13. LA TERCERA TRAGEDIA

(28 y 30 de noviembre)

El domingo siguiente, por la noche, el 28 de noviembre, Markham invitó al inspector Moran y a Heath a celebrar una conferencia en el Club Stuyvesant. Vance y yo habíamos cenado con él, y estábamos presentes cuando los dos funcionarios llegaron. Nos sentamos en el rincón favorito de Markham, en la antesala, y pronto se inició una discusión general de los asesinatos de Greene.

—Estoy asombrado —dijo el inspector con voz más reposada que de costumbre— de que no haya aparecido nada para enfocar la investigación. En los casos corrientes, existen numerosas líneas que explorar, aunque no se acierte inmediatamente cuál es la verdadera. Mas en ese caso no parece que exista nada que sirva de orientación.

—Ese hecho, diría yo —repuso Vance—, constituye una característica del caso que no debe pasarse por alto. Es una pista de importancia vital, y si pudiésemos averiguar su significado, creo que nos encontraríamos en el camino de una solución.

—¡Valiente pista! —gruñó Heath—. «¿Qué pista tiene usted, sargento?», me pregunta el inspector, y yo respondo: «Una pista estupenda.» «¿Cuál es?», pregunta el inspector. Yo respondo: «El hecho de que no existe nada para empezar.»

Vance sonrió.

—No me ha entendido usted, sargento. Lo que yo quería expresar, en mi capacidad puramente de profano, era esto: cuando no existen pistas en un caso, ningún punto de partida, ninguna indicación delatora, está justificado considerarlo todo como una pista, o, más bien, como un factor del rompecabezas. Sin duda, la diferencia estriba en ajustar estas piezas que, al parecer, carecen de importancia. En mi opinión, poseernos, a lo menos, un centenar de pistas; mas ninguna de ellas tiene significado alguno mientras no estén relacionadas con las otras. Este caso se asemeja a uno de esos enigmas o rompecabezas tontos en los que todas las letras se distribuyen de una manera absurda y carente de significado. La tarea del que resuelve, consiste en componer con ellos una palabra o frase inteligible.

—¿Tendría usted la bondad de mencionar ocho o diez de ese centenar de pistas? —solicitó Heath con ironía—. Me agradaría empezar a trabajar valiéndonos de alguna cosa definida.

—Usted las conoce todas, sargento —Vance se negó a imitar el tono burlón del otro—. Yo diría que prácticamente todo lo sucedido desde que usted recibió la primera alarma puede ser considerado como una pista.

—¡Seguramente! —el sargento tornó a adoptar su expresión hosca—. Las pisadas, la desaparición del revólver, el ruido que Rex oyó en el vestíbulo…; mas esas pistas no nos han conducido a ninguna parte.

—¡Oh, esas cosas! —Vance lanzó una bocanada de humo azul—. Sí; son pistas de cierta clase. Pero yo me refería más específicamente a las condiciones existentes en la mansión de los Greene: ambiente, elementos psicológicos de la situación.

—No empieces con tus teorías metafísicas e hipótesis esotéricas —interpeló Markham con acritud—. Hemos de hallar un modus operandi práctico o confesarnos vencidos.

—Pero, Markham, amigo mío, estás derrotado, a menos que coordines esos hechos. Y la única manera de realizarlo es mediante un proceso analítico y devoto.

—Deme usted algunos hechos que tengan sentido común —retó Heath—, y los coordinaré bien pronto.

—El sargento tiene razón —fue el comentario de Markham—. Has de reconocer que por ahora no poseemos datos de importancia con que empezar a trabajar.

—¡Oh!, habrá más.

El inspector Moran se irguió en su asiento, y sus ojos se achicaron.

—¿Qué quiere decir con eso, mister Vance?

Era evidente que la observación le había impresionado.

—Esto no ha terminado aún —Vance habló con aire inusitadamente sombrío—. El cuadro no está acabado. Sucederán más cosas trágicas antes de terminar la tela monstruosa. Y lo horrible es que no hay modo de impedirlo. No hay nada ahora que pueda detener el horror que está actuando. Tiene que continuar.

—¿También eso? —la voz del inspector elevóse por encima de su normal diapasón—. ¡Cielos! Este es el primer caso que realmente me ha espantado.

—No olvide, mister Moran —argüyó Heath, mas sin convicción—, que tenemos a varios agentes vigilando la casa día y noche.

—Eso no ofrece ninguna seguridad, sargento —afirmó Vance—. El asesino ya está en la casa. Forma parte del ambiente mortífero del lugar. Ha estado allí durante muchos años, alimentado por las toxinas que rezuman de las piedras mismas de las paredes.

