20. LA CUARTA TRAGEDIA

(Jueves 2 de diciembre, antes del mediodía)

El día siguiente quedará eternamente en mi memoria. A pesar de que lo sucedido había sido previsto por todos nosotros, al ocurrir nos dejó pasmados de asombro como si hubiese sido completamente inesperado. En realidad, el horror mismo con que esperábamos el suceso intensificó su enormidad.

El día se inició oscuro y amenazador. Había en el aire una humedad fría; el cielo cerníase sobre la tierra plomizo y amenazador. El tiempo semejaba un símbolo de nuestro estado de espíritu.

Vance se levantó temprano y, aunque no habló gran cosa, yo sabía que el caso atormentaba su espíritu. Después del desayuno, se sentó delante del fuego durante más de hora y media tomando a sorbos una taza de café y fumando. Luego intentó interesarse por una antigua edición francesa de Ill Utenspiegel, mas, no consiguiéndolo, tomó el volumen VII de la Medicina moderna, de Osler, y consultó el artículo de Burzard sobre la mielitis. Leyó durante una hora con desesperante concentración. Al final volvió a colocar el libro en el estante.

A las once y media, Markham telefoneó para informarnos que salía de la oficina inmediatamente en dirección de la casa de Greene y de paso nos recogería. Se negó a dar más explicaciones y colgó el auricular bruscamente.

Eran las doce menos diez cuando llegó, y su expresión de desaliento nos dijo más claramente que si hubiese hablado que había ocurrido otra tragedia.

Teníamos los gabanes preparados y le acompañamos al instante al coche.

—¿Quién es esta vez? —preguntó Vance cuando el auto entraba en Park Avenue.

—Ada —Markham habló amargamente, con los dientes apretados.

—Me lo temía, después de lo que la muchacha nos dijo ayer. Con veneno, supongo.

—Sí…, la morfina.

—Sin embargo, es una muerte más suave que el envenenamiento con estricnina.

—¡No está muerta, gracias a Dios! —dijo Markham—. Es decir, estaba viva aún cuando Heath telefoneó.

—¿Heath? ¿Estaba en la casa?

—No. La enfermera se lo comunicó a la oficina y él me telefoneó desde allí. Probablemente estará en la casa cuando lleguemos.

—¿Dices que no ha muerto?

—Drumon, el médico forense que Moran puso de vigilancia en el edificio Narsosa, llegó inmediatamente y logró reanimarla hasta el momento en que la enfermera telefoneó.

—¿Entonces la señal de Sproot dio resultado?

—Evidentemente. Y debo decir, Vance, que te estoy infinitamente agradecido por haber sugerido que hubiese un médico a mano.

Cuando llegamos a la casa de los Greene, Heath, que había estado vigilando, esperándonos, abrió la puerta.

—La muchacha no ha muerto —nos saludó, cuchicheando, y luego nos condujo a la sala de recepción para darnos una explicación—. No hay nadie en la casa, excepto Sproot y O’Brien, que sepa lo ocurrido. Sproot la encontró y luego bajó las cortinas del cuarto, lo cual era la señal convenida. Cuando el doctor Drumon cruzó la calle, Sproot le esperaba con la puerta abierta y le condujo arriba sin que lo viese nadie. El médico mandó buscar a O’Brien y, después de prestarle los primeros auxilios a la muchacha, le dijo que lo notificase a la oficina. Los dos están ahora en el cuarto con las puertas cerradas con llave.

—Obró usted bien al callar lo ocurrido —le dijo Markham—. Si Ada se recobra podemos silenciar la cosa y quizá averigüemos algo de ella.

—Eso no es lo que yo pensaba, mister Markham. Dije a Sproot que le retorcería el pescuezo si contaba a alguien lo sucedido.

—¿Dónde están los demás miembros de la casa? —preguntó Markham.

Miss Sibella está en su cuarto. Se desayunó en la cama a las diez y media y dijo a la doncella que iba a dormir. La anciana inválida duerme también. La criada y la cocinera están en la parte posterior de la casa.

