(Lunes 13 de Diciembre, 23 horas)
—Como tú sabes, Markham —empezó Vance, cuando estábamos sentados alrededor del fuego en la biblioteca aquella noche—, finalmente logré coordinar las notas de mi resumen de manera que pude ver claramente quién era el asesino[9]. Una vez que hube encontrado el objetivo básico, todos los detalles encajaban en un conjunto plástico. No obstante, la técnica de los crímenes permanecía oscura; así te rogué que mandaras buscar los libros de la biblioteca de Tobías; yo estaba seguro de que me dirían lo que yo quería saber. En primer lugar, leí el Manual para uso de los jueces de instrucción, de Gross, que yo consideraba como la fuente de información más adecuada de un tratado asombroso, Markham. Cubre todo el campo de la historia y la ciencia del crimen; y, además, es un compendio de técnica criminal, que cita casos específicos y contiene dibujos y explicaciones minuciosas. No es extraño que sea la enciclopedia universal sobre la cuestión. Leyéndolo encontré lo que buscaba. Ada había calcado todos sus actos, todos sus métodos, acciones y detalles de sus páginas…, ¡de la historia criminal auténtica! No se nos puede censurar que no pudiésemos combatir sus astucias; pues no era ella sola quien nos engañaba; era la experiencia acumulativa de centenares de criminales sagaces que la precedieron, más la ciencia analítica del criminalista más grande del mundo, el doctor Hans Gross.
Hizo una pausa para encender otro cigarrillo.
—Pero aun después de encontrar la explicación de sus crímenes —continuó—, tuve la impresión de que faltaba algo, alguna inclinación o propensión fundamental; la cosa que hacía posible este cúmulo de horrores y allanaba su realización. No sabíamos nada de la niñez de Ada ni de sus progenitores y de sus instintos heredados; y sin conocer esto, los crímenes, a pesar de su clave lógica, eran increíbles. En consecuencia, el siguiente paso consistió en verificar las fuentes psicológicas y del medio ambiente de Ada. Sospeché desde un principio que era hija de frau Mannheim. Pero aun así, cuando verifiqué este dato, no acerté a ver la relación que tenía con el caso. Era obvio, de nuestra entrevista con frau Mannheim, que Tobías y su esposo habían realizado juntos negocios turbios años atrás; y ella me confesó que su marido murió, hace trece años en octubre, en Nueva Orleans, después de un año de enfermedad en un hospital. También dijo, como quizá ustedes recuerdan, que había visto a Tobías un año antes del fallecimiento de su esposo. Esto debió de ser hace catorce años, en la época en que Tobías adoptó a Ada. Pensé que podría existir alguna relación entre Mannheim y los crímenes, y hasta se me ocurrió la idea de que Sproot era Mannheim y que se trataba de un caso grave de chantaje. En consecuencia, decidí investigar. Mi viaje misterioso de la semana pasada fue a Nueva Orleans; y allí no tuve dificultad en averiguar la verdad. Consultando las listas de defunciones de octubre, de hace trece años, descubrí que Mannheim había estado en un manicomio de penados durante un año anterior a su muerte. Y de la Policía comprobé algo de su historial. Adolfo Mannheim, el padre de Ada, era, al parecer, un famoso criminal y asesino alemán, sentenciado a muerte, que se fugó del presidio de Stuttgart y vino a América. Abrigo la sospecha de que el difunto Tobías estuvo mezclado en aquella fuga. Pero sea que le calumnie o no, el hecho es que el padre de Ada era un criminal profesional y un homicida. Y esta es la causa accesoria que explica las hazañas de la hija…
—¿Quieres decir que estaba loca como su padre?
—No. Meramente quiero decir que las disposiciones al crimen le fueron transmitidas en la sangre. Cuando el móvil de los crímenes se hizo poderoso, sus instintos heredados se impusieron.
—Pero el dinero solo —interpuso Markham— no parece un móvil bastante poderoso para inspirarle tales atrocidades.
—No fue sólo la sed de dinero la que la inspiró. El móvil real tenía raíces mucho más profundas. Es, en verdad, quizá el más poderoso de todos los móviles humanos, una extraña combinación de odio y amor, de celos y de ansias de libertad. En primer término, Ada era la cenicienta de esta anormal familia de los Greene; era desdeñada, tratada como una criada, obligada a dedicar todos sus momentos al cuidado de una inválida gruñona, intratable, es decir, obligada, como Sibella dijera, a ganarse la vida. ¿No la ven durante catorce años rumiando sobre el tratamiento que recibe, alimentando su resentimiento, absorbiendo el veneno que la rodea y acabando por aborrecer a todos los de la casa? Esto por sí solo habría bastado para despertar en ella sus instintos innatos. Es extraño que no estallasen antes. Mas entró otro elemento igualmente poderoso, que agravó la situación. Se enamoró de Von Blon (cosa natural en una muchacha en su situación), y averiguó que Sibella había conquistado su cariño. Ella sabía o sospechaba que estaban casados; y al odio que sentía hacia su hermana se unieron unos celos locos, rabiosos…
Ada era el único individuo de la familia que, según los términos del testamento del viejo Tobías, no estaba obligada a residir en la finca en caso de matrimonio; y en este detalle ella vio una oportunidad para apoderarse de todas las cosas que ella anhelaba y, al mismo tiempo, desembarazarse de las personas contra las cuales su naturaleza apasionada sentía un odio mortal. Ella formó entonces el proyecto de deshacerse de la familia, heredar los millones de Greene y conquistar a Von Blon. La venganza era también un móvil en todo esto; pero me inclino a pensar que la fase amorosa era la fuerza motriz principal en la serie de horrores que ella perpetró posteriormente. El amor le dio fuerza y valor; la elevó a ese estado extático en que todo parece posible, y en que ella estaba dispuesta a pagar cualquier precio por obtener el fin deseado. Existe un punto que deseo recordar patéticamente; recuerdo que Barton, la doncella más joven, nos dijo que Ada obraba a veces como un demonio y usaba un lenguaje vil. Este hecho debería habernos orientado; pero ¿quién podía tomar a Barton en serio en aquel período del caso?