Heath alzó la vista.

—¿Un miembro de la familia? Ya lo indicó usted así una vez.

—No necesariamente. Pero alguien que se ha corrompido por la situación originada de las ideas patrimoniales del viejo Tobías.

—Podríamos poner a alguien dentro de la casa para que vigile —sugirió el inspector—. O bien existe la posibilidad de persuadir a los miembros de la familia a que se separen y se muden a otro alojamiento.

Vance movió lentamente la cabeza.

—Un espía en la casa sería inútil. ¿Acaso no son todos espías ahora que se vigilan con temor y sospechan los unos de los otros? En cuanto a dispersar a la familia, no sólo hallaría usted en mistress Greene, la que tiene la bolsa, un obstáculo inflexible, sino que se encontraría con toda clase de complicaciones legales dimanantes del testamento del viejo Tobías. Nadie recibirá ni un céntimo, tengo entendido, si no se quedan en el caserón hasta que los gusanos hayan saqueado su esqueleto durante un cuarto de siglo. Y aun en el caso de que lograsen dispersar a los restos de la familia Greene, y cerrarse la casa, no habría destruido al asesino. Y esto no terminará hasta que se le haya atravesado el corazón con una estaca purificados.

—¿Vas a tratar de vampirismo ahora, Vance? —el caso había exacerbado la tensión nerviosa de Markham—. ¿Trazaremos un círculo mágico en torno de la casa y colgaremos ristras de ajos en la puerta?

El extravagante y desalentador comentario de Markham expresaba el estado de espíritu de todos, y reinó un largo silencio. Fue Heath quien primero reaccionó considerando prácticamente el asunto que discutían.

—Usted habló, mister Vance, del testamento del viejo Greene. He estado pensando que, si conociésemos los términos del mismo, quizá encontraríamos algo que nos sirviera de ayuda. La fortuna del viejo Tobías asciende a varios millones, y, según tengo entendido, todo lo ha heredado la anciana inválida. Lo que me gustaría saber es si ella tiene pleno derecho a disponer a su antojo de los millones. Y también me agradaría conocer qué clase de testamento ha hecho la anciana señora. Con tanto dinero en la balanza, quizá descubriríamos algún móvil.

—¡Exacto, exacto! —Vance miró a Heath con franca admiración—. Esa es la indicación más sensata que ha hecho hasta ahora. Le felicito, sargento. Sí; la fortuna del viejo Tobías puede tener alguna relación con el caso. Quizá no una relación directa; pero la influencia de ese dinero, el poder que ejerce, ha intervenido sin duda en estos crímenes. ¿Qué opinas, Markham? ¿Qué te parece? ¿Cómo se procede para averiguar el contenido de los testamentos ajenos?

Markham reflexionó al punto.

—No creo que exista gran dificultad en el presente caso. El testamento del viejo Tobías está registrado, desde luego; y sería cuestión de poco tiempo consultar los archivos de Surrogate. Casualmente conozco al viejo Buckway, socio de la casa Buckway & Aldine, los abogados de la familia Greene. Suelo verle de cuando en cuando en el club. Me debe algún favor. Creo que podía inducirle a que me comunicase confidencialmente las condiciones del testamento de mistress Greene. Mañana veré qué puedo hacer.

Media hora más tarde la conferencia terminó, y nos marchamos a casa.

—Temo que estos testamentos no nos ayuden mucho —observó Vance, sorbiendo su vaso de whisky delante del fuego a última hora de la noche—. Como todo lo de este caso atormentador, tendrá algún significado incomprensible hasta que encajen en el cuadro final.

Levantóse, y yendo a unos anaqueles llenos de libros, cogió uno.

—Creo que ahora me olvidaré no tempore de los Greene y me pondré a leer El Satiricón. Los historiadores anticuados se devanan los sesos buscando las causas de la caída de Roma, cuando la respuesta eterna se encuentra en el inmortal clásico de Petronio.

Se arrellanó en el sillón y empezó a volver las páginas del libro. Pero no podía concentrarse, y sus ojos, divagantes, se apartaban constantemente del texto.

Dos días después, el martes, treinta de noviembre, Markham telefoneó a Vance poco después de las diez de la mañana y rogó que fuese al instante a su oficina. Vance se disponía a visitar una exposición de escultura negra en La Galería Moderna, pero aplazó la visita en vista de la llamada urgente del fiscal; y antes de media hora nos encontrábamos en la Audiencia.

