(Sábado 4 de diciembre, 13 horas)
El sábado no se trabajaba por la tarde en la oficina de Markham, y este nos había invitado a Vance y a mí a almorzar en el Club de los Banqueros. Mas, cuando llegamos a la Audiencia, Markham estaba agobiado de trabajo, y almorzamos en su sala de conferencias particulares. Vance se había guardado varias hojas escritas a máquina en el bolsillo, y supuse acertadamente, como luego resultó ser, que eran las que había escrito en la noche anterior.
Terminado el almuerzo, Vance se arrellanó en su sillón lánguidamente y encendió un pitillo.
—Markham, querido —dijo—, acepté la invitación con el único propósito de discutir sobre arte. Confío en que te encontrarás en buen estado de ánimo.
Markham le miró con franco enojo.
—¡Voto a…! Estoy demasiado ocupado para que me molestes con tus desatinos. Si tienes ganas de hablar de arte, llévate a Van al Museo Metropolitano. Pero déjame en paz.
Vance exhaló un suspiro y movió la cabeza en señal de reproche.
—¡Habla la voz de América! «Vete a jugar con tus juguetes estéticos, si esas cosas tontas te divierten; pero déjame ocuparme en mis asuntos serios.» Es muy triste. No obstante, en el caso presente me niego a marcharme; y, ciertamente, no me dejaré arrastrar a ese mausoleo de los cadáveres arrojados por Europa, conocido por el nombre de Museo Metropolitano. Me quedaré aquí para pronunciar una edificante conferencia sobre la composición estética.
—Entonces no hables tan alto —rogó Markham, levantándose—, pues estaré muy ocupado trabajando en la habitación contigua.
—Pero mi conferencia se relaciona con el caso Greene, y creo que no debes perdértela.
Markham hizo una pausa y se volvió.
—Se trata, pues, de uno de tus prólogos difusos, ¿eh? —volvió a sentarse—. Bien; si tienes que hacer alguna insinuación útil, escucharé.
Vance fumó un momento.
—Mira, Markham —empezó, adoptando un aire indolente—: existe diferencia fundamental entre una buena pintura y una fotografía. Reconozco que muchos pintores no parecen haberse percatado de este hecho; y cuando se perfeccione la fotografía en color, ¡qué horda de pintores se quedará sin trabajo! Sin embargo, habrá un abismo entre los dos; y esta distinción técnica será el motivo de mi conferencia. ¿En qué, por ejemplo, difiere el Moisés de Miguel Ángel de un estudio fotográfico de anciano patriarcal con patillas y unas tabletas de piedra?
Alzó una mano reclamando silencio cuando Markham se disponía a hablar.
—No estoy hablando a humo de pajas. Ten paciencia un momento. La diferencia entre una buena pintura y una fotografía es esta: la una está compuesta, organizada; la otra es meramente impresión casual de una escena, de un segmento de realismo, tal como existe en la Naturaleza. En resumen: la una tiene forma; la otra es caótica. Cuando un verdadero artista pinta un cuadro, ordena las masas y las líneas de acuerdo con su idea de composición preconcebida; es decir, somete todo el cuadro a un designio básico, y elimina, también, todo objeto o detalle que se oponga a esa concepción o la desmerezca. Así logra una homogeneidad de forma. Todos los objetos del cuadro tienden a un propósito definido, y se coloca en cierta posición para que concuerde con el modelo estructural fundamental. No existen incongruencias, ni objetos sueltos, ni disposición arbitraria de valores. Todas las formas y líneas son interdependientes; todos los objetos, en realidad, cada pincelada, ocupa un lugar exacto en el modelo y cumple una función determinada. La pintura, el cuadro, en fin, constituye una unidad.
—Todo esto es muy instructivo —comentó Markham, consultando pomposamente su reloj—. ¿Y el caso Greene?
