22. LA FIGURA MISTERIOSA

(Viernes 3 de diciembre, 18 horas)

A las seis de la tarde, Markham convocó otra conferencia en el Club Stuyvesant. No sólo estaban presentes el inspector Moran y Heath, sino que el inspector O’Brien asistió también.

La Prensa de la tarde había criticado sin piedad a la Policía por el fracaso de la investigación. Markham, después de consultar con Heath y Doremus, explicó a los periodistas la muerte de mistress Greene como resultado de una fuerte dosis de estricnina, un estimulante que la anciana tomaba con regularidad por orden de su médico de cabecera.

Swacker escribió a máquina varias copias de la nota, para que no hubiese error. La nota terminaba diciendo: «No hay pruebas de que la droga haya sido tomada por la misma víctima por equivocación.» Mas los reporteros redactaron sutilmente la posibilidad de que se tratase de un asesinato, de modo que el lector no tuvo la menor duda del verdadero estado del asunto. El fracasado intento de envenenar a Ada fue mantenido secreto. Pero esta noticia suprimida no evitó que la morbosa imaginación del público se inflamase en un grado sin precedentes.

Markham y Heath reflejaban en sus rostros la tensión de espíritu motivada por sus fútiles esfuerzos para esclarecer el misterioso caso; y bastaba dirigir una sola mirada al inspector Moran, cuando se hundió pesadamente en un sillón junto al fiscal, para percatarse de que una preocupación corrosiva minaba su ecuanimidad habitual. Hasta el mismo Vance mostraba señales de tensión e intranquilidad; pero en él era un aumento de observación y actividad, más bien que una preocupación, lo que indicaba un cambio en su actitud normal.

Tan pronto como nos reunimos aquella noche, Heath resumió brevemente el caso. Examinó las diversas líneas de investigación y enumeró las precauciones que habían sido tomadas. Terminado el discurso, y antes que alguien pudiese formular un comentario, volvióse hacia el inspector O’Brien y dijo:

—Hay muchas cosas, señor inspector, que podrían haberse hecho en un caso corriente. Podríamos haber registrado la casa buscando el revólver y el veneno, como la brigada de los estupefacientes examina una habitación; pero en la casa de la familia Greene esa labor habría ocupado un par de meses. Y aunque hubiésemos encontrado el revólver y los tóxicos, ¿de qué nos habría servido? El pájaro autor de esos crímenes, en aquel antro, no iba a interrumpir sus fechorías simplemente porque le quitásemos su arma o nos apoderásemos de su veneno. Después del asesinato de Chester o de Rex, podíamos haber detenido a toda la familia para someterlos a un interrogatorio de tercer grado. Pero la Prensa arma demasiado escándalo cada vez que nos vemos obligados a hacer cantar a alguien para arrancarle una confesión, y sería arriesgado meter en la cárcel a todos los habitantes de la casa. Créame, señor inspector, nuestra situación ha sido muy difícil desde un principio.

—Lo que dice el sargento es la pura verdad —observó Moran—. No hemos podido emplear la mayor parte de los métodos de investigación. Es evidente que contendemos con un asunto de familia.

—Además —agregó Vance—, nos enfrentamos con un plan sumamente hábil, algo que ha sido meditado y planeado hasta en sus mínimos detalles y elaboradamente disimulado en todos sus puntos. Todo ha sido puesto en la balanza, hasta la vida misma, sobre el resultado. Tan sólo un odio supremo y una esperanza exaltada puede haber inspirado estos crímenes. Y contra tales atributos, los medios de prevención corrientes son completamente ineficaces.

—¡Un asunto de familia! —replicó, con voz pesada, O’Brien, que parecía meditar aún la declaración de Moran—. No me parece que quedó mucho de la familia. A mi entender, basándome en las pruebas, alguno de fuera trata de destruir a la familia —dirigió a Heath una mirada ceñuda—. ¿Qué ha hecho usted con los criados? No tiene miedo de molestarlos, ¿verdad? Podía usted haber detenido a uno de ellos, para terminar con los ladridos de la Prensa, a lo menos, durante algún tiempo.

