25. LA CAPTURA

(Lunes 13 de diciembre, 16 horas)

Vance no regresó a Nueva York sino al cabo de ocho días. Llegó la tarde del lunes, 13 de diciembre; y después de tomar un baño y cambiarse de ropas, telefoneó a Markham que le esperase dentro de media hora. Luego ordenó que le trajesen del garaje su Hispano; y por este signo supe que se hallaba en un estado de fuerte tensión nerviosa. En realidad, apenas me había dirigido desde su vuelta una docena de palabras; y mientras sorteaba hábilmente el tránsito callejero, aparecía sombrío y preocupado. Una vez me aventuré a preguntarle si su viaje tuvo éxito, y simplemente movió la cabeza en señal afirmativa. Pero al doblar la esquina de la calle del Centro, se ablandó un poco y dijo:

—No tuve nunca la menor duda del éxito de mi viaje, Van. Yo sabía que lo encontraría. Pero no me atrevía a creer en mi razón; tuve que ver las pruebas con mis propios ojos antes de capitular sin reservas ante la conclusión a que yo había llegado.

Markham y Heath nos esperaban en la oficina del fiscal del distrito. Eran las cuatro de la tarde y el sol ya se había puesto detrás del rascacielos de la New York Life, que se destacaba por encima de la Audiencia, una manzana al sudeste.

—Estaba seguro que tendrías que decirme algo importante —dijo Markham—; y, en consecuencia, hice venir al sargento.

—Sí, tengo que contarte muchas cosas —Vance se había echado en un sillón y encendía un pitillo—. Pero primero quiero saber si ha ocurrido algo durante mi ausencia.

—Nada. Tu pronóstico fue acertado. Ha habido normalidad y quietud en la casa de la familia Greene.

—De todos modos —interpuso Heath— quizá tengamos esta semana más suerte y encontremos alguna pista. Sibella regresó de Atlantic City ayer, y Von Blon ha estado rondando por la casa desde entonces.

—¿Sibella ha vuelto?

Vance se irguió en su asiento y sus ojos se pusieron alerta.

—Ayer a las seis —puntualizó Markham—. Los reporteros la descubrieron y han publicado una historia sensacional a su costa. Después cogió las maletas y regresó. Tenemos noticias de todos sus movimientos por medio de los hombres que el sargento ha destacado para vigilarla. Fui a verla esta mañana y le aconsejé que volviera a marcharse. Pero estaba muy disgustada y se ha negado tercamente a abandonar la casa. Dijo que era preferible la muerte a ser perseguida por reporteros y difamadores.

Vance se había incorporado, y aproximándose a la ventana contempló la línea que del horizonte se divisaba.

—Sibella ha regresado, ¿eh? —murmuró. Giró sobre sus talones—. Déjame ver ese informe meteorológico que te encargué antes de marchar.

Markham introdujo una mano en un cajón y extrajo una hoja de papel escrita a máquina, que le entregó.

Después de leerla, Vance la arrojó sobre la mesa.

—Guárdala, Markham. La necesitarás cuando te enfrente con doce hombres buenos y justos: los doce jurados.

—¿Qué tiene usted que decirnos, mister Vance? —la voz del sargento tenía un acento de impaciencia, a pesar del esfuerzo que hacía por contenerse—. Mister Markham dijo que usted ya había esclarecido el caso. Por amor de Dios, mister Vance, si posee alguna prueba contra alguien dígamelo y permítame detenerlo. ¡Este condenado caso me tiene tan desasosegado que estoy adelgazando!

Vance se irguió.

—Sí, sargento, sé quién es el asesino; y poseo las pruebas, aunque no tengo el propósito de revelarlo aún. No obstante —fue a la puerta con enérgica resolución—, no podemos retrasar un instante más la solución del asunto. Nos obligan a actuar precipitadamente. Póngase el gabán, sargento; y tú también, Markham. Será necesario que vayamos a la casa Greene antes que oscurezca.

—¡Pero… vete al diablo, Vance! —respondió Markham—. ¿Por qué no nos dices lo que te preocupa, lo que piensas?

—No puedo explicarlo ahora…, ya comprenderás el motivo después…

—Si usted sabe tanto, mister Vance —interrumpió Heath—, ¿qué nos impide practicar una detención?

—Ya le detendrá usted, sargento…, antes de una hora.

Aunque dio la promesa sin entusiasmo, produjo el efecto de una descarga eléctrica sobre Heath y Markham.

Cinco minutos más tarde, los cuatro subíamos por Broadway en el coche de Vance.

