8. LA SEGUNDA TRAGEDIA

(Viernes 12 de noviembre, 8 horas)

Al día siguiente de despedirnos de Markham en su despacho amainó de pronto el rigor del tiempo. Salió el sol, y el termómetro subió casi hasta los treinta grados. Hacia el anochecer del día siguiente, sin embargo, empezó a caer una nieve, fina y húmeda, tendiendo una delgada sábana blanca sobre la ciudad; pero, a eso de las once, volvió a despejarse el cielo.

Hago mención de estos detalles porque influyeron extrañamente sobre la segunda tragedia. Volvieron a encontrarse huellas de pisadas delante de la casa, y como resultado de la blandura y de lo pegajoso que resultaba la nieve, la Policía encontró huellas también en el vestíbulo y en los escalones de mármol.

Vance se había pasado el miércoles y el jueves en la biblioteca, leyendo por rachas y repasando el catálogo de colores de acuarela de Cézanne, hecho por Vollard. Sobre su mesa de escritorio se veía la edición, en tres tomos, de Journal de Eugène Delacroix; pero observé que ni siquiera lo abría. Estaba inquieto y distraído y sus prolongados silencios a la hora de la comida, que hicimos juntos en la sala ante los troncos que ardían en la chimenea, me hicieron comprender que algo le turbaba. Además, había enviado notas anulando varios compromisos sociales y había dicho a Currie, su ayuda de cámara y factótum doméstico, que dijese a cuantos se presentaran a visitarle que no se hallaba en casa.

Cuando tomaba, lentamente, su coñac, después de comer, el jueves por la noche y mientras examinaba con la vista el Baigneuse, de Renoir, que colgaba sobre la repisa de la chimenea, exteriorizó sus pensamientos.

—Te aseguro. Van, que no logro sustraerme al ambiente de esa maldita casa. Es muy posible que Markham tenga razón al negarse a tomar la cosa en serio… Mal puede uno molestar a una familia que acaba de sostener la pérdida de uno de los miembros, simplemente porque yo sea excesivamente sensible. Y, sin embargo —se sacudió, levemente—, es verdaderamente molesto. Tal vez me esté volviendo débil y emotivo. ¿Y si me diera, de pronto, por coleccionar cuadros de Whistler? ¿Lo podría soportar? ¡Miserere nostri!… No; no llegará la cosa a eso. Pero ¡qué rayos!… Ese asesinato de los Greene me atormenta en sueños. Y la cosa no se ha concluido aún. Lo que ha sucedido hasta ahora resulta horriblemente incompleto…

Apenas habían dado las ocho de la mañana siguiente, cuando Markham nos trajo la noticia de la segunda tragedia Greene. Yo me había levantado temprano y estaba desayunándome en la biblioteca cuando entró Markham, pasando por delante del asombrado Currie con un simple saludo de cabeza.

—Haga salir a Vance inmediatamente, ¿quiere, Van Dine? —empezó a decir, sin una sola palabra de saludo—. Ha sucedido algo muy serio.

Me apresuré a avisar a Vance, que, gruñendo, se puso un batín de pelo de camello y bajó, sin prisas, a la biblioteca.

—¡Mi querido Markham! —le amonestó—. ¿Por qué haces visitas de cumplido a medianoche?

—Esta no es una visita de cumplido —le respondió el fiscal—. Chester Greene ha muerto asesinado.

—¡Ah! —Vance tocó el timbre, llamando a Currie, y encendió un cigarrillo—. Café para dos y ropa para uno —agregó, al presentarse el criado.

Luego se dejó caer en una silla ante el fuego y dirigió a Markham una mirada burlona.

—Supongo que se tratará del mismo ladrón original —dijo—. Es un chico que sabe perseverar, por lo visto. ¿Ha desaparecido la plata de la familia esta vez?

Markham soltó una risa seca.

—No; la plata está intacta, y creo que ahora podemos eliminar la teoría de que se trata de un ladrón. Me temo que tus presentimientos eran fundados…, ¡malditas sean tus extrañas facultades!

—Cuéntanos el emocionante relato.

Vance, pese a su tono burlón, sentía un interés profundo. El humor sombrío que le caracterizaba durante los días anteriores había desaparecido por completo.

—Fue Sproot quien telefoneó la noticia a Jefatura poco antes de medianoche. El telefonista de la Brigada Criminal pilló a Heath en casa y el sargento llegó a la mansión Greene antes de haber transcurrido media hora. Allí está ahora. Me telefoneó esta mañana a las siete. Le dije que iría en seguida, conque no me enteré de todos los detalles por teléfono. Lo único que sé es que Chester Greene recibió un tiro mortal anoche, casi a la misma hora en que había ocurrido la tragedia anterior…, un poco después de las once y media.

