(Viernes 12 de noviembre, 21 horas)
En aquel instante, uno de los detectives que yo había visto en la sala condujo a nuestra presencia al doctor Doremus, médico forense, hombre activo y nervioso. Miró a los circunstantes, tiró el sombrero y el abrigo sobre una silla y estrechó la mano de todos.
—¿Qué intentan hacer sus amigos, sargento? —inquirió mirando el cadáver que reposaba sobre la silla—. ¿Liquidar a toda la familia?
Sin aguardar respuesta a la fúnebre chanza, se acercó a las ventanas y alzó ruidosamente las cortinas.
—¿Han acabado ustedes ya de examinar los restos? —dijo—. Si así es, me pondré yo a trabajar.
—Ya puede empezar —dijo Heath; se trasladó el cadáver de Chester Greene a la cama—. ¿Y la bala, doctor? ¿Hay probabilidades de conseguirla antes de la autopsia?
—¿Cómo quiere usted que la saque sin una sonda y unas pinzas? —el médico apartó el batín y examinó la herida—. Pero veré lo que se puede hacer —luego se alzó y miró, sonriendo, al sargento—. Bueno; espero su pregunta de costumbre acerca de la hora en que murió.
—Ya lo sabemos.
—¡Ah! Ojalá lo supieran siempre. Después de todo, eso de calcular la hora de una defunción mediante el examen del cadáver es una tontería. Lo más que podemos hacer es ofrecer un cálculo aproximado. El rigor de la muerte tarda en presentarse más o menos, según la persona. No me tome usted nunca muy en serio, sargento, cuando le cite una hora exacta. Sin embargo, vamos a ver…
Pasó las manos por el cadáver, le desdobló los dedos, movió la cabeza y acercó un ojo a la sangre coagulada de la herida. Luego se meció sobre las puntillas de los pies y miró hacia el techo.
—¿Qué le parece si decimos unas diez horas? Entre las once y media y medianoche, por ejemplo. ¿Qué tal?
Heath rio.
—Ha dado usted en el clavo, doctor.
—¡Vaya, vaya! Siempre he sido un buen adivino —observó el médico con indiferencia, al parecer.
Vance había seguido a Markham al pasillo.
Heath se reunió con nosotros y, al mismo tiempo, la enfermera apareció en la puerta del cuarto de mistress Greene. Una voz quejumbrosa y dictatorial surgió de las profundidades del cuarto, detrás de ella.
—… Y dígale usted a quienquiera que sea el encargado que deseo verle… inmediatamente, ¿comprende? Es un ultraje toda esta conmoción y esta excitación mientras yo yazgo aquí dolorida, procurando descansar un poco. Nadie me tiene la menor consideración.
Heath hizo una mueca y miró hacia la escalera; pero Vance asió a Markham del brazo.
—Vamos a animar un poco a la anciana.
Al entrar nosotros en el cuarto, mistress Greene, incorporada en la cama y apoyada, como de costumbre, sobre una serie de cojines policromos, se envolvió fuertemente en su toquilla.
—¡Ah!, son ustedes, ¿eh? —nos saludó, moderando algo su tono—. Creí que eran esos abominables guardias que volvían a obrar como si fueran los amos de mi casa. ¿Qué significa todo este jaleo, mister Markham? Mi enfermera me dice que a Chester le han matado de un tiro. ¡Vaya, vaya! Si la gente se empeña en hacer esas cosas, ¿por qué viene a mi casa y molesta a una pobre vieja como yo? Hay muchos otros sitios donde podrán irse a disparar —parecía estar la mar de resentida de que el asesino hubiera escogido la casa de los Greene para llevar a cabo su nefasta tarea—. Pero no me extrañan ya estas cosas. Nadie piensa en mis sentimientos. Y si mis propios hijos se complacen en hacer todo lo que pueda molestarme, ¿por qué he de esperar que los extraños me guarden consideraciones?
—Cuando uno está decidido a asesinar, mistress Greene —contestó Markham, molesto por aquella insensibilidad—, no se para a pensar en las molestias que su crimen pueda causar a los demás.
