16. LOS VENENOS PERDIDOS

(Martes 30 de noviembre, 14 horas)

Markham, Vance y yo almorzamos en el club Stuyvesant. Durante la comida, como por acuerdo tácito, no se mencionó el tema de los asesinatos; mas cuando tomábamos café, Markham se arrellanó en su sillón y lanzó una mirada severa a Vance.

—Quiero saber —dijo— cómo encontraste aquellos chanclos en el armario. No quiero evasivas ni citas de Bartlett.

—Estoy dispuesto a descargar mi conciencia —sonrió Vance—. Fue una cosa sencillísima. Nunca di crédito a la hipótesis de un robo y pude abordar el problema sin prejuicios.

Encendió otro cigarrillo y se sirvió otra taza de café.

—Escucha atentamente, Markham. La noche que dispararon contra Julia y Ada, se encontró una doble serie de huellas de pisadas. Había cesado de nevar alrededor de las once y las señales se hicieron entre esa hora y la medianoche, cuando el sargento llegó al escenario del crimen. La noche del asesinato de Chester apareció otra serie de huellas similares a las anteriores y también fueron hechas poco después de despejarse el tiempo. Había, pues, huellas en la nieve; aproximándose y alejándose de la puerta principal, con anterioridad al crimen; y ambas series fueron hechas cuando la nieve terminó de caer, cuando forzosamente habían de ser visibles y factibles de determinar. No era esto una simple coincidencia especialmente asombrosa, pero sí lo suficiente para provocar una ligera tensión en mi cortex cerebri. Y la tensión aumentó perceptiblemente cuando Snitkin comunicó el descubrimiento de otras huellas de pisadas en los escalones de la galería; pues, nuevamente, las mismas condiciones meteorológicas acompañaron a la manía que nuestro criminal mostraba por dejar huellas. En consecuencia, deduje forzosamente que el asesino, tan cuidadoso y calculador en todo lo demás, había hecho deliberadamente aquellas huellas para nuestra edificación. En cada caso, escogió la única hora del día en que las huellas no quedarían borradas por la nieve ni se confundirían con otras… ¿Comprendes?

—Continúa —dijo Markham—. Estoy escuchando.

—Continuaremos, pues. Las tres series de huellas coincidían en otra cosa. Era imposible, debido a la naturaleza seca y coposa de la nieve, precisar si la primera serie se originó en la casa y volvió hacia allí o si se aproximó desde la calle a la casa y luego se retiró. También la noche de la muerte de Chester, cuando la nieve estaba húmeda y era susceptible de dejar moldes, surgió la misma duda. Las huellas desde la casa y hacia ella se encontraban en los lados opuestos de la calzada; y ¡ni una sola pieza se sobreponía! ¿Fue pura casualidad? Quizá. Pero no era razonable del todo. Una persona que caminase hacia la casa o desde ella a lo largo de un sendero relativamente estrecho, seguramente habría torcido o doblado sobre algunas de sus huellas. Y aunque no hubiese superpuesto alguna pisada, las huellas paralelas se habrían acercado. Mas estas dos líneas de huellas estaban muy separadas; cada una de ellas se mantenía en el borde extremo de la calzada, como si el individuo que las hiciese tuviese miedo de sobreponerlas. Consideré las huellas hechas esta mañana. Había una línea de ellas que entraba en la casa, pero no se veía ninguna que saliese del lugar. Dedujimos que el asesino escapó por la puerta principal y luego por la calzada barrida tan pulcramente; mas esto, después de todo, era tan sólo una suposición.

Vance sorbió su café e inhaló un momento el humo de su pitillo.

—Lo que quiero hacer resaltar es lo siguiente: no existen pruebas de que las huellas no fuesen hechas por alguien de la casa, que primero salió y luego volvió con el propósito de hacer creer a la Policía que el culpable era un intruso, uno de fuera. Por otra parte, existen pruebas de que las huellas se originaron en la casa; porque si las hubiera hecho un extraño, no se habría molestado por falsear su origen, ya que, en todo caso, no se las podría haber seguido más allá de la casa. Por tanto, como punto de partida, supuse que las huellas, en realidad, habían sido hechas por alguien de la casa. Desde luego, ignoro si mi lógica de profano añade lustre a la alegre luz de la jurisprudencia…

—Tu razonamiento es resistente, por ahora —interrumpió Markham con acritud—. Pero no es lo bastante completo para haberte llevado al armario esta mañana.