Sproot, como de costumbre, nos abrió sin la más leve muestra de interés, poniéndose a un lado respetuosamente para que entrásemos.

—Deseamos ver a miss Sibella —dijo Vance—. Haga el favor de decirle que venga al salón… sola.

—Lo siento, señor, pero miss Sibella ha salido.

—Entonces dígale a miss Ada que deseamos verla.

—La señorita ha salido también, señor.

El tono sin inflexión del mayordomo desentonaba extrañamente con la atmósfera de violencia con que habíamos penetrado en la casa.

—¿Cuándo volverán?

—No puedo decírselo, señor. Salieron en el coche, juntas. No creo que tarden mucho. ¿Quieren los señores esperar?

Vance vaciló.

—Sí, esperaremos —decidió, y nos dirigimos hacia el salón.

Mas apenas había llegado al umbral, cuando se volvió de repente y llamó a Sproot, que se retiraba lentamente hacia la parte posterior del vestíbulo.

—¿Dice usted que las señoritas Sibella y Ada salieron juntas en auto? ¿Cuánto tiempo hace?

—Cosa de un cuarto de hora; quizá veinte minutos, señor.

El mayordomo enarcó las cejas levemente, de una manera casi imperceptible, indicando que le asombraba el súbito cambio de los modales de Vance.

—¿En qué automóvil se marcharon?

—En el del doctor Von Blon. Ha tomado el té aquí…

—¿Y quién propuso este paseo, Sproot?

—Realmente no podría decírselo. Discutían al respecto cuando entré a llevarme el servicio del té.

—¡Repita todo cuanto oyó! —Vance habló con rapidez y muestras visibles de agitación.

—Cuando entré en la habitación, el doctor decía que sería conveniente que las señoritas saliesen a respirar un poco de aire fresco; y miss Sibella declaró que estaba harta del aire fresco.

—¿Y miss Ada?

—No recuerdo que dijera nada, señor.

—¿Y salieron estando usted aquí?

—Sí, señor. Yo les abrí la puerta.

—¿Y el doctor Von Blon se marchó en el coche con ellas?

—Sí, Pero creo que iban a dejarle en casa de mistress Riglander, donde tenía que hacer una visita profesional. Por lo que el doctor dijo cuando yo salía, deduje que las señoritas darían después un paseo y que él vendría a buscar el coche, después de cenar.

—¿Qué? —Vance se puso rígido y sus ojos se clavaron sobre el mayordomo—. ¡Pronto, Sproot! ¿Sabe usted dónde vive mistress Riglander?

—En la avenida Madison, creo que a la altura de la calle Sesenta.

—Llámela por teléfono y averigüe si ha llegado el doctor.

No pude menos que maravillarme de la impasibilidad con que el anciano mayordomo fue al teléfono para obedecer la asombrosa y, al parecer, incomprensible orden. Cuando volvió, su rostro parecía más expresivo que nunca.

—El doctor no ha llegado aún a casa de mistress Riglander, señor —informó.

—Ciertamente que ha tenido tiempo —comentó Vance, a media voz, para sí. Luego añadió—: ¿Quién conducía el coche, Sproot?

—No puedo decirlo de seguro, señor. No me fijé. Pero tengo la impresión de que miss Sibella subió primero al coche, como si tuviese el propósito de conducir ella…

—¡Vamos, Markham! —Vance se dirigió hacia la puerta—. No me gusta eso… Se me ha ocurrido una idea enloquecedora… ¡Date prisa!

Habíamos llegado al automóvil y Vance subió de un salto. Heath y Markham se sentaron en la parte posterior; y yo tomé asiento junto al del conductor.

—Vamos a infringir todas las ordenanzas del tránsito, sargento —anunció Vance, a tiempo que hacía entrar el coche en una callejuela estrecha—; por tanto, tenga su insignia y sus credenciales a mano. Quizá embarque a ustedes en una empresa quimérica; pero tenemos que aventurarnos.

Salimos disparados en dirección de la Primera Avenida, doblamos la esquina y subimos hacia la parte norte de la ciudad. En la calle Cincuenta y Nueve doblamos hacia el Oeste en dirección al Columbus Circle. Un tranvía nos detuvo en la Avenida Lexington; y en la Quinta Avenida nos dio el alto un agente de tránsito. Pero Heath enseñó su carnet, pronunció unas palabras y cruzamos Central Park. Salimos a la calle Ochenta y Uno y nos dirigimos al paseo del Riverside. Había allí menos congestión de tránsito e hicimos de ochenta a noventa kilómetros por hora hasta la calle Dyckman.

