(Miércoles 1 de diciembre, 1630 horas)
Cuando volvimos al cuarto de mistress Greene, la anciana inválida dormía profundamente y no la molestamos. Heath dio la llave a la enfermera O’Brien con instrucciones de que la volviera a depositar en el joyero, y luego descendimos la escalera.
Aunque eran poco más de las cuatro de la tarde, el crepúsculo de principios de invierno ya había descendido. Sproot no había encendido aún las lámparas y el vestíbulo inferior estaba sumido en la semioscuridad. Una atmósfera fantasmal envolvía la casa. Hasta el silencio era deprimente y parecía estar preñado de amenazas.
Fuimos directamente a la mesa del vestíbulo donde habíamos dejado nuestros gabanes, impacientes por salir a la calle a respirar el aire libre.
Mas no habíamos de sacudir la influencia deprimente de la vieja casa tan pronto. Apenas habíamos llegado a la mesa cuando se oyó un leve movimiento de las cortinas, frente al salón, y una voz cuchicheada dijo:
—¡Mister Vance, haga el favor!
Nos volvimos sobresaltados. Allí, dentro de la misma sala de recepción, escondida tras las pesadas cortinas, hallábase Ada, con rostro fantasmal en la oscuridad creciente. Con un dedo en los labios suplicando silencio, nos hizo una seña; y penetramos suavemente en el cuarto frío y no usado.
—¡Tengo que decirle algo —cuchicheó—, algo terrible! Iba a telefonearle hoy, pero tuve miedo.
Un temblor estremeció el cuerpo de la joven.
—No se asuste, Ada —la animó Vance—. Dentro de unos días estas cosas horribles habrán terminado. ¿Qué tiene que decirnos?
Ella hizo un esfuerzo para calmarse, y una vez pasado el temblor, continuó, en tono vacilante:
—Anoche…, mucho después de medianoche…, me desperté y sentí apetito. Me levanté, me eché una capa encima y descendí con sigilo. La cocinera deja siempre para mí alguna cosa en el reposte… —detúvose de nuevo, y sus ojos espantados escrutaron nuestros rostros—. Al llegar al rellano inferior, cerca de la puerta de la biblioteca… Estaba aterrada, pero, haciendo un esfuerzo, miré por encima de la barandilla. En ese momento alguien encendió una cerilla…
Empezó a temblar de nuevo y se agarró con ambas manos al brazo de Vance. Tuve miedo de que la muchacha se desmayase y me acerqué más a ella; mas la voz de Vance pareció infundirle ánimo.
—¿Quién era, Ada?
La muchacha contuvo el aliento y giró los ojos a su alrededor. Su rostro era la imagen del terror. Se inclinó hacia adelante.
—¡Era mamá!… ¡Y estaba andando!
El terrible significado de esta revelación nos dejó helados. Un silbido ahogado salió de los labios de Heath, y Markham echó la cabeza atrás como un hombre que sale de un sueño. Fue Vance quien primero reaccionó lo suficiente para hablar.
—¿Estaba su madre cerca de la puerta de la biblioteca?
—Sí, y me pareció que tenía una llave en la mano.
—¿Llevaba alguna otra cosa más?
Vance logró a medias calmarse.
—No lo vi. Estaba demasiado asustada.
—¿Acaso llevaba un par de chanclos? —insistió Vance.
—Es posible. Lo ignoro. Llevaba puesto un chai oriental. Quizá debajo del chal… O tal vez los puso en el suelo al encender la cerilla. Sólo sé que la vi… caminando lentamente… en la oscuridad.
El recuerdo de aquella increíble visión había impresionado a la muchacha.
Markham carraspeó nervioso.
—Dice usted que el vestíbulo estaba a oscuras anoche, miss Greene. Quizá sus temores la confundieron. ¿Está usted segura de que no fue Hemming o la camarera?
Ada miró a Markham con súbito resentimiento.
—¡No! —su voz tomó luego su anterior nota de espanto—. Era mamá. La cerilla ardía cerca de su cara y en sus ojos había una expresión espeluznante. Me hallaba a corta distancia de ella, mirándola desde arriba.