Para investigar o reconstruir el origen de su diabólico plan, debemos considerar primeramente la biblioteca cerrada con llave. Sola en la casa, aburrida, resentida, atada…, era inevitable que esta muchacha romántica y pervertida representase a Pandora. Ella tenía la oportunidad de apoderarse de la llave y mandar hacer un duplicado; y así la biblioteca se convirtió en su retiro, en refugio en el que huía de la monotonía de su existencia rutinaria. Encontró allí esos libros de criminología. La sedujeron no sólo como válvula de desahogo de su odio latente y continuo, sino porque encontraron campo abonado en su naturaleza corrompida. Eventualmente dio con el gran manual de Gross, y así encontró toda la técnica del crimen expuesta ante ella, con dibujos y ejemplos… ¡No un manual para uso de los jueces, sino una guía espiritual de un asesino en embrión! Lentamente, la idea de su orgía de sangre adquirió forma. Al principio quizá tan sólo se imaginara, como medio de satisfacción propia, la aplicación de esta técnica del asesinato a los que ella odiaba. Pero al cabo de un tiempo, sin duda, la concepción se tornó real. Ella vio sus posibilidades prácticas, y formuló el terrible plan. Creó este horror, y luego, con la ayuda de su imaginación morbosa, llegó a creer en él. Las historias plausibles que nos contó, la magnífica representación de su papel, sus hábiles engaños, formaban parte integrante de la espantosa fantasmagoría que había engendrado. ¡Esos Cuentos de hadas de Grimm! Yo debería haberlo comprendido en aquel momento. No fue del todo histerismo por parte de la muchacha; fue una especie de posesión demoníaca. Ella vivía su sueño. Muchas muchachas jóvenes son así bajo la influencia del odio y la ambición. Constancia Kent engañó por completo a Scotland Yard, haciéndoles creer su inocencia.
Vance fumó, pensativo, un momento.
—Es extraño cómo cerramos instintivamente los ojos ante la verdad, cuando la Historia está llena de ejemplos corroborativos del caso que contemplamos. Los anales del crimen contienen numerosos casos de muchachas en la situación de Ada culpables de crímenes atroces.
—No divagues, Vance —interrumpió Markham con impaciencia—. Dices que Ada tomó todas sus ideas de Gross. Pero el manual de Gross está escrito en alemán. ¿Cómo sabías que ella habla alemán lo bastante bien?
—Aquel domingo que fui a la casa con Van, pregunté a Ada si Sibella hablaba alemán. Formulé las preguntas de tal modo, que ella no podía contestarme sin decirme si ella conocía o no el alemán: «Sibella habla muy bien alemán»; mostrando que esa lengua era casi instintiva en ella. Incidentalmente quise que ella pensase que yo sospechaba de Sibella, para que no precipitara los acontecimientos antes de mi regreso de Nueva Orleans. Yo sabía que mientras Sibella estuviese en Atlantic City estaba segura, a salvo de Ada.
—Lo que yo quiero saber —interpeló Heath— es cómo mató a Rex, mientras se encontraba en el despacho de mister Markham.
—Tomemos las cosas por su orden, sargento —respondió Vance—. Julia fue muerta la primera porque gobernaba la casa, y una vez desembarazada de ella, tenía Ada el camino libre. Por otra parte, la muerte de Julia al principio armonizaba con el escenario que Ada había concebido; y le ofrecía la mise en scéne más apropiada para simular el atentado contra sí misma. Sin duda, Ada había oído hablar del revólver de Chester, y después de apoderarse de él, esperó la ocasión de dar el primer golpe. Las circunstancias propias se presentaron en la noche del ocho de noviembre; a las veintitrés y media, cuando todo el mundo estaba dormido, llamó a la puerta de Julia. Entró y se sentó, sin duda, al borde de la cama de aquella, contándole cualquier historia para explicar su tardía visita. Luego sacó el revólver, que llevaba escondido bajo la bata, y lo descargó sobre el corazón de Julia. De vuelta a su cuarto, encendidas las luces, se colocó ante el espejo de su mesa tocador, y empuñando el revólver con la mano derecha, lo aplicó oblicuamente contra su omóplato izquierdo. El espejo y las luces eran esenciales, pues de este modo podía ver con exactitud dónde apuntar el cañón de su revólver. Todo esto le ocupó los tres minutos de intervalo entre los dos disparos. Entonces oprimió el gatillo…
—¡Una muchacha que se dispara un tiro para simular! —objetó Heath—. ¡Eso no es natural!