Nuestros nervios estaban sometidos a una dura prueba, pues la oscuridad comenzaba a caer sobre las calles resbaladizas en los lugares donde la nieve hundida había formado grandes capas de hielo.

No obstante, Vance era un conductor excelente. Había conducido el mismo coche durante dos años y sabía manejarlo. En una ocasión patinamos frenéticamente. La bocina tocaba constantemente y otros coches se apartaban para darnos paso.

En la vía férrea, cerca de Yonkers Ferry, tuvimos que esperar varios minutos a que desviaran varios vagones de mercancías, y Markham aprovechó esta oportunidad para dar rienda suelta a su enojo.

—Supongo, Vance, que tienes motivos poderosos para esta locura —dijo, enfadado—. Pero puesto que arriesgo mi vida al acompañarte, desearía saber, por lo menos, cuál es tu objetivo.

—No hay tiempo ahora para dar explicaciones —replicó Vance, bruscamente—. Esta es una investigación vana, que no puede esclarecerse, o nos espera una tragedia abominable —estaba lívido, con las facciones crispadas, y miró con ansiedad su reloj—. Hemos ganado veinte minutos en el trayecto de la Plaza a Jenkers. Además, vamos en línea recta a nuestro destino, con lo cual adelantamos otros diez minutos. Si lo que yo temo ha sido proyectado para esta noche, el otro coche irá por la carretera Supten Duyvil y por caminos de detrás, a lo largo del río…

En este momento se alzó la barrera del paso a nivel y nuestro coche arrancó, aumentando su velocidad con vertiginosa rapidez.

Las palabras de Vance habían evocado en mi mente un torbellino de pensamientos. La carretera Spuyten Duyvil, los caminos a lo largo del río… De repente me asaltó el recuerdo del otro paseo que dimos unas semanas antes en compañía de Sibella, Ada y Von Blon; y una sensación de horror indescriptible se apoderó de mí. Traté de recordar los detalles de aquel paseo, cómo doblamos la carretera principal en la calle Dyckman, bordeamos las empalizadas a través de los bosques, atravesamos líneas férreas particulares, bordeadas por setos vivos; entramos en Inkers por Riverdale Road, salimos de nuevo a la carretera principal pasando por delante del club Ardsley Country, tomamos la poco usada carretera que se desliza a lo largo del río en dirección a Tarrytown y nos detuvimos en el farallón para contemplar el paisaje del Hudson… ¡Aquel acantilado que domina las aguas del río! ¡Ah!, recordé la cruel burla de Sibella, la insinuación satírica de que el lugar se prestaba para cometer un asesinato perfecto.

Y en el momento mismo en que todo aquello me vino a la memoria, adiviné adonde se dirigía Vance.

¡Comprendí sus temores! El temía que otro coche se hubiese lanzado en dirección de aquel precipicio solitario, más allá de Ardsley; un coche que llevaba cerca de media hora de ventaja…

Desde que pasáramos Jenkers, Vance había estado examinando todos los coches grandes que encontrábamos. Buscaba el Daimler de Von Blon. Pero no encontramos el menor rastro, y al frenar preparándose para entrar en el estrecho camino que pasa junto al club de golf, le oír murmurar a media voz:

—¡Que Dios tenga piedad de nosotros si llegamos demasiado tarde!

En la estación de Ardsley tomamos la curva a tal velocidad, que contuve el aliento temiendo volcar; y tuve que agarrarme con ambas manos al asiento para mantener el equilibrio cuando el coche daba saltos por la carretera rocosa a lo largo del río. Tomamos la colina en directa y subimos velozmente el camino que se encuentra a lo largo del promontorio.

Acabábamos de doblar la cresta, cuando de los labios de Vance brotó una exclamación y simultáneamente observé una luz roja serpenteando a lo lejos. Una nueva carretera nos acercó al coche que nos precedía; y a los pocos momentos distinguíamos sus líneas y su color. No era posible confundir el lujoso Daimler de Von Blon.

—Tápense las caras —gritó Vance por encima del hombro, a Markham y a Heath—. Procuren que nadie los vea cuando pasemos a ese coche.

Me agaché, y unos segundos después, un viraje súbito me dijo que pasábamos al Daimler. Un instante después lo dejábamos atrás.

Media milla más adelante, la carretera se estrechaba y moría entre un foso profundo, por un lado, y un espeso matorral, por el otro. Vance frenó rápidamente, y nuestras ruedas traseras patinaron sobre la tierra cubierta de hielo, parando el coche inclinado, interceptando por completo el paso.

