(Viernes 3 de diciembre, mediodía)
Markham trajo la noticia de la muerte de mistress Greene antes de las diez de la mañana siguiente. La tragedia no se descubrió hasta las nueve, cuando la enfermera subió el desayuno de su paciente. Heath se lo notificó a Markham, quien, de camino a la casa de los Greene, pasó a comunicárselo a Vance. Este y yo habíamos almorzado y le acompañamos a la casa.
—Esto derrumba nuestra única esperanza —dijo Markham, desalentado, cuando subíamos velozmente por la avenida Madison—. Es espantoso pensar en la posibilidad de que la anciana inválida fuese culpable; aunque he procurado consolarme con la idea de que estaba loca. No obstante, ahora casi deseo que nuestras sospechas resulten ciertas, pues las posibilidades que quedan son todavía más horribles. Nos enfrentamos con un caso de cálculo y sangre fría.
Vance asintió con la cabeza.
—Sí, nos enfrentamos con algo que es mucho peor que una locura. Sin embargo, no puedo decir que me haya impresionado profundamente la muerte de mistress Greene. Era una mujer detestable, Markham. El mundo no llorará su pérdida.
El comentario de Vance expresaba fielmente la impresión que yo sentí cuando Markham nos comunicó la muerte de mistress Greene. Desde luego, la noticia me impresionó, pero no sentí piedad por la víctima. Era una mujer maligna e inhumana; había vivido floreciendo en el odio y había convertido en un infierno la vida de los que la rodeaban. Era mejor que hubiese muerto.
Heath y Drumon nos aguardaban en el salón. En el rostro del sargento se reflejaba un aire de excitación y depresión, y sus ojos azules fulguraban de desesperación. Drumon presentaba un aire de decepción profesional; evidentemente deploraba no haber tenido la ocasión de exhibir su habilidad médica.
Heath, después de estrecharnos la mano distraídamente, explicó, tras breves palabras, la situación:
—O’Brien encontró muerta a la anciana, a las nueve de esta mañana, y dijo a Sproot que se lo comunicase al doctor Drumon. Luego telefoneó a la oficina y lo notificó a usted y al doctor Doremus. Yo llegué aquí hace cosa de un cuarto de hora y cerré con llave la habitación.
—¿Informó usted a Von Blon? —preguntó Markham.
—Le telefoneé para que suspendiera el examen que habíamos convenido para las diez. Le dije que le telefonearía más tarde y colgué el auricular antes que pudiese hacerme alguna pregunta.
Markham manifestó su aprobación y se volvió hacia Drumon.
—Cuéntenos su historia, doctor.
Drumon se irguió en su asiento, carraspeó y adoptó una actitud que pretendía ser impresionante.
—Me encontraba en el comedor de Narsosa, desayunando, cuando Hennessy entró y me dijo que habían bajado las cortinas en la sala de recepción de esta casa. En consecuencia, tomé precipitadamente mi equipo y vine corriendo. El mayordomo me condujo al cuarto de la anciana, donde la enfermera me esperaba. Mas vi al instante que era demasiado tarde. Estaba muerta, contorsionada y fría; y el rigor mortis ya se había manifestado. Murió de una dosis excesiva de estricnina. Probablemente no sufrió mucho, pues entró en un estado comatoso antes de la media hora. Era demasiado vieja para resistirla. Los ancianos sucumben a la estricnina con bastante rapidez.
—¿Pudo gritar para dar la alarma?
—No se puede precisar. El espasmo puede haberla enmudecido. De todos modos, no la oyó nadie. Probablemente perdió el conocimiento al sufrir la primera convulsión. Mi experiencia en tales casos me ha enseñado…
—¿A qué hora dijo usted que tomó la estricnina?
—No es posible precisarlo —Drumon se volvió, pronosticador—. Las convulsiones pueden haberse prolongado antes de sobrevenir la muerte o esta puede haber ocurrido poco después de ingerir el tóxico.
—¿A qué hora, pues, fijaría usted el momento de la muerte?
—Tampoco es posible precisarlo. La confusión entre el rigor mortis y el fenómeno del espasmo cadavérico es una trampa en la que muchos médicos caen. Existen, sin embargo, distintos puntos de diferencia…
—Sin duda —Markham se impacientaba con las pedanterías de Drumon—. Pero dejando las explicaciones a un lado, ¿a qué hora cree usted que murió mistress Greene?
—Digamos alrededor de las dos de la madrugada.
—¿Y pudo tomarse la estricnina a las once o a las doce?
