18. EN LA BIBLIOTECA CERRADA

(Miércoles 1 de diciembre, 15 horas)

Vance, contrariando su costumbre, se levantó temprano a la mañana siguiente. Estaba irascible y no quise decirle nada. Varias veces intentó en vano leer, y, en una ocasión, al dejar el libro en la cama, observé el título: ¡había cogido Vida de Gengis Khan! Más tarde, antes de mediodía, intentó entretenerse catalogando sus estampas chinas.

Teníamos que almorzar con Markham en el Club de Abogados a la una, y poco después de las doce Vance pidió su potente Hispano Suiza. Siempre que lo sacaba lo conducía él mismo mientras concentraba su mente en un problema; la actividad parecía calmar sus nervios y esclarecer su cerebro.

Markham nos esperaba, y por la expresión de su rostro era evidente que había ocurrido alguna cosa de naturaleza inquietante.

—Desembucha, querido —invitó Vance, cuando estábamos sentados en nuestra mesa, en un rincón del comedor—. Tienes una cara tan seria como San Juan de Patmos. Estoy seguro de que ha ocurrido alguna cosa que era de esperar. ¿Han desaparecido los chanclos?

Markham le dirigió una mirada de asombro.

—¡Sí! La agente O’Brien telefoneó a la oficina esta mañana a las nueve y comunicó que habían desaparecido del armario durante la noche. Sin embargo, estaban allí en su sitio cuando ella se fue a acostar.

—Y, desde luego, no han aparecido.

—Ella realizó una búsqueda bastante minuciosa antes de telefonear.

—¡Caramba! Podría haberse ahorrado la molestia. ¿Qué opina el valeroso sargento?

—Heath llegó a la casa antes de las diez y practicó una investigación, mas no descubrió nada. Nadie declaró haber oído un ruido en el vestíbulo durante toda la noche. Volvió a practicar un registro personalmente, sin resultado.

—¿Tienes noticias de Von Blon esta mañana?

—No; pero Heath lo vio. Fue a la casa a eso de las diez y estuvo allí cerca de una hora. Parecía muy alarmado por el robo de las drogas e inmediatamente inquirió si se había encontrado algún rastro de ellas. Pasó la mayor parte de la hora con Sibella.

—¡Perfectamente! Y vamos a saborear nuestras truffes gastronome sin especulaciones desagradables. Esa salsa madera es muy buena.

Vance desechó de este modo el tema.

No obstante, aquel almuerzo iba a resultar memorable, pues hacia el final de la comida, Vance formuló una proposición o, más bien, insistió en una acción, que eventualmente esclarecería y explicaría las horribles tragedias de la casa Greene. Habíamos llegado a los postres cuando, tras un largo silencio, lanzó una mirada a Markham y dijo:

—El complejo de Pandora se ha apoderado de mí. Sencillamente, tengo que penetrar en la biblioteca de Tobías, en esa biblioteca que está cerrada. Ese santuario secreto ha empezado a quitarme el sueño; y desde que mencionaste el legado de estos libros no he podido descansar. Estoy impaciente por conocer los gustos literarios de Tobías y averiguar por qué motivo nombró legatarios a la Policía.

—Pero, querido Vance, ¿qué relación…?

—¡Desiste! No puedes pensar en una pregunta que yo no me haya hecho ya; y no puedo contestar a ninguna de ellas. Pero el hecho es que tengo que examinar esa biblioteca aunque tenga que sacar una orden judicial para derribar la puerta. Hay en ese caserón diversas tendencias ocultas y siniestras, Markham, y es posible que en esa biblioteca secreta se encuentre algún indicio.

—Sería difícil realizarlo si mistress Greene se niega a entregarnos la llave.

Markham, yo lo veía, había asentido. Estaba de humor para acceder a cualquier proposición que prometiese, aunque fuera remotamente, un esclarecimiento del problema planteado por los asesinatos Greene.

Eran cerca de las tres cuando llegamos a la casa. Heath ya había llegado, en respuesta a una llamada telefónica de Markham; y seguidamente nos presentamos a mistress Greene. A una seña del sargento, la nueva enfermera salió del aposento; y Markham fue en seguida al grano. La anciana inválida nos había mirado con recelo cuando entramos y ahora se hallaba sentada, rígida y apoyada en un montón de almohadas, con la vista clavada con aire de hostilidad en Markham.

—Señora —empezó en tono algo severo—, lamentamos la necesidad de esta visita. Pero han ocurrido ciertas cosas por las cuales resulta imperativo que visitemos la biblioteca de mister Greene.

—¡De ninguna manera! —interrumpió la señora, levantando la voz en un furioso crescendo—. ¡No pondrán ustedes los pies en esa habitación! Durante doce años no ha cruzado nadie el umbral y ningún policía profanaría ahora el lugar donde mi marido pasó los últimos años de su vida.

