(Viernes 12 de noviembre, 11 horas)
Markham consultó su reloj con impaciencia.
—Se está haciendo tarde —se quejó—, y tengo una cita importante al mediodía. Me parece que interrogaré a Rex Greene y luego dejaré el asunto en sus manos de momento, sargento. No hay gran cosa que hacer aquí ahora, y tiene usted que acabar sus investigaciones de rigor.
Heath se puso en pie melancólico.
—Sí; y una de las primeras cosas es registrar la casa de arriba abajo con mucho cuidado para ver si encontramos el revólver. Si lo encontráramos, no tardaríamos en hacer progresos.
—No quiero echarle un jarro de agua a su entusiasmo, sargento —dijo Vance, arrastrando las sílabas—; pero algo me dice que el arma que ansía usted encontrar va a resultar bastante esquiva.
Heath pareció deprimido. Evidentemente, compartía la opinión de Vance.
—¡Valiente caso este! ¡Ni una pista…, nada en qué clavar el diente!
Se acercó al arco y tiró con rabia de la cuerda de la campanilla. Cuando se presentó Sproot, casi rugió la petición de que compareciese Rex inmediatamente. Y se quedó mirando al mayordomo cuando este se alejaba, como si ansiara una excusa para apelar a la violencia.
Rex entró muy nervioso con un cigarrillo a medio fumar colgado del labio. Tenía unas orejas enormes, las mejillas hundidas, y sus dedos cortos de punta aplastada jugaban, inquietos, con el borde de la chaqueta. Nos dirigió una mirada de resentimiento, medio asustada, y se plantó agresivamente ante nosotros, negándose a ocupar el asiento que Markham le señalaba. De pronto preguntó, con ferocidad:
—¿No han descubierto aún quién mató a Julia y a Chester?
—No —confesó Markham—, pero hemos tomado todas las medidas necesarias para evitar que se repita lo ocurrido…
—¿Medidas? ¿Qué han hecho ustedes?
—Hemos estacionado a un hombre detrás y a otro delante de la casa…
Le interrumpió una carcajada.
—¡De valiente cosa servirá eso! La persona que quiere exterminarnos a los Greene tiene una llave. ¡Les digo que tiene una llave! Y puede entrar cuando le dé la gana y nadie puede impedirlo.
—Me parece que exagera usted un poco —repuso Markham con calma—. Sea como fuere, esperamos echarle el guante dentro de muy poco. Y por eso le he pedido que venga aquí otra vez… Es muy posible que pueda usted ayudarnos.
—¿Qué sé yo?
Las palabras del hombre eran retadoras. Inhaló profundamente el humo de su cigarrillo varias veces y no se fijó en que la ceniza del mismo le caía en la chaqueta.
—Tengo entendido que dormía usted anoche cuando se hizo el disparo —prosiguió Markham—; pero el sargento Heath me dice que estuvo usted despierto hasta después de las once y que oyó ruidos en el vestíbulo. ¿Tiene la amabilidad de decirnos exactamente lo que ocurrió?
—¡No ocurrió nada! Me acosté a las diez y media; pero estaba demasiado nervioso para dormirme. Luego, un poco más tarde, salió la luna y dio al pie de la cama. Me levanté y corrí la cortina. Cosa de diez minutos después oí un ruido como de algo que se arrastrara por el vestíbulo y, a continuación, una puerta se cerró suavemente…
—Un momento, mister Greene —interrumpió Vance—. ¿No puede usted ser un poco más explícito en lo que se refiere a ese ruido? ¿Cómo sonaba?
—No le presté atención. Puede haber sido cualquier cosa. Era como si alguien soltara un bulto, o arrastrara algo por el suelo…, o tal vez fuera Sproot que andaba en zapatillas, aunque no sonaba como él; es decir, aunque yo no le asocié con ese ruido cuando lo oí.
—Y… ¿después de eso?