—Ada Greene telefoneó esta mañana diciéndome que deseaba verme inmediatamente —explicó Markham—. Ofrecí enviar a Heath, y, si era necesario, iría yo más tarde. Pero ella expresó cierta ansiedad al decirme que no lo hiciera e insistió en verme aquí; manifestó que se trataba de un asunto sobre el cual podía hablar con mayor libertad fuera de la casa. Entonces le dije que viniese. Luego te telefoneé y se lo notifiqué a Heath.

Vance se acomodó en la butaca y encendió un cigarrillo.

—No extraño que la muchacha aproveche cualquier ocasión para alejarse del ambiente que la rodea. Y, Markham, he llegado a la conclusión de que esa muchacha conoce algo que sería de gran valor para nuestra investigación. Es muy posible que considere llegado el momento de comunicártelo.

Mientras hablaba, anunciaron al sargento, y Markham le explicó brevemente la situación.

—Me parece —dijo Heath en tono lúgubre, pero con interés— que se nos presenta la única ocasión de salir adelante. No hemos averiguado nada que valga la pena, y a menos que alguien nos oriente, estamos en una situación difícil.

Diez minutos más tarde, Ada Greene fue introducida en la oficina. Aunque su palidez había desaparecido y ya no llevaba el brazo en cabestrillo, daba aún la impresión de encontrarse débil. Pero ya no aparecía el porte tímido y tembloroso que la caracterizaba.

Tomó asiento delante de la mesa de escritorio de Markham, y durante unos momentos frunció el entrecejo a la luz del sol, como si pensase en cómo empezar.

—Quiero hablarle de Rex, mister Markham —dijo finalmente—. Realmente no sé si he hecho bien en venir aquí; quizá mi acto parezca desleal… —le dirigió una mirada indecisa y suplicante—. ¡Oh!, dígame: si una persona sabe algo, alguna cosa mala y peligrosa, relativa a una persona muy cercana y muy querida, ¿debería hablar esa persona, cuando podría comprometer gravemente?

—¡Qué sé yo! —respondió Markham en tono solemne—. En las actuales circunstancias, si usted conoce algo que pueda contribuir a la solución del misterio del asesinato de sus hermanos, tiene usted el deber de hablar.

—¿Aunque me lo hubieran comunicado confidencialmente? —insistió ella—. ¿Y aunque la persona fuese un miembro de mi familia?

—Aun en tal caso —Markham habló en tono paternal—. Se han cometido dos crímenes horribles, y no debe callarse ni ocultarse nada que pueda conducir a la captura del asesino, sea quien fuere.

La muchacha desvió un instante su rostro turbado. Luego alzó la cabeza con súbita resolución.

—Se lo diré… Preguntó usted a Rex si oyó el disparo en mi habitación, y él le contestó que no. Pues bien: Rex me ha dicho en confidencia que, en efecto, oyó el tiro. Mas tuvo miedo de confesarlo, por temor a que usted encontrara extraño que no se hubiese levantado para dar la alarma.

—¿Por qué cree usted que él permaneció en la cama fingiendo que estaba dormido? —Markham intentó disimular el interés que la información de la muchacha había despertado en él.

—Eso es lo que no comprendo. Ni quiso decírmelo. Pero tenía otro motivo… Estoy segura de ello. Algún motivo que le aterraba. Le supliqué que me lo dijese, y la única explicación que me dio fue que no era el disparo todo lo que oyó…

—¡No fue el disparo todo lo que oyó! —exclamó Markham, sin poder disimular su excitación—. ¿Oyó algo más que, según usted dice, le asustó? Mas ¿por qué razón no nos ha dicho nada de eso?

—Esto es lo extraño. Se irritó cuando le pregunté. El sabe algo…, conoce algún secreto terrible, y estoy segura de ello… ¡Oh! Quizá yo no debiera de haberles dicho nada. Tal vez comprometa a Rex. Pero me pareció que ustedes debían saberlo, a causa de las cosas espantosas que han ocurrido. Pensé que, tal vez, podrían ustedes hablar con Rex y hacerle decir lo que sabe.

De nuevo la joven miró suplicante a Markham, y en sus ojos apareció una expresión de ansiedad y temor.

—¡Oh!, quisiera que ustedes le interrogasen… y trataran de averiguarlo —continuó en tono suplicante—, yo me creería… más segura… si… No tendría tanto miedo…

Markham movió la cabeza en señal afirmativa y le palmoteo la mano.

—Procuraremos hacerle hablar.