Apretó más fuerte el brazo de Vance, y una vez más su mirada de zozobra se volvió hacia él.
—¡Oh! ¿Qué significa eso? Yo creía que mamá no podría andar nunca más.
Vance no hizo caso de su llamada angustiosa.
—Dígame una cosa que es muy importante: ¿su madre la vio a usted?
—No…, no lo sé —sus palabras fueron casi imperceptibles—. Retrocedí y ascendí, corriendo de puntillas, la escalera. Luego me encerré en mi cuarto.
Vance no habló en seguida. Contempló un instante a la muchacha y luego le dirigió una sonrisa bondadosa.
—Y opino que su habitación es el mejor sitio donde puede estar ahora —dijo—. No se preocupe de lo que vio; y no lo diga a nadie más. No hay nada que temer. Ciertos tipos de parálisis permiten caminar dormidos, Haremos que la nueva enfermera duerma en su habitación esta noche para hacerle compañía.
Y, palmoteándole cariñosamente el brazo, la mandó arriba.
Después de darle Heath las instrucciones necesarias a miss O’Brien, salimos de la casa en dirección a la Primera Avenida.
—¡Dios Santo, Vance! —dijo Markham con voz ronca—. Tenemos que proceder con rapidez, La historia de esa criatura abre nuevas y espantosas posibilidades.
—¿No podríamos conseguir una orden para ingresar a la anciana en algún sanatorio, señor? —preguntó Heath.
—¿Con qué pretexto? Es un caso puramente patológico. No tenemos ninguna prueba.
—De todos modos, yo no lo intentaría —le atajó Vance—. No debemos precipitarnos. Pueden deducirse varias conclusiones de la historia de Ada; y si lo que todos pensamos resultase equivocado, empeoraríamos la situación dando pasos en falso. Quizá retardaríamos provisionalmente la matanza, pero no averiguaríamos nada. Nuestra única esperanza estriba en descubrir de algún modo quién está en el fondo de estos crímenes atroces.
—¿Sí? ¿Y cómo lo haremos, mister Vance? —Heath habló con acento desesperado.
—Lo ignoro de momento. Pero de todos modos, los miembros de la casa Greene no corren peligro esta noche, y esto nos da un poco de tiempo. Celebraré otra conferencia con Von Blon. Los médicos, especialmente los jóvenes, se inclinan a dar un diagnóstico precipitado.
Heath llamó a un taxi y nos metimos por la Tercera Avenida.
—Ciertamente no puede perjudicar —asintió Markham—. Y podría originar alguna insinuación. ¿Cuándo le abordarás?
Vance miraba por la ventanilla hacia el exterior.
—¿Por qué no inmediatamente? Estamos en la calle Cuarenta. Y es la hora del té. ¿Qué momento sería más oportuno?
Inclinóse hacia delante y dio orden al chófer. A los pocos minutos, el taxi paró delante de la casa de Von Blon.
El doctor nos recibió con aprensión.
—No ha sucedido nada malo, ¿verdad? —preguntó, escudriñando nuestros rostros.
—¡Oh, no! —respondió Vance tranquilamente—. Pasábamos por aquí y se nos ocurrió entrar a tomar una taza de té y a charlar sobre cosas médicas.
Von Blon le escrutó con un ligero recelo.
—Muy bien. Estoy a su disposición —tocó el timbre—. Pero puedo hacer aún algo mejor. Tengo un jerez añejo…
—¡Caramba! —Vance hizo una profunda reverencia y se volvió hacia Markham—. ¿Ves cómo la Fortuna favorece a sus hijos puntuales?
Trajeron el vino, que fue escanciado con primor.
Vance tomó su vaso y lo sorbió. Cualquiera habría pensado, por sus maneras, que no había en el mundo en aquel momento nada tan importante como aquel vino.
Hizo una pausa y depositó la copa en la mesa.
—Extraño que no haya recetado este delicioso jerez a mistress Greene desde hace mucho tiempo. Estoy seguro de que ella se lo requisaría si supiese que usted lo tiene.
—La verdad es —repuso Von Blon— que en una ocasión le regalé una botella que ella dio a Chester. No le gusta el vino. Recuerdo que mi padre me dijo una vez que ella censuraba violentamente que su esposo tuviese una bodega bien provista.