—¿Después de eso? Permanecí echado en la cama despierto, diez o quince minutos más. Me sentía inquieto y casi como si esperara algo. Conque encendí las luces para ver qué hora era y me fumé medio cigarrillo…
—Eran las once y veinticinco según tengo entendido.
—Así es. Luego, unos minutos más tarde, apagué la luz y debí de dormirme.
Hubo una pausa. Heath se irguió, agresivo.
—Oiga, Greene…, ¿sabe usted algo de armas de fuego?
Disparó la pregunta brutalmente.
Rex se puso rígido. Se le abrió la boca de par en par, y se le cayó el cigarrillo al suelo. Los músculos de la mandíbula se le estremecieron nerviosamente, y dirigió una mirada amenazadora al sargento.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
Las palabras parecieron un rugido y observé que todo su cuerpo temblaba.
—¿Sabe usted lo que fue del revólver de su hermano? —prosiguió Heath, implacable.
La boca de Rex se contraía en un paroxismo de furia y de temor; pero parecía incapaz de articular palabra.
—¿Dónde lo tiene usted escondido? —volvió a sonar la voz de Heath, con aspereza.
—¿Revólver?… ¿Escondido?… —por fin había logrado Rex formular las palabras—. ¡So… canalla! Si cree usted que tengo yo el revólver, suba, deshaga mi cuarto y búsquelo, ¡maldita sea su estampa!
Le centellearon los ojos y el labio superior se le contrajo y se retiró, dejándole los dientes al descubierto. Pero su actitud expresaba miedo a la par que ira.
Heath se había inclinado hacia adelante y estaba a punto de decir algo más, cuando Vance se levantó rápidamente y posó una mano sobre el brazo del sargento, conteniéndole. Llegó demasiado tarde, sin embargo, para impedir que ocurriese lo que, evidentemente, había presentido. Lo que había dicho Heath había resultado ya estímulo suficiente para obtener una reacción terrible en su víctima.
—¡Qué me importa a mí lo que diga ese cerdo! —aulló, señalando con tembloroso dedo al sargento.
De sus labios trémulos empezaron a salir denuestos, blasfemias, maldiciones, en voz chillona. Su ira insensata parecía rebasar todos los límites convenientes. Tenía la enorme cabeza echada hacia adelante como la de un pitón y el rostro contorsionado y azulado.
Vance le vigilaba atentamente y el fiscal había echado hacia atrás la silla, instintivamente. Hasta el propio Heath quedó sobresaltado por la inexpresable malignidad de Rex.
No sé lo que hubiera ocurrido si en aquel momento no hubiera entrado Von Blon rápidamente en el cuarto y posado una mano sobre el hombro del joven.
—¡Rex! —dijo en voz serena y autoritaria—, domínese un poco. Está turbado y está asustando a Ada.
El otro dejó de hablar bruscamente; pero la ferocidad de su actitud no desapareció completamente. Se sacudió con furia la mano del médico y se volvió, encarándose con él.
—¿Por qué se entremete usted? —exclamó—. Siempre anda entrometiéndose en esta casa, viniendo cuando nadie le ha llamado y husmeando nuestros asuntos. La parálisis de mamá no es más que una excusa. Usted mismo ha dicho que nunca se curará y, sin embargo, sigue viniendo, trayéndole medicina y presentando factura —dirigió una mirada astuta—. ¡A mí no me engaña usted! ¡Yo ya sé a qué viene aquí! ¡Por Sibella! —volvió a adelantar la cabeza y sonrió con perspicacia—. Sería un buen partido para un médico, ¿verdad? Dinero de sobra…
De pronto calló. No apartó la mirada de Von Blon; pero se encogió y su rostro empezó a temblar nerviosamente de nuevo. Alzó un dedo trémulo. Y, al hablar, su voz fue creciendo, excitada.