—Salgan ustedes —nos dijo Vance.

Apenas habíamos echado pie a tierra cuando llegó el otro coche. Hubo un rechinamiento de frenos; luego paró bruscamente en seco, a corta distancia de nosotros. Vance había corrido hacia atrás, y cuando el coche estuvo completamente parado, abrió la portezuela. Le habíamos seguido instintivamente, bajo el impulso de una sensación indefinible, en la que se mezclaba una excitación y un horrible presentimiento. El Daimler era un coche cerrado, con altas ventanillas, y a pesar de los destellos del sol poniente y la iluminación del tablero, apenas se podía distinguir a las personas que iban dentro. Mas en aquel momento la antorcha eléctrica del sargento proyectó un rayo de luz en la semioscuridad.

El espectáculo que surgió ante mis ojos paralizaba de espanto. Durante el trayecto yo había reflexionado sobre el resultado de nuestra trágica aventura, imaginándome varias posibilidades detestables. Mas no estaba preparado para la revelación que se nos ofreció.

La parte posterior del coche estaba vacía, y, en contradicción con mis sospechas, no se veía el menor rastro de Von Blon. En el asiento delantero estaban las dos muchachas. Sibella, en el lado más distante, inerte en un rincón, con la cabeza colgando hacia delante. En la sien presentaba un corte feo, y un hilillo de sangre se deslizaba por sus mejillas. Frente al volante hallábase sentada Ada, dirigiéndonos una mirada ceñuda y feroz. La lámpara de bolsillo de Heath se enfocó sobre el rostro de ella, y al principio no nos reconoció. Pero cuando sus pupilas se adaptaron al deslumbrante resplandor, su mirada se concentró en Vance, y un epíteto repugnante brotó de sus labios.

Simultáneamente, su mano derecha descendió del volante al asiento, y cuando la levantó, empuñaba un pequeño y reluciente revólver. Hubo una llamarada, y resonó una detonación, seguida del ruido de cristales rotos donde la bala alcanzó al parabrisas. Vance tenía su pie en el estribo, y cuando Ada levantó el brazo con el revólver, le asió con fuerza la muñeca.

—No, querida —dijo con voz indolente, extrañamente calmosa y sin animosidad—; no me añadirá a su lista. Esperaba yo algo de eso.

Ada, frustrada en su esperanza de vengarse de Vance, lanzóse sobre él con furia salvaje. Una retahíla de insultos atroces y blasfemias espantosas salieron de sus labios convulsos. Su furia salvaje y desenfrenada la poseía. Como un animal feroz acorralado y consciente de su derrota, resistía aún con desesperado frenesí. Sin embargo, Vance la tenía cogida por las dos muñecas, y podía haberle roto los brazos con un simple movimiento de sus manos; mas la trató casi con ternura, como un padre sometiendo a un niño presa de una crisis de furor. Retrocediendo con rapidez, la sacó a la carretera, donde ella continuó forcejeando con encarnizamiento redoblado.

—¡Vamos, sargento! —Vance habló en tono cansado y exasperado—. Será mejor que le ponga usted las esposas. No quiero hacerle daño.

Heath había estado contemplando, desconcertado, el espeluznante drama, al parecer, demasiado estupefacto para poder moverse. Pero la voz de Vance le volvió a la realidad. Sonaron dos chasquidos metálicos, y Ada cesó sus forcejeos de repente y cayó contra el coche, como si le faltasen las fuerzas.

Vance, agachándose, recogió el revólver, que había rodado por la carretera. Tras una mirada breve, se lo entregó a Markham.

—Este es el revólver de Chester —dijo. Luego designó a Ada con un movimiento de piedad—. Llévala a tu oficina, Markham. Van conducirá el coche. Me reuniré con usted tan pronto como pueda. Tengo que llevar a Sibella a un hospital.

Subió con rapidez al Daimler, y con unas maniobras habilísimas dio vuelta al coche en la estrecha carretera.

—¡Vigílela, sargento! —gritó, cuando el coche partía disparado como una flecha en dirección de Ardsley.

Yo conduje el coche de Vance a la ciudad. Markham y Heath iban sentados en el fondo del vehículo, con la muchacha en medio. Apenas pronunciaron una palabra durante todo el trayecto, que duró hora y media. Volví varias veces la cabeza para contemplar al silencioso trío. Markham y el sargento aparecían aturdidos por la sorprendente verdad que acaban de revelárseles.