—Es cierto. Pero existen varios factores que contribuyeron al hallazgo. Por ejemplo, los chanclos que Snitkin encontró en el armario ropero de Chester eran de la misma medida que las huellas de las pisadas. Al principio, creí que eran el par que nos indujo a error. Mas cuando, después de llevar los chanclos a la Jefatura, apareció otra serie de huellas similares, las encontradas esta mañana, tuve que corregir mi primera hipótesis y deduje que Chester poseía dos pares de chanclos, uno de los cuales no se usaba aunque no se le tiró a la basura. Por este motivo esperé el informe del capitán Jermyn; yo tenía interés por comprobar si las huellas nuevas eran exactamente iguales a las anteriores.

—Mas aun así —interrumpió Markham—, tu hipótesis de que las huellas de las pisadas emanaron de la casa, me parece que se asientan sobre una base muy floja. ¿No había otras indicaciones?

—A eso iba —reprochó Vance—. Pero me apremias. Supón que soy abogado y mi resumen resultará sorprendente.

—Es más probable que yo aparente ser un juez y te dé suso per coll.

—Perfectamente —suspiró Vance, y continuó—: Examinemos los medios de huida del hipotético intruso, después de atentar contra las vidas de Julia y Ada. Sproot penetró en el vestíbulo superior inmediatamente después del disparo en el cuarto de Ada; sin embargo, no oyó nada, ni rumor de pasos en el vestíbulo ni el ruido de la puerta principal al cerrarse. Y, Markham, una persona con chanclos, por fuerza ha de producir algún ruido al descender los escalones de mármol. En tales circunstancias, es seguro que Sproot le habría oído cuando escapaba. Por consiguiente, se me ocurrió que el asesino no escapó.

—¿Y las huellas del exterior?

—Las hizo alguien que fue a la verja y luego volvió. Lo cual me lleva a la noche del asesinato de Chester. ¿Recuerdas la historia de Rex, quien afirmaba haber oído un rumor de pasos en el vestíbulo y cerrarse una puerta, un cuarto de hora antes del disparo; y la confirmación de Ada de que la puerta se cerró? El ruido, haz el favor de tomar nota, se oyó cuando paró de nevar; en realidad, después de salir la luna. ¿Acaso este ruido no pudo hacerlo una persona que andaba con chanclos o cuando se los quitaba, después de hacer esas huellas separadas que van a la verja y luego vuelven? ¿Acaso el ruido de la puerta, cerrándose, no podía haber sido el de la puerta del armario cuando se escondían los chanclos, temporalmente?

Markham movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, los ruidos que Rex y Ada oyeron podían explicarse de ese modo.

—Y lo de esta mañana era más claro aún. Había huellas de pisadas en los peldaños de la galería, hechas entre las nueve y el mediodía. Pero ninguno de los agentes que vigilan vio entrar a nadie en el jardín. Además, Sproot esperó un momento en el comedor, después del tiro disparado en el cuarto de Rex; y si alguien hubiese descendido la escalera y luego salido por la puerta principal, es seguro que Sproot le hubiese oído. Es cierto que el asesino pudo bajar por la escalera principal mientras Sproot subía por la de servicio. Mas ¿es eso posible? ¿Acaso el asesino habría esperado en el vestíbulo superior después de matar a Rex, sabiendo que era probable que alguien saliese y le descubriera? No lo creo. De todos modos, los agentes no vieron salir a nadie de la finca. Ergo, deduje que, después de la muerte de Rex, no descendió nadie por la escalera principal. Torné a suponer que las huellas de las pisadas fueron hechas a hora más temprana. No obstante, en esta ocasión el asesino no fue a la verja y luego volvió, pues un agente de la casa, que estaba apostado allí, lo habría visto. Además, los escalones de delante de la casa y la calzada habían sido barridos. Así, nuestro sujeto, el individuo autor de las huellas, después de calzarse los chanclos, salió por la puerta principal, dobló el ángulo de la casa, subió las escaleras de la galería y volvió a entrar en el vestíbulo superior, cruzando el cuarto de Ada.