—Pero tenga en cuenta que Ada no tenía nada de natural, sargento. El plan no tenía nada de natural. Por este motivo tenía yo tanta ansiedad por conocer su historia familiar. En cuanto a disparar contra sí misma, era muy lógico, si se tiene en cuenta su verdadero carácter. En realidad, corría poco o ningún peligro. No hacía falta apretar mucho para disparar aquel revólver. Lo peor que podía sucederle era una herida leve en los tejidos superficiales. Además, la historia está llena de casos de mutilaciones voluntarias, en las que el objetivo era mucho menos importante del que Ada buscaba. Gross cita abundantes casos…
Tomó el volumen Manual para uso de magistrados, que se encontraba sobre la mesa a su lado, y lo abrió por una página que tenía marcada.
—Escuche, sargento. Voy a traducirle este párrafo: «No es raro encontrar personas que se producen heridas voluntarias; además de las agresiones simuladas, se encuentran también personas de esta clase, en que se pretende obtener indemnizaciones por perjuicios o realizar un chantaje. Así suele suceder con frecuencia que, tras una insignificante pelea, uno de los combatientes presenta heridas que pretende haber recibido Es característico de estas mutilaciones que, con la mayor frecuencia, los que las ejecutan no terminan la operación y son, en su mayor parte, personas que manifiestan una piedad excesiva o llevan una vida solitaria, apartadas de los demás.» Seguramente, sargento, que usted conoce la mutilación voluntaria de los soldados que tratan de rehuir el servicio. El método más común usado por ellos consiste en colocar la mano sobre el cañón del revólver y volarse los dedos.
Vance cerró el libro.
—No olviden que la muchacha estaba desesperada, se sentía desgraciada, que no tenía nada que perder, sino, por el contrario, ganarlo todo. Probablemente se habría suicidado si no hubiese trazado el plan de los asesinatos. Una herida superficial en el hombro representaba poca cosa para ella, teniendo en cuenta lo que iba a ganar. Y las mujeres poseen una capacidad inagotable para inmolarse a sí mismas. En Ada esto formaba parte integrante de su estado anormal. No, sargento; la mutilación voluntaria era perfectamente lógica, dadas las circunstancias…
—Pero ¡en la espalda! —Heath parecía aterrado—. No recuerdo haber visto nunca una cosa parecida…
—Un momento —Vance tomó el volumen II del Manual y lo abrió por una página señalada—. Gross, por ejemplo, conoce más de un caso de esa especie; en realidad, son muy comunes en el Continente. E, indudablemente, una de estas sugirió a Ada la idea de dispararse el arma por la espalda. He aquí un párrafo alusivo a otros casos similares: «Que no debe dejarse engañar por el sitio de la herida, pruébanlo los dos casos siguientes: En Viena, un hombre se mató en presencia de varias personas, disparándose un tiro en la nuca. Sin el testimonio unánime de varias personas, nadie hubiera admitido la hipótesis de un suicidio. Un soldado se suicidó de un tiro de fusil en la espalda; empezó por fijar el fusil en una posición determinada y se acostó luego encima. Aquí, igualmente, el sitio de la herida parecía rechazar la posibilidad de un suicidio.»
—¡Espere usted un minuto! —Heath dio un paso adelante y blandió el puro ante la nariz de Vance—. ¿Y qué me dice usted del arma? Inmediatamente después del disparo entró Sproot en la habitación de Ada, y no había el menor rastro del revólver.
Vance, sin responder, se puso a ojear las páginas del Manual de Gross. Encontró una página marcada con un signo y empezó a traducir:
—«Una mañana temprano se avisó a las autoridades el descubrimiento del cadáver de un hombre asesinado. En el lugar indicado habíase encontrado el cadáver del comerciante en cereales A. M., a quien se atribuían abundantes medios de fortuna; se hallaba boca abajo, y presentaba detrás de la oreja una herida producida por un arma de fuego. La bala habíale atravesado primeramente el cerebro, para ir a alojarse después en el hueso frontal, encima del ojo izquierdo. El hombre había sido encontrado en medio de un puente que cruzaba un río bastante profundo. Al analizar las investigaciones, y cuando se disponían a levantar el cadáver, uno de los agentes de la autoridad observó casualmente que en la parte de la barandilla, de madera podrida, del puente aparecía una simple muesca hecha poco antes y que parecía producida por un golpe violento de un objeto duro y puntiagudo. Inmediatamente sospechó que la mella o abolladura tenía alguna relación con el asesinato. Con ayuda de una canoa y de rastrillos procedió inmediatamente a practicar sondeos en el lecho del río, y al cabo de poco descubriéronse una cuerda fuerte, de unos cuatro metros de largo, que llevaba atada a un extremo una gruesa piedra y al otro un revólver descargado. Una vez que se extrajo la bala a A. M., encontróse que se ajustaba exactamente al cañón del revólver hallado. No había la menor duda; tratábase de un caso de suicidio. A. M. empezó por suspender la piedra del otro lado del parapeto, después de lo cual se disparó el revólver detrás de la oreja. En el instante en que disparó, soltó el revólver, que el peso de la piedra arrastró por encima del parapeto al agua…» ¿No es esto una respuesta a su pregunta?
Heath le contemplaba con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¿Quiere usted decir que el revólver de Ada saltó por la ventana, como el del individuo ese saltó por el parapeto?