—Pero el dinero de Sibella no es suficiente. Quiere usted el nuestro además del de ella. Conque está tomando sus medidas para que Sibella lo herede todo…
¡Eso es!… ¡Eso es!… Usted es el que ha estado haciendo todo esto… ¡Santo Dios!… Usted tiene el revólver de Chester… ¡Usted se lo llevó! Y tiene una llave de esta casa. No le habrá costado ningún trabajo hacérsela. Así es como entró.
Von Blon agitó la cabeza tristemente, y sonrió con tolerancia. Era una situación embarazosa; pero supo llevarla bastante bien.
—Vamos, Rex —dijo con serenidad, como quien habla con un niño díscolo—. Ya ha dicho usted bastante.
—¡Ah, sí! —murmuró Rex, brillándole extrañamente la mirada—. Usted sabía que Chester tenía el revólver. Se fue con él de excursión el verano que lo compró… Me lo dijo él mismo al día siguiente de haber sido asesinada Julia.
Los ojos parecían a punto de saltársele de las órbitas; un espasmo sacudió su macilento cuerpo; y sus dedos empezaron a jugar de nuevo con el borde de su chaqueta.
Von Blon se adelantó rápidamente y, posándole una mano en cada hombro, le sacudió.
—¡Basta ya, Rex! —sus palabras eran una orden—. Si sigue usted así tendremos que encerrarle en un manicomio.
La amenaza fue hecha en un tono que a mí me pareció innecesariamente brutal; pero surtió el deseado efecto. Brilló el temor en los ojos de Rex. Pareció quedarse exangüe de repente y permitió dócilmente que Von Blon se lo llevara del cuarto.
—¡Lindo tipo ese Rex! —contestó Vance—. No es la clase de persona que escogería uno como compañero. Pero oiga, sargento, no debía usted haberle pinchado tanto al muchacho.
Heath soltó un gruñido.
—A mí no me diga usted que ese hombre no sabe algo. Y puede estar usted completamente seguro de que registraré su cuarto de arriba abajo en busca de ese revólver.
—Se me antoja a mí —apuntó Vance— que es demasiado alocado para haber podido proyectar los asesinatos. Podrá perder los estribos si se le provoca y pegarle al que se ponga delante con lo primero que encuentre; pero dudo que sea capaz de formular un plan y aguardar el momento oportuno para desarrollarlo.
—Está bastante asustado por algo —insistió Heath.
—¿Acaso no tiene motivos para estarlo? Tal vez crea que el misterioso pistolero le escoja a él ahora como blanco.
—Si es que hay algún pistolero, ha dado muestras de muy mal gusto al no escoger a Rex como primera víctima.
Era evidente que el sargento aún estaba resentido por los insultos que hacía poco le habían sido dirigidos.
Von Blon regresó en aquel momento a la sala, algo preocupado.
—He logrado tranquilizar a Rex —dijo—. Le he dado un calmante. Dormirá unas cuantas horas y despertará arrepentido. Rara vez le he visto tan violento como hoy. Es supersensitivo…, padece de neurastenia cerebral… y tiende a perder los estribos. Pero nunca es peligroso —escudriñó nuestros semblantes rápidamente—: Uno de ustedes debe de haberle dicho algo bastante fuerte.
Heath pareció algo corrido.
—Le pregunté yo dónde había escondido el revólver.
—¡Ah! —el médico dirigió al sargento una mirada interrogadora y de reproche—. ¡Mal hecho! Tenemos que andar con cuidado con Rex. Está bien mientras no se le hace demasiado la contra. Pero no veo exactamente qué objeto podría usted perseguir al interrogarle acerca del revólver. Supongo que no creerá usted que él haya tenido parte en esos horribles asesinatos.
—Usted dígame quién los cometió, doctor —contestó Heath, combativo—, y entonces le diré yo de quién no desconfío.
—Lamento no poder ayudarle en ese particular —replicó Von Blon con su voz agradable de costumbre—; pero puedo asegurarle que Rex no ha tomado parte alguna en ellos. Están en completa contradicción con su estado patológico.