—Su padre de usted murió, ¿no es cierto?, antes que mistress Greene quedara paralítica —observó Vance en tono casual.
—Sí, hace cosa de un año.
—¿Y fue usted el único que le hizo un diagnóstico?
Von Blon le dirigió una mirada de suave sorpresa.
—Sí. No vi la necesidad de llamar a ningún especialista. Los síntomas eran claros. Además, desde entonces, el curso de la enfermedad ha confirmado mi diagnóstico.
—Y, sin embargo, doctor —Vance habló con suma deferencia—, ha ocurrido algo que, desde el punto de vista de un profano, arroja algunas dudas sobre la precisión del diagnóstico. Por tanto, estoy seguro de que me perdonará si le pregunto francamente si no sería posible dar otra interpretación, quizá menos grave, a la enfermedad de mistress Greene.
Von Blon aparecía profundamente perplejo.
—No existe —declaró— la menor posibilidad de que mistress Greene sufra de otra enfermedad que no sea una parálisis orgánica de ambas piernas; es decir, de una paraplejía de toda la parte inferior del cuerpo.
—Si viese usted a mistress Greene mover las piernas, ¿cuál sería su reacción mental?
Von Blon le miró con aire incrédulo. Luego sonrió forzadamente.
—¿Mi reacción mental? Diría que no me encuentro bien del hígado o que padecía alucinaciones.
—Y si supiese que su hígado funciona perfectamente, ¿qué diría?
—Creería devotamente en los milagros.
Vance sonrió beatíficamente.
—Sinceramente espero que no llegue a tanto. Sin embargo, esos llamados milagros terapéuticos han ocurrido.
—Reconozco que la historia de la Medicina está llena de lo que los profanos llaman curas milagrosas. Mas tras todas esas curas existe una patología normal. No obstante, en el caso de mistress Greene, no veo posibilidad de error. Si moviese las piernas, estaría en contradicción con todas las leyes fisiológicas conocidas.
—A propósito, doctor —Vance formuló la pregunta bruscamente—: ¿Conoce usted la obra Uber Hysterische Dammerzusttande, de Brügelman?
—No, no la conozco.
—¿O bien Uber Hystero-Paralyse und Somnambulismus, de Schnarzwald?
Von Blon titubeó y sus ojos se enfocaron con atención como los de un hombre que está pensando rápidamente.
—Por supuesto, conozco a Schnarzwald —respondió—. Pero no he estudiado la obra que usted menciona —lentamente una expresión de asombro cubrió su rostro—. ¡Cielos! No trata usted de relacionar los temas de esos libros con la enfermedad de mistress Greene, ¿verdad?
—Si le dijese que esas dos obras están en la casa de los Greene, ¿qué diría usted?
—Diría que la presencia de esos libros no guarda mayor relación con la situación que un ejemplar de Die Leiden del Jungen Werther o El romancero, de Heine.
—Siento no estar de acuerdo con usted —repuso Vance cortésmente—. Ciertamente se relaciona con nuestra investigación; y yo abrigaba la esperanza de que usted podría explicarlo.
Von Blon pareció meditar el asunto; su rostro era la imagen de la perplejidad.
—¡Ojalá pudiera ayudarle! —dijo, al cabo de unos momentos; luego alzó la vista rápidamente; en sus ojos apareció una nueva luz—. Permítame indicarle, mister Vance, que sufre usted un error respecto de la definición científica de las palabras que aparecen en los títulos de esas dos obras. He tenido ocasión de leer bastantes libros que tratan de psicoanálisis, y Freud y Jung usan los términos somnambulismus y dammerzusttande en un sentido completamente distinto del significado vulgar de las palabras «sonambulismo» y «sueño crepuscular». El término somnambulismus, en la terminología de la psicopatología y de psicología anormal, se emplea en relación con la ambivalencia y la doble personalidad: designa las acciones del ego sumergido o subconsciente en casos de afasia, amnesia y otros semejantes. No se refiere al caminar dormido. Por ejemplo, en la histeria psíquica, en la que se pierde la memoria y se adopta una nueva personalidad, el sujeto se llama un somnambule. Es lo mismo que lo que los periódicos comúnmente llaman una «víctima de amnesia».