—¿Ha estado aquí Von Blon esta mañana? —inquirió Vance.

—Ya lo creo que sí. Viene con regularidad. O’Brien me dijo que el doctor vino a las diez, estuvo con mistress Greene durante una hora y luego se marchó.

—¿Y no se le ha notificado nada?

—¿Para qué? Drumon es un médico excelente, y Von Blon podría decírselo a Sibella o a alguna otra persona.

—Perfectamente.

Vance movió la cabeza en señal de aprobación.

Entramos de nuevo en el vestíbulo y nos quitamos los gabanes.

—Mientras esperamos al doctor Drumon —dijo Markham—, podríamos averiguar qué sabe Sproot.

Entramos en el salón y Heath tocó el timbre. El anciano mayordomo acudió seguidamente y se detuvo delante de nosotros sin el menor vestigio de emoción. Su impasibilidad me pareció inhumana.

Markham le hizo señas de que se acercase.

—Díganos, Sproot, lo que ha sucedido.

—Yo estaba en la cocina descansando, señor —la voz del hombre sonaba impasible, como de costumbre—, y miraba el reloj pensando que reanudaría mis obligaciones, cuando el timbre del cuarto de miss Ada repiqueteó. Cada timbre, señor…

—No se acuerde de eso. ¿Qué hora era?

—Las once en punto. Y, como decía, el timbre de miss Ada repiqueteó. Subí seguidamente la escalera y llamé a su puerta; pero, como no hubo respuesta, me tomé la libertad de abrirla y mirar en el interior. La señorita se hallaba tendida en la cama; mas no tenía una actitud normal, si usted comprende lo que quiero decir. Noté entonces una cosa muy peculiar, señor. El perrito de miss Sibella estaba en la cama…

—¿Había una silla o taburete junto a la cama? —interrumpió Vance.

—Sí, señor; creo que sí. Una otomana.

—¿Así el perro pudo haber subido a la cama por sí solo?

—¡Oh, sí, señor!

—Muy bien. Continúe.

—Bueno, el perro estaba en la cama y jugaba con sus patas delanteras con el cordón del timbre. Mas lo peculiar es que tenía las patas traseras sobre la cara de miss Ada y, al parecer, ella ni siquiera lo había observado. Me sobresalté un poco, y fui a la cama y cogí al perro. Luego descubrí que tenía entre los dientes varios hilos del extremo del cordón y…, ¿querrá usted creerlo, señor?…, fue el perrito quien realmente tocó el timbre de miss Ada.

—Es asombroso —murmuró Vance—. ¿Qué más, Sproot?

—Sacudí a la señorita, aunque tenía pocas esperanzas de despertarla después que el perrito de miss Sibella había estado pisoteándole la cara sin que ella se diese cuenta. Luego descendí la escalera y bajé las cortinas de la sala de recepción, de acuerdo con las instrucciones recibidas para un caso de urgencia. Cuando llegó el doctor le conduje a la habitación de miss Ada.

—¿Eso es todo cuanto usted sabe?

—Eso es todo, señor.

—Muchas gracias, Sproot —Markham se incorporó, impaciente—. Ahora puede usted decir al doctor Drumon que estamos aquí.

No obstante, fue la enfermera quien entró en el salón unos minutos después. Saludó a Heath con un gesto amistoso de la mano y nos hizo una reverencia con seca ceremonia.

—El doctor Drumon no puede abandonar a su paciente en este momento —anunció, tomando asiento—; y me ha mandado en su lugar. Bajará dentro de un rato.

—¿Cómo se encuentra la paciente?

—Creo que vivirá. Le hemos ordenado algún ejercicio pasivo y respiración artificial durante media hora. El doctor espera que ella se recobre y empiece a andar dentro de poco.

Markham, calmada algo su agitación, volvió a sentarse.

—Díganos todo cuando sepa, miss O’Brien. ¿Existe alguna prueba del modo como se administró el tóxico?

—Nada más que una taza de caldo vacía —la enfermera estaba nerviosa—. Creo que encontraron restos de morfina en ella.