—Comprendo —Markham sacudió la ceniza de su puro—. Por tanto, dedujiste que los chanclos se encontraban aún en la casa.

—Exacto. Mas he de confesar que no pensé en seguida en el armario. Examiné primero el cuarto de Chester; luego eché un vistazo al de Julia, y disponíame a subir a las dependencias de la servidumbre cuando recordé las historias de Rex, de la puerta que se cerró. Escudriñé todas las puertas del segundo piso y seguidamente miré en el armario, que después de todo era el lugar más apropiado para esconder una cosa. En efecto, allí estaban los chanclos, escondidos bajo un viejo droguete. Probablemente el asesino los escondió allí las dos veces anteriores, en espera de un escondite mejor.

—Pero ¿dónde estarían escondidos para que nuestros sabuesos no los encontrasen?

—Lo ignoro. Quizá los sacaron de la casa.

Sucedió un silencio de varios minutos. Luego habló Markham.

—El hallazgo de los chanclos corrobora tu hipótesis, Vance. Pero ¿te percatas de lo que tenemos que afrontar? Si tu razonamiento es acertado, el culpable es alguien con quien hemos hablado esta mañana. El pensarlo espanta. He examinado mentalmente a todos los miembros de la casa y francamente no puedo creer que alguno de ellos sea un posible asesino.

—Puro prejuicio moral, querido amigo —la voz de Vance sonaba burlona—. Yo mismo soy un poco cínico, y la única persona que yo eliminaría de la casa de los Greene, como posibilidad, sería a Frau Mannheim. Ella no posee suficiente imaginación para planear estos asesinatos acumulativos. En cuanto a los otros, puedo imaginarme que cualquiera de ellos está en el fondo de esta matanza diabólica. Es una idea errónea admitir que el criminal tiene cara o facha de asesino. En realidad, ningún asesino lo parece. Las únicas personas que verdaderamente parecen asesinos son completamente inofensivas. ¿Recuerdas las facciones bellas y suaves del reverendo Recheson de Cambridge? Sin embargo, dio a su amada cianuro de potasio. El hecho de que el mayor Armstrong fuera un individuo de aspecto benigno y caballeresco no le impidió administrar arsénico a su esposa. El profesor Webster, de Harvard, no era un tipo criminal; pero el espíritu desmesurado del doctor Parkman le considera, sin duda, como un asesino brutal. El doctor Lamson, con sus ojos filantrópicos y su barba benevolente, era considerado como hombre humanitario; pero administró, con la mayor sangre fría, veneno a su cuñado. También el doctor Neil Cream, que podía haber sido tomado fácilmente por un diácono de una iglesia aristocrática; y el doctor Walter, hombre amable, de palabra suave y bondadosa… ¡Y las mujeres! Edith Thompson confesó haber puesto vidrio pulverizado en la comida de su marido, aunque ella tenía el aspecto de una pía maestra. Magdalena Smith tenía ciertamente un continente muy respetable. Y Constancia Kent era una belleza, una muchacha lindísima y de aire encantador; sin embargo, cortó el cuello a su hermanito de la manera más brutal. Gabriela Bompard y Marta Boyer no pertenecían, en modo alguno, al tipo de la dama delincuente; pero la una estranguló a su amante con el cordón de su bata, y la otra mató a su madre con un cuchillo de cortar queso. ¿Y qué me dices de madame Fenayrou…? Y de…

—¡Basta! —contestó Markham—. Tu conferencia sobre la fisonomía criminal puede aplazarse. En este momento trato de considerar las espantosas deducciones que pueden sacarse del hallazgo de los chanclos —parecía estar poseído de horror—. ¡Dios santo, Vance! Debe existir una escapatoria de la pesadilla que has insinuado. ¿Qué miembro de esa casa puede haber entrado en el cuarto de Rex Greene para matarlo de un tiro en pleno día?