—Por otra parte, una fotografía —prosiguió Vance, no haciendo caso de la interrupción— carece de designio y hasta de disposición en sentido estético. Claro está, un fotógrafo puede hacer posar y vestir a una figura, quizá hasta sierre la rama de un árbol que él desee registrar en su negativo; pero le es completamente imposible componer el asunto de su imagen de acuerdo con un boceto preconcebido, cual lo hace un pintor. En una pintura existen detalles carentes de significado, cambios de luz y sombras, armonizantes falsos, telas creadoras de notas falsas, líneas discordantes y masas fuera de lugar. La cámara es sincera, registra lo que tiene delante, indiferente a los valores artísticos. El resultado inevitable es que una fotografía carece de organización y unidad; su composición es, en el mejor de los casos, primitiva. Y está llena de factores incongruentes, de objetos desprovistos de significados o finalidad. Carece de uniformidad de concepción. Es accidental, heterogénea, amorfa y no tiene objetivo, lo mismo que la Naturaleza.
—Huelga que machaques ese punto —Markham habló con impaciencia—. Poseo una inteligencia rudimentaria ¿Adónde te conduce esa perogrullada tan detallada?
Vance le dirigió una sonrisa insinuante.
—A la calle Cincuenta y Tres. Mas antes de llegar a nuestro destino, permíteme breve ampliación. Muy a menudo, una pintura sutil e intrincada no revela inmediatamente su composición al espectador. En realidad, tan sólo los designios de las pinturas más sencillas son las que se comprenden inmediatamente. Por regla general, el espectador tiene que estudiar una pintura cuidadosamente, investigar sus ritmos, comparar las formas, pesar los detalles y armonizar todas sus proyecciones antes que resulte evidente su designio fundamental. Muchos cuadros perfectamente equilibrados y bien organizados, como las figuras de Renoir, los interiores de Matisse, las acuarelas de Cézanne, la naturaleza muerta de Picasso y los dibujos anatómicos de Leonardo, pueden parecer, al principio, que carecen de sentido, desde el punto de vista de la composición; quizá parezca que sus formas están desprovistas de unidad y cohesión; sus masas y valores lineales pueden dar impresión de ser arbitrarios. Sólo después que el espectador ha relacionado todos sus integrantes y reconstruido todas sus actividades, adquieren estos significado y revelan la concepción motora de su creador…
—Sí, sí —interrumpió Markham—. La pintura y la fotografía difieren; los objetos de una pintura poseen un designio; los de una fotografía carecen de él; con frecuencia hay que estudiar un cuadro para descubrir su composición. Eso, creo yo, cubre el terreno por donde has estado divagando desde hace un cuarto de hora.
—Simplemente trataba de imitar el diluvio de verbosidad y repeticiones que se hallan en los documentos legales —explicó Vance—. De ese modo esperaba presentar el asunto de una manera comprensiva a tu espíritu leguleyo.
—Lo has conseguido vengándote —dijo Markham con sequedad—. ¿Qué más?
Vance volvió a ponerse serio.
—Markham, estamos mirando lo ocurrido en el caso Greene como si fuesen los objetos sueltos de una fotografía. Hemos examinado dato por dato a medida que se presentaban; pero no hemos analizado bastante su relación con todos los otros datos conocidos. Hemos considerado este problema como si fuese una serie o elección de hechos aislados. Y hemos perdido el significado de todo, porque no hemos determinado aún la forma de modelo básico del cual cada uno de esos incidentes constituye tan sólo una parte. ¿Entiendes?
—¡Mi querido amigo!
—Muy bien… Huelga decir que existe un designio en el fondo de todo ese caso asombroso. No hay nada que haya sucedido por azar. Todos los actos han sido premeditados; como si dijéramos, se trata de una composición urdida cuidadosa y sutilmente. Todo ha emanado de esa forma central. Todo se ha inspirado en una idea estructural fundamental. En consecuencia, no ha ocurrido ninguna cosa de importancia desde el doble atentado primero que no guarde relación con el modelo predeterminado del crimen. Todos los aspectos y sucesos del caso, tomados conjuntamente, forman un todo interactivo y coordinado. En resumen, el caso Greene es una pintura, no una fotografía. Y cuando hayamos reconstruido las formas visuales en sus líneas generadoras, entonces, Markham, conoceremos la composición del cuadro; veremos el designio sobre el cual el pervertido pintor ha erigido su maternal documento. Y una vez que hayamos descubierto la forma fundamental de esta horrible composición, conoceremos a su creador.