—Esa es la excusa que alegan el cincuenta por ciento de los asesinos de alto copete a quienes pillamos con las manos en la masa —respondió Heath.
—Veo que no puedo discutir con usted —suspiró Von Blon con sentimiento, y se volvió hacia Markham—. Las absurdas acusaciones de Rex me extrañaron enormemente; pero puesto que este señor confiesa que él acusó al muchacho de tener el revólver, la situación resulta bastante clara. El instinto de conservación se manifiesta frecuentemente de esa manera… Se intenta cargarle a otro con la culpa. Habrá comprendido usted que Rex no hacía más que intentar que yo despertara sospechas para librarse de él. Es una lástima, porque él y yo siempre hemos sido buenos amigos. ¡Pobre Rex!
—¡A propósito, doctor! —dijo Vance con voz indolente—: ¿Es cierto eso de que fuera usted de excursión con mister Chester Greene cuando compró el revólver? O… ¿se trata de una simple fantasía agrandada por el instinto de conservación de Rex?
Von Blon sonrió con urbanidad y, ladeando un poco la cabeza, pareció hacer memoria.
—Tal vez sea cierto —confesó—. Hice una larga excursión con Chester en cierta ocasión. Sí…, es muy probable…, aun cuando no me gustaría asegurarlo definitivamente. ¡Hace tanto tiempo ya!…
—Creo que fue hace unos quince años, según mister Greene. ¡Ah, sí…, hace mucho tiempo ya! Eheu! fugaces postumes. Postume, labuntur anni. Es como para deprimir a cualquiera. ¿Y recuerda usted si mister Greene llevaba el revólver en aquella excursión, doctor?
—Ahora que usted lo menciona, creo recordar que sí llevaba uno, aun cuando tampoco puedo decírselo con absoluta seguridad.
—Quizá recordará usted si lo empleó para tirar al blanco —la voz de Vance era dulce y despreocupada—. Para tirar contra troncos de árbol, botes de hojalata y todo eso.
Von Blon movió afirmativamente la cabeza.
—Sí…, es muy posible.
—Y usted mismo tal vez tirara unas veces, ¿eh?
—Es muy posible también —Von Blon habló musitando, como quien recuerda diabluras de chiquillo—. Sí; es muy posible, en efecto.
Vance volvió a guardar silencio, y el médico, después de vacilar unos instantes, se puso en pie.
—Lo siento, pero he de marcharme.
Y haciendo una reverencia se dirigió a la puerta.
—¡Ah!, y a propósito —dijo, deteniéndose—; por poco me olvido de decirles que mistress Greene me dijo que deseaba verles a ustedes antes que se marcharan. Perdónenme si les digo que tal vez sea prudente seguirle la corriente. Es algo vieja, ¿saben?, y el hallarse inválida la ha hecho irritable y exigente.
—Me alegro que haya mencionado a mistress Greene, doctor —fue Vance el que habló—. Tenía la intención de interrogarle acerca de ella. ¿Qué clase de parálisis es la suya?
Von Blon pareció sorprendido.
—Una especie de paraplejía dolorosa…; es decir, parálisis de las piernas y de la parte inferior del cuerpo, acompañada de dolores bastante fuertes debidos a la presión de los endurecimientos sobre el cordón espinal y los nervios. No ha sobrevenido, sin embargo, ninguna tendencia al pasmo en los miembros. Se quedó así de pronto, sin ningún síntoma premonitorio, hace cosa de diez años…, probablemente como consecuencia de una mielitis transversa. En realidad, no puede hacerse otra cosa que mantenerla lo más cómoda posible con tratamiento sintomático y tonificar la acción del corazón. Una sexagésima de estricnina, tres veces al día, se encarga de reglamentar la circulación.
—¿No existe posibilidad de que se trate de una acinesia histérica?