—A fe mía, que lo ignoro —Vance mismo sentíase afectado por los aspectos siniestros del caso—. Pero alguien de esa casa lo hizo, alguien de quien los otros no sospechan.

—Aquel aspecto del rostro de Julia y la expresión de asombro de Chester…, eso es lo que quieres decir, ¿no es verdad? Ellos tampoco sospechaban nada. Y se horrorizaron ante la revelación…, cuando ya era demasiado tarde. Sí, todas esas cosas encajan en tu hipótesis.

—Pero hay una cosa que no encaja, querido —Vance dirigió una mirada de perplejidad a la mesa—. Rex murió pacíficamente, al parecer sin conocer a su asesino. ¿Por qué motivo no había también un aire de horror en su cara? No podía tener los ojos cerrados cuando le apuntaron con el revólver, pues estaba en pie, de cara al intruso. ¡Es inexplicable…, enajenante!

Tamborileó nerviosamente en la mesa, con el ceño fruncido.

—Y hay otra cosa incomprensible, Markham, en la muerte de Rex. La puerta de su cuarto, que daba al vestíbulo, estaba abierta; pero nadie, en la repostería del mayordomo, detrás del comedor, lo oyó claramente.

—Probablemente fue simple casualidad —argüyó Markham, automáticamente—. El sonido actúa de un modo fantástico a veces.

Vance meneó la cabeza.

—No hay nada que «fuera una casualidad» en este caso. Todo parece lógico; tras cada detalle se observa un plan bien meditado. No se ha dejado nada al azar. Sin embargo, esta misma sistematización del crimen provocará eventualmente la caída del asesino. Cuando encontremos la puerta de acceso a una de las antesalas, podremos penetrar en la cámara de horrores principal.

En este momento llamaron a Markham al teléfono. Cuando volvió, tenía un aire desconcertado e intranquilo.

—Era Swacker. Von Blon está ahora en mi oficina; tiene algo que decirme.

—¡Ah! Es muy interesante —contestó Vance.

Fuimos a la oficina del fiscal y Von Blon fue introducido al instante.

—Tal vez estoy removiendo agua de cerrajas —empezó disculpándose, después de tomar asiento en el borde de su sillón—. Pero juzgué que debería informarle de una cosa extraña que me sucedió esta mañana. Al principio pensé comunicárselo a la Policía; pero se me ocurrió que lo interpretarían mal; y decidí contárselo a usted para que obre como juzgue conveniente.

Evidentemente estaba inseguro de la manera que debía abordar el tema, y Markham esperó pacientemente con aire cortés e indulgente.

—Telefoneé a la casa Greene tan pronto como hice el… el… descubrimiento —Von Blon continuó en tono vacilante—. Pero me informaron que había salido; así, tan pronto como hube almorzado, vine directamente aquí.

—Es usted muy amable, doctor —murmuró Markham.

Von Blon titubeó de nuevo.

—El hecho es, mister Markham, que tengo la costumbre de llevar un surtido de drogas de urgencia en mi maleta botiquín…

—¿Drogas de urgencia?

—Estricnina, morfina, cafeína y otros diversos estimulantes e hipnóticos… Encuentro que a menudo es muy útil…

—¿Y deseaba verme con referencia a estas drogas?

—Sí…, indirectamente —Von Blon hizo una pausa momentánea para coordinar sus palabras—. Hoy ha ocurrido que yo tenía un tubo de tabletas de morfina solubles y cuatro tubos de estricnina…

—¿Qué ha sucedido con estas drogas, doctor?

—El hecho es que la morfina y la estricnina han desaparecido.

Markham se inclinó hacia delante, con los ojos animados de curiosidad.

—Estaban en mi maletín esta mañana cuando salí de mi consultorio —explicó el médico— y visité a dos pacientes antes de ir a casa de los Greene. Eché de menos los tubos a mi regreso al despacho.

Markham examinó un instante al doctor.

—¿Y cree usted que es improbable que le sustrajeran las drogas del maletín durante sus otras visitas?

—Así es. En ninguna de las visitas anteriores perdí de vista mi maletín un momento.