—Es posible.
—De todos modos, lo sabremos cuando llegue el doctor Doremus —afirmó Heath, con brutal franqueza.
Estaba de mal humor aquella mañana.
—¿Encontró usted algún vaso o taza que haya podido servir para la droga, doctor? —se apresuró a preguntar Markham.
—Había un vaso cerca de la cama, que parecía contener cristales de sulfato adheridos a los lados.
—Pero una dosis mortífera de estricnina, ¿no daría un amargor considerable a cualquier bebida?
Vance, de pronto, pareció despertarse.
—Indudablemente. Pero he encontrado en la mesa de noche un frasco de citrocarbonato, que es un antiácido conocido, y si la droga ha sido tomada mezclada con esa bebida, no se habrá notado ningún mal sabor. El citrocarbonato es ligeramente ácido y muy efervescente.
—¿Es posible que mistress Greene haya podido tomar sin ayuda el citrocarbonato?
—Es difícil creerlo. Es preciso mezclarlo cuidadosamente con agua; y la operación es difícil, muy molesta para una persona que esté en la cama.
—Eso es muy interesante —Vance encendió distraídamente un pitillo—. Hemos de suponer, por tanto, que la persona que dio a mistress Greene el citrocarbonato administró también la estricnina —volvióse hacia Markham—. Creo que miss O’Brien podría sernos útil.
Heath fue seguidamente a llamar a la enfermera.
Mas su declaración no arrojó ninguna luz. Dejó a mistress Greene leyendo a eso de las once, fue a su habitación para prepararse para la noche y volvió al cuarto de Ada media hora después, donde durmió toda la noche, de acuerdo con las instrucciones de Heath. Se levantó a las ocho, se vistió y fue a la cocina a buscar el desayuno de mistress Greene. Que ella supiera, la anciana inválida no bebió nada antes de acostarse; estaba completamente segura de que no tomó ningún citrocarbonato antes de las once. Además, mistress Greene nunca intentó tomarlo sola.
—¿Cree usted, pues —preguntó Vance—, que alguien se lo dio?
—Puede estar seguro de ello —afirmó la enfermera—. Si ella hubiese querido tomarlo, habría levantado la casa entera antes de mezclárselo ella misma.
—Es evidente —observó Vance a Markham— que alguien entró en su cuarto después de las once y preparó el citrocarbonato.
Markham se puso en pie y paseó, lleno de ansiedad, de un extremo a otro del aposento.
—El problema inmediato se reduce a averiguar quizá quién pudo hacerlo —declaró—; puede usted volver a su cuarto, miss O’Brien…
Luego tocó el timbre llamando a Sproot.
Durante la breve interrogación del mayordomo salieron a luz los siguientes hechos:
La casa quedó cerrada, y Sproot marchó a acostarse.
Sibella fue a su habitación inmediatamente después de cenar y no salió de allí.
Hemming y la cocinera se entretuvieron en la cocina hasta poco después de las once, la hora en que Sproot las oyó subir a sus habitaciones.
La primera noticia que Sproot tuvo de la muerte de mistress Greene fue cuando la enfermera le envió a bajar las cortinas de la sala de recibo a las nueve de la mañana.
Markham le despidió, y mandó llamar a la cocinera. Al parecer, ella ignoraba la muerte de mistress Greene, como también el envenenamiento de Ada; y sus declaraciones carecieron de importancia. Estuvo, manifestó, en la cocina o en su cuarto casi todo el día anterior.
Hemming fue interrogada a continuación. Por la naturaleza de las preguntas formuladas, la muchacha se puso recelosa al instante. Sus ojos penetrantes se achicaron, y nos dirigió una mirada astuta de triunfo.
—No pueden ustedes engañarse —exclamó—. El Señor ha estado ocupado con su escoba otra vez. ¡Y ha hecho bien! El Señor preserva a todos los que le aman, pero destruirá a todos los malos.
—Viendo que usted ha sido preservada tan tiernamente —dijo Vance—, quizá sería mejor que la informásemos de que miss Ada y mistress Greene han sido envenenadas.
Observaba atentamente a la mujer, mas no era necesario detenerse mucho para ver que su rostro palidecía intensamente.
—Voy a marcharme de esta casa —declaró con voz débil—. Ya he visto bastante para ser testigo ante el Señor.
—¡Es una idea excelente! —asintió Vance, con un movimiento de cabeza— y cuanto antes se marche, más pronto tendrá que dar un testimonio apócrifo.