Markham salió inmediatamente en defensa de Heath.

—Yo soy culpable de cualquier negligencia por parte del sargento a ese respecto —declaró con acento de reproche—. Mientras yo intervenga en este caso, no se detendrá a nadie con el mero fin de acallar las críticas desagradables —luego continuó en tono menos seco—: No existe el menor indicio de culpabilidad en ninguno de los criados. La doncella Hemming es una fanática religiosa inofensiva y por completo incapaz, mentalmente, de haber planeado los asesinatos. La dejé que se marchase de la casa hoy…

—Sabemos dónde podemos encontrarla, señor inspector —añadió precipitadamente Heath para anticiparse a la inevitable pregunta del otro.

—En cuanto a la cocinera —continuó Markham—, ella también queda descartada de toda sospecha seria. Por temperamento es incompetente para desempeñar el papel de asesino.

—¿Y el mayordomo? —preguntó O’Brien con acritud.

—Ha estado al servicio de la familia desde hace treinta años, y Tobías Greene le recordó generosamente en su testamento. Es un tipo algo excéntrico; mas yo creo que si hubiese tenido motivos para destruir a la familia Greene, no habría esperado a su vejez —Markham pareció turbado un momento—. No obstante, he de reconocer que el viejo criado presenta un aire de reserva misteriosa. Siempre me da la impresión de que sabe mucho más de lo que aparenta.

—Lo que dice, Markham, es muy cierto —observó Vance—. Sproot, ciertamente, no encaja en esta saturnal de crímenes. Quizá sería capaz de apuñalar a un enemigo, si tuviese la seguridad de que no existía ni la más remota posibilidad de ser descubierto. Mas carece del valor y de la exuberancia de imaginación que ha hecho posible esta racha de asesinatos. Es demasiado viejo…, es demasiado viejo… ¡Por Júpiter!

Vance se inclinó y palmoteo la mesa con una imprecación.

—Esto es lo que se me ha estado escapando. ¡Este es el secreto! ¡La vitalidad! Esto es lo que hay en el fondo de este tenebroso asunto, una vitalidad enorme, que tiene confianza en sí misma; un espíritu implacable y audaz, un egoísmo intrépido y temerario, una creencia ciega en la propia habilidad. Y estos no son componentes de la decrepitud. Respira juventud todo esto, juventud con su ambición y espíritu de aventura, que no calcula el coste ni se arredra ante el peligro… No, no; Sproot no posee tales cualidades.

Moran se movió, nervioso, en su asiento y se volvió hacia Heath.

—¿A quién mandó a Atlantic City a vigilar a Sibella?

—A Guilfoyle y a Mallory, a los dos agentes más hábiles que tenemos.

El sargento sonrió con cruel satisfacción.

—No se nos escapará —dijo—. Ni tampoco podrá dar un golpe.

—¿Ha extendido usted su atención por casualidad al doctor Von Blon? —preguntó Vance con indiferencia.

—Le están siguiendo los pasos desde la muerte de Rex —Heath sonrió astutamente.

Vance le dirigió una mirada de admiración.

—Realmente empiezo a tomarle a usted cariño, sargento —declaró.

Y en su nota burlona había un acento de sinceridad.

O’Brien se inclinó sobre la mesa y, tirando la ceniza de su puro, clavó en el fiscal una mirada ceñuda.

—¿Qué historia facilitó usted a la Prensa, mister Markham? Al parecer, quiere usted insinuar que la anciana se envenenó a sí misma. ¿Era eso comida para los cerdos o contiene algo de verdad?

—Temo que la nota no se ajusta a la verdad —Markham se expresó con genuino sentimiento—. La hipótesis del suicidio no concuerda con el envenenamiento de Ada ni con el resto de este caso desconcertante.