—¡Santo Dios, no! No hay nada de histeria —luego sus ojos se abrieron desmesuradamente de asombro—. ¡Ah! ¡Ya comprendo! No; no existe posibilidad de curación; ni parcial tan siquiera. Se trata de parálisis orgánica.
—¿Y atrofia?
—Sí. Tiene atrofia muscular muy marcada ahora.
—Muchísimas gracias.
Vance se recostó en su asiento con los ojos medio entornados.
—No hay de qué darlas… Y no olvide, mister Markham, que siempre estoy dispuesto a ayudar en todo lo que pueda. No vacile usted en llamarme si me necesita.
Volvió a hacer una reverencia y salió.
Markham se puso en pie y estiró las piernas.
—Vamos; se nos conmina a que comparezcamos.
Evidentemente, hacía un esfuerzo por evadirse de la sombría depresión del caso.
Mistress Greene nos recibió casi con cordialidad.
—Ya sabía yo que accederían a la petición de una pobre anciana inválida —dijo, con una sonrisa—, a pesar de que estoy acostumbrada ya a que no se me haga caso. Nadie presta atención a mis deseos.
La enferma se hallaba sentada en la cama, la enfermera estaba a la cabecera arreglando las almohadas debajo de los hombros de la señora.
—¿Se encuentra usted cómoda ahora? —preguntó.
Mistress Greene hizo un gesto de molestia.
—¡Valiente cosa le importa a usted que esté yo cómoda o no! ¿Por qué no me quiere dejar en paz? Siempre me está molestando. Las almohadas estaban bien ya. Y de todas formas, no la necesito a usted aquí ahora. Vaya a sentarse a la cabecera de Ada.
La enfermera respiró hondamente, con resignación, y salió en silencio del cuarto, cerrando la puerta tras sí.
Mistress Greene volvió a asumir su actitud cordial.
—Nadie comprende mis necesidades tan bien como Ada, mister Markham. ¡Qué alivio tan grande sentiré cuando mi querida niña se restablezca lo suficiente para poder cuidarme otra vez! Pero no debo quejarme; supongo que la enfermera hace todo lo que sabe. Tengan la bondad de sentarse, señores…, aunque, ¡qué no daría yo por poder estar de pie como están ustedes! Nadie se da cuenta de lo que significa estar paralítica y no poderse valer.
Markham no aceptó la invitación. Aguardó a que acabara ella de hablar y dijo:
—Créame, señora; cuenta usted con mi más sincera simpatía… ¿Me mandó usted llamar, según me ha dicho el doctor Von Blon?
—¡Sí! —le miró calculadora—. Quiero pedirle a usted un favor.
Hizo una pausa, y Markham contestó inclinando la cabeza; pero no articuló palabra.
—Quería pedirle a usted que abandonase esta investigación. Ya me he llevado bastantes disgustos y molestias. Pero no importa. Estoy pensando en la familia…, en el buen nombre de los Greene —un dejo de orgullo apareció en su voz—. ¿Qué necesidad hay de arrastrarnos por el lodo y hacernos objeto de las sátiras y comidillas de la canalla? Yo deseo paz y tranquilidad, mister Markham. No viviré mucho ya. ¿Y por qué ha de estar mi casa llena de Policía, porque Julia y Chester hayan recibido su merecido por abandonarme y dejarme sufrir aquí sola? Soy una vieja y una inválida y merezco un poco de consideración.
Se nubló su semblante y su voz se tornó áspera.
—¡No tienen ustedes derecho a venir aquí y trastornar mi casa y molestarme de manera tan ultrajante! No he descansado ni un solo momento desde que empezó todo esto, y me está doliendo tanto la espina dorsal, que apenas puedo respirar —respiró dos o tres veces de una manera estertorosa y sus ojos centellearon con indignación—. No espero mejor tratamiento de mis hijos; son duros y no piensan. Pero usted, mister Markham, un hombre de fuera, un extraño…, ¿por qué ha de querer atormentarme con toda esa conmoción? ¡Es ultrajante…, inhumano!