—¿Se encontraba en su cuarto a esa hora? —inquirió Vance, sirviendo el café que había traído Currie.

—Si mal no recuerdo, Heath dijo que se le había encontrado en su habitación, en efecto.

—¿Tiraron contra él por delante?

—Sí; el proyectil le atravesó el corazón, casida quemarropa.

—Muy interesante. Ha sido el duplicado de la muerte de Julia, por decirlo así. ¡Conque la casa ha reclamado otra víctima! Pero… ¿por qué Chester?… A propósito: ¿quién lo encontró?

—Sibella, creo que dijo Heath. Como recordarás, su cuarto se halla al lado del de Chester y, con toda probabilidad, el disparo la despertaría. Pero más vale que nos vayamos.

—¿Quedo yo invitado?

—Me gustaría que vinieses.

Markham no hizo el menor esfuerzo por ocultar el deseo que tenía de que Vance le acompañara.

—Tenía intención de hacerlo, ¿sabes?

Y Vance salió bruscamente del cuarto para ir a vestirse.

El coche del fiscal tardó unos minutos tan sólo en llegar al palacio de los Greene. Un policía montaba guardia ante la verja y un agente estaba estacionado en los escalones al pie de la puerta.

Heath se hallaba en la sala hablando con el inspector Moran que acababa de llegar. Dos agentes de la Brigada Criminal aguardaban órdenes, junto a la ventana. Reinaba un silencio singular en la casa; no se veía ni a una sola persona de la familia.

El sargento se adelantó inmediatamente. Había desaparecido el color de sus mejillas y su mirada era inquietante. Estrechó la mano de Markham y luego saludó amistosamente a Vance.

—Tenía usted razón, mister Vance. Alguien está haciendo de las suyas aquí…, y no se trata de un ladrón vulgar.

El inspector Moran se reunió con nosotros.

—Este asunto va a remover mucho las cosas —aseguró—. Va a armarse un escándalo formidable, a menos que podamos resolverlo rápidamente.

Se acentuó el gesto de inquietud del fiscal.

—En tal caso, cuanto antes nos pongamos a trabajar, mejor. ¿Va usted a ayudarnos, inspector?

—No creo que haya necesidad —contestó el interpelado—. La parte policíaca la dejo en manos del sargento Heath, y ahora que usted y mister Vance están aquí, de nada serviría yo —dirigió a Vance una sonrisa agradable y se despidió—. Manténgase en contacto conmigo, sargento, y emplee todos los hombres que necesite.

Cuando se hubo marchado, Heath nos dio detalles del crimen.

A eso de las once y media, después de haberse retirado la familia y la servidumbre, había sido hecho el disparo. Sibella estaba leyendo en la cama en aquel momento y lo había oído claramente. Se levantó en seguida y, después de escuchar unos instantes, subió por la escalera de la servidumbre, cuya entrada se hallaba a poca distancia de la puerta de su cuarto. Despertó al mayordomo y los dos juntos se dirigieron al cuarto de Chester. La puerta no tenía echada la llave y las luces estaban encendidas. Chester Greene estaba sentado en una silla cerca de la mesa. Sproot se acercó a él, pero vio que estaba muerto, conque salió inmediatamente de la habitación y echó la llave. Luego telefoneó a la Policía y al doctor Von Blon.

—Yo llegué antes que el médico —explicó Heath—. El doctor no se hallaba en casa cuando telefoneó el mayordomo y no recibió el recado hasta cerca de la una. Yo me alegré de ello, porque así tuve ocasión de examinar las huellas que había en el exterior. En cuanto entré por la verja me di cuenta de que alguien había entrado y salido como la vez anterior y llamé al Policía del distrito para que montara guardia junto a la verja hasta que llegara Snitkin. Luego entré, andando por el borde de la acera. Lo primero que noté cuando el mayordomo abrió la puerta fue un pequeño charco de agua en la estera del vestíbulo. Alguien había entrado recientemente arrastrando nieve en los pies. Encontré otro par de charquitos en el vestíbulo y había unas cuantas huellas húmedas en la escalera. Cinco minutos más tarde oí la señal que Snitkin me hacía desde la calle y le puse a trabajar sobre las pisadas del exterior. Las huellas eran claras, y Snitkin pudo medirlas con bastante exactitud.

