10. EL CERRAR DE UNA PUERTA

(Viernes 12 de noviembre, 9:30 horas)

Mientras hablaba Heath, Sproot pasó al vestíbulo, abrió la puerta principal y dio paso al doctor Von Blon.

—Buenos días, Sproot —le oímos decir, en su voz agradable de costumbre—. ¿Hay algo nuevo?

—No, señor, creo que no —respondió el mayordomo, con voz opaca—. El fiscal y la Policía están aquí… Permítame que le coja el abrigo.

Von Blon echó una mirada a la sala y, al vernos, se detuvo y nos saludó con una inclinación de cabeza. Luego vio al doctor Doremus, con quien ya se había encontrado la noche de la primera tragedia.

—¡Oh!, buenos días, doctor —dijo, adelantándose—. Temo que no le di las gracias por la ayuda que me prestó la otra noche en el caso de miss Ada. Permítame que subsane la omisión.

—No hay de qué darme las gracias —le aseguró Doremus—. ¿Cómo va la paciente?

—La herida se está cerrando muy bien. No hay nada de fermentación ni supuración. Subo ahora a ver cómo marcha—-se volvió, interrogador, hacia el fiscal—. Supongo que no habrá inconveniente, ¿verdad?

—Ninguno, doctor —respondió Markham; luego se puso en pie rápidamente—. Le acompañaremos, si no tiene usted nada que objetar. Quisiera hacerle unas cuantas preguntas a miss Ada y tal vez sea mejor hacerlo en presencia de usted.

Von Blon dio su consentimiento sin vacilar.

—Bueno, me marcho; tengo mucho que hacer —anunció Doremus.

Nos estrechó a todos la mano. Luego se fue.

—Más vale que nos enteremos de si le han dado a miss Ada la noticia de la muerte de su hermano —sugirió Vance cuando subíamos la escalera—. Si no lo han hecho, creo que la tarea le corresponde a usted, doctor.

La enfermera, a quien Sproot, sin duda alguna, le había anunciado la llegada de Von Blon, se reunió con nosotros en el pasillo del primer piso y nos dijo que no tenía la menor noticia de que se le hubiera comunicado a Ada el asesinato de Chester.

Encontramos a la muchacha incorporada en la cama, con una revista sobre sus rodillas. Tenía el semblante pálido aún, pero una vitalidad juvenil brillaba en sus ojos, cosa que demostraba que se hallaba mucho más fuerte. Pareció alarmada al vernos aparecer tan inesperadamente; pero al ver al doctor pareció sentirse más tranquila.

—¿Cómo se siente usted esta mañana, Ada? —preguntó este—. Recuerda a estos caballeros, ¿verdad?

Ella nos dirigió una mirada aprensiva; luego sonrió levemente y nos saludó con un movimiento de cabeza.

—Sí; los recuerdo… ¿Han… descubierto algo acerca de… la muerte de Julia?

—Me temo que no —Von Blon se sentó a su lado y le cogió la mano—. Ha ocurrido otra cosa que tendrá usted que saber, Ada —su rostro expresaba simpatía—. Chester sufrió un accidente anoche…

—¡Un accidente!… ¡Oh! —abrió los ojos desmesuradamente y se estremeció—. Usted quiere decir… —le tembló la voz y acabó por quebrársele—. ¡Ya sé lo que quiere usted decir!… ¡Chester ha muerto!

Von Blon carraspeó y apartó la mirada.

—Sí, Ada. Ha de ser usted valiente y no permitir que eso… la…, la afecte demasiado… Verá…

—¡Le pegaron un tiro! —se le escaparon las palabras de los labios y una expresión de terror cubrió su semblante—. ¡Como a Julia y a mí!

Miró hacia adelante, como fascinada por un horror que sólo ella podía ver.

Von Blon guardó silencio y Vance se acercó a la cama.

—No pensamos engañarla a usted, miss Greene —dijo, en voz dulce—. Ha adivinado la verdad.

—¿Y Rex?… ¿Y Sibella?

—Los dos están bien —le aseguró Vance—. Pero… ¿por qué cree usted que su hermano ha sufrido la misma suerte que miss Julia y que usted?

Ella volvió lentamente la mirada hacia él.

—No lo sé… Lo presentí… Siempre, desde muy niña, me he imaginado que ocurrirían cosas horribles en esta casa. Y la otra noche presentí que había llegado el momento… ¡Oh! ¡No sé cómo explicarlo!… Pero es como si hubiera ocurrido algo que una esperaba ya.