Hemming se levantó, algo turbada, y echó a andar en dirección de la puerta. Luego se volvió rápidamente y lanzó una mirada maligna a Markham.
—Mas antes de salir de este antro de inquietudes, permítame decirle una cosa. Que miss Sibella es la peor de toda la pandilla, y el Señor la fulminará la primera. ¡Oigan bien mis palabras! Es inútil que intenten salvarla. ¡Está… sentenciada a morir!
Vance arqueó las cejas lánguidamente.
—Dígame, Hemming: ¿cuál es la última iniquidad cometida por miss Sibella?
—Lo de costumbre —la mujer habló con deleite—. Es una tunanta, una buena pieza. Su conducta con el doctor Von Blon es escandalosa. Están juntos todas las horas del día y de la noche —movió la cabeza con aire significativo—. Ese doctor estuvo aquí también anoche, y subió al cuarto de la señorita, y Dios sabe cuándo habrá salido.
—¡Vaya, vaya! ¿Y cómo lo sabe usted?
—¡Como que fui yo quien le abrió la puerta!
—¡Ah! ¿Sí? ¿Y a qué hora? ¿Dónde estaba Sproot?
—Mister Sproot estaba cenando, y yo fui a la puerta principal a ver el tiempo que hacía, y en aquel momento llegó el doctor. «¿Qué tal está Hemming?», me dijo con suave sonrisa. Y pasó, nervioso, por mi lado, y subió directamente al cuarto de miss Sibella.
—Quizá miss Sibella estaría indispuesta… ¿Le había mandado llamar? —sugirió Vance con tono indiferente.
—¡Bah! —Hemming movió la cabeza desdeñosamente y salió del aposento con paso firme.
Vance se incorporó al instante, y volvió a tocar el timbre llamando a Sproot.
—¿Sabía usted que el doctor Von Blon estuvo aquí anoche? —preguntó al aparecer el mayordomo.
El hombre movió la cabeza en señal negativa.
—No, señor. Lo ignoraba.
—Eso es todo, Sproot. Haga el favor de decirle a miss Sibella que deseamos verla.
—Sí, señor.
Sibella tardó un cuarto de hora en hacer acto de presencia.
—Me siento terriblemente perezosa estos días —explicó, dejándose caer en una butaca—. ¿Qué programa tenemos?
Vance le ofreció un cigarrillo con cierta deferencia burlona.
—Antes de explicarle nuestra presencia, quisiera que tuviese usted la bondad de decirnos a qué hora salió anoche de esta casa el doctor Von Blon.
—A las once menos cuarto —respondió Sibella, con expresión de reto y hostilidad en los ojos.
—Muchas gracias. Voy a anunciarle ahora que su madre y Ada han sido envenenadas.
—¿Mamá y Ada, envenenadas?
Repitió las palabras vagamente, como si le costase comprender su significado. Permaneció unos instantes inmóvil, mirando en el vacío. Al fin, lentamente posó la vista en Markham.
—Creo que voy a seguir su consejo —dijo—. Tengo una compañera de colegio en Atlantic City. Esta casa se está poniendo demasiado espeluznante —esbozó una sonrisa forzada—. Parto para la playa esta misma tarde.
Por primera vez la joven perdió el aplomo.
—Su decisión es muy acertada —observó Vance—. Váyase, y quédese allí hasta que hayamos esclarecido este asunto.
—Temo que no pueda quedarme allí tanto tiempo —dijo; luego añadió—: Supongo que mamá y Ada están muertas…
—Sólo su madre —aclaró Vance—. Ada ha escapado de la muerte.
—¡Por supuesto! —las facciones de la muchacha reflejaron un magnífico y arrogante desdén—. La arcilla vulgar tiene mucha resistencia, según dicen. Yo soy la única que queda entre ella y los millones de los Greene.
—Su hermana estuvo a punto de morir —reconvino Markham—. Si no hubiésemos tenido un doctor a mano, tal vez sería usted la única heredera restante de esos millones.
—Eso sería muy sospechoso, ¿no es verdad? —la pregunta de la muchacha fue desconcertante por su franqueza—. Puede estar usted seguro de que si yo hubiese planeado ese envenenamiento, la pequeña Ada no se habría escapado tan fácilmente.
Antes que Markham pudiese contestar, se incorporó.
—Voy a preparar ahora mismo las maletas —continuó—. Ya es demasiado tarde. Cuando el vaso está lleno, no se debe echar una gota más.
Cuando la muchacha salió del cuarto, Heath lanzó una mirada interrogante a Markham.