—Yo no estoy tan seguro de eso —repuso O’Brien—. Moran me ha dicho que ustedes sospechan que la anciana simulaba su parálisis —apuntó un dedo corto y grueso hacia Markham—. Supongamos que ella mató a sus hijos, usando todos los cartuchos del revólver, y sustrajo las dos dosis de veneno, una para cada una de las muchachas; y luego imaginemos que administró la morfina a la más joven, quedando entonces una sola dosis… —hizo una pausa y miró de soslayo significativamente.

—Veo lo que usted quiere decir —observó Markham—. Presenta usted la hipótesis de que ella no calculaba que tuviésemos un médico a mano para salvar la vida de Ada, y que, habiendo fracasado en su intento de matar a Ada, se imaginó que la partida estaba perdida y se tomó la estricnina.

—¡Exacto! —O’Brien asestó un puñetazo en la mesa—. Esta hipótesis es lógica. Además, significa que hemos resuelto el caso… ¿Comprende?

—Sí; indudablemente es lógica —fue la reposada e indolente voz de Vance la que respondió—. Pero perdone si me atrevo a sugerir que encaja con los hechos demasiado bien. Es una hipótesis perfecta; salta a la vista, como si alguien la hubiese calculado para nuestro beneficio. Me inclino a creer que abrigamos el propósito de adoptar ese punto de vista tan lógico y sensato. Pero, realmente, señor inspector, mistress Greene no era una mujer de tipo suicida, por muy criminal que pueda haber sido.

Mientras Vance hablaba, Heath había salido de la habitación. Regresó unos minutos después, e interrumpió a O’Brien en su larga y aviesa defensa de su hipótesis del suicidio.

—Huelga ya continuar la discusión sobre ese terreno —anunció—. Acabo de hablar con el doctor Doremus por teléfono. Ha practicado la autopsia, y afirma que los músculos de las piernas de mistress Greene se habían atrofiado y estaban fláccidos, y que no existe la más remota posibilidad de que pudiese mover las piernas, y mucho menos caminar.

—¡Dios santo! —Moran fue el primero en recobrarse del asombro que nos produjo la noticia—. ¿Quién fue, pues, la persona que Ada vio en el vestíbulo?

—¡Esa es la cuestión! —Vance habló precipitadamente, tratando de calmar su creciente agitación—. ¡Ah, si lo supiésemos! Esa es la respuesta a todo el problema. Puede no haber sido el asesino; pero la persona que se ha pasado en aquella biblioteca noche tras noche leyendo libros extraños es la clave de todo…

—Pero Ada estaba segura de haberla identificado —objetó Markham en tono perplejo.

—No hay que censurarla, dadas las circunstancias —replicó Vance—. La criatura ha sufrido unas aventuras espantosas y no se encontraba en un estado normal. Y no es improbable que ella también sospechase de su madre. Si este es el caso, ¿qué más natural imaginarse que la figura vaga que ella vio en el vestíbulo después de medianoche fuese el móvil de su temor? No es extraordinario que una persona, presa de espanto, desfigure un objeto proyectando una imagen mental dominante.

—¿Quiere usted decir —terció Heath— que vio a otra persona y se imaginó que era su madre, porque estuvo pensando tanto en ella?

—No es improbable.

—Sin embargo, existe el detalle del chal oriental —objetó Markham—. Ada pudo fácilmente confundir las facciones de la persona, pero afirmó con insistencia haber visto ese chal particular.

Vance movió, perplejo, la cabeza.

—El argumento es sólido. Y puede resultar ser el hilo de Ariadna que nos saque de este laberinto. Debemos realizar una investigación más profunda sobre este chal.

Heath había sacado su libreta de notas y volvía las páginas, ceñudo.

—No olvide, mister Vance —dijo sin levantar la vista—, el dibujo que Ada encontró cerca de la puerta de la biblioteca. Quizá la persona del chal lo perdió e iba a la biblioteca a buscarlo, pero se asustó al ver a Ada.