—Supongo que no —murmuró ella, plañidera—; pero la culpa de todo la tienen mis hijos. Si fueran como debían ser, no entraría aquí nadie para intentar asesinarlos.
—Y lograrlo, por desgracia —agregó Markham con frialdad.
—Bueno; eso es inevitable —dijo la anciana, con brusca amargura—. Es un castigo por la forma en que han tratado a su pobre madre, que lleva diez años aquí tendida, paralítica. ¿Y cree usted que intentan hacerme llevadera la dolencia? ¡No! Aquí he de quedarme, día tras día, sufriendo lo indecible con la espina dorsal, sin que ellos se acuerden para nada de mí —en sus ojos apareció una mirada de astucia—. Pero sí que piensan en mí a veces. ¡Ah, sí! Piensan lo agradable que resultaría que estuviese yo fuera del paso. Entonces heredarían ellos todo el dinero…
—Tengo entendido, señora —le interrumpió Markham bruscamente—, que estaba usted dormida anoche a la hora en que murió su hijo.
—¿Sí? Pues, tal vez lo estuviera. Es un milagro, sin embargo, que no dejara alguien la puerta abierta, nada más para que no pudiera dormir tranquila.
—¿No conoce usted a nadie que pudiera tener motivos para querer matar a su hijo?
—¿Cómo quiere que lo sepa yo? Nadie me dice a mí nada. Soy una pobre inválida solitaria y abandonada…
—Bueno, no la molestaremos a usted más, mistress Greene.
El tono de Markham tenía algo de simpatía y de consternación.
Al bajar nosotros la escalera, la enfermera abrió la puerta que habíamos cerrado al salir, dejándola entreabierta, sin duda, respondiendo a una orden de la enferma.
—No es una anciana muy agradable, que digamos —rio Vance, cuando entramos en la sala—. Hubo un instante, Markham, en que creí que ibas a darle una bofetada.
—Confieso que no me faltaron ganas. Sin embargo, no pude menos de compadecerla. No obstante, un egoísmo tan grande como el suyo le ahorra a uno la mar de angustia mental. Parece considerar todo este asunto como una conspiración encaminada a molestarla.
Sproot apareció, obsequioso, en la puerta.
—¿Desean los señores que les traiga una taza de café?
En su rostro arrugado no se reflejaba emoción alguna. Los acontecimientos de los días pasados no parecían haberle afectado en absoluto.
—No, no deseamos café, Sproot —le dijo Markham con brusquedad—; pero tenga la amabilidad de pedirle a miss Sibella que venga aquí.
—Sí, señor.
El viejo se marchó y unos cuantos minutos más tarde entró Sibella, que venía fumando un cigarrillo y con una mano metida en el bolsillo de una chaqueta de un verde chillón. A pesar de su aire de despreocupación, estaba pálida y su palidez contrastaba singularmente con el rojo intenso de sus pintados labios. Sus ojos, por añadidura, reflejaban cansancio y, cuando habló, su voz sonaba forzada, como si desempeñara un papel con el que no lograba identificarse por completo. Nos saludó bastante alegremente, sin embargo.
—Buenos días a todos. Malos auspicios, para hacer visitas —se sentó en el brazo de un sillón y meció una pierna—. No cabe la menor duda de que alguien nos guarda algún rencor a nosotros, los Greene. ¡Pobre Chet! Ni siquiera murió con las botas puestas, sino con zapatillas de fieltro. ¡Qué final para un entusiasta del aire libre! Bueno, supongo que se me ha llamado aquí para que cuente mi historia. ¿Por dónde empiezo?
Se puso en pie y, tirando el cigarrillo medio consumido en el hogar, se sentó en una silla de respaldo recto frente a Markham, colocando las esbeltas y puntiagudas manos sobre la mesa, delante de ella.
Markham la contempló durante unos instantes.
—Tengo entendido que se hallaba usted despierta anoche, leyendo en la cama, cuando sonó el disparo en el cuarto de su hermano.