—No puede haber en ello la menor duda. El revólver no pudo desaparecer de otro modo. Supe por Sproot que la ventana había quedado abierta unos treinta centímetros, y ante ella simuló Ada su agresión. Al volver de la habitación de Julia, Ada ató el revólver a una cuerda que en el otro extremo tenía un peso cualquiera colgando fuera de la ventana. En el momento en que saltó el arma, esta fue arrastrada por encima del borde de la ventana, desapareciendo en la nieve blanda que cubría las escaleras del balcón. Aquí es donde se echa de ver la importancia de las condiciones atmosféricas. El plan de Ada exigía una inusitada abundancia de nieve; y la noche del ocho de noviembre fue ideal para la ejecución de sus espantosos proyectos.
—¡Dios Santo, Vance! —Markham habló en tono tenso y poco natural—. Eso, más que realidad, parece una pesadilla.
—No sólo fue una realidad, Markham —dijo Vance con acento grave—, sino que fue un duplicado de la realidad. Todo ello había sido hecho anteriormente, y había sido anotado en el Manual de Gross con nombres, fechas y detalles.
—¡Caramba! —exclamó el sargento con disgusto—. No tiene nada de extraño que no pudiésemos encontrar el revólver. ¿Y las huellas, mister Vance? Supongo que serían falsas.
—En efecto, sargento. Las simuló guiándose por la descripción minuciosa que hace Gross de varios métodos empleados por ciertos criminales famosos para falsificar las señales de pisadas. Tan pronto como cesó de nevar aquella noche, se deslizó al jardín con un par de chanclos que Chester no usaba, y anduvo hasta la verja de entrada, volviendo después en sentido contrario. Luego escondió los chanclos en la biblioteca.
Vance se remitió de nuevo al Manual para uso de magistrados, de Gross.
—Hay aquí todo cuanto es posible saber respecto de cómo se hacen y descubren huellas de pisadas; y cómo se hacen señales en unos zapatos demasiado grandes para los pies de uno; por ejemplo: «El criminal quizá abrigue propósito de hacer recaer las sospechas sobre otras personas, especialmente si prevé que pueden sospechar de él. En este caso, hace unas huellas claras, que salten a la vista, usando zapatos distintos de los suyos. De este modo puede producir, como se ha demostrado en numerosos experimentos, unas huellas que engañan perfectamente…» Y aquí, al final del párrafo, Gross se refiere específicamente a un hecho que, probablemente, inspiró a Ada usar los chanclos de Chester.
—Y fue lo suficientemente astuta para engañarnos a todos cuando la interrogamos —comentó, amargamente, Markham.
—Es cierto. Pero eso es porque tenía la folie des grandeurs y vivía realmente su papel. Además, todo ello se basaba en hechos; los menores detalles tenían una realidad por fundamento. Hasta el roce auténtico que ella misma produjo al andar con los chanclos de Chester. Y este mismo rumor le sugirió la idea de los pasos de mistress Greene, si la anciana hubiese recobrado el uso de las piernas. Y me imagino que Ada formó inicialmente el proyecto de hacer recaer las sospechas sobre mistress Greene. Pero la actitud de Sibella durante nuestra primera entrevista la obligó a modificar su táctica. Me doy ahora cuenta de que Sibella, por su parte, sospechaba de su hermana, y que hizo partícipe de sus sospechas a Charles, el cual quizá no hubiese puesto la mano en el fuego en defensa de Ada. ¿Se acuerda usted de aquella conversación secreta que tuvo con Sibella cuando él mismo fue a buscarla al salón? Es probable que, no pudiendo en aquel momento formular ninguna acusación contra Ada, le aconsejaría que tuviese prudencia, mientras no pudiese apoyar sus palabras con una prueba específica. Evidentemente, Sibella se puso de acuerdo con él y se abstuvo de acusar directamente a Ada, hasta que la historia grotesca de esta, referente al intruso, insinuara que una mano femenina la había tocado en la oscuridad. Era demasiado para Sibella, que se creyó aludida por aquellas palabras, y, perdiendo el dominio de sí misma, dejó estallar su rencor, que se tradujo en una acusación absurda a primera vista, pero que luego resultó ser verdad… Ella llegó hasta a nombrar el asesino, así como gran parte de los móviles que la impulsaron al crimen, mucho antes que nosotros tuviésemos la más ligera noción de lo que podía ser la verdad. Y, sin embargo, se retractó, cuando se le señaló la incongruencia de sus afirmaciones, a pesar de que fue efectivamente Ada la persona que ella vio en el cuarto de Chester cuando buscaba el revólver de este…
Markham asintió.
—Es extraordinario. Pero ¿por qué, después de la acusación de Sibella, y sabiendo que esta sospechaba de ella, no la mató en primer lugar?
—Era demasiado astuta para hacerlo. Eso hubiera dado fundamento a las acusaciones de Sibella. ¡Oh! Ada ha desempeñado a las mil maravillas su papel de consumada comedianta.
—Continúe su historia, señor Vance —apremió Heath, a quien las digresiones impacientaban.