—Pero no lo intenten en casa —advirtió ella rápidamente—. Hay gente…, cosas que…, y Rex se asustaría. Dígale que venga aquí, mister Markham. Sáquele de aquel lugar de espanto, donde pueda hablar sin miedo de que alguien pueda estarle escuchando. Rex está en casa en este momento. Dígale que venga aquí. Dígale que yo estoy aquí también. Quizá yo pueda ayudarle a usted a persuadirle… Haga esto por mí, mister Markham.

Markham lanzó una mirada al reloj y consultó su libreta de notas. Tenía tanto interés como Ada por someter a un interrogatorio a Rex, y tras un momento de vacilación, descolgó el receptor de teléfono y ordenó a Swacker que le pusiese en comunicación con la casa de los Greene. Por lo que yo oí de la conversación que sostuvo, era evidente que Rex se excusaba para no venir a la oficina, pues tuvo que acudir a la amenaza velada de que procedería contra él para conseguir que accediera.

—Evidentemente temía alguna trampa —comentó Markham, pensativo, colgando el receptor—. Pero ha prometido vestirse inmediatamente para venir aquí.

Una expresión de alivio cruzó el rostro de la muchacha.

—Hay otra cosa que debo comunicarle —dijo precipitadamente—, aunque tal vez no signifique nada. La otra noche, en la parte posterior del vestíbulo de abajo, junto a la escalera, recogí del suelo un trozo de papel, que semejaba una hoja arrancada de una libreta de notas. En el papel había un esquema de todos los dormitorios del piso primero, con cuatro crucecitas marcadas con tinta, una en la habitación de Julia, otra en la de Chester, otra en la de Rex y también otra en la mía. Y en el ángulo inferior aparecían varios signos o dibujos muy extraños. Uno era un corazón con tres clavos hincados; otro semejaba un lazo. Había, además, un dibujo que parecía tres piedrecitas subrayas por una línea…

Heath dio un respingo, cayéndosele casi el puro de los labios.

—¿Un lazo y tres piedras…? Diga, miss Greene: ¿había también una flecha con algunos números?

—¡Sí! —respondió ella vivamente—. Sí; también había todo eso.

Heath se introdujo el puro en la boca y lo masticó con profunda y maligna satisfacción.

—Esto tiene algún significado, mister Markham —proclamó, tratando de contener la agitación de su voz—. Son símbolos, signos gráficos de ladrones internacionales, alemanes o austríacos en su mayoría.

—Las piedras —interrumpió Vance— representan el martirio de San Esteban, que fue muerto a pedradas.

Son el emblema de San Esteban, según el calendario de los campesinos de Styria.

—No sé nada de eso, mister Vance —repuso Heath—. Pero sé que los ladrones europeos usan esos signos.

—Sin duda. Encontré cierto número de ellos cuando consultaba el lenguaje emblemático de los gitanos. Es un estudio fascinador.

Al parecer, Vance no estaba interesado por el descubrimiento de Ada.

—¿Tiene usted ese papel aquí, miss Greene? —inquirió Markham.

La muchacha movió la cabeza en señal de negativa.

—Lo siento —se excusó—. No le di importancia. ¿Debería de haberlo traído?

—¿Lo destruyó usted? —Heath formuló la pregunta lleno de excitación.

—¡Oh!, no; lo tengo en lugar seguro. Lo guardo…

—Necesitamos ese papel, mister Markham —el sargento se había incorporado, aproximándose a la mesa del fiscal—. Quizá sea la pista que buscamos…

—Si realmente lo necesita tanto —dijo Ada—, puedo telefonear a Rex que lo traiga. El lo encontrará si le explico dónde está.

—Perfectamente. Me ahorrará un viaje —Heath se dirigió al fiscal—. Procure telefonearle antes que salga de la casa, mister Markham.

El fiscal cogió el receptor y ordenó de nuevo a Swacker que llamara a Rex. Establecida la comunicación, entregó el instrumento a la muchacha.

—Oye, Rex, querido —dijo ella—. No me riñas, pues no tienes que preocuparte de nada. Quisiera pedirte una cosa: en nuestro buzón particular encontrarás un sobre sellado, un sobre azul de los que yo uso. Haz el favor de traerlo cuando vengas a la oficina de mister Markham. Que no te vea nadie… Eso es todo, Rex. Date prisa, y almorzaremos juntos fuera de casa.