Después de haber encargado a Snitkin de las huellas, el sargento había subido, al parecer, al cuarto de Chester a examinarlo. Pero nada anormal halló, aparte del cadáver colocado en la silla, y después de media hora volvió a bajar al comedor, donde aguardaban Sibella y Sproot. Acababa de empezar el interrogatorio cuando llegó el doctor Von Blon.

—Le conduje al cuarto —dijo Heath— y examinó el cadáver. Parecía querer quedarse por aquí; pero le dije que estorbaría. Conque habló con miss Greene en el vestíbulo durante cinco o diez minutos y luego se marchó.

Poco después de la marcha del doctor, llegaron otros dos hombres de la Brigada Criminal y, durante las dos horas siguientes, se interrogó a los miembros de la casa. Pero nadie, a excepción hecha de Sibella, parecía haber oído el disparo. A mistress Greene no se la interrogó. Cuando la enfermera, miss Graven, que dormía en el segundo piso, fue a verla, la encontró profundamente dormida y el sargento declinó su interrogatorio. Tampoco despertó a Ada. Según la enfermera, la muchacha dormía desde las nueve.

Cuando fue interrogado Rex Green, sin embargo, aportó una prueba muy vaga y, al parecer, contradictoria. Dijo que yacía despierto en su cama al cesar la nevada, o sea poco después de las once. Luego, unos diez minutos más tarde, oyó un leve ruido, como si algo se arrastrase en el vestíbulo y el sonido de una puerta que se cerraba suavemente. No había dado importancia a la cosa y sólo la recordó cuando le apremió Heath. Un cuarto de hora más tarde había consultado su reloj. Eran entonces las once y veinticinco y poco después se había quedado dormido.

—Lo único que hay de raro en eso —comentó Heath— es la hora. Si dice la verdad, oyó el ruido y el sonido de la puerta veinte minutos o así antes que fuera hecho el disparo. Y no había nadie levantado a esa hora. Intenté hacerle contradecirse en lo que a la hora se refiere; pero no lo conseguí. Comparé su reloj con el mío, y vi que iba bien. Sea como fuere, la cosa no tiene mucha importancia. El viento puede haber hecho cerrar una puerta o puede haber oído ruido en la calle y creído que era en el vestíbulo.

—No obstante, sargento —intercaló Vance—, yo en su lugar archivaría el relato de Rex para meditar sobre él más adelante. Me llama la atención, aunque no sé por qué.

Heath alzó bruscamente la cabeza y estuvo a punto de hacer una pregunta. Pero cambió de opinión y se limitó a decir:

—Está archivado.

Luego terminó de contarle a Markham cuanto sabía.

Después de interrogar a los que ocupaban la casa, había vuelto a la Brigada, dejando a sus hombres de guardia para poner en movimiento sus recursos. Regresó al palacio de los Greene a primera hora de la mañana y aguardaba ahora al médico forense, a los especialistas en huellas dactilares y al fotógrafo oficial. Había dado la orden de que la servidumbre permaneciera en su parte de la casa y de que Sproot sirviera el desayuno a todos los de la familia en sus propios cuartos.

—Esto va a dar la mar de trabajo —acabó diciendo—; y va a ser bastante delicado, por añadidura.

Markham movió afirmativamente la cabeza y miró hacia Vance, cuya mirada se clavaba, absorta, en un retrato de Tobías Greene, pintado al óleo.

—¿Sirve este nuevo suceso para contribuir a coordinar tus impresiones anteriores? —preguntó.

—Sirve, por lo menos, para confirmar mi presentimiento de que esta casa rezuma un veneno mortal —replicó Vance—. Esto parece un aquelarre —dirigió una sonrisa a Markham—. Empiezo a creer que tu trabajo va a ser el de exorcizar demonios.

Markham gruñó:

—Dejaré las pociones mágicas a tu cargo… Sargento, vamos a echar una mirada al cadáver antes que llegue el médico forense.

Heath abrió el camino sin decir una palabra. Cuando llegamos al piso, sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del cuarto de Chester. Las luces eléctricas estaban encendidas aún. Las bombillas parecían discos de un amarillo enfermizo a la grisácea luz que se filtraba por las ventanas por encima del río.

La habitación, larga y estrecha, contenía un surtido anacrónico de muebles. Era el cuarto típico de hombre, con cierto aire de cómodo desorden. La mesa y el bureau estaban cubiertos de periódicos y revistas deportivas; había ceniceros por todas partes; un armario con licores veíase abierto en un rincón; y una colección de bastones de golf yacía sobre un sofá. Observé en seguida que la cama estaba sin deshacer.