—Siento mucho que la presencia de los representantes de la Ley la molesten en su casa —le contestó Markham con gravedad—; pero ¡no tengo otro remedio! Cuando se ha cometido un crimen, tengo el deber de investigarlo y de usar todos los medios de que dispongo para que se le haga justicia al culpable.
—¡Justicia! —la anciana repitió la palabra con desdén—. ¡Ya se ha hecho justicia! He quedado vengada por los tratos que he recibido durante todos estos años que he permanecido aquí, impotente.
El odio implacable y cruel que la mujer sentía hacia los hijos y la fría satisfacción que mostraba ante la muerte de dos de ellos producía una sensación de terror. Markham, hombre de corazón noble, se rebeló contra esa actitud.
—Por mucha satisfacción que pueda usted tener al saber el asesinato de su hijo y de su hija, señora —dijo con frialdad—, no me dispensa del deber de capturar al asesino. ¿Deseaba usted hablarme de alguna otra cosa?
La anciana permaneció un instante silenciosa, con el rostro lleno de furia impotente. Lanzó una mirada de ferocidad a Markham. Mas de pronto la expresión rencorosa desapareció de sus ojos y exhaló un suspiro profundo.
—No; puede usted marcharse ahora. No tengo nada más que decir. De todos modos, ¿quién se preocupa de una anciana inválida como yo? A mi edad ya debería yo saber que nadie piensa en mi comodidad, que soy una molestia y un estorbo para todo el mundo…
Su voz lastimera nos siguió cuando escapábamos.
—¿Sabes, Markham? —dijo Vance cuando entrábamos en el vestíbulo inferior—. La emperatriz viuda no deja de tener razón. Su indicación es digna de ser tenida en cuenta. La voz del deber puede llamarte a esclarecer este caso, pero ¿dónde se puede investigar? No hay nada que parezca normal en esta casa, nada que se preste a un raciocinio lógico. ¿Por qué no seguimos su consejo y abandonamos el caso? Aunque se averigüe la verdad, lo más probable es que resulte ser una victoria jurídica. Temo que sea más terrible que los crímenes mismos.
Markham no se dignó contestar. Estaba familiarizado con las herejías de Vance, y además sabía que Vance sería la última persona que abandonase un problema sin resolverlo.
—Contamos con algo para comenzar, mister Vance —expuso Heath en tono solemne, pero sin entusiasmo—. Tenemos, por ejemplo, estas huellas; y hemos de encontrar el revólver desaparecido. Dubois se halla arriba, en este momento, tomando las huellas digitales. Y los informes relativos a los criados llegarán pronto. ¡Quién sabe lo que puede surgir dentro de unos días! Tengo a una docena de agentes trabajando sobre este caso desde anoche.
—¡Qué celo, sargento! Pero la verdad se oculta en la atmósfera de este viejo caserón, no en pistas tangibles. Se halla en un lugar de estas vetustas y enredadas habitaciones; acecha desde rincones oscuros y desde detrás de las puertas. Está aquí…, en este mismo vestíbulo quizá.
Habló en tono de preocupación, y Markham le dirigió una mirada penetrante.
—Creo que tienes razón, Vance—-murmuró—. Mas ¿cómo se la puede descubrir?
—Francamente, lo ignoro. ¿Cómo se localizan los espectros? Nunca he tenido mucha familiaridad con los fantasmas.
—¡Estás diciendo tonterías! —Markham se puso bruscamente el abrigo y se dirigió a Heath—. Prosiga su labor, sargento, y manténgase en contacto conmigo. Si no saca rada en claro de sus pesquisas, discutiremos la medida que convendrá adoptar.
El, Vance y yo salimos a la calle con dirección al automóvil que esperaba.