibáñez Marín, consiguieron salir de su error, tras la derrota sufrida ante los franceses. Y sería el general e ilustre tratadista Karl von Clausewitz uno de los principales conductores de la necesaria reforma; no sólo a través de su abundante obra escrita en la que analiza magistralmente el cambio radical operado en el dominio de lo militar durante las guerras de la Revolución y del Imperio, sino también aprovechando los relevantes puestos ocupados en la organización militar prusiana, entre los que cabe destacar el de director de la Kriegsakademie, en el que pondría especial empeño por dar la formación adecuada a los futuros oficiales. Clausewitz participó en la campaña de Prusia (y combatiría más tarde contra Napoleón formando parte del Ejército de Rusia); este hecho le permitiría ser testigo del choque entre el viejo orden del absolutismo prusiano y el nuevo de la Francia revolucionaria, de la que habría de convertirse en rendido admirador. Después de 1806, en fin, los prusianos renunciaron al Reglamento de Federico y trataron de eliminar del campo de batalla todo lo que tan sólo servía para los desfiles y las paradas; pero, además, implantaron el servicio militar universal sin trampas, sustituyendo el soldado-máquina por el soldado-hombre, dotado de la condición de ciudadano.

Ibáñez Marín analiza la experiencia prusiana de 1806, persuadido, sin duda, de que ha de resultar muy útil para España, que también había luchado contra las tropas napoleónicas y ha adquirido enseñanzas importantes. Esas enseñanzas, más o menos reflejadas en la obra realizada por los ilustrados, tanto en el ámbito civil como en el militar, fueron desechadas por Fernando VII, y el comandante entendió que había llegado el momento de subsanar este error.

Con la publicación de Los cadetes y La campaña de Prusia de 1806, es evidente que Ibáñez y Angulo pasaron por derecho propio a formar parte de la corriente regeneracionista; compartieron la postura de quienes contemplaban con especial inquietud los males que afligían a la nación y trataron de poner remedio a las cosas desde su condición de profesores de un centro de enseñanza militar, aportando interesantes consideraciones, que llegaron, incluso, a trascender la esfera estrictamente castrense. Su decisión de rebasar con sus reflexiones los muros del cuartel estaba, por otra parte, plenamente justificada; el propio Francisco Silvela, en su famoso artículo «Sin pulso», publicado en El Tiempo el 16 de agosto de 1898, ya había apuntado que las lacras que presentaba el Ejército y que le habían llevado a la derrota de ultramar no constituían sino un síntoma de los males que afectaban a la sociedad hispana en su conjunto y al régimen político en particular.

Sea como fuere, las propuestas de los regeneracionistas iban a verse sometidas, en un primer momento, a un compás de espera, ya que, a la desaparición del artífice de la Restauración, Cánovas del Castillo, se añadió el cambio operado en la cúpula del Estado, al finalizar el período de la Regencia e iniciarse el reinado de Alfonso XIII, cuyo acceso al trono se produjo en mayo de 1902. El nuevo rey, desde luego, no parecía muy inclinado a respaldar los proyectos del regeneracionismo; de él ha escrito Madariaga[23] que era «el heredero de una larga tradición de monarcas absolutos nunca convertidos por entero ni con toda sinceridad a las medias tintas del constitucionalismo», y añade además este comentario: «Su educación estuvo en manos de hombres austeros y estrechos, que no eran ni demócratas ni optimistas. Sacerdotes y oficiales de Artillería no suelen ser el terreno apropiado al florecimiento de las ideas de Rousseau. Si se hubiese confiado la educación de don Alfonso en sus tiernos años a don Francisco Giner, España habría quizá llegado a ser una nación pacífica y satisfecha».

El advenimiento de la monarquía alfonsina, ciertamente, terminó significando un duro golpe para las esperanzas de los regeneracionistas; los comandantes Ibáñez y Angulo no debieron de tardar mucho tiempo en sentirse especialmente defraudados. Alfonso XIII buscó desde el principio el apoyo del Ejército, pero actuando de acuerdo con la filosofía y los procedimientos de sus antepasados en el trono e imitando, sobre todo, a su padre, el «Rey Soldado» de inspiración canovista. En la Memoria de la Academia de Infantería correspondiente al año 1909 se ofrece una muestra de las particulares aficiones del nuevo rey: «La predilección de nuestro monarca por la Academia de Infantería quedó en evidencia desde niño, vistiendo ante los españoles el uniforme de cadete, uniforme que conserva con orgullo el Museo de la Infantería; con él se presentó a los diplomáticos como rey de España; con él hizo sus primeros actos de gobierno; con él asistió a la evolución de su espíritu caballeresco y generoso; con él hizo su aprendizaje militar; con él abrió sus ojos a las esperanzas de la Patria…».