—¿Por qué cree que la droga se suministró mezclada con el caldo?

Ella vaciló y lanzó una mirada nerviosa a Heath.

—Por lo siguiente: siempre llevo una taza de caldo a mistress Greene poco antes de las once de la mañana, y si miss Ada se encuentra en su compañía llevo dos; son las órdenes de la señora. Esta mañana la joven estaba en el cuarto cuando bajé a la cocina y en consecuencia subí dos tazas. Pero mistress Greene se hallaba sola a mi regreso, y así di a la señora la suya y dejé la otra en el cuarto de miss Ada, en la mesa, junto a la cama. Luego salí al vestíbulo a llamarla. Creo que se encontraba abajo en el saloncito. De todos modos, subió seguidamente y, como yo tenía que remendar algo para mistress Greene, fui a mi habitación del tercer piso.

—Por tanto —interpeló Markham—, el caldo estuvo en la mesa de miss Ada alrededor de un minuto después de salir usted del cuarto y antes que miss Ada subiese del vestíbulo inferior.

—No transcurrieron más de veinte segundos y yo me encontraba delante de la puerta, en la parte exterior, todo el rato. Además, la puerta estaba abierta y yo habría oído si alguien hubiese estado en la habitación.

Era evidente que la enfermera se defendía desesperadamente contra la acusación de negligencia insinuada en las palabras de Markham.

Vance formuló la pregunta siguiente:

—¿Vio usted a alguien, aparte de miss Ada, en el vestíbulo?

—No vi a nadie, excepto al doctor Von Blon. El estaba en el vestíbulo inferior poniéndose el gabán cuando llamé abajo.

—¿Se marchó de la casa inmediatamente?

—Creo que… sí.

—¿Le vio usted salir por la puerta?

—No…, pero se estaba poniendo el abrigo y se había despedido de mistress Greene y de mí…

—¿Cuándo?

—Un par de minutos antes. Le encontré saliendo por la puerta del cuarto de mistress Greene, precisamente cuando yo entraba con el caldo.

—Y el perrito de miss Sibella… ¿Lo vio usted en el vestíbulo, en alguna parte?

—No; no lo vi por allí.

Vance se reclinó lentamente en su sillón y Markham reanudó el interrogatorio.

—¿Cuánto tiempo permaneció en su cuarto usted, miss O’Brien, después de llamar a miss Ada?

—Hasta que el mayordomo fue y me dijo que el doctor Drumon quería verme.

—¿Y cuándo fue eso?

—Unos veinte minutos más tarde, quizá algo más.

Markham fumó pensativamente un rato.

—Sí —comentó al fin—, es evidente que se administró la morfina de un modo u otro en el caldo. Sería mejor que vuelva al lado del doctor Drumon, miss O’Brien. Dígale que le esperamos aquí.

—¡Maldición! —gruñó Heath, una vez que la enfermera hubo salido—. Es la mejor mujer que tenemos para esta clase de labor. Y ahora viene y fracasa.

—Yo no diría que ha fracasado, sargento —disintió Vance, con los ojos fijos soñolientamente en el techo—. Después de todo, sólo estuvo unos segundos en el vestíbulo para llamar a la señorita para su caldo matutino. Y si la morfina no se hubiese echado en el caldo esta mañana, lo habrían hecho mañana o pasado, u otro día cualquiera. Realmente los dioses propicios nos han favorecido esta mañana como hicieron con las huestes griegas delante de los muros de Troya.

—Nos habrán favorecido —observó Markham— si Ada se recobra y puede decirnos quién estuvo en su habitación antes de beber ella el caldo.

El silencio que sobrevino fue interrumpido por la entrada del doctor Drumon, un joven de rostro serio y porte agresivo. Se hundió pesadamente en una butaca y se enjugó el rostro con un pañuelo de seda.