Vance movió afirmativamente y comprensivamente la cabeza.

—Es una casa vieja y malsana. Hace que se le metan a uno ideas muy raras en la cabeza. Pero, claro está, la cosa no tiene nada de sobrenatural. Es una simple coincidencia que haya tenido usted ese presentimiento y que esos desastres hayan ocurrido de verdad. La Policía opina que se trata de un ladrón.

La muchacha no contestó, y Markham se inclinó hacia adelante con una sonrisa tranquilizadora.

—Y vamos a poner dos hombres de guardia en la casa desde este momento en adelante —dijo—, para que no pueda entrar aquí nadie más que quien tenga derecho a hacerlo.

—Como ve usted, Ada —intercaló Von Blon—, no tiene nada de qué preocuparse. Lo único que tiene que hacer es ponerse buena.

Pero la mirada de la joven no se apartó del rostro del fiscal.

—¿Cómo sabe usted —inquirió, con voz; de curiosidad y de tensión— que la…, la persona esa vino del exterior?

—Encontramos sus huellas en la nieve en ambas ocasiones.

—Huellas…, ¿está usted seguro?

Hizo esta pregunta con avidez.

—No cabe la menor duda. Se veían bien claras y pertenecían a la persona que entró aquí y que intentó matarla a usted. Oiga, sargento —hizo una señal a Heath—, enséñele a esta señorita la plantilla.

Heath se sacó el sobre del bolsillo y extrajo la muestra de cartulina que había hecho Snitkin. Ada la cogió y la estudió, y un leve suspiro se le escapó de los labios.

—Como podrá usted observar —sonrió Vance—, no tenía unos pies muy pequeños.

La muchacha le devolvió la cartulina al sargento. Se había disipado su miedo y su mirada se aclaró.

—Y ahora, miss Greene —dijo Vance—, quisiéramos hacerle unas preguntas. En primer lugar: la enfermera dijo que se había usted dormido anoche a las nueve. ¿Es cierto eso?

—Fingí dormirme a esa hora porque la enfermera estaba cansada y mamá se estaba quejando mucho. Pero en realidad no me dormí hasta mucho después.

—Pero… ¿no oyó usted el disparo en el cuarto de su hermano?

—No. Debí de estar dormida ya entonces.

—¿No oyó usted nada?

—Después de haberse acostado toda la familia y de haber cerrado Sproot, no.

—¿Estuvo despierta mucho rato después de haberse retirado Sproot?

La muchacha recapacitó unos instantes, frunciendo el entrecejo.

—Tal vez una hora —dijo, por fin—; pero no lo sé a ciencia cierta.

—No puede haber sido mucho más de una hora —le hizo observar Vance—, porque el disparo se hizo un poco después de las once y media. Y… ¿no oyó usted nada…, ningún ruido en el vestíbulo?

—No —la expresión de miedo empezó a aparecer en su semblante de nuevo—. ¿Por qué lo pregunta?

—Su hermano Rex —explicó Vance— dice haber oído un leve ruido como algo que se arrastrara y el sonido de una puerta que se cerraba poco después de las once.

Entornó Ada los párpados y su mano oprimió, con fuerza, la revista.

—Una puerta que se cerraba… —repitió las palabras en un susurro que apenas se oía—. ¡Oh! ¿Y Rex la oyó?

De pronto abrió los ojos y se separaron sus labios. Acababa de recordar algo, algo que la hizo respirar con más fuerza y que la llenó de alarma.

—¡Yo oí cerrarse esa puerta también! Ahora me acuerdo… Sí…

—¿Qué puerta fue? —inquirió Vance—. ¿Se dio usted cuenta de dónde venía el ruido?

La muchacha negó con la cabeza.

—No…; ¡se cerró tan suave!… Incluso me había olvidado de ello hasta este momento. Pero… ¡la oí!… ¡Oh! ¿Qué significaba?

—Probablemente nada —contestó Vance, adoptando un aire de despreocupación encaminado a calmar sus temores—. Sería el viento, sin duda.

Pero cuando la dejamos, después de unas cuantas preguntas más, observé que el semblante de Ada aún reflejaba una profunda ansiedad.

Vance parecía más pensativo que de costumbre cuando volvimos a la sala.

—Daría mucho por saber qué sabe esa muchacha o qué sospecha —murmuró.

—Ha pasado por un trance bastante angustioso —observó Markham—. Está asustada y ve nuevos peligros en todo. Pero no debe sospechar nada, de lo contrario nos lo habría dicho.