—Mister Greene tardará a lo menos media hora en llegar —dijo Markham, volviéndose hacia Vance—, y como tengo la sala de espera llena de gente, ¿por qué no llevan usted y Van Dine a la joven a la Bolsa y le enseñan cómo se divierten los corredores enloquecidos? ¿Le gustaría eso, miss Greene?

—¡Me encantaría! —exclamó la muchacha.

—¿Por qué no va usted también, sargento?

—¡Yo! —gruñó Heath—. Ya tengo bastante excitación. Iré a hablar con el coronel[7] un rato.

Vance, Ada y yo fuimos en coche a la calle Ancha, número 118, y tomando el ascensor, cruzamos la sala de recepción, donde unos empleados vestidos de uniforme tomaron perentoriamente nuestros abrigos, y salimos a la galería de los visitantes, desde donde se dominaba la enorme sala de la Bolsa. El mercado estaba extraordinariamente activo aquel día.

La barahúnda era ensordecedora, y la actividad febril en torno a los postes de cambio semejaba el motín de una muchedumbre excitada. Yo estaba demasiado familiarizado con el espectáculo para impresionarme; y Vance, que detestaba el ruido y el desorden, tenía un aire de aburrimiento y enojo. Pero el rostro de Ada se iluminó al instante. Sus ojos brillaron, y la sangre se le subió a las mejillas. Miraba por encima de la barandilla, fascinada.

—Ahora ve usted, miss Greene, lo necios que pueden ser los hombres —dijo Vance.

—Pero ¡esto es maravilloso! —repuso ella—. Están llenos de vida, sienten las cosas. Tienen algo por qué luchar.

—¿Le agrada? —sonrió Vance.

—Me encanta. Siempre he anhelado hacer alguna cosa emocionante…, algo excitante…, como eso —extendió la mano hacia la multitud que gritaba desaforadamente abajo, peleando.

Era fácil comprender su reacción después de pasarse muchos años al servicio monótono de una inválida en la lúgubre mansión de los Greene.

En aquel instante alcé la vista casualmente y, ante mi sorpresa, vi a Heath en pie en el umbral escrutando a los grupos de visitantes. Parecía estar inquieto y ceñudo y movía la cabeza nerviosamente. Levanté la mano para llamar su atención, e inmediatamente se aproximó al lugar donde yo estaba.

—El jefe desea verle al instante, en su oficina, mister Vance —anunció en tono ominoso—. Me mandó a buscarle.

Ada le miró con fijeza, y una palidez de temor le cubrió el rostro.

—Está bien —Vance encogióse de hombros en burlona resignación—. Precisamente cuando nos iba interesando el espectáculo. Mas debemos obedecer al jefe…, ¿verdad, miss Greene?

A pesar de que Vance intentase restar importancia a la inesperada llamada de Markham, Ada permaneció extrañamente silenciosa; y durante el trayecto de regreso a la oficina no habló ni una palabra; sólo estuvo sentada, tensa y con los ojos mirando en el vacío.

El tiempo transcurría lentamente; parecía que no íbamos a llegar nunca a la Audiencia. Había una congestión de tránsito; y sufrimos un retraso aún mayor para tomar el ascensor. Vance afrontaba calmosamente la situación; pero Heath tenía los labios comprimidos, y respiraba pesadamente por la nariz, como prueba de una tensa excitación.

Cuando entramos en la oficina de Markham, este se levantó y miró con gran ternura a la muchacha.

—Tiene usted que ser valerosa, miss Greene —dijo con voz reposada y compasiva—. Ha sucedido una cosa trágica e imprevista. Y dado que usted ha de saberlo tarde o temprano…

—¿Se trata de Rex? —exclamó Ada, cayendo desplomada en un sillón, frente a la mesa de Markham.

—Sí; se trata de Rex —confirmó el fiscal suavemente—. Sproot telefoneó poco después de salir ustedes…

—¡Y le han matado como a Julia y a Chester!

Las palabras de la muchacha fueron casi imperceptibles, pero introdujeron un aire de horror en la pequeña oficina.

Markham inclinó la cabeza.

—No habían transcurrido ni cinco minutos, después que usted le telefoneó, cuando alguien entró en su cuarto y le mató de un tiro.

Un sollozo seco sacudió el cuerpo de la muchacha, que hundió el rostro en las manos.

Markham posó suavemente una mano en el hombro de la joven.

—Tenemos que afrontar valerosamente esta desgracia, hija mía —dijo—. Vamos a la casa inmediatamente para ver qué puede hacerse; y sería mejor que usted viniese en el coche con nosotros.

—¡Oh, no quiero volver allá! —gimió ella—; tengo miedo, tengo miedo…