—Comprendo los sentimientos que inspiran su negativa —repuso Markham—, pero han surgido circunstancias más graves. Tendremos que realizar un registro en la biblioteca.

—¡Ni aunque me maten! —gritó ella—. ¿Cómo se atreve a penetrar violentamente en mi casa?…

Markham alzó la mano con aire autoritario.

—No he venido a discutir el asunto, sino simplemente a rogarle que me preste la llave. Desde luego, si prefiere que derribemos la puerta… —extrajo un fajo de papeles de un bolsillo—. Tengo una orden de registro de esa habitación; y lamentaría profundamente tener que utilizarla contra usted.

Me asombró su audacia, pues yo sabía que él no tenía ningún mandato de registro.

Mistress Greene estalló en imprecaciones. Su furia se tornó casi insensata y convirtióse en una mujer impulsiva que inspira lástima. Markham esperó calmosamente que le pasase el paroxismo de furia; y cuando terminó sus reproches, ella observó su aire tranquilo e inexorable; comprendió que había perdido. Se desplomó, pálida y exhausta.

—Tome la llave —capituló ella amargamente— y ahórreme la infamia final de que derriben mi casa unos rufianes… Está en el joyero de marfil que hallará usted en el cajón superior de aquella cómoda —señaló displicentemente hacia la cómoda lacada.

Vance cruzó el aposento hacia el mueble y tomó la llave, un instrumento largo y anticuado con doble guarda.

—¿Ha guardado usted siempre la llave en este joyero, mistress Greene? —preguntó, al cerrar el cajón.

—Durante doce años —gimió la inválida—. Y ahora, al cabo de este tiempo, me la quitan a la fuerza, la Policía misma, la gente que debía proteger a una anciana paralítica como yo. ¡Es una infamia! Mas ¿qué puedo esperar? Todo el mundo se deleita atormentándome.

Markham, una vez conseguido su objetivo, trató de apaciguarla explicándole lo serio de la situación. Mas fracasó, y breves instantes después se reunió con nosotros en el vestíbulo.

—No me gusta esto, Vance —dijo.

—No obstante, lo hiciste a las mil maravillas. Si yo no hubiese estado contigo desde el almuerzo, habría creído que realmente tenías una orden de registro. Eres un verdadero Maquiavelo. Te saluto!

—Comienza tu registro ahora que tienes la llave —ordenó Markham con acento irritado.

Y descendimos al vestíbulo principal.

Vance giró la vista cautelosamente en torno suyo para asegurarse de que no nos vigilaban y abrió la marcha en dirección de la biblioteca.

—La cerradura funciona bastante bien, teniendo en cuenta que no se ha usado durante doce años —observó, mientras giraba la llave y abría la maciza puerta de roble—. Y las bisagras no chirrían siquiera. Es sorprendente.

Una negrura surgió ante nosotros, y Vance rascó una cerilla.

—Hagan el favor de no tocar nada —advirtió, y levantando en alto el fósforo, cruzó en dirección a los pesados cortinajes de terciopelo de la ventana del lado oriental. Al separarlas, una nube de humo llenó la sala.

—Estas cortinas, por lo menos, no se han tocado desde hace años —comentó.

La luz gris de la media tarde bañaba el cuarto, revelando un lugar de retiro asombroso. Las paredes estaban llenas de estantes que llegaban del suelo al techo, dejando tan sólo un espacio suficiente para una hilera de bustos de mármol y jarrones de bronce rechonchos. En el extremo sur de la biblioteca había un escritorio macizo y en el centro una mesa larga y tallada, cubierta de adornos extraños…, exóticos. Debajo de las ventanas y en los rincones veíanse montones de folletos y carpetas; y a lo largo de la moldura de los anaqueles pendían gárgolas y estampas antiguas y amarillentas. Dos enormes lámparas persas de latón perforado pendían del techo, y junto a la mesa del centro aparecía una cornucopia china de ocho pies de altura. El suelo estaba cubierto de alfombras orientales superpuestas, y a ambos extremos de la chimenea aparecía un palo o pértiga de tótem horrible y pintado que llegaba a las vigas. Una capa espesa de polvo cubríalo todo.

Vance volvió a la puerta y, encendiendo otra cerilla, examinó atentamente el pomo interior.

—Alguien —anunció— ha estado aquí recientemente. No hay señal de polvo en este pomo.

—Podíamos tomar las huellas dactilares —sugirió Heath.

Vance meneó la cabeza.

—No vale la pena. La persona con quien nos enfrentamos es demasiado cauta para dejar señales.

Cerró la puerta suavemente y echó el cerrojo. Luego miró a su alrededor. Al poco rato, apuntó debajo de una enorme esfera geográfica que había junto a la mesa de escritorio.

—Allí están sus chanclos, sargento. Ya me figuré que estarían aquí.