—Ojalá estuviera yo seguro de eso.

El interrogatorio de las dos doncellas y de la cocinera ocupó la hora siguiente. Markham las interrogó no sólo acerca de los acontecimientos relacionados con las dos tragedias, sino acerca de la situación general de los Greene. Se pasó revista a numerosos episodios familiares del pasado y, cuando acabó de hacer preguntas, se había hecho ya cargo del ambiente doméstico. Pero no se descubrió cosa alguna que pudiera estar relacionada, aunque fuera remotamente, con los asesinatos. Siempre había habido, al parecer, abundancia de odio, rencores, malignidad e irritabilidad en el palacio de los Greene. La historia que contó la servidumbre no era muy agradable: era una crónica —incompleta, pero no por eso menos horrible— de querellas diarias, quejas, palabras acerbas, silencios hoscos, envidias y amenazas.

La mayoría de los detalles de tan anormal situación fueron aportados por Hemming, la doncella más vieja. Se mostró menos extática que durante la primera entrevista, aun cuando salpicó sus comentarios con citas bíblicas e insinuaciones acerca de la terrible suerte a que el Señor había condenado a sus pecadores amos. No obstante, hizo una descripción llamativa —aunque exagerada y llena de prejuicios— de la vida que se había desarrollado a su alrededor durante los últimos diez años. Pero cuando se trató de explicar los métodos empleados por el Todopoderoso, para hacer recaer su venganza sobre los malditos Greene, se tornó confusa y oscura. Por fin Markham dejó que se marchara, después que la mujer le hubo asegurado que tenía la intención de permanecer en su puesto para ser, como decía ella, «testigo del Señor cuando su obra justiciera exterminase a los castigados por completo».

Barton, la doncella más joven, por su parte, anunció claramente que no quería tener más tratos con los Greene mientras viviese. Estaba verdaderamente asustada y, después de haber sido consultados Sibella y Sproot, se le abonó el sueldo y se le dijo que podía hacer el equipaje. Menos de media hora después entregó su llave y se marchó con todo lo que tenía. Lo que dejó dicho resultaba, en su mayor parte, una confirmación de las declaraciones de Hemming. Ella, sin embargo, no consideraba los dos asesinatos como obra de un Dios ultrajado. Su punto de vista era más práctico y terreno.

—Algo terrible ocurría aquí —dijo, olvidando, de momento, su amor a la coquetería—. Los Greene son una gente muy extraña. Y la servidumbre es muy rara también… Mister Sproot lee libros en idiomas extranjeros; Hemming predica azufre y fuego, y la cocinera anda por todas partes como hipnotizada, hablando sola y sin querer responder cuando le hablan… Y… ¡qué familia!… Mistress Greene no tiene corazón. Es una verdadera bruja y echa a veces unas miradas como si quisiera estrangularla a una. Si hubiese sido miss Ada, me hubiera vuelto loca hace tiempo. Pero, después de todo, miss Ada no es mejor que los demás. Obra con mucha dulzura y todo eso; pero yo la he visto patalear en su cuarto con cara de demonio. Y una vez me habló usando un lenguaje, que tuve que taparme los oídos. Y miss Sibella es un carámbano…, menos cuando se pone furiosa: entonces sería capaz de matarle a uno si se atreviese a reírse de verla así. Y había algo raro entre ella y mister Chester. Desde que miss Julia murió asesinada no han parado de hablarse a escondidas, cuando creían que nadie les veía. Y ese doctor Von Blon que viene aquí con tanta frecuencia es de cuidado. Ha estado metido en el cuarto de miss Sibella, con la puerta cerrada, la mar de veces, cuando ella estaba tan enferma como lo están ustedes ahora. ¿Y mister Rex? Es un hombre la mar de raro también. Se me pone carne de gallina cada vez que se me acerca. Miss Julia no era tan rara como los demás. Sólo que odiaba a todo el mundo y era muy ruin.

Barton había hablado locuazmente, con toda la exageración de una comadre que se siente ultrajada, y Markham no había querido interrumpirla. Intentaba sacar algún dato útil de todo aquel mar de palabras; pero cuando acabó de pasarlo todo por criba de análisis, no le quedó nada más que unos cuantos granos de escándalo.

La cocinera resultó aún menos iluminadora. Taciturna por naturaleza, se tornó casi muda cuando se abordó el asunto de los asesinatos. Parecía producirle un hosco resentimiento el que se le interrogara siquiera. Es más, a medida que Markham proseguía con mucha paciencia su interrogatorio, fue aumentando mi impresión de que su actitud era, deliberadamente, defensiva, como si se hubiera acogido a la reticencia como arma. Vance también se dio cuenta de esta actitud porque, durante una pausa en la entrevista, movió su silla hasta colocarse de lleno de cara a ella.