—El peligro ha pasado —anunció—. Me hallaba casualmente junto a la ventana, mirando al exterior, cuando observé que bajaban las cortinas…; las vi antes que Hennessy, el detective apostado en el edificio Narsosa. Cogí el maletín y el pulmotor y me planté aquí en un santiamén. El mayordomo me esperaba en la puerta y me condujo arriba. Ese mayordomo es un pájaro extraño. La muchacha estaba tendida en la cama, y vi en seguida que se trataba de un caso de morfina. No se observaban espasmos ni sudoración ni risus sardonicus. La muchacha yacía tranquila; su respiración era poco profunda; una cianosis. Evidentemente era un caso de morfina. Le examiné las pupilas. Puntas de alfiler. No cabía duda. En consecuencia, mandé buscar a la enfermera y comencé a trabajar.

—¿Fue grave? ¿Hubo peligro de muerte? —preguntó Markham.

—Muy grave —el doctor movió con aire de importancia la cabeza—. ¡Quién sabe lo que habría sucedido si no la hubiese asistido inmediatamente! Calculé que le habían dado los cuatrocientos miligramos desaparecidos y le administré una buena dosis de atropina. Reaccionó como una bala. Luego le lavé el estómago con permanganato de potasa. Después, respiración artificial; no parecía necesitarlo, pero no quise correr ningún riesgo. A continuación la enfermera y yo practicamos un masaje en las piernas y los brazos, con objeto de que no se durmiese. Un trabajo pesado. Espero que no habré pillado una pulmonía, sudando, con las ventanas abiertas… Su respiración empezó a normalizarse y le di otra buena dosis de atropina… Al fin conseguí ponerla en pie. La enfermera la está paseando ahora. —El doctor volvió a secarse la cara.

—Le estamos muy agradecidos, doctor —dijo Markham—. Es posible que haya sido usted el medio de esclarecer este caso. ¿Cuándo podremos interrogar a su paciente?

—Estará atontada y con náuseas todo el día; una especie de colapso general, con respiración penosa, sopor y dolores de cabeza; es decir, no se hallará en condiciones de responder a las preguntas. Pero mañana podrá usted hablarle todo cuanto guste.

—Esto es satisfactorio. ¿Qué me dice de la taza de caldo que la enfermera menciona?

—Tenía un gusto amargo; morfina, no cabe duda.

Cuando Drumon terminaba de hablar, Sproot descendió por el vestíbulo en dirección a la puerta principal. Un instante después, Von Blon se detuvo en el umbral y miró en el interior del salón. El tenso silencio que sucedió al cambio de saludos hizo que nos examinara con creciente alarma.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó finalmente.

Fue Vance quien se levantó con rápida decisión y asumió el papel de portavoz.

—Sí, doctor. Ada ha sido envenenada con morfina. Dio la casualidad de que el doctor Drumon se encontraba en el edificio Narsosa, ahí delante, y lo llamaron.

—Y Sibella…, ¿se encuentra bien? ¿No le ha sucedido nada? —Von Blon habló presa de viva excitación.

—¡Oh, sí!, está perfectamente.

El doctor exhaló un suspiro de alivio y se desplomó en una butaca.

—Cuénteme lo sucedido. ¿Cuándo…, cuándo se descubrió el crimen?

Drumon disponíase a rectificarle cuando Vance habló rápido:

—Inmediatamente después de marcharse usted de la casa esta mañana. El veneno fue administrado en el caldo que la enfermera llevó de la cocina.

—Pero… ¿cómo es posible? —Von Blon mostrábase incrédulo—. Iba a marcharme cuando ella entró el caldo. La vi entrar con la taza. ¿Cómo es posible que el veneno…?

—Eso me recuerda algo, doctor —el tono de Vance era muy suave—. ¿Volvió usted a subir por casualidad la escalera, después de ponerse el gabán?

Von Blon le dirigió una mirada de sorpresa y de hombre ofendido.

—¡Ciertamente que no! Salí de la casa inmediatamente.

—Eso debe de haber sido después que la enfermera llamó a Ada.

—¡Ah!…, sí… Creo que la enfermera llamó desde arriba; y Ada subió en seguida, si no recuerdo mal.

Vance fumó un instante, posada la mirada en el rostro del turbado doctor.