Ada, acurrucada en medio de los dos, hallábase sentada apáticamente, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada. En una ocasión observé que se llevaba un pañuelo a la cara con las manos esposadas; y me pareció oír un sollozo ahogado. Pero yo estaba demasiado nervioso para prestar atención. Tenía, además, que hacer grandes esfuerzos para concentrar toda mi atención en el manejo del volante.

Cuando paraba el coche cerca de la entrada de la Audiencia, en la calle Franklin, y me disponía a parar el motor, una exclamación de sobresalto de Heath me hizo soltar el conmutador.

—¡Virgen Santa! —le oí decir con voz ronca. Luego me golpeó la espalda—. ¡Vaya al hospital de la calle Beekman a toda velocidad, mister Van Dine! ¡No haga caso de las luces de tránsito! ¡A todo gas!

Sin volver la vista para mirar, supe lo que había ocurrido. Metí el coche de nuevo en la calle del Centro y emprendí una carrera vertiginosa en dirección del hospital. Llevamos a Ada al dispensario de urgencia, y Heath empezó a llamar a grandes voces al médico, cuando cruzamos la puerta.

Más de una hora después, Vance entró en la oficina del fiscal de distrito, donde Markham, Heath y yo le esperábamos. Giró rápidamente la vista en torno del despacho, y luego examinó nuestros rostros.

—Le avisé a usted que la vigilase, sargento —dijo, hundiéndose en un sillón; mas no había en su voz ni reproche ni pesar.

Nadie habló. A pesar de la impresión que el suicidio de Ada produjera en nosotros, esperábamos con ansiedad y cierto remordimiento de conciencia noticias de la otra muchacha, de quien todos, creo yo, habíamos sospechado vagamente.

Vance comprendió nuestro silencio, y movió la cabeza con aire tranquilizador.

—Sibella se encuentra perfectamente. La llevé al hospital Trinidad, de Jenkers. Una ligera conmoción. Ada la golpeó con una llave que solía guardar debajo del asiento delantero. Estará curada dentro de unos días. La inscribí en el registro del hospital con el nombre de mistress Von Blon, y luego telefoneé a su esposo. Estaba en su casa y ha acudido inmediatamente. Ahora está con ella. Entre paréntesis, no encontramos a Von Blon en casa de mistress Riglander, porque se detuvo en su oficina a recoger su maletín. Ese retraso salvó la vida de Sibella. Sin eso, dudo de que le hubiésemos dado alcance antes que Ada la hubiese lanzado con el coche al precipicio.

Dio unas cuantas chupadas a su cigarrillo. Luego, enarcando las cejas, preguntó a Markham:

—¿Cianuro de potasa?

Markham dio un respingo.

—Sí; así lo cree el médico. Tenía en los labios un olor como de almendras amargas —avanzó la cabeza, irritado—. Pero si tú sabías…

—¡Oh!, yo no lo habría impedido, en ningún caso —interrumpió Vance—. Cumplí con mi deber para con el Estado cuando advertí al sargento. No obstante, yo lo ignoraba en aquel momento. Von Blon acaba de facilitarme la información. Cuando le conté lo sucedido, le pregunté si había echado de menos algunos otros tóxicos; no concebía que una persona trazase un plan tan arriesgado y diabólico, como el de los asesinatos de la familia Greene, sin prepararse para la eventualidad de un fracaso. Me dijo que había echado de menos una tableta de cianuro hace unos tres meses. Y cuando le hurgué la memoria, recordó que Ada había estado husmeando por allí y haciéndole algunas preguntas unos días antes. Probablemente, no se atrevió a tomar más que una tableta de cianuro; y en consecuencia, se la guardó para sí, para usarla en caso de urgencia…

—Lo que yo deseo saber, mister Vance —dijo Heath—, es cómo realizó la muchacha el plan. ¿Tenía algún cómplice?

—No, sargento. Todos los detalles de este plan han sido elaborados y realizados por Ada en persona.

—Pero ¿cómo, por el amor de Dios…?

Vance alzó una mano.

—Todo es muy sencillo, sargento, cuando se tiene la clave. Lo que nos desorientó fue la audacia y habilidad diabólica del proyecto. Mas ya no hay necesidad de especular más. Tengo una explicación impresa y encuadernada de todo lo ocurrido. Y no es una ficción ni una vaga teoría; es la historia criminal auténtica, recopilada y redactada por el perito en la materia más grande que el mundo ha conocido jamás: el doctor Hans Gross, de Viena.

Se levantó y tomó su gabán.

—Telefoneé a Currie desde el hospital, y nos habrá preparado una cena que nos espera. Cuando hayamos cenado, les presentaré una reconstrucción y exposición del caso entero.