—¿Va usted a dejarla marchar? Es la única de la familia que no ha sufrido ningún accidente.
Todos sabíamos lo que quería decir; y la suposición de la idea que había cruzado por nuestra mente nos dejó silenciosos un momento.
—No podemos correr el riesgo de obligarla a permanecer aquí —repuso Markham—. Si ocurriese alguna cosa…
—Comprendo, mister Markham —Heath se puso en pie—. Pero ¡voy a cuidarme de que la vigilen! Traeré dos de nuestros mejores agentes, que se pegarán a ella desde el momento que franquee la puerta de esta casa hasta que aclaremos este asunto.
Salió al vestíbulo, y le oímos dar órdenes a Sproot por teléfono.
El doctor Doremus llegó dos minutos después. Había desaparecido su aire garboso, y su saludo rayó en lo sombrío. Acompañado de Drumon y Heath, fue seguidamente a la habitación de mistress Greene, mientras Markham, Vance y yo esperábamos abajo. Cuando volvió, al cabo de un cuarto de hora, tenía un aire sumiso, y observé que no se puso el sombrero de lado, como era su costumbre.
—¿Qué informe nos trae? —preguntó Markham.
—Igual que el de Drumon. La anciana falleció entre la una y las dos de la madrugada.
—¿Y cuándo ingirió la estricnina?
—Alrededor de la medianoche. Mas esto es una suposición. Sea lo que fuere, la tomó con el citrocarbonato. Noté el sabor en el vaso.
—A propósito, doctor —dijo Vance—: cuando haga la autopsia, ¿hará el favor de darnos un informe del estado de atrofia de los músculos de las piernas?
—Con mucho gusto.
Doremus parecía sorprendido por la petición.
Una vez; que él se hubo marchado, Markham se dirigió a Drumon.
—Desearíamos hablar con Ada ahora. ¿Cómo se encuentra esta mañana?
—Admirablemente —Drumon habló con orgullo profesional—. La vi inmediatamente después de echar un vistazo a la anciana. Está débil y algo afectada por la atropina que le di; pero fuera de eso, hállase en un estado casi normal.
—¿Y no se le ha comunicado la muerte de su madre?
—Ni una palabra.
—Tendrá que saberlo —interpeló Vance—, y no hay por qué ocultárselo. Es mejor que reciba la impresión en nuestra presencia.
Cuando entramos, Ada se hallaba sentada junto a la ventana. Con los codos descansando en el antepecho y la barbilla en las manos, contemplaba el patio, cubierto de nieve. Sobresaltóse al vernos entrar, y sus pupilas se dilataron de súbito espanto. Era evidente que el terrible lance que sufriera había provocado en ella un estado de excitación y temor.
Tras un breve cambio de palabras afables, durante el cual Vance y Markham procuraron calmar su desasosiego, este último abordó el episodio del caldo.
—Daríamos cualquier cosa —terció— por no tener que recordarle un suceso tan doloroso; pero de lo que pueda decirnos respecto de ayer dependen muchas cosas. ¿Usted se hallaba en el salón cuando la enfermera bajó a llamarla?
La muchacha tenía la lengua y los labios secos, y habló con alguna dificultad.
—Sí. Mamá me pidió una revista, y había ido a buscarla abajo cuando la enfermera me llamó.
—¿Vio a la enfermera al subir la escalera?
—Sí; y en ese momento ella se dirigía hacia la escalera de servicio.
—¿No había nadie aquí, en su habitación, cuando usted entró?
Ada movió la cabeza en señal negativa.
—¿Quién podía haber estado aquí?
—Eso es lo que trato de averiguar, miss Greene —respondió Markham en tono solemne—. Es indudable que alguien puso la droga en su caldo.
La muchacha se estremeció, pero no respondió.
—¿Vino alguien a verla a usted después? —continuó Markham.
—Ni un alma.
Heath intervino, impaciente, en el interrogatorio.
—Dígame, ¿tomó usted el caldo en seguida?
—No; no inmediatamente. Sentí un ligero escalofrío, y crucé el vestíbulo para buscar en el cuarto de Julia un chal, que me eché sobre los hombros.
Heath hizo una mueca de disgusto y suspiró.
—Cada vez que adelantamos algo en este caso —se quejó— se presenta algo que nos lo estropea todo. Si miss Ada dejó el caldo aquí, mister Markham, mientras fue a buscar el chal, entonces cualquiera pudo entrar y echar el veneno.