Se incorporó y fue a un estante de libros. Al cabo de unos momentos de búsqueda, sacó varios volúmenes.
—Aquí tenemos, por ejemplo, una antigua monografía de Freud y Breuer, escrita el mil ochocientos noventa y tres, titulada Uber den psychischen Mechanismus der Hysterischem Phenomene. Si quiere tomarse la molestia de leerla, verá que se trata de una exposición de la aplicación del término somnambulismus a ciertos trastornos neuróticos temporales. Aquí también, El significado de los sueños, de Freud, publicado el mil ochocientos noventa y cuatro, en el que se explica y amplía esta terminología. Además, tengo aquí la obra titulada Nerase Angszustande, por Stekel, quien, aunque es el jefe de uno de los más importantes cismas en la escuela freudiana, usa la misma nomenclatura al referirse a la personalidad doble o dividida —puso los tres libros en la mesa, delante de Vance—. Puede usted llevárselos, si gusta. Quizá arrojen alguna luz sobre sus dudas.
—¡Se inclina usted a creer, entonces, que Schnarzwald y Brügelman se refieren a los estados psíquicos ambulantes más bien que al tipo de sonambulismo más común!
—Sí. Me inclino a creer tal cosa. Conozco que Schnarzwald fue lector en el Instituto Psicopático, y que estuvo en contacto íntimo con Freud y sus enseñanzas. Mas, como le he dicho, no he estudiado ninguno de los libros.
—¿Cómo explicaría usted el término «histeria» en ambos títulos?
—Su presencia no significa ninguna contradicción. La afasia, la amnesia, la afonía…, y con frecuencia la anosmia y la apnea…, constituyen síntomas de histeria. Una parálisis histérica es muy común. Existen muchos casos de paralíticos que no han podido moverse durante años enteros de resultas de una histeria pura.
—¡Ah, exacto! —Vance levantó su copa y la apuró—. Esto me lleva a una petición algo inusitada que deseo hacerle. Como usted sabe, la prensa critica, y severamente, a la Policía y al fiscal de distrito, y acusan de negligencia a todos cuantos participan en la investigación del caso Greene. Por consiguiente, mister Markham ha decidido que le sería conveniente poseer un informe del estado físico de mistress Greene, avalado por un especialista que goce de gran autoridad. E iba a sugerirle que, como cuestión de mera rutina, obtengamos un informe, por ejemplo, del doctor Félix Oppenheimer[8].
Von Blon no habló durante unos minutos. Jugueteaba nerviosamente con su copa, con los ojos clavados en Vance.
—Sería conveniente que obtuviera usted ese informe —accedió al fin—, aunque no fuese más que para disipar sus dudas sobre la cuestión. No, no tengo que formular la más leve objeción al plan. Tendré mucho gusto en solicitarlo del doctor Oppenheimer.
Vance se puso en pie.
—Es usted muy generoso, doctor. Pero deseo rogarle que lo haga con toda urgencia, sin pérdida de tiempo.
—Comprendo perfectamente. Me pondré en contacto con el doctor Oppenheimer por la mañana y le explicaré el carácter oficial de la situación. Tengo la seguridad de que lo hará con rapidez.
Cuando volvimos a subir al taxi, Markham expuso su perplejidad.
—Von Blon me da la impresión de ser un hombre eficiente y digno de confianza. Sin embargo, se ha equivocado en la enfermedad de mistress Greene. Temo que reciba una fuerte impresión cuando vea lo que el doctor Oppenheimer dictamine.
—¿Sabes, Markham? —dijo Vance, en tono sombrío—. Me alegraré infinitamente si logramos ese informe de Oppenheimer.
—¡Si logramos! ¿Qué quieres decir?
—A fe mía, no sé lo que quiero decir. Sólo sé que en casa de los Greene se desarrolla alguna intriga espeluznante. Y aún ignoramos quién hay tras ella. Pero es alguien que nos vigila, que conoce todos nuestros movimientos y está frustrando nuestros planes a cada paso.