En el centro del cuarto, debajo de una araña antigua de cristal tallado, había una especie de bureau estilo Chippendale, junto al cual se encontraba un sillón. En este descansaba el cadáver de Chester Greene, envuelto en un batín y en zapatillas. Estaba caído un poco hacia adelante, con la cabeza vuelta levemente hacia atrás y apoyada en el respaldo del sillón. La luz de la araña proyectaba una iluminación espectral sobre su rostro y su aspecto me horrorizó. Los ojos, saltones ya normalmente, parecían ahora quererse escapar por completo de sus órbitas. Su mirada reflejaba un asombro inexplicable; la mandíbula inferior caída y los fofos labios abiertos acentuaban la expresión de asombro y de terror.

Vance estudiaba atentamente las facciones del muerto.

—¿Diría usted, sargento —preguntó sin alzar la vista— que Chester y Julia vieron la misma cosa al abandonar este mundo?

—La verdad es —contestó Heath— que algo debió de sorprenderles.

—¡Sorprenderles! Sargento, gracias debía usted darle al Sumo Hacedor por no haberle dotado de imaginación. Toda la verdad de este diabólico asunto yace en esos ojos bulbosos y en esa boca tan abierta. Al revés de Ada, Julia y Chester vieron lo que les amenazaba y quedaron aturdidos y horrorizados.

—Bueno, pero no podemos sacarles a ellos información alguna —contestó Heath, dejándose dominar, como de costumbre, por el espíritu práctico.

—Información oral, no, en efecto. Pero, como dice Hamlet, el asesinado aunque no tenga lengua habla con un órgano milagroso.

—Vamos, vamos, Vance. Sé tangible —le instó Markham, acerbamente—. ¿En qué estás pensando?

—A fe mía no lo sé. Es algo demasiado vago —se inclinó y cogió un librito del suelo, debajo mismo de donde la mano del muerto colgaba por un lado del sillón—. Al parecer, Chester estaba enfrascado en la lectura cuando le despacharon de este mundo —abrió el libro—. Hidroterapia y constipación. Sí; Chester era de los que se preocupaban del colon. Alguien le diría, probablemente, que la atrofia intestinal dificulta la postura necesaria para jugar al golf. Sin duda, en este instante, estará arrancando asfodelos en los Campos Elíseos para construir un campo de golf.

Se puso bruscamente serio.

—¿Te das cuenta de lo que este libro significa, Markham? Chester estaba sentado aquí, leyendo, cuando entró el asesino. Sin embargo, no se levantó ni gritó. Es más, permitió que el intruso se colocara delante de él. Ni siquiera soltó el libro, sino que se recostó en el sillón. ¿Por qué? Porque el asesino era alguien a quien Chester conocía… y que era de su confianza. Y cuando, de pronto, apareció el revólver y le apuntó de lleno, quedó demasiado asombrado para poderse mover. Y durante aquel segundo de aturdimiento y de incredulidad, fue apretado el gatillo y el proyectil le atravesó el corazón.

Markham afirmó lentamente con la cabeza muy perplejo. Heath estudió con mayor atención la terrible actitud del muerto.

—Es una buena teoría —reconoció, finalmente, el sargento—. Sí; debe de haber dejado al asesino acercársele sin sospechar nada. Igual que Julia.

—Justo, sargento. Los dos asesinatos constituyen un paralelo la mar de significativo.

—Sin embargo, pasa usted por alto un detalle —dijo Heath, frunciendo el entrecejo—. La puerta del cuarto de Chester tal vez no estaría cerrada con llave anoche, puesto que no se había acostado aún. En tal caso, el asesino hubiera podido entrar sin dificultad. Pero Julia estaba desnuda ya, y en la cama, y siempre cerraba la puerta con llave por la noche. ¿Cómo calcula usted que puede haberse introducido en el cuarto de Julia esa persona armada, mister Vance?

—Eso no ofrece dificultad alguna. Supongamos, por ejemplo, que Julia se hubiese desnudado, apagado las luces y metido en la cama. Oye de pronto un golpe en la puerta…, tal vez una llamada que reconoce. Se levanta, enciende la luz, abre la puerta y vuelve a meterse en la cama para no coger frío mientras habla con su visita. Es posible, incluso, ¿quién sabe?, que la visita se sentara en el borde de la cama. De pronto, esta saca el revólver, dispara y sale apresuradamente, olvidándose de apagar la luz, Una teoría así, aunque no insisto sobre los detalles, estaría en consonancia con la idea que yo me he forjado acerca de la visita de Chester.