—Pero quien mató a Rex —observó Markham—, evidentemente le sustrajo el dibujo y, por consiguiente, no estaría sugestionado al respecto.

—Creo que tiene razón —reconoció Heath de mala gana.

—Estas especulaciones son útiles —comentó Vance—. Este caso es demasiado complicado para esclarecerlo desenmarañando los pormenores, Hemos de determinar, si es posible, quién fue la persona que Ada vio aquella noche. Entonces habremos abierto una vía de investigación.

—¿Cómo vamos a averiguarlo —preguntó O’Brien—, si Ada fue la única persona que vio a esa mujer con el chal de mistress Greene?

—Su pregunta contiene la respuesta, inspector. Tenemos que ver de nuevo a la muchacha y procurar contrarrestar la influencia de sus propios temores. Cuando le expliquemos la imposibilidad de que fuese su madre, quizá recuerde algún dato que nos ponga sobre la pista.

Esta fue la resolución adoptada. Terminada la conferencia, O’Brien se despidió, y el resto de nosotros cenamos en el club. A las ocho y media estábamos camino de la casa de la familia Greene.

Encontramos a Ada y a la cocinera, solas, en el salón. La muchacha estaba sentada junto al fuego, con un ejemplar de los Cuentos de hadas, de Grimm, en la falda; y mistress Mannheim, abismada en sus recuerdos, ocupaba una silla cerca de la puerta.

Era una escena extraña, dada la rígida corrección que reinaba en la casa; y me hizo pensar en cómo el temor y la adversidad nivelan inevitablemente todas las normas y diferencias sociales.

Cuando entramos en el aposento, mistress Mannheim se levantó y, recogiendo sus trapos, fue a marcharse. Pero Vance indicó que debía quedarse, y, sin pronunciar ni una palabra, volvió a sentarse.

—Hemos venido a molestarla otra vez, Ada —dijo Vance, adoptando el papel de interrogador—. Pero es usted casi la única persona que nos puede ayudar —su sonrisa tranquilizó a la muchacha, y él continuó afablemente—: Queremos hablarle de lo que nos dijo la otra tarde.

Ada agrandó los ojos y esperó con temor y en silencio.

—Nos dijo usted que le pareció ver andar a su madre…

—¡En efecto, la vi!

Vance movió la cabeza.

—No; no vio a su madre. Ella no podía caminar, Ada; estaba paralítica. Era imposible que hiciese el menor movimiento con sus piernas.

—Pero… no comprendo —había algo más que una expresión de perplejidad en su voz; reflejaba «un terror y la alarma que podría experimentar al pensar en una intervención maligna y sobrenatural»—. Oí al doctor Von Blon decirle a mi madre que iba a traer un especialista para reconocerla esta mañana. Pero murió anoche… Así, ¿cómo, entonces, se puede saber? ¡Oh!, usted debe de estar equivocado; sin duda, se engaña. Yo la vi…, estoy segura de que la vi.

La muchacha debatíase desesperadamente para conservar el juicio.

Pero Vance volvió a mover negativamente la cabeza.

—El doctor Oppenheimer no reconoció a su madre —dijo—. Pero el doctor Doremus lo ha hecho… hoy. Y ha visto que ella no había podido moverse desde hace muchos años.

—¡Oh! —exclamó la muchacha.

Parecía privada del uso de la palabra.

—Y hemos venido —prosiguió Vance— a rogarle que trate de recordar aquella noche para ver si se acuerda de algo, de algún pequeño detalle, que pueda ayudarnos. Vio usted a esa persona a la luz vacilante de una cerilla. Podría haberse equivocado muy fácilmente.

—¿Cómo es posible? Yo me encontraba muy cerca de ella.

—Antes que se despertase usted aquella noche y sintiera apetito, ¿había usted soñado con su madre?

Ella titubeó y se estremeció ligeramente.