—Leía Naná, de Zola. Mi madre me dijo que no debía leer esa obra, por eso la compré inmediatamente. Me llevé un desencanto, sin embargo.
—Y… ¿qué hizo usted, exactamente, después de oír el disparo? —inquirió el fiscal, procurando dominar el enfado que la despreocupación de la muchacha le producía.
—Solté el libro, me levanté, me puse un kimono y escuché unos momentos junto a la puerta. Al no oír nada más, asomé la cabeza. El pasillo estaba a oscuras y el silencio me hacía pensar en fantasmas. Sabía que debía acercarme al cuarto de Chet y preguntarle fraternalmente qué había ocurrido; pero, con franqueza, mister Markham, estaba acobardada. Conque fui…, mejor dicho, ¿por qué no confesar la verdad?…, corrí escalera arriba, busqué al mayordomo y bajamos juntos a investigar. La puerta de Chet no estaba cerrada con llave y Sproot la abrió sin el menor temor. Encontramos sentado a Chet, con la misma cara que tendría si hubiese visto a un fantasma. Comprendí que estaba muerto. Sproot entró y le tocó mientras yo aguardaba, y luego bajamos al comedor. Sproot telefoneó y luego me hizo un café atroz, Cosa de media hora más tarde, llegó este caballero —indicó a Heath con un movimiento de cabeza—, con cara tan melancólica que daba angustia verle. Tuvo el buen acuerdo de rechazar el ofrecimiento de una taza de café hecho por Sproot.
—Y… ¿no oyó usted ruido de ninguna clase antes del disparo?
—Ninguno. Todo el mundo se había acostado temprano. El último sonido que oí en esta casa fue la dulce y cariñosa voz de mamá diciéndole a la enfermera que era tan descuidada como todos nosotros y ordenándole que le trajera té por la mañana, a las nueve en punto, y que no cerrase la puerta de golpe como tenía por costumbre. Luego reinó la tranquilidad hasta las once y media, hora en que oí el disparo en el cuarto de Chet.
—¿Cuánto duró ese intervalo de tranquilidad? —inquirió Vance.
—Mi madre acaba, generalmente, su crítica diaria de la familia a eso de las diez y media, conque calculo que la tranquilidad duraría, aproximadamente, una hora.
—Y, durante ese tiempo, ¿no recuerda usted haber oído un ruido ligero, como de algo que se arrastra, en el vestíbulo? ¿Ni el ruido de una puerta al cerrarse suavemente?
La muchacha negó con la cabeza, indiferente, y sacó otro cigarrillo de la pequeña pitillera de ámbar que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
—Lo siento; pero no oí nada. Eso no significa, sin embargo, que no pudiera haber gente arrastrando cosas y cerrando puertas por todas partes. Mi cuarto está en la parte de atrás y los ruidos del río y de la calle Cincuenta y Dos ahogan todo lo que pueda ocurrir en la parte delantera de la casa.
Vance se había acercado a ella, aplicando una cerilla encendida al cigarrillo.
—No parece usted preocupada ni pizca.
—¿A qué preocuparme? —hizo un gesto de resignación—. Si ha de ocurrirme algo, ocurrirá igual haga lo que haga. Pero no espero morir por ahora. Nadie tiene el menor motivo para querer matarme…, excepción hecha, naturalmente, de los que hayan jugado de compañeros conmigo al bridge. Pero todos ellos son gente inofensiva, incapaces de adoptar medidas extremas.
—No obstante —observó Vance—, nadie tenía, al parecer, motivo alguno para hacerles daño a sus dos hermanas y a su hermano.
—No podría asegurar nada sobre ese particular. Nosotros, los Greene, no confiamos el uno en el otro. Existe cierta atmósfera de desconfianza en esta casa solariega que nos mentimos los unos a los otros por simple principio. Y en cuanto a secretos… Cada miembro de la familia es una especie de hermano de la Masonería. Algún motivo tendrá que haber que explique todos esos tiros. No puedo creer que sea obra de alguien cuyo único propósito sea el adiestrarse en el uso del revólver.