—Con mucho gusto, sargento —Vance se instaló cómodamente en su sillón—. Pero es preciso, ante todo, volver a la cuestión del tiempo, pues este participa de todo lo que sigue. La noche siguiente a la muerte de Julia, el tiempo había templado, y la nieve se fundió en gran parte. Ada eligió esa noche para recuperar el revólver. Es raro que una herida como la suya obligue a guardar cama más de cuarenta y ocho horas; y Ada, aquel miércoles por la tarde, ya suficientemente fuerte para echarse encima un vestido, salió por el balcón y descendió los escalones que la separaban del lugar donde cayó el arma. No tuvo más que recogerla y ocultarla en su lecho, que era precisamente el lugar en donde a nadie se le hubiera ocurrido mirar. Luego esperó pacientemente una nueva tormenta de nieve, que tuvo lugar la noche siguiente, y que cesó a eso de las once. La decoración estaba preparada. El segundo acto de la tragedia iba a comenzar… Ada se levantó sin hacer ruido, se puso su abrigo y bajó a la biblioteca. Después de calzarse los chanclos de Chester, repitió el paseo de ida y vuelta a la verja de entrada, salió luego directamente por las escaleras de mármol, con el fin de que las huellas fuesen bien visibles, y escondió provisionalmente los chanclos en el armario ropero. Y ahí tienen ustedes el roce y el ruido de puerta que se cierra, que oyera Rex unos minutos antes de la muerte de Chester. Recordarán ustedes que Ada nos dijo después que no había oído nada; pero cuando le repetimos lo historia de Rex, se asustó y recordó por su conveniencia haber oído cerrarse una puerta. ¡Fue un momento peligroso para ella! Pero representó espléndidamente su papel. Y ahora comprendo su aire de alivio cuando le mostramos el modelo de las señales de las pisadas y le dimos a entender que creíamos que el asesino era un extraño, que viniera de fuera… Una vez ocultos los chanclos en el armario, se quitó el abrigo, se puso una bata y se encaminó al cuarto de Chester. Es muy probable que entrase sin llamar, pronunciando unas cuantas palabras amistosas. Me la imagino sentada en el brazo del sillón o en el borde de la mesa; de pronto, en medio de cualquier frase trivial, saca el revólver, que aplica sobre el pecho de su hermano, y aprieta el gatillo sin darle tiempo a recobrarse de la horrible sorpresa. El se movió instintivamente al tiempo de disparar el arma, lo cual explica la trayectoria diagonal de la bala. Dado el golpe, Ada corre a su cuarto y se acuesta. Se había escrito un nuevo capítulo de la tragedia Greene.
—¿No te pareció extraño —preguntó Markham— que Von Blon no se encontrase en su despacho durante la ejecución de estos crímenes?
—Sí, al principio. Mas después de todo, no había nada de insólito en el hecho de que un médico hubiese salido de su casa a aquella hora de la noche.
—Es muy fácil comprender de qué modo se desembarazó Ada de Julia y de Chester —gruñó Heath—. Pero lo que no comprendo es cómo consiguió matar a Rex.
—Realmente, sargento —repuso Vance—, ese golpe no debe sorprenderle a usted. Jamás me perdonaré no haberlo adivinado hace mucho tiempo; Ada, ciertamente, nos facilitó suficientes pistas. Pero, antes de explicárselo, permítame que le recuerde cierto detalle arquitectónico de la casa de los Greene. El cuarto de Rex tiene una chimenea de estilo Tudor, con entrepaños de madera tallada, y que es copia de otra chimenea, parecida en todos los detalles, que existe en la habitación de Ada. Estas dos chimeneas, adaptadas a una pared común, ocupan exactamente el mismo emplazamiento a cada lado de ese muro. Usted sabe que la casa de los Greene es muy antigua. Es probable que esas chimeneas fueran construidas con una abertura que iba de uno de los paneles de la chimenea de Ada al entrepaño correspondiente a la de Rex. Este túnel en miniatura tiene seis pulgadas de lado, la dimensión exacta de los entrepaños, y un poco más de treinta centímetros de largo. Se usó primitivamente, en mi opinión, para establecer una comunicación particular entre las dos habitaciones. Mas esto carece de importancia. El hecho es que existe tal abertura; lo verifiqué esta noche cuando fui al hospital. He de añadir que los entrepaños que se encuentran a cada lado de este tubo están fijos por medio de resortes, de modo que al abrirlos y dejarlos después, se cierran automáticamente, y vuelven al lugar que ocupaban antes, sin que nadie pueda ver nada anormal.
—¡Ya comprendo! —exclamó Heath con la exaltación de la satisfacción—. Rex fue muerto por un mecanismo análogo al que se emplea en las cajas de caudales; el ladrón abre la puerta y recibe al mismo tiempo una bala en la cabeza, procedente de un arma adaptada al mecanismo.
—Exacto. Y esa misma fórmula ha servido para cometer numerosos crímenes. Antiguamente, en el Oeste, varios propietarios de ranchos fueron víctimas de la venganza siguiente: se introducía el enemigo en su cabaña durante su ausencia y sujetaba al techo, por encima de la puerta, un fusil, cuyo gatillo estaba fijo a una cuerda; el otro extremo de esta se ataba al picaporte. Cuando llegaba el ranchero (a veces al cabo de unos días), una bala le atravesaba la cabeza en el momento en que trataba de franquear la entrada de su cabaña, mientras que el asesino se encontraba en aquel momento en el otro extremo del país.
—¡Exacto! —los ojos del sargento chispearon—. Hubo un caso de esos en Atlanta, hace dos años.
—Y hay infinidad de ejemplos, sargento. Gross cita dos casos austríacos famosos, y también trata de este método en general.