—¿Y en casa de los Greene?

La agitación de Markham aumentaba rápidamente.

—Fui a la habitación de mistress Greene, llevando el maletín. Permanecí allí cerca de media hora. Al salir…

—¿No salió usted del cuarto durante esa media hora?

—No…

—Perdone, doctor —interrumpió la voz indolente de Vance—, pero la enfermera permaneció en su cuarto hasta que usted llamó para que le llevase el caldo a mistress Greene. ¿Desde dónde la llamó usted?

Von Blon movió afirmativamente la cabeza.

—¡Ah, sí! En efecto, hablé a miss Graven. Fui a la puerta y llamé desde la escalera de servicio.

—Perfectamente. ¿Y después?

—Esperé con mistress Greene hasta que llegó la enfermera. Luego fui a la habitación de miss Sibella.

—¿Y su maletín? —interpeló Markham.

—Lo dejé en el vestíbulo, arrimado a la barandilla de la escalera.

—¿Y permaneció usted en el cuarto de miss Sibella hasta que le llamó Sproot?

—Eso es.

—¿En ese caso el maletín quedó abandonado en el vestíbulo superior desde las once hasta que se marchó usted de la casa?

—Sí. Después de despedirme de ustedes, en el salón, subí y lo recogí.

—¿También se despidió de miss Sibella?

Von Blon enarcó las cejas con aire sorprendido.

—Naturalmente.

—¿Qué cantidad de drogas desapareció? —preguntó Markham.

—Los cuatro tubos de estricnina contenían aproximadamente tres granos; tres granos y un tercio, es decir, unos doscientos miligramos. Y en un tubo hay veinticinco tabletas de morfina, más de cuatrocientos miligramos.

—¿Esas dosis son mortíferas, doctor?

—Es difícil contestar —Von Blon adoptó un aire profesional—. Algunas personas toleran la morfina y pueden asimilar dosis sorprendentemente fuertes. Pero, ceteris paribus, una dosis de doscientos miligramos sería mortífera. Respecto a la estricnina, la toxicología indica una dosificación muy amplia en cuanto a la dosis letal, y depende del estado y edad del paciente. La dosis mortífera, como promedio para un adulto, es, yo diría, ciento treinta miligramos, aunque ha sobrevenido la muerte al administrarse sesenta miligramos y aún menos. Por otra parte, se ha producido un restablecimiento después de haber ingerido hasta seiscientos cincuenta miligramos. No obstante, hablando en términos generales, doscientos miligramos bastan para producir resultados fatales.

Cuando Von Blon se hubo marchado, Markham miró a Vance.

—¿Qué opinas de eso? —le preguntó.

—No me gusta; no me gusta nada —Vance movió la cabeza con aire de despreocupación—. Todo el asunto, el caso este, es muy extraño. Y el doctor está preocupado también. Detrás de su fachada elegante se observa el pánico. Está asustado, y no es por la pérdida de sus tabletas. Teme algo, Markham. En sus ojos hay una expresión de hombre perseguido y acorralado.

—¿No encuentras extraño que llevase en un maletín tan grandes cantidades de drogas?

—No, necesariamente. Algunos médicos lo hacen. Los del continente tienen esa costumbre. Y no olvides que Von Blon ha estudiado en Alemania —Vance levantó la vista de repente—. A propósito, ¿qué hay acerca de aquellos dos testamentos?

En la mirada incisiva de Markham había una expresión de sorpresa e interrogación, mas contestó simplemente:

—Los tendrás esta tarde. Buckway ha estado en cama, con un resfriado, pero prometió mandarme unas copias hoy.

Vance se puso en pie.

—No soy ningún caldeo —apuntó, arrastrando las sílabas—; pero tengo la idea de que esos dos testamentos nos ayudarán a esclarecer el misterio de la desaparición de las tabletas del doctor —se puso el gabán y tomó el sombrero y el bastón—. Ahora voy a olvidar este condenado caso. Vamos, Van. Dan un concierto de música de cámara en la sala Edison esta tarde, y si nos damos prisa llegaremos a tiempo de oír el Concierto mayor, de Mozart.