Frau Mannheim —dijo—, la última vez que estuvimos aquí, dijo usted que mister Tobías Greene conocía a su esposo y que, basándose en esa amistad, solicitó usted una plaza aquí al morir su marido.

—¿Y por qué no había de hacerlo? —inquirió ella, con testarudez—. Yo era pobre y no tenía ningún otro amigo.

—¡Ah! ¡Amigo! —Vance se agarró a la palabra—. Y, puesto que en otros tiempos tuvo usted amistad con mister Greene, seguramente conocería ciertas cosas de su pasado que tal vez pueden tener relación con la situación actual. Porque no es imposible que los crímenes cometidos aquí durante estos últimos días estén relacionados con asuntos que tuvieron lugar aquí hace años. Esto no lo sabemos, claro está; pero le estaremos muy agradecidos si intentara ayudarnos en este particular.

Mientras él hablaba, la mujer se había ido poniendo rígida. Había apretado las manos, que yacían sobre sus faldas, y los músculos de sus labios se habían atirantado también.

—No sé nada —fue su única contestación.

—¿Cómo explica usted —inquirió Vance— el asombroso hecho de que mister Greene diera órdenes de que se le tuviera a usted aquí mientras quisiese?

—Mister Greene era un hombre muy bondadoso —afirmó ella con voz opaca—. Algunos le creían duro y le acusaban de ser injusto; pero siempre fue bueno para mí y para los míos.

—¿Conocía mucho a mister Mannheim?

Hubo una pausa durante la cual la alemana siguió mirando hacia adelante.

—Ayudó a mi esposo una vez cuando se encontraba en apuros.

—¿Cómo es que hizo eso?

Hubo otra pausa. Luego:

—Habían hecho no se qué negocios juntos… en Europa.

Frunció el entrecejo y pareció inquieta.

—¿Cuándo fue eso?

—No recuerdo. Fue antes que me casara.

——¿Y dónde conoció usted a mister Greene?

—En mi casa, en Nueva Orleans. Había ido allí a ver a mi esposo por cuestión de negocios.

—Y deduzco que se hizo amigo de usted también.

La mujer guardó un silencio obstinado.

—Hace un momento —prosiguió Vance— empleó usted la expresión «a mí y a los míos». ¿Tiene usted hijos, mistress Mannheim?

Por primera vez durante la entrevista su rostro cambió rápidamente de expresión. Un destello de ira apareció en sus ojos.

—¡No!

La negativa fue como una exclamación.

Vance quedose letárgico durante unos momentos.

—¿Vivió usted en Nueva Orleans hasta que se colocó en esta casa? —preguntó, por fin.

—Sí.

—Y… ¿murió su esposo allí?

—Sí.

—Eso hace trece años, según tengo entendido. ¿Cuánto tiempo hacía, antes de eso, que había usted visto a mister Greene?

—Cosa de un año.

—Conque eso, señora, hace catorce años.

A través de la calma de la mujer se notó algo de aprensión rayando en el temor.

—E hizo usted un largo viaje a Nueva York para buscar la ayuda de mister Greene —musitó Vance—. ¿Por qué tenía usted tanta confianza de que le daría trabajo después de la muerte de su esposo?

—Mister Greene era un hombre muy bueno —fue lo único que quiso contestar.

—Quizá —insinuó Vance— le había hecho a usted algún otro favor que haría creer que podía confiar en su generosidad, ¿eh?

—Eso no hace al caso.

Vance cambió de tópico.

—¿Qué piensa usted de los crímenes que se han cometido en esta casa?

—No pienso en ellos —murmuró ella.

Pero la ansiedad que se adivinaba en su voz daba el mentís a sus palabras.

—Alguna opinión tendrá usted mistress, Mannheim, después de haber estado aquí tanto tiempo —la atenta mirada de Vance no se apartó de ella—. ¿Quién cree usted que puede haber tenido motivo para empeñarse tanto en hacer daño a esta familia?

De pronto perdió ella su dominio sobre sí.

—Du lieber Herr Jesus. ¡No lo sé! —era como un grito de angustia—. Miss Julia y mister Chester tal vez… gewiss eso se comprendería. Odiaban a todo el mundo. Eran duros, sin corazón. Pero la pequeña Ada… der susse Engel! ¿Por qué habían de querer hacerle daño?