Heath se lanzó sobre ellos y los llevó a la ventana.

—En efecto, son los mismos —declaró.

Markham lanzó a Vance una de sus miradas de enojo.

—¿Tienes alguna hipótesis? —le dijo, en tono de acusación.

—Nada más de lo que he dicho. El hallazgo de los chanclos fue completamente casual. Estoy interesado en otras cosas… ¿En cuáles? Lo ignoro.

Hallábase de pie cerca de la mesa de centro y recorrió con la vista los objetos de la biblioteca. Al poco su mirada se posó sobre un sillón de lectura, de mimbre, cuyo brazo derecho tenía un soporte para un libro. Estaba a corta distancia, a varios pies de la pared opuesta a la chimenea, frente a un departamento estrecho de estantes donde aparecía una copia del busto de Vespasiano del museo del Capitolio.

—Esto está muy desordenado —murmuró—. Estoy seguro de que no dejaron ese sillón en semejante posición hace doce años.

Avanzó unos pasos y luego se detuvo a contemplarlo, meditabundo. Instintivamente Markham y Heath le siguieron, y entonces vieron lo que había estado contemplando… En el soporte del brazo del sillón veíase un platillo hondo donde se erguía el resto de una vela. El platillo parecía casi lleno de goteras de cera ahumadas.

—Hicieron falta muchas bujías para llenar ese platillo —comentó Vance—. Y dudo de que el difunto Tobías Greene leyese a la luz de una vela —palpó el asiento y el respaldo del sillón y luego se examinó la mano—. Hay polvo, pero no se ve en ninguna parte una acumulación de diez años. Alguien ha estado leyendo en esta biblioteca recientemente, y ese alguien lo hizo con mucho secreto. No se atrevió a correr las cortinas ni a encender las luces. Estuvo aquí sentado con una sola vela, catando la marca de la literatura favorita de Tobías. Y al parecer le atrajo, pues este platillo contiene pruebas de haberse pasado muchas noches leyendo libros. E ignoramos cuántos platillos más de parafina se llenaron.

—Mistress Greene podría decirnos quién colocó otra vez la llave en el joyero, encima de la cómoda, esta mañana, después de esconder los chanclos —insinuó Heath.

—Nadie puso la llave en su sitio esta mañana, sargento. La persona que tenía la costumbre de visitar esta biblioteca no la habría sustraído y luego vuelto a su sitio en cada ocasión, cuando le podían hacer otra igual en un cuarto de hora.

—Creo que tiene usted razón —el sargento estaba muy perplejo—. Pero mientras no sepamos quién tomó la llave, no adelantamos nada.

—No hemos terminado el examen de la biblioteca —repuso Vance—. Como dije a mister Markham durante el almuerzo, mi objeto principal, al venir aquí, era comprobar el gusto literario de Tobías.

—¡De valiente cosa le servirá eso!

—¡Quién sabe! Tobías, recuérdelo usted, legó su biblioteca al departamento de Policía… Veamos qué volúmenes devoraba el viejo en sus horas de ocio.

Vance sacó su monóculo y, limpiándolo cuidadosamente, se lo ajustó al ojo. Luego se volvió hacia los estantes más cercanos. Yo me aproximé y miré por encima de su hombro; y cuando mi mirada recorría los polvorientos títulos, apenas pude reprimir una exclamación de asombro. Allí había una de las bibliotecas particulares de criminología más completas de América; y yo conocía muchas de las colecciones más famosas del país. El crimen estaba representado en todas sus fases y ramificaciones. Tesoros raros y antiguos, agotados desde hacía mucho tiempo y que constituían las delicias de los bibliófilos, aparecían en hileras compactas en los anaqueles de Tobías Greene.

Los temas de los libros tampoco se limitaban a una interpretación mezquina de la criminología. Hallábanse representadas todas las ramas aliadas diversas de dicha ciencia. Había secciones enteras dedicadas a la locura y al cretinismo, a la patología social y criminal, al suicidio, al pauperismo y a la filantropía, a las reformas penales, a la prostitución y a la morfinomanía, a la pena de muerte, a la psicología anormal, a los códigos, al lenguaje de los bajos fondos y a la escritura en clave, a la toxicología y a los métodos policíacos. Los volúmenes estaban escritos en muchas lenguas; en inglés, francés, alemán, italiano, español, sueco, ruso, holandés y latín.

Los ojos de Vance chispeaban cuando se movían a lo largo de los repletos estantes. Markham estaba también profundamente interesado, y Heart, inclinándose de cuando en cuando sobre un volumen, presentaba una expresión de asombro y curiosidad.

—¡Caramba! —murmuró Vance—. No es extraño, sargento, que escogiesen a su departamento para custodio de estos libros. ¡Qué colección! ¡Es extraordinaria! ¿No se alegra, Markham, de haber engañado a la anciana señora para que nos diese la llave…?