Fumó, pensativa, unos instantes, y prosiguió:
—Sí; debe de ocultarse algún motivo detrás de todo esto…, aun cuando a mí no se me ocurre ninguno. Claro está que Julia era una persona avinagrada y desagradable; pero salía muy poco y desahogaba su bilis con la familia. No obstante, bien hubiera podido ser que llevara una existencia doble sin que yo lo supiera. Cuando estas solteronas agriadas se desprenden de sus inhibiciones, tengo entendido que hacen las cosas más increíbles. Pero no consigo imaginarme a Julia con un enjambre de Romeos celosos. Ada, sin embargo, es lo que en álgebra llamábamos una cantidad desconocida. Nadia sabía de dónde había salido más que papá, y nunca quiso decirlo. Verdad es que no le queda mucho tiempo para correr por ahí; mamá la tiene demasiado ocupada. Pero es joven y bien parecida, aunque de una belleza un poco vulgar —este comentario estaba preñado de hiel—, y cualquiera sabe qué clase de relaciones se había hecho fuera de los sagrados portales de la familia Greene. En cuanto a Chet, nadie parecía quererle apasionadamente. Nunca oí a nadie decir nada bueno de él, salvo el profesor de golf del Club…, y eso sólo porque Chet le daba propinas de nuevo rico. Era un verdadero genio en eso de hacerse enemigos. Pudieran hallarse varios motivos que justificaran su muerte si se buscase en su pasado.
—Observo que ha cambiado usted considerablemente de ideas en lo que se refiere a la culpabilidad de miss Ada —dijo Vance, aunque su voz no tenía el menor dejo de curiosidad.
Sibella pareció algo avergonzada.
—Sí que me excité un poco, ¿verdad? —su voz se tornó retadora—. Sin embargo, ella no pertenece a esta casa. Está fuera de su ambiente. Y es una verdadera lagartija. Le encantaría vernos asesinados a todos. La única persona que parece quererla un poco es la cocinera; pero, después de todo, Gertrudis es una alemana sentimental que quiere a todo el mundo. Da de comer a la mitad de los gatos y perros de la vecindad. Nuestro patio parece una verdadera casa de fieras en verano.
Vance guardó silencio unos instantes. De pronto alzó la mirada.
—Deduzco por lo que usted dice, miss Greene, que ahora considera que los asesinatos son obra de alguien del exterior.
—¿Hay quien opine lo contrario? —inquirió ella, con sobresalto y ansiedad—. Según tengo entendido, se hallaron huellas de pisadas en la nieve en ambas ocasiones. ¿No indica eso que se trata de alguien di fuera?
—Es cierto —aseguró Vance, con demasiado énfasis incluso, tratando evidentemente de apaciguar los temores que sus preguntas pudieran haber despertado—. Las pisadas indican, sin el menor género de duda, que el intruso entró en ambas ocasiones por la puerta principal.
—Y no debe usted estar inquieta por el porvenir, miss Greene —agregó Markham—. Daré órdenes hoy para que se monte una guardia sobre la casa, por la parte de delante y por la de detrás, hasta que no exista el menor peligro de que vuelva a repetirse lo ocurrido aquí.
Heath movió la cabeza afirmativamente, como aprobando la decisión.
—Ya me encargaré yo de eso. Habrá dos hombres vigilando esta casa día y noche desde este momento en adelante.
—¡Qué emocionante! —exclamó Sibella.
Pero observé en sus ojos algo de aprensión.
—No la molestaremos ya más, miss Greene —dijo Markham, poniéndose en pie—; pero le agradecería mucho que permaneciese usted en su cuarto hasta que acabáramos nuestras indagaciones aquí. Naturalmente, puede usted visitar a su madre, si quiere.
—Muchas gracias, pero creo que procuraré desquitarme un poco del sueño perdido.
Y nos dejó, después de saludarnos amistosamente con un movimiento de mano.
—¿A quién desea ver ahora, mister Markham? —inquirió Heath, poniéndose en pie y encendiendo, nuevamente, su puro negro.