Abrió de nuevo el Manual y leyó:
—«Los últimos mecanismos de las cajas de caudales americanas no tienen nada que ver con la caja de caudales misma; pueden, en realidad, usarse en cualquier otro mueble. Funcionaban por medio de productos químicos o mecanismos de disparo automático; y su objeto consiste en hacer imposible físicamente la presencia de un ser humano que abra indebidamente el arca. Debería aclararse si se tiene derecho legalmente a matar a un ladrón sin más ni más o perjudicar su salud. No obstante, un ladrón, en Berlín, el año 1902, fue muerto de un balazo que le atravesó la frente, por un disparador automático fijado a una caja de caudales, en una casa de exportación. Esta clase de disparador automático ha sido usada también por algunos asesinos. Un mecánico, G. Z., fijó una pistola a un armario, ajustando el gatillo al pestillo, y así mató a su esposa, mientras él se encontraba en otra ciudad. R. C., un mercader de Budapest, fijó un revolver en una caja para puros perteneciente a su hermano, el cual, al levantar la tapa, disparó un tiro que se alojó en el abdomen de su hermano. El estampido tiró la caja de la mesa, revelando el mecanismo antes que el mercader lo hiciese desaparecer…» En estos dos últimos casos, Gross describe detalladamente los últimos en que se emplearon esos mecanismos. Y le interesaría a usted, sargento, en vista de lo que voy a decirle, saber que el revólver del armario estaba fijo en su sitio por medio de un calzador.
Cerró el libro, pero lo dejó encima de las rodillas, y continuó:
—Es indudable que Ada encontró en esos casos el modo de asesinar a Rex. Hacía probablemente buen número de años que ellos descubrieron el paso secreto que tenían sus habitaciones. Me imagino que en su infancia…, eran, como ustedes saben, casi de la misma edad…, lo utilizaron como medio de correspondencia secreta. Esto explicaría el nombre con que ambos lo bautizaron: nuestro buzón particular. Y conocida la existencia de este secreto entre Ada y Rex, se comprende claramente el método que empleó ella para ejecutar el asesinato. He encontrado esta noche en el armario de Ada un sacabotas anticuado, procedente sin duda de la biblioteca de Tobías. Medía seis pulgadas de ancho y un poco menos de dos pies de largo, es decir, que se adaptaba perfectamente al tubo de comunicación. Siguiendo en todas sus partes el dibujo de Gross, introdujo Ada el revólver entre las garras puntiagudas del sacabotas, que hacía las veces de torno; tomó luego una cuerda, uno de cuyos extremos fijó al gatillo del revólver y el otro a la superficie interior del entrepaño de la chimenea de Rex, de suerte que, siendo el revólver de doble escape, el tiro debía salir inevitablemente y matar a la persona inclinada sobre la abertura. Una vez caído Rex, con la cabeza atravesada por la bala, el entrepaño movido por los resortes caía automáticamente en su sitio, y un segundo después de la detonación todo quedaba sin el menor vestigio del dispositivo que había accionado el arma. Esto explica también la expresión de calma e indiferencia que tanto nos sorprendió en el rostro de Rex. Vuelta con nosotros a la casa, Ada se dirigió seguidamente a su aposento, retiró del escondrijo el arma y el sacabotas y los ocultó en su armario, descendiendo luego al salón para hablarnos de las huellas en la alfombra…, señales que ella misma hizo antes de abandonar la casa. Poco antes de bajar al salón sustrajo la morfina y la estricnina que tenía Von Blon en su estuche médico.
—Pero, Vance —dijo Markham—, en el supuesto de que no hubiese funcionado el mecanismo, se hubiera traicionado a sí misma; se habría encontrado en un compromiso.
—Es difícil. Si por un azar cualquiera no hubiera funcionado la trampa, o en el caso de restablecerse Rex de sus heridas, le hubiera sido fácil inculpar a cualquiera. Bastaría para ello asegurar que había escondido el criptograma en el paso de comunicación y que otra persona, al descubrirlo, preparó la emboscada. No existía ninguna prueba de su participación en la instalación del mecanismo.
—¿Crees, pues —intervino Markham—, que Rex oyó efectivamente la detonación en el cuarto de Ada la noche primera y que habló con ella de este asunto?
—Sin duda alguna. Esa parte de su relato era verídica. Llegó hasta creer que Rex, que oyó el disparo, sospechaba vagamente que la autora era mistress Greene. Pero como existía cierta afinidad de temperamento entre él y su madre, se calló. Más tarde, cuando habló con Ada, sus sospechas tomaron más cuerpo, y esta confesión fue la que dio a aquella la idea de matarle; o, por decir mejor, de perfeccionar la técnica del asesinato tanto tiempo decidido, ya que Rex debía, de todos modos, ser asesinado utilizando el paso secreto. Solamente que esta ocasión facilitó a Ada una coartada perfecta, aunque he de advertir que su idea de encontrarse en conciliábulo con la Policía en el momento del crimen carece de originalidad. Gross señala a este respecto numerosos ejemplos en su capítulo de coartadas.
Heath silbó entre dientes.
—Gracias a Dios que no encuentro muchas de su clase —observó.