—Yo diría, sin intención de ser impertinente, que su visita presente sigue muy de cerca a su anterior.

El rostro de Von Blon se nubló, mas no observé ninguna expresión de resentimiento.

—Es verdad —repuso, desviando la vista—. El hecho es, mister Vance, que desde la desaparición de esas drogas de mi maletín, he tenido la sensación de la inminencia de alguna tragedia; y de que yo era en cierto sentido culpable. Cuando me encuentro cerca de la casa, no puedo resistir el impulso de venir aquí… a ver cómo van las cosas.

—La ansiedad es muy comprensible —el tono de Vance era vago; luego añadió, con indiferencia—: Supongo que no objetará nada a que el doctor Drumon continúe tratando a miss Ada.

—¿Que continúe tratando a miss Ada? —Von Blon se irguió en su asiento—. No entiendo. Digo…, pero no dijo usted hace un momento…

—Que habían envenenado a Ada —terminó Vance—. Así es. Pero, ya ve usted, no murió.

El doctor le contempló estupefacto.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, incorporándose nerviosamente.

—Y —añadió Markham— no queremos mencionar a nadie este episodio. Por tanto, obrará usted de acuerdo con nuestra decisión.

—Desde luego. ¿Y está permitido ver a Ada?

Markham vaciló un instante, y Vance respondió:

—Si usted lo quiere…, ciertamente que sí —se volvió hacia Drumon—. ¿Tendría la bondad de acompañar al doctor Von Blon?

Drumon y Von Bien salieron juntos del aposento.

—No extraño que esté nervioso —comentó Markham—. No es agradable saber que una persona ha sido envenenada con un tóxico que «uno ha perdido por descuido».

—No se preocupaba por Ada tanto como por Sibella —observó Heath.

—¡Qué observador es usted! —sonrió Vance—. No, sargento; evidentemente, la muerte de Ada le inquietaba mucho menos que el estado de salud de Sibella… ¿Qué significará esto? Es un punto seductor. Pero derrumba, trastorna, mi hipótesis favorita.

—¿De modo que tienes una hipótesis?

Markham habló con acento de reproche.

—¡Oh!, muchas, una cantidad fantástica. Y debo añadir que todas son favoritas.

El tono frívolo de Vance significaba simplemente que no estaba dispuesto a explicar sus sospechas; y Markham no insistió.

—No necesitamos precisar quién la envenenó.

—Quizá —murmuró Vance.

Drumon volvió unos minutos después solo.

—El doctor Von Blon ha entrado en el cuarto de la otra muchacha. Dijo que bajaría en seguida.

—¿Qué dijo de su paciente? —inquirió Vance.

—Poca cosa. No obstante, ella se puso a andar con mayor energía en cuanto le vio. ¡Y le conoció también, por Júpiter! Buena señal. Se restablecerá muy pronto. Tiene mucha resistencia.

Drumon apenas había terminado de hablar cuando oímos cerrarse la puerta de Sibella y el rumor de unas pisadas descendiendo la escalera.

—A propósito, doctor —saltó Vance a Von Blon, cuando este volvió a entrar en el salón—, ¿ha visto ya a Oppenheimer?

—Le vi a las once. Fui directamente a su casa cuando salí de aquí esta mañana. Ha consentido en practicar un examen mañana a las diez.

—¿Y mistress Greene se mostró conforme?

—¡Oh, sí! Le hablé de ello esta mañana; y no formuló ninguna objeción.

Breves instantes después nos marchamos. Von Blon nos acompañó hasta la puerta y le vimos partir en su automóvil.

—Espero que mañana a esta hora sabremos algo más —manifestó Markham, camino del sur de la ciudad; estaba extraordinariamente deprimido y sus ojos aparecían muy turbados—. ¿Sabes, Vance?, casi me espanto al pensar en lo que puede decir el informe de Oppenheimer.

No obstante, el doctor Oppenheimer no llegó a redactar su informe. Entre la una y las dos de la madrugada siguiente, mistress Greene murió presa de convulsiones de resultas de un envenenamiento con estricnina.