De repente se puso rígido y volvió la cabeza hacia la puerta, al mismo tiempo que alzaba la mano reclamando silencio. Yo también había percibido un ligero ruido en el vestíbulo como si alguien rozase la puerta, mas no le di importancia. Esperamos tensos unos instantes. No oímos ningún ruido más y Vance se aproximó rápidamente a la puerta y la abrió. El vestíbulo estaba desierto. Vance permaneció un momento en el umbral, escuchando.

—Juraría que alguien estaba escuchando.

—Oí un rumor —corroboró Markham—; supuse que era Sproot o la criada al pasar.

—¿A santo de qué habría de inquietarme que alguien rondase por el vestíbulo, mister Vance? —preguntó Heath.

—Realmente no le podría decir. Sin embargo, me molesta. Si había alguien escuchando en la puerta, es prueba de que nuestra presencia ha producido un estado de ansiedad en dicha persona. Es posible que alguien desee conocer qué hemos averiguado.

—No veo que hayamos averiguado lo bastante para hacerle perder el sueño a nadie —murmuró Heath.

—Es usted muy desalentador, sargento —Vance exhaló un suspiro y fue a los estantes situados delante del sillón de mimbre—. Quizá haya algo en esta sección que nos dé una inyección de optimismo. Veamos si hay alguna noticia escrita en el polvo.

Encendió cerilla tras cerilla, mientras examinaba cuidadosamente los lomos de los libros, y escudriñaba sistemáticamente los volúmenes de cada hilera. Había llegado al segundo anaquel partiendo de abajo, cuando se inclinó y dirigió por segunda vez una mirada bastante larga a dos volúmenes gruesos y grises. Luego, apagando el fósforo, llevó los volúmenes a la ventana.

—Esto es una verdadera locura —observó, tras un breve examen—. Estos son los únicos libros que se hallan al alcance del brazo de ese sillón, que se hayan usado recientemente, ¿y qué creen ustedes que es?

Una antigua edición de los volúmenes del Handbuck für Untersuchgersrichter als Sistem der Kriminalist, del profesor Hans Cross; o en lenguaje vulgar, Manual de las ciencias criminales y del arte del interrogatorio para uso de los magistrados —arrojó a Markham una mirada de reproche—. Oye, ¿no habrás pasado por casualidad las noches en esta biblioteca, estudiando la manera de interrogar a los sospechosos?

Markham no hizo caso de la pregunta frívola. Reconoció la señal exterior de la preocupación o intranquilidad de Vance.

—El tema del libro —repuso— puede indicar una coincidencia entre las visitas de alguna persona a esta habitación y los crímenes cometidos en esta casa.

Vance no respondió. Pensativamente volvió los libros a su sitio y recorrió con la vista los restantes volúmenes del estante inferior. De repente se arrodilló y encendió otra cerilla.

—Hay aquí varios libros fuera de su sitio —observé una nota de viveza en su voz—. Pertenecen a otras secciones; y los han metido aquí algo desalineados. Además, no tienen ni pizca de polvo… ¡A fe mía, Markham, aquí se observa una coincidencia a propósito para tu espíritu leguleyo y escéptico! Presta oído a esos títulos: Venenos: sus efectos y su descubrimiento, por Alexander Wynter Blyth, y Libro de texto de jurisprudencia médica, toxicología y salud pública, por John Glaister, profesor de medicina forense, en la Universidad de Glasgow. Y aquí tenemos Uber Hysterische Dammerzusttande, de Friedrich Brügelman, y Uber Hystero-Paralyse und Somnambulismus, de Schnarzwald. Esto es extraño…

Se enderezó y empezó a pasear de un extremo a otro presa de agitación.

—No, no; en absoluto —murmuró—. Sencillamente, no puede ser… ¿Por qué motivo habría de mentirnos Blon acerca de ella?

Todos conocimos lo que pasaba. Hasta el mismo Heath lo adivinó al instante, pues, aunque no hablaba alemán, los títulos de los libros alemanes, especialmente el último, no necesitaba ser traducido para comprenderlo. ¡Histeria y sueño crepuscular! ¡Parálisis histérica y sonambulismo! La terrible y espeluznante relación de esos dos libros y su posible relación con las siniestras tragedias de la casa Greene me producían un escalofrío de horror.

Vance cesó en su paseo inquieto y clavó una mirada grave en Markham.

—Esto se torna más profundo, más abismal. Alguna cosa horrenda está desarrollándose aquí. Ven, salgamos de esta habitación. Nos ha contado su historia de pesadilla. Y ahora tendremos que interpretarla, tenemos que encontrar un rasgo de serenidad en sus negras insinuaciones; sargento, ¿quiere descorrer las cortinas mientras arreglo estos libros? Será mejor que no dejemos señal de nuestra visita.