—Era hija de su padre —dijo Vance—. Pero no se le debe dar demasiado mérito, sargento. Ella poseía una guía impresa para todo. No tenía más que seguir las instrucciones y conservar la serenidad. En cuanto al asesinato de Rex, no olvide que ella se encontraba en la oficina de mister Markham en el momento del crimen, y llevó a cabo personalmente el golpe. Recuerde que se negó a que usted o mister Markham fuesen a la casa e insistió en ir a la oficina. Una vez en el despacho, contó su historia y sugirió que se llamase a Rex inmediatamente. Llegó al extremo de suplicar que telefoneásemos al muchacho. Una vez que accedimos, ella nos informó del misterioso criptograma, y ofreció decir a Rex dónde lo había escondido, para que él lo trajese. ¡Y nosotros estábamos sentados tranquilamente escuchando cómo ella mandaba a Rex a la muerte! Sus acciones en la Bolsa debieron haberme hecho sospechar, mas confieso que yo estaba completamente ciego aquella mañana. Ella se encontraba en un estado de nerviosidad, y cuando rompió a llorar en el escritorio de mister Markham, después que este le comunicó la muerte de Rex, sus lágrimas fueron reales. Tan sólo que no fueron por Rex, sino debidas a la tremenda reacción de aquella hora de terrible tensión.
—Empiezo a comprender por qué motivo no oyó nadie arriba el disparo —dijo Markham—. La detonación en la pared habría quedado completamente ahogada. Mas ¿por qué razón la oyó Sproot tan claramente?
—Usted recuerda que hay una chimenea en el gabinete, debajo mismo de la de Ada. Chester nos dijo una vez que se encendía raras veces, porque no tiraba debidamente, y Sproot se encontraba en la repostería del mayordomo, muy cerca. El ruido de la detonación descendió por la chimenea y, como resultado, fue oído claramente en el piso inferior.
—Dijo usted hace un momento, mister Vance —argüyó Heath—, que si Rex tal vez sospechaba de la anciana. Entonces, ¿por qué acusó a Von Blon, el día que tuvo el ataque?
—La acusación fue, en mi opinión, una especie de esfuerzo instintivo para rechazar de su mente la idea de culpabilidad de mistress Greene. Además, como Von Blon explicó, Rex se asustó cuando usted le interrogó respecto del revólver, y quería desviar las sospechas de su persona.
—Continúa con la historia de Ada, Vance.
Esta vez fue Markham el que mostró alguna impaciencia.
—El resto es muy claro. Fue indudablemente Ada la que escuchó a la puerta de la biblioteca la tarde aquella en que entramos por primera vez allí. Comprendía que habríamos encontrado los libros y los chanclos y tuvo que pensar con rapidez. Por eso a nuestra salida nos narró la dramática historia de la aparición de su madre en el vestíbulo, lo cual era una fantasía. La casualidad le dio a conocer aquellos libros sobre la parálisis, y dedujo que le sería fácil dirigir las sospechas sobre mistress Greene, objeto principal de su odio. Es probablemente cierto, como Von Blon afirmó, que los dos libros no tratan de la parálisis histérica y el sonambulismo, pero sí que contienen referencias acerca de estos tipos de parálisis. Me inclino a suponer que Ada tuvo siempre la intención de matar a la anciana en último lugar y hacer creer luego a todo el mundo en el suicidio de la autora de los crímenes del hotel Greene. Se enteró de la consulta cuando oyó a Von Blon comunicárselo a mistress Greene al visitarla por la mañana; y habiéndonos contado aquel paseo imaginario de medianoche, no podía demorar el golpe. La anciana tenía que morir antes de la llegada del doctor Oppenheimer; y media hora después de esta decisión absorbía Ada la morfina. Temía despertar las sospechas, de dar primeramente la estricnina a mistress Greene…
—Y aquí es donde intervienen los libros que tratan de los venenos, ¿verdad, mister Vance? —preguntó Heath——. Una vez que decidió emplear el veneno contra ciertas personas de la familia, trató Ada de adquirir los conocimientos necesarios para realizar sus planes.
—Exacto. Ella tomó sólo la cantidad de morfina necesaria para provocar un estado de inconsciencia, probablemente un par de gramos, y para asegurarse un socorro inmediato, apeló a uno de los ardides más simples, haciendo creer que el perrito de Sibella fue el que había dado la alarma. Esto, entre paréntesis, debía atraer las sospechas sobre Sibella. Le bastó para alcanzar este objeto esperar a que la droga empezase a surtir sus efectos, después de lo cual tiró ella misma del cordón de la campanilla, introdujo los hilos de la borla entre los dientes del perro y se tendió en el lecho. Su malestar fue en gran parte simulado, pues siendo los síntomas de un envenenamiento por morfina poco más o menos idénticos para todas las dosis, le hubiera sido imposible a Drumon descubrir la superchería, aunque fuese realmente el formidable médico que él se cree; y una vez restablecida, no tuvo Ada más que esperar el momento propicio para administrar la estricnina a mistress Greene…
—Todo esto parece demasiado horrible e inhumano para ser real —murmuró Markham.
—Sin embargo, existen un sinnúmero de precedentes para las acciones de Ada. ¿Recuerdas las series de asesinatos de aquellas tres enfermeras, madame Jegado, frau Swansegger y Vereuw Van der Linden? Hubo también mistress Bella Gunners, la Barba Azul femenina, y Amelia Elizabeth Dyer, la granjera de Reading, y mistress Pearcey. ¿Inhumano? ¿Atroz? ¡Sí! Pero en el caso de Ada intervenía el amor; también Ada esperó la ocasión de envenenar a mistress Greene y la encontró aquella noche, cuando la enfermera se retiró a descansar. En este intervalo entre las veintitrés y las veintitrés y media, Ada hizo una visita a su madre. Jamás sabremos si se ofreció ella misma a servir el citrocarbonato a mistress Greene o si fue la propia anciana quien se lo pidió. La primera suposición parece la más probable, pues Ada tenía la costumbre de prepararle aquella bebida todas las noches. Así sucedió que cuando la enfermera volvió a bajar, al cabo de media hora, encontró a Ada en la cama, aparentemente dormida, mientras que mistress Greene estaba a punto de sufrir su primera y quizá única convulsión.