El mismo día en que juró la Constitución, don Alfonso decidió presidir su primer Consejo de Ministros, y demostró a lo largo de ese acto un especial interés por la situación en que se hallaba el Ejército, y advirtió además a quienes le acompañaban que, de acuerdo con determinados artículos de la Carta Magna, a él le correspondía el exclusivo derecho de conceder honores y títulos, y que no pensaba renunciar a ese derecho[24]. Para comprender este comportamiento del joven rey, quizá no esté de más recordar que Cánovas, al optar por convertir a Alfonso XII en el único «espadón», había dispuesto que se incluyera un artículo en la Constitución, el 53, en el que se establecía: «Concede [el rey] los grados, ascensos y recompensas con arreglo a las leyes». Esta prerrogativa real, desde luego, habría de restar mucha fuerza a los generales que, siguiendo el ejemplo de la época isabelina, pretendieran distribuir recompensas entre su clientela; los pronunciamientos, que se habían saldado siempre con un generoso reparto de ascensos, tenderían a extinguirse desde la puesta en vigor del citado artículo… Todo parece indicar, en definitiva, que el interés por hacer valer su derecho exclusivo a otorgar honores y títulos, mostrado por Alfonso XIII en su primer Consejo de Ministros, debía de estar relacionado con un firme propósito de no aceptar otras clientelas agradecidas que las propias.

El 23 de noviembre de 1905, por lo demás, estalló un incidente entre la prensa y los militares de características muy similares a los que tuvieron lugar en 1895, al publicar el semanario satírico catalán Cu-cut un chiste que resultaba ofensivo para los miembros del Ejército. Los oficiales de la guarnición de Barcelona asaltaron la imprenta y la redacción del semanario, y dirigieron además sus ataques a otros periódicos barceloneses de signo catalanista. El incidente terminaría conduciendo a la promulgación de la desdichada Ley de Jurisdicciones de 1906, que vio la luz el 23 de marzo. Si en 1895 la reina regente, siempre atemperada por Cánovas y Sagasta, había dado pruebas de exquisita prudencia para evitar males mayores, ahora su hijo dejaría bien patente su escaso tacto político al tomar resueltamente partido por el Ejército, anunciando así la apertura de un período marcado por el militarismo. Mientras tanto, la preocupante inestabilidad del status quo en el norte de África había llevado a británicos y franceses a firmar un pacto el 8 de abril de 1904, del que derivaría el Acuerdo Hispanofrancés del 3 de octubre del mismo año, por el que se asignaba a España una zona de influencia en el norte del territorio marroquí. En 1906 se convocó la Conferencia de Algeciras para evitar la intromisión alemana en Marruecos (repartido entre España y Francia) y, un año más tarde, Gran Bretaña, Francia y España establecieron los Acuerdos de Cartagena para coordinar sus acciones si la paz en el Mediterráneo corría algún peligro. Es claro que la serie de compromisos que España estaba adquiriendo, tras el acceso al trono de Alfonso XIII, podrían precipitar su intervención en el norte de África, algo que los gobernantes de la etapa anterior habían tratado de evitar. El nuevo rey parecía estar animado por un cierto espíritu belicoso, que saldría a relucir, por ejemplo, durante la visita que llevó a cabo a la Academia de Infantería el 14 de julio de 1908, en la que se dirigió a los cadetes con estas palabras: «Vivid, luchad para conquistar la inmortalidad; pero no olvidéis que el único camino para lograrla es el sacrificio de vuestra vida, cuando la patria lo exija, de vuestras comodidades y de vuestra voluntad en aras del deber que la disciplina impone».