Vance hizo una pausa.
—Ya veo tus puntos de vista —dijo Markham lentamente—. Mas ¿de qué nos sirve? Conocemos todos los hechos externos, y ciertamente no encajan en ninguna concepción inteligible de un todo unificado.
—Aún no, quizá —asintió Vance—. Pero eso es porque todavía no hemos abordado el problema sistemáticamente. Hemos investigado demasiado y pensado demasiado poco. Nos hemos desviado por lo que los pintores modernos llaman documentación, es decir, por la atracción objetiva de las partes del cuadro que pueden ser reconocidas. No hemos buscado el contenido abstracto. Hemos descuidado lo «forma significativa».
—¿Cómo propones que nos pongamos a determinar el objeto de la composición de esta tela sangrienta? Podríamos titular el cuadro Nepotismo fracasado.
Con la observación jocosa intentaba contrarrestar la impresión que en él había hecho la disquisición de Vance; pues aunque comprendía que este no había trazado su voluminosa comparación sin tener la esperanza de aplicarla con éxito al caso Greene, no quería ilusionarse para no sufrir una decepción.
En respuesta a la pregunta de Markham, Vance sacó los papeles que había traído consigo.
—Anoche —explicó— anoté brevemente, por orden cronológico, los datos y hechos salientes de la horrible pintura que hemos estado contemplando durante las últimas semanas. Tengo aquí todas las primeras formas, aunque tal vez haya omitido muchos detalles. Mas creo haber anotado a manera de listas un número suficiente de notas que sirvan de base.
Ofreció los papeles a Markham.
—La verdad se encuentra en esta lista. Si pudiésemos acoplar los datos (relacionarlos con sus valores), sabríamos quién es el autor de esta tanda de crímenes; pues una vez determinado el modelo, cada una de las notas adquiriría un significado vital, y podríamos leer claramente el mensaje que ellas nos comunicaban.
Markham tomó el resumen y, acercando su sillón a la luz, lo leyó de cabo a rabo sin pronunciar palabra.
Yo conservé la copia original del documento; y, de todos los que poseo, fue el de efectos más importantes y de mayor alcance. Fue el instrumento que facilitó la solución del caso Greene.
De no ser por esta recapitulación, preparada por Vance, y luego analizada por él, la famosa serie de asesinatos perpetrados en la casa de la familia Greene habría, sin duda, quedado relegada a la categoría de crímenes que no llegaron a esclarecerse.
He aquí una reproducción, copiada al pie de la letra, de ella:
PRIMER CRIMEN
SEGUNDO CRIMEN
TERCER CRIMEN
CUARTO CRIMEN
DATOS CLASIFICABLES
Cuando Markham hubo terminado de leer el resumen, lo leyó por segunda vez, Luego lo puso encima de la mesa.
—Sí, Vance —dijo—, has recopilado los puntos principales. Pero los encuentro incoherentes. A decir verdad, no hacen más que resaltar la confusión del caso.
—Sin embargo, Markham —repuso Vance—, estoy convencido de que no necesitan más que una nueva distribución e interpretación para que resulten clarísimos. Debidamente analizados, nos dirán todo lo que necesitamos saber.
Markham volvió a mirar las páginas.
—Si no fuese por ciertas notas, podríamos formular un caso contra ciertas personas. Mas no importa qué persona de la lista supongamos sea la culpable; nos enfrentamos inmediatamente con su grupo de datos contradictorios e insuperables. Este resumen podría usarse para demostrar que todos son inocentes.
—Superficialmente, así aparece —asintió Vance—. Pero debemos encontrar la línea generadora del designio, y luego relacionar con él las firmas incidentales y subdeformes.