Pero antes que el fiscal pudiera responder, Vance alzó una mano, imponiendo silencio, y se inclinó hacia adelante en actitud de escuchar.
—¡Sproot! —llamó—. Haga el favor de entrar un momento.
El mayordomo compareció inmediatamente, tranquilo y servicial, y aguardó con vacua expresión.
—La verdad —dijo Vance—, no hay la menor necesidad de que aletee usted, solícito, por entre los cortinajes del vestíbulo mientras estamos ocupados nosotros aquí. Le agradecemos su consideración y su lealtad; pero si le necesitamos para algo ya le llamaremos.
—Como usted quiera, señor.
Sproot hizo un ademán de marcharse; pero Vance lo detuvo.
—Ya que está usted aquí, podría contestar a unas preguntas.
—Está bien, señor.
—Primeramente, quiero que haga memoria y que me diga si observó algo fuera de lo corriente cuando cerró la casa anoche.
—Nada, señor —contestó el hombre inmediatamente—; si hubiera observado algo, se lo hubiera dicho a la Policía esta mañana.
—Y… ¿oyó usted algún ruido o movimiento de alguna clase después de retirarse a su cuarto? ¿Una puerta que se cerraba, por ejemplo?
—No, señor. El silencio era completo.
—¿A qué hora se durmió usted?
—No lo sé a ciencia cierta, señor. Tal vez a las once y veinte.
—Y… ¿quedó usted muy sorprendido cuando miss Sibella le despertó y le dijo que había sonado un disparo en el cuarto de mister Chester?
—La verdad, quedé algo asombrado, aunque procuré ocultar mis sentimientos.
—Y, sin duda, lo logró admirablemente —observó Vance, con sequedad—. Pero lo que yo quería decir era lo siguiente: ¿no esperaba usted que ocurriese algo así en esta casa después de lo sucedido anteriormente?
Observé al mayordomo con atención; pero el semblante del viejo permaneció tan árido como el desierto y tan inescrutable como el mar.
—Perdone usted, señor; pero no comprendo exactamente lo que quiere usted decir. Si yo hubiera presentido que iban a matar a mister Chester, le hubiese puesto sobre aviso. Hubiera sido mi deber hacerlo, señor.
—No esquive mi pregunta, Sproot —dijo Vance, con severidad—. Le pregunto si tenía usted la menor idea de que a la primera tragedia seguiría otra.
—Las tragedias rara vez se presentan solas, si me es lícito el decirlo. Nadie sabe lo que puede ocurrir. Yo procuro no adelantarme a los acontecimientos, pero no por eso dejo de mantenerme preparado.
—¡Oh, márchese, Sproot…, márchese de una vez! —dijo Vance—. Cuando tenga ganas de retórica leeré las obras de Santo Tomás de Aquino.
—Sí, señor.
El hombre hizo una reverencia y se fue sin inmutarse.
Apenas se hubo apagado el ruido de sus pasos, el doctor Doremus entró en el cuarto.
—Ahí tiene su proyectil, sargento —dijo, echando sobre la mesa de la sala un minúsculo cilindro de plomo descolorido—. Ha sido pura suerte. Entró en el quinto espacio intercostal y pasó diagonalmente por delante del corazón, saliendo en el pliegue postaxilar en la orilla anterior del músculo trapecio, donde lo descubrí a través de la piel, por el tacto. Lo saqué con mi navaja.
—Todo ese lenguaje de fantasía me tiene sin cuidado —rio Heath—, mientras tenga el proyectil.
Lo recogió y lo sostuvo en la palma de la mano, con las pupilas contraídas y los labios comprimidos. Luego, metiéndose la mano en el bolsillo del chaleco, sacó otros dos proyectiles y los colocó junto al primero. Movió lenta y afirmativamente la cabeza y tendió las balas al fiscal.
—Aquí están los tres proyectiles que han sido disparados en esta casa —dijo—. Todos ellos son balas de revólver, del calibre treinta y dos. No existe el menor género de duda de que los tres disparos fueron hechos por la misma arma.