—Puede haber sucedido tal como usted dice —respondió Heath, dubitativo—; pero ¿a qué tanta comedia cuando disparó contra Ada? Tiraron contra grandes progresos en nuestra investigación.

—Los filósofos racionalistas nos dicen, sargento —contestó Vance, burlonamente pedante—, que existe un motivo para todo; pero que la mente, siendo infinita, tiene por desgracia sus limitaciones. El cambio de técnica de nuestro asesino al tratar con Ada es una de las cosas que no se ven claras. Pero ha tocado usted un punto vital. Si lográramos descubrir el motivo de este cambio en la táctica homicida de nuestro inconnu, creo que haríamos grandes progresos en nuestra investigación.

Heath no respondió. Se hallaba en pie en el centro de la habitación, examinando con la vista los distintos objetos y muebles. Por fin se dirigió al cuarto ropero, abrió la puerta y encendió la bombilla que colgaba en el interior. Mientras miraba, sombrío, el contenido del cuarto, se oyeron pasos pesados en el vestíbulo y Snitkin apareció. Heath se volvió y, sin dar tiempo de hablar a su ayudante, le preguntó con hosquedad.

—¿Cómo le ha ido con esas huellas?

—Ya lo tengo todo —contestó Snitkin, entregándole un sobre grande—. No costó gran trabajo tomar las medidas y cortar los modelos. Pero no creo que nos sirvan de gran cosa. Hay unos diez millones de personas en este país que podían haberlas hecho.

Heath abrió el sobre y sacó una especie de plantilla de cartulina, que parecía la suela de un zapato.

—No tenía nada de enano el que dejó esta huella —observó.

—Ahí está la dificultad, precisamente —explicó Snitkin—». El tamaño no significa gran cosa, porque no se trata de las huellas de zapato. Esas huellas son de chanclos de goma, y no hay manera de saber de qué tamaño eran los pies de la persona que los llevaba. Este tamaño de chanclos se usa en tres o cuatro clases y tamaños distintos de botas y zapatos.

Heath asintió con la cabeza, evidentemente desilusionado.

—¿Está usted seguro de que se trata de chanclos?

Le sabía mal dejarse escapar lo que prometía ser una pista de valor.

—Completamente seguro. Se veía el dibujo de la suela de goma en varios sitios. Además, hice que Jermyn[6] examinara también las huellas y confirmara mis conclusiones.

La mirada de Snitkin erró por el suelo del cuarto ropero.

—Esa es la clase de chanclos que dejó las huellas —dijo, señalando un par que había tirado de cualquier manera debajo de un estante de botas.

Luego se inclinó y recogió uno de ellos. Al mirarlos, gruñó:

—Y parece ser del mismo tamaño, por añadidura.

Cogió la plantilla de manos del sargento y la colocó sobre la suela del chanclo. Era, evidentemente, del mismo tamaño.

Heath se sobresaltó.

—¿Qué rayos significa esto?

Markham se había acercado.

—Podría significar, naturalmente, que Chester salió a algún sitio anoche, ya tarde.

—Pero no tiene sentido común —objetó Heath—. Si hubiera querido algo a semejante hora, le hubiese mandado al mayordomo a buscarlo. Además, todas las tiendas de este barrio estaban cerradas a esa hora, porque las huellas se hicieron después de haber terminado de nevar, es decir, de las once en adelante.

—Y no se puede saber —agregó Snitkin— por las huellas si el que las hizo salió de la casa y volvió o vino a la casa y se marchó, porque no había ni una sola pisada encima de la otra.

Vance se hallaba en pie junto a la ventana, mirando hacia el exterior.

—Ese es un punto muy interesante, sargento —comentó—. Yo, en su lugar, lo archivaría junto con el relato de Rex, para hacerlo objeto de suprema meditación.

Se acercó de nuevo a la mesa y miró, pensativo, al muerto.

—No, sargento —continuó—, no puedo imaginármelo a Chester poniéndose chanclos a altas horas de la noche para salir sigilosamente de la casa. Me temo que tendremos que hallarle otra explicación a esas huellas.

—Es muy raro, de todas formas, que sean del mismo tamaño que los chanclos.

—Si las huellas no eran de Chester —observó el fiscal—, hemos de suponer que son las del criminal.

Vance sacó lentamente su pitillera.

—Sí —asintió—; creo que podemos suponer eso sin temor a equivocarnos.