Markham hizo un gesto de desesperanza.
—¡Si la vida fuese tan simple como las teorías estéticas!
—Es mucho más sencilla —afirmó Vance—. El mero mecanismo de una cámara fotográfica puede registrar la vida; mas tan sólo una inteligencia creadora, sumamente desarrollada, con una visión filosófica profunda, puede producir una obra de arte.
—¿Crees que esto tiene algún sentido estético o de otra clase?
Markham tamborileó con petulancia sobre los papeles.
—Puedes ver ciertos trazos, ciertas suposiciones de un modelo; mas he de confesar que el objetivo o designio principal se me ha escapado hasta ahora. El hecho es, Markham, que tengo la impresión de que algún factor importante en este caso, alguna línea del modelo, quizá, sigue aún oculta para nosotros. No afirmo que mi resumen no es susceptible de interpretación en su estado actual; pero nuestra tarea se simplificaría mucho si poseyésemos el dato que falta.
Un cuarto de hora más tarde, cuando habíamos regresado a la oficina principal de Markham, entró Swacker y depositó una carta en la mesa.
—Es una carta muy extraña, mister Markham —dijo.
Markham cogió la carta, y la leyó con el ceño fruncido. Terminada la lectura, se la entregó. El membrete decía: «Rectoría Tercera. Iglesia Presbiteriana. Stamford, Connecticut»; llevaba la fecha del día anterior; y la firma del reverendo Antonio Seymour. El contenido de la carta, escrita en letra menuda, era el siguiente:
«Honorable John F. Markham.
»Muy señor mío: Que yo sepa, jamás he traicionado una confidencia. Pero pueden surgir, creo yo, circunstancias imprevistas que modifiquen la rigidez con que uno cumple una promesa dada y que, en verdad, impone un deber mayor al de guardar silencio.
»He leído en la Prensa las cosas malignas y abominables ocurridas en la residencia de la familia Greene, en Nueva York; y por esto he llegado a la conclusión, después de muchas meditaciones y oraciones, de que tengo el deber de comunicarle un dato que, como resultado de una promesa, he guardado para mí durante más de un año. No traicionaría yo esta confidencia si no creyese que puede ocasionar algún bien, y que usted, mi querido señor, tratará también el asunto con la más absoluta reserva. Quizá no le ayude a usted —realmente no veo cómo pueda conducir a una solución de la terrible maldición que ha caído sobre la familia Greene—; pero dado que el hecho está relacionado íntimamente con uno de los hombres de esa familia, tendré mi conciencia más tranquila cuando se lo haya comunicado a usted.
»En la noche del 29 de agosto del año pasado, un automóvil llegó aquí a mi puerta, y un hombre y una mujer me pidieron que los casara secretamente. He de decir que recibo con frecuencia tales peticiones de parejas que se han fugado. Esta pareja en particular tenía aspecto de ser personas bien educadas, y accedí a sus deseos, asegurándoles que la ceremonia, como ellos deseaban, sería confidencial.
»Los nombres que aparecían en el permiso de casamiento —sacado aquella tarde en New Haven— eran Sibella Greene, de la ciudad de Nueva York, y Arturo Von Blon, también de Nueva York.»
Vance leyó la carta y la devolvió.
—Realmente —dijo—, no puedo decir que me sorprende…
Se interrumpió de repente, con los ojos fijos pensativamente delante de él. Luego se levantó nerviosamente y paseó de un extremo a otro.
—¡Esto lo rasga! —exclamó.
Markham le dirigió una mirada perpleja e interrogante.
—¿Qué sucede?
—¿No lo ves? —Vance se aproximó, nervioso, a la mesa del fiscal—. ¡Es el dato que faltaba a mi lista! —desdoblando la última hoja, escribió: «98. Sibella y Von Blon se casaron secretamente hace un año.»
—No veo que eso pueda ayudar —protestó Markham.
—Tampoco yo en este momento —replicó Vance—. Pero voy a pasar esta noche en erudita meditación.