El espíritu guerrero que animaba a don Alfonso guardaba, sin duda, relación con el deplorable comportamiento de los oficiales en las campañas de ultramar que desembocaron en el Desastre del 98. Se diría que, para el joven monarca, todos los males que afectaban al Ejército en aquellos momentos deberían quedar reducidos a la nada en cuanto unos miles de oficiales se mostraran dispuestos a sacrificarse y a entregar su vida por la patria. Esta convicción del rey, desde luego, nada tenía que ver con los criterios mantenidos por los comandantes Ibáñez y Angulo en Los cadetes, y podría, por otro lado, contribuir a reforzar el estúpido y malhadado revanchismo que venía manifestándose en el seno del Cuerpo de Oficiales desde la derrota de 1898. De las aficiones militares que albergaba don Alfonso, en todo caso, es fiel exponente un pintoresco episodio por él protagonizado a principios de mayo de 1909 en el campo de maniobras de la Academia de Infantería, del que la citada memoria de ese centro nos ofrece la siguiente versión: «Regia sorpresa. En la noche del 3 al 4 de mayo ataca don Alfonso XIII, al frente de dos compañías del Regimiento de León núm. 38, el Campamento de los Alijares, defendido por los alumnos de la academia; el honor dispensado por el rey a la Infantería en su academia constituye para la historia de este centro una fecha memorable por ser la primera operación militar mandada en persona por el monarca desde su advenimiento al trono. La defensa se efectuó con arreglo a las más novísimas doctrinas que enseñan las campañas recientes; el ataque fue preparado y dirigido por don Alfonso XIII, cuyas aptitudes militares se evidenciaron tanto en la dirección del fuego como en la marcha a pie de doce kilómetros sobre accidentado y desconocido terreno».

Un conflicto surgido en la zona de Melilla, el 9 de julio de 1909, terminaría precipitando la intervención militar española en Marruecos; el conflicto tuvo su origen en un ataque lanzado por un grupo de indígenas marroquíes, que se saldó con la muerte de seis trabajadores de la vía de ferrocarril que se estaba construyendo para unir con el puerto melillense las nuevas minas, establecidas en virtud del Acuerdo Hispanofrancés de 1904. España se limitaba, por entonces, a ocupar las tradicionales plazas de soberanía, Ceuta y Melilla, de manera que los obreros que sufrieron el ataque se encontraban, en realidad, fuera de la demarcación que las tropas hispanas tenían a su cargo en la zona melillense. El general Marina, gobernador militar de la plaza, decidió, pues, ampliar la citada demarcación más allá de los límites mantenidos hasta ese momento, a la par que emprendía algunas operaciones de represalia contra los indígenas. El 12 de julio, a los tres días de iniciarse el conflicto marroquí, se celebró en la Academia de Infantería, con la asistencia del rey, la ceremonia de entrega de despachos a los componentes de la XIII promoción, y don Alfonso aprovechó la ocasión para pronunciar unas palabras en las que dedicó un caluroso elogio a los soldados que luchaban contra los moros en Melilla, exhortando a los cadetes a que siguieran su ejemplo. Las palabras del rey causaron gran impacto, especialmente entre los trescientos alumnos que aquel día culminaban sus estudios académicos; entre ellos se hallaba Eduardo Benzo, que recuerda así la reacción provocada por las palabras del monarca[25]: «Con inusitada rapidez se tomó el acuerdo, expuesto inmediatamente al soberano, de ofrecerse para formar parte del ejército expedicionario, que todos creían había de organizarse sin tardanza». Benzo fue uno de los que acudieron a la lucha en el territorio africano, mas su entusiasmo no duraría mucho, al tener ocasión de comprobar «el espectáculo de imprevisión, de desorganización y de impotencia» que dieron los batallones trasladados a Melilla desde la Península. «En estas sangrientas jornadas —concluye Benzo— de alguna de las cuales fui coactor, la oficialidad, dejándose matar, añadió a su ejecutoria nuevos timbres de heroísmo; pero en ninguna de ellas se ganó para España un jirón de provecho; antes bien, al ofrendarle el sacrificio estéril de nuestra juventud viril, inferíamos a la Patria desgarraduras de zarpa, por las que escapaban torrentes de energías, que encaminadas por derroteros sabios hubieran coadyuvado a reponer a España».

En las desdichadas jornadas melillenses, por lo demás, perdería la vida, el 23 de julio, el ya teniente coronel José Ibáñez Marín. Este hecho, en verdad, constituye todo un símbolo.