Comprimió los labios y poco a poco recobró su expresión de tranquilidad.

—¿Por qué, en efecto?

Se notaba un dejo de simpatía en la voz de Vance. Después de una pausa se puso en pie y se acercó a la ventana.

—Puede usted regresar a su cuarto ahora, Frau Mannheim —dijo, sin volverse—. No permitiremos que le vuelva a ocurrir cosa alguna a la pequeña Ada.

La mujer se puso en pie pesadamente y, con una mirada de inquietud dirigida a Vance, salió del cuarto.

En cuanto se hubo marchado, Markham dio la vuelta.

—¿De qué sirve revolver toda esa historia antigua? —inquirió irritado—. Tratamos con cosas que han sucedido en los últimos días y pierdes un tiempo precioso intentando averiguar por qué contrató Tobías Greene a una cocinera hace trece años.

—Existen unas cosas que se llaman causa y efecto —observó, tranquilamente, Vance; y con frecuencia hay un intervalo bastante largo entre las dos.

—De acuerdo. Pero… ¿qué relación puede tener esta cocinera alemana con los asesinatos?

—Tal vez ninguna —Vance cruzó el cuarto, con la mirada fija en el suelo—. Pero Markham, querido, nada parece tener conexión alguna con este desastre. Y, sin embargo, todo parece tener una relación posible. La casa entera parece estar empapada de vagos significados. Un centenar de manos fantasmas están señalando al culpable y, en cuanto intenta uno describir en qué dirección señalan, las manos desaparecen. Es una pesadilla. Nada significa nada; por consiguiente, cualquier cosa puede tener un significado.

—Mi querido Vance, no estás en forma —protestó Markham, con tono molesto y de reproche—. Tus comentarios son peores que los delirios de las sibilas. ¿Qué importa que Tobías Greene tuviera tratos con un tal Mannheim en el pasado? El viejo Tobías se metió en muchos negocios sucios, si han de creerse los rumores que circulaban hace veinticinco o treinta años. Siempre andaba corriendo de un extremo a otro del mundo para llevar a cabo alguna misión misteriosa y siempre volvía a casa con los bolsillos bien llenos. Y es del dominio público que se pasó muchas temporadas en Alemania. Si intentas investigar su pasado para hallar una explicación de lo ocurrido aquí ahora, tienes trabajo para rato.

—Interpretas mal mis observaciones —respondió Vance, deteniéndose ante el retrato de Tobías pintado al óleo que colgaba sobre la chimenea—. Repudio toda ambición a convertirme en historiador de la familia de los Greene… No tenía mala cabeza ese Tobías —comenzó, calándose el monóculo e inspeccionando el retrato—. Es un tipo interesante. Frente dinámica, propia de un erudito. Nariz basta de entrometido. Sí; no cabe duda que Tobías emprendió más de una aventura. Una boca cruel, sin embargo…, bastante siniestra en realidad. ¡Lástima que la barba no permita ver bien la barbilla! Seguramente sería redonda, con una hendidura profunda…; barbilla de la cual Chester no era más que un simulacro.

—Es muy interesante todo eso —dijo Markham, burlón—. Pero la frenología me deja frío esta mañana. Dime, Vance, ¿acaso se te ha ocurrido la melodramática idea de que el viejo Mannheim pueda haber resucitado y vuelto a vengarse en los Greene del daño que pueda haberle hecho Tobías en el remoto pasado? No se me ocurre ninguna otra cosa que explique las preguntas que le hiciste a mistress Mannheim. No olvides, sin embargo, que Mannheim ha muerto.

—Yo no asistía a su entierro —dijo Vance, dejándose caer perezosamente en su silla.

—No seas tan inexpresablemente fútil —exclamó el fiscal—. ¿Qué te está pasando ahora por la cabeza?

—¡Qué expresión más acertada! Expresa mi estado mental a la perfección. Me están pasando por la cabeza numerosas cosas. Pero ninguna se queda dentro. Mi cerebro es un verdadero colador.

Stahl se metió en la discusión.

—Yo opino que eso de Mannheim es una tontería. Hemos de habérnoslas con el presente, y el tipo que cometió los asesinatos anda rondando por ahí ahora mismo.

—Probablemente tiene usted razón, sargento —asintió Vance—. Pero… ¡qué rayos!…, se me antoja que todos los ángulos del asunto… y, si a eso viene, todas las cúspides, los arcos, tangentes, parábolas, senos, radios e hipérboles… están completamente estrangulados.