—Lo siento en el alma —se excusó Ada, como si tomase las palabras de Heath por una crítica de su conducta.
—No es culpa suya, Ada —le aseguró Vance—. El sargento está indebidamente deprimido. Mas dígame una cosa: cuando usted salió al vestíbulo, ¿vio al pomerania de miss Sibella por alguna parte?
Ella sacudió la cabeza, extrañada.
—No… —murmuró—. ¿Qué tiene que ver el perro de Sibella con esto?
—El perrito, probablemente, le salvó la vida a usted —Vance le explicó cómo la encontró Sproot.
Ada emitió un murmullo de asombro e incredulidad, y se quedó ensimismada.
—Cuando volvió del cuarto de su hermana, ¿tomó usted el caldo inmediatamente? —le preguntó Vance.
Ella salió con dificultad de su ensimismamiento y contestó:
—Sí.
—¿Y no notó usted ningún sabor peculiar?
—Nada de particular. A mamá le gusta el caldo muy sabroso de sal.
—¿Qué sucedió después?
—Nada. Tan sólo empecé a sentir una sensación extraña. La nuca se me puso rígida, y sentí mucho calor y me entró sueño. Noté una picazón por toda la piel y que las piernas y los dedos se me dormían. Me caía de sueño y me eché en la cama. Es todo cuanto recuerdo.
—Otro fracaso —gruñó Heath.
Sucedió un corto silencio, y luego Vance aproximó su silla.
—Ahora, Ada —dijo—, debe usted armarse de valor para recibir otra mala noticia… Su madre murió durante la noche.
—¿Que murió? —repitió ella—. ¿Cómo ha muerto?
—Envenenada… Tomó una fuerte dosis de estricnina.
—¿Quiere decir… que se suicidó?
La pregunta nos desconcertó. Expresaba una posibilidad que no se nos había ocurrido. Tras un momento de vacilación, Vance movió negativamente la cabeza.
—No, no lo creo. Más bien creo que la persona que trató de envenenar a usted, envenenó también a su madre.
La respuesta de Vance la dejó aturdida. Palideció, y sus ojos reflejaron una expresión de espanto. Luego exhaló un suspiro profundo.
—¡Oh!, ¿qué va a pasar aquí?… Tengo… miedo.
—No va a pasar nada más —afirmó Vance con énfasis—. No puede ocurrir nada más. Estará usted protegida noche y día. Y Sibella se marcha esta tarde a pasar una temporada en Atlantic City.
—Ojalá pudiese marcharme yo también —exhaló con tono patético.
—No habrá necesidad —interpeló Markham—. Estará usted más segura en Nueva York. La enfermera continuará aquí para cuidarla; instalaremos un agente en la casa día y noche hasta que se esclarezca el misterio. Hemming se marcha hoy; pero Sproot y la cocinera la cuidarán —levantóse y le dio unos golpecitos tranquilizadores en el hombro—. Es imposible que puedan hacerle daño ahora.
Cuando entrábamos en el vestíbulo superior, Sproot abrió la puerta al doctor Von Blon.
—¡Dios santo! —exclamó, precipitándose a nuestro encuentro—. Sibella acaba de telefonearme contándome lo ocurrido a mistress Greene —miró con rencor a Markham, olvidando momentáneamente sus suaves modales habituales—. ¿Por qué no se me ha avisado, mister Markham?
—No he creído necesario molestarle, doctor —respondió Markham—. Hacía varias horas que mistress Greene había fallecido cuando la encontraron muerta. Y teníamos a nuestro médico a mano.
Los ojos de Von Blon centellearon.
—¿Es que se me va a impedir que vea a Sibella? —preguntó con frialdad—. Me ha comunicado que se marcha de Nueva York hoy, y me ha pedido que la ayude a hacer los preparativos.
—Es usted libre, doctor, de hacer lo que guste —dijo Markham.
Von Blon saludó rígidamente y ascendió la escalera.
—Está enojado —sonrió Heath.
—No, sargento —corrigió Vance—. Está preocupado, la mar de preocupado.
Poco después del mediodía, Hemming se marchó para siempre de la casa de los Greene; y Sibella tomó el tren de las tres y cuarto para Atlantic City. De las personas que componían primitivamente aquel hogar quedaron tan sólo Ada, Sproot y mistress Mannheim. No obstante, Heath dio órdenes a miss O’Brien de continuar en su puesto en la casa y observar todo cuanto sucedía; y con el objeto de reforzar la vigilancia de la enfermera, se instaló en la mansión un detective que debía residir en ella permanentemente.