—El resultado de la autopsia practicada por Doremus debió de ser para ella un golpe tremendo —comentó Markham.
—En efecto. Aquello estropeó todos sus cálculos. Imagínense ustedes lo que debió de experimentar cuando se le dijo que mistress Greene no podía moverse. Encontró, sin embargo, el medio de salvar el peligro, aunque el detalle del chal estuvo a punto de echarlo todo a rodar. Pero todavía supo salir de este mal paso sirviéndose de él como pista contra Sibella.
—¿Cómo explicas la actitud de mistress Mannheim durante la entrevista? —preguntó Markham, recordando que dijo que podía haber sido ella misma, mistress Mannheim, la persona que Ada vio en el vestíbulo.
El semblante de Vance se nubló.
—Creo —habló con tristeza— que en aquel momento mistress Mannheim empezó a sospechar de su hija Ada. Conocía los terribles antecedentes de su padre, y, quizá, vivía con temor perpetuo de una explosión de aquel instinto criminal en su hija.
Sucedió un corto silencio. Cada uno de nosotros se hallaba abstraído en sus propios pensamientos. Por fin, prosiguió Vance:
—Después de la muerte de mistress Greene, quedaba únicamente Sibella entre Ada y su meta; y fue la misma Sibella quien le sugirió el medio de cometer el último asesinato sin correr el menor riesgo. Sucedió esto durante el paseo en automóvil que Van y yo dimos hace una semana, en compañía de las dos muchachas y de Von Blon. Sibella, siempre cáustica, aludió imprudentemente a la facilidad que ofrecía precipitar a la víctima en el precipicio durante un paseo en coche. Ada tenía demasiado sentido práctico para no aprovecharse en el acto de la idea de Sibella, pensando utilizarla para asesinar a la que la sugirió, con la intención, seguramente, de hacer recaer en Sibella el propósito de matarla; pero explicando que había saltado del coche a tiempo para salvar la vida, mientras que Sibella, arrastrada por el propio impulso del vehículo, fue lanzada en el abismo. El hecho de que Von Blon, Van y yo escuchamos a Sibella insinuar la posibilidad de empleo de ese método de asesinato, habría dado al relato de Ada un valor incontestable. ¡Y qué desenlace más elegante! Sibella, la asesina, muerta; el caso, liquidado; y Ada, heredera de los millones de los Greene, ¡libre para vivir a su capricho! ¡Y, por mi vida, Markham!, poco le ha faltado para alcanzar ese resultado…
Vance exhaló un suspiro y extendió el brazo hacia la botella. Después de llenar nuestros vasos, se arrellanó en la butaca y se dedicó a fumar con cierta melancolía.
—¿Cuánto tiempo había sido necesario para elaborar esa maquinación infernal? Nunca lo sabremos. Quizá años. No existía la menor precipitación en el plan de Ada. Todo había sido cuidadosamente preparado, y sólo permitió que la guiasen las circunstancias, o, más bien, las ocasiones propicias. Una vez que tuvo entre sus manos el revólver, sólo necesitaba esperar el momento favorable para simular las huellas y asegurarse de que el revólver desaparecería de la vista enterrado en la nieve de los escalones del balcón. Sí; no hay duda; la nieve era una condición esencial para el éxito de su plan… ¡Es extraordinario!
Queda muy poco que añadir a este relato. La verdad no se hizo pública, y el caso fue archivado. Al año siguiente, una sentencia del Tribunal Supremo revocaba la cláusula domiciliaria del testamento de Tobías, de suerte que Sibella pudo, sin necesidad de esperar los veinticinco años estipulados, entrar en posesión de la fortuna de los Greene.
Me es imposible decir hasta qué punto intervino Markham, cuya influencia era considerable, en aquella resolución; y, naturalmente, no lo he preguntado nunca. En cuanto a la vieja casa de los Greene, fue vendida poco después a una sociedad inmobiliaria y demolida.
Mistress Mannheim, muy afectada por la muerte de Ada, reclamó su parte de herencia, que fue generosamente duplicada por Sibella, y regresó a Alemania a buscar consuelo entre las sobrinas y sobrinos con quienes, según dijera Chester, se carteaba con mucha frecuencia.
Sproot regresó a Inglaterra. Dijo a Vance antes de partir que hacía mucho tiempo que abrigaba el propósito de retirarse a Surrey a pasar los últimos días de su vida. Me le imagino en este momento, sentado en su pórtico de piedra, contemplando las dunas y leyendo su amado Marcial.
Inmediatamente después de la sentencia del Tribunal Supremo, respecto al testamento, el doctor Von Blon y su señora se embarcaron con dirección a la Costa Azul, donde pasaron una luna de miel tardía. Actualmente viven en Viena, donde el doctor ocupa el cargo de profesor de la Universidad, donde estudiara su padre. Tengo entendido que se está creando un nombre en el campo de la neurología.