—Lo ignoro, pero sueño constantemente con mi madre. He tenido unos sueños atroces, espantosos, desde la primera noche que alguien entró en mi cuarto.

—Esto puede explicar su error —Vance hizo una pausa momentánea, y luego preguntó—: ¿Recuerda usted claramente haber visto el chal oriental de su madre sobre los hombros de la persona del vestíbulo aquella noche?

—¡Oh, sí! —respondió ella, tras una ligera vacilación—. Fue lo primero que observé. Luego vi su rostro…

Un incidente trivial, pero sorprendente, ocurrió en este momento.

Estábamos de espaldas a mistress Mannheim y, momentáneamente, habíamos olvidado por completo su presencia en la habitación. De repente, lo que semejaba un sollozo seco brotó de sus labios, y el canasto de costura que tenía en el regazo cayó al suelo. Instintivamente, nos volvimos. La mujer nos miraba ceñuda y con ojos vidriosos.

—¿Qué importa a quién vio? —interpeló con voz sin inflexión—. Quizá me vio a mí.

—No diga tonterías, Gertrudis —reprochó Ada rápidamente—. No era usted.

Vance observaba con expresión de perplejidad a la mujer.

—¿Usa usted algunas veces el chal de mistress Greene, frau Mannheim?

—Desde luego que no —contestó Ada.

—¿Y ha entrado usted alguna vez a leer en la biblioteca después que los miembros de la casa se han acostado? —prosiguió Vance.

La mujer recogió su costura y de nuevo guardó silencio. Vance la contempló un momento, y luego se dirigió a Ada.

—¿Sabe usted de alguien que pudo haber usado el chal de su madre aquella noche?

—No…, no sé —tartamudeó la muchacha con los labios temblorosos.

—Vamos, vamos; hable —Vance habló con aspereza—. No es momento de encubrir a nadie. ¿Quién tenía la costumbre de ponerse el chal?

—Nadie tenía la costumbre…

Ella se interrumpió y dirigió una mirada suplicante a Vance; pero él insistió.

—¿Quién, pues, lo usó alguna vez, además de su madre?

—Pero lo habría sabido, si hubiese sido Sibella la que yo vi.

—¿Sibella? ¿Solía ponerse ella el chal algunas veces?

Ada asintió con la cabeza de mala gana.

—De vez en vez, solamente. A ella… le gustaba el chal… ¡Oh! ¿Por qué me obliga a decir esto?

—¿Y usted no ha visto nunca a otra persona usarlo?

—No; nadie lo ha usado nunca, nadie más que mi madre y Sibella.

Vance intentó calmar la evidente angustia de la muchacha con una sonrisa tranquilizadora.

—Vea usted cuán infundados han sido todos sus temores —dijo—. Probablemente, vio usted a su hermana en el vestíbulo aquella noche y, como había estado soñando con su madre, se imaginó que era ella.

Poco después nos despedimos.

—Siempre he sostenido —observó el inspector Moran cuando nos dirigíamos hacia la parte sur de la ciudad— que no es posible identificar a nadie cuando se está agitado o en estado de tensión. Y aquí tenemos una prueba palpable.

—Me gustaría tener un rato de charla íntima con Sibella —murmuró Heath; absorto en sus pensamientos.

—No le sería de mucha utilidad, sargento —le dijo Vance—. Al final de su téte-á-téte, sabría usted únicamente lo que la joven quisiera que usted supiese.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Markham, tras un silencio—. ¿Cuál es nuestra situación ahora?

—Donde estábamos antes —respondió Vance, desalentado en medio de una niebla impenetrable—. Y no estoy convencido —añadió— de que fuese Sibella la persona que Ada vio en el vestíbulo.

Markham le miró, asombrado.

—Entonces, ¿quién diablo fue?

Vance suspiró tristemente.

—Dame la respuesta a esa pregunta, y completaré la historia.

Aquella noche, Vance estuvo hasta cerca de las dos escribiendo en su biblioteca.