6. UNA ACUSACION

(Martes 9 de noviembre, 16 horas)

La habitación de Ada estaba amueblada con sencillez, casi con severidad; pero tenía cierta elegancia, combinada con algunos detalles de adorno femenino que reflejaban el cuidado que su ocupante tenía de ella. A la izquierda, cerca de la puerta que daba al cuarto ropero, que comunicaba con la habitación de mistress Greene, había una cama de caoba sencilla, y más allá, la puerta que daba al balconcillo de piedra. A la derecha, junto a la ventana, había una mesa de tocador. Y sobre la alfombra china, color ámbar, colocado delante de ella, se veía una mancha grande irregular, oscura, donde yaciera la muchacha herida. En el centro de la pared derecha veíase una chimenea antigua, estilo Tudor, con repisa alta, de entrepaños de roble.

Al entrar nosotros, la muchacha que ocupaba el lecho nos miró, interrogadora, y un leve color se pintó en sus pálidas mejillas. Estaba echada sobre el costado derecho, de cara a la puerta, apoyando el hombro vendado sobre almohadas. Su blanca mano, esbelta y fina, descansaba sobre la cubierta de dibujo azul. Aún parecía anidar en sus ojos azules algo del temor de la noche pasada.

El doctor Von Blon se acercó a ella, sentándose en el borde de la cama, y posó sus manos sobre las de ella. Su actitud era a la vez protectora e impersonal.

—Estos caballeros desean hacerle unas preguntas, Ada —explicó con una sonrisa—, y como estaba usted un poco más fuerte esta tarde, les he hecho subir. ¿Se siente usted en condiciones de contestar?

Ella movió afirmativamente la cabeza con la mirada clavada en el doctor.

Vance, que se había parado junto a la repisa de la chimenea para contemplar la obra de talla, se volvió ahora y se aproximó a la cama.

—Sargento —dijo—, si le es a usted igual, permítame que hable yo primero con miss Greene.

Yo creo que Heath se dio cuenta de que la situación exigía tacto y delicadeza, y cedió su sitio a Vance sin chistar.

Miss Greene —dijo Vance en tono agradable, acercando una silla pequeña al lecho—, tenemos vivos deseos de aclarar el misterio que rodea a la tragedia de anoche. Y, como usted es la única persona que se encuentra en condiciones de ayudarnos, queremos que recuerde, hasta dónde le sea posible, todo lo sucedido.

La muchacha respondió profundamente.

—Fue…, fue terrible —dijo, débilmente, con la mirada clavada delante de ella—. Después de haberme acostado…, no sé exactamente a qué hora…, algo me despertó. No le puedo decir qué sería; pero, de pronto, me encontré completamente despierta… y experimenté una sensación extraña… —entornó los ojos y se estremeció involuntariamente—. Era como si hubiese alguien en el cuarto amenazándome…

Su voz se apagó.

—¿Estaba a oscuras el cuarto? —inquirió Vance con dulzura.

—Completamente a oscuras. Por eso estaba yo tan asustada. No me era posible ver nada, y me imaginé que había un fantasma… o un espíritu maligno… cerca de mí. Intenté gritar; pero me fue imposible emitir el menor ruido. Sentía la garganta seca y…, y estremecida.

—Se trataba de la obstrucción característica en casos de miedo, Ada —explicó Von Blon—. Hay mucha gente que no puede hablar cuando está asustada. ¿Qué ocurrió después?

——Permanecí echada, temblando, durante unos minutos; pero no se oyó el menor ruido dentro del cuarto. Sin embargo, ya sabía…, sabía que algo o alguien que quería hacerme daño se encontraba aquí… Por fin logré, mediante un esfuerzo enorme, levantarme sin hacer ruido. Quería encender las luces…; la oscuridad me espantaba… Y al poco rato estuve en pie, junto a la cama. Entonces, por primera vez, me fue posible ver la débil luz de las ventanas. Y eso hizo que las cosas me parecieran más reales…, aunque no sé por qué. Conque empecé a dirigirme a tientas hacia el interruptor que hay junto a la puerta. No había dado muchos pasos cuando… una mano… me tocó…

Le temblaban los labios, y en sus ojos, desmesuradamente abiertos, había aparecido una expresión de horror.

—Quedé…, quedé tan aturdida —prosiguió—, que apenas sé lo que hice. Probé de gritar nuevamente; pero no pude despegar los labios. Entonces di media vuelta y eché a correr, huyendo de…, de lo que fuera… en dirección a la ventana. Casi había llegado a ella, cuando oí que alguien corría detrás de mí…, un sonido raro, como de pies arrastrados…, y comprendí que aquello era el fin… Se oyó un ruido enorme, y algo caliente me dio en la espalda. Me dieron náuseas de pronto; la luz de la ventana desapareció, y sentí que me hundía, que me caía muy hondo…

Cuando dejó de hablar, reinó un silencio profundo en el cuarto. Su relato, a pesar de su sencillez, había sido enormemente gráfico. Como una gran artista, había logrado hacer sentir a su auditorio la esencia emocional misma de lo que contaba.

Vance aguardó unos momentos antes de hablar.

—Fue una aventura horrible —murmuró con simpatía—. Quisiera que no hubiese necesidad de molestarla a usted en lo que se refiere a los detalles; pero hay varios puntos de que quisiera hablar con usted.

Ella sonrió levemente, como agradeciendo su consideración, y aguardó.

—Si hiciese un esfuerzo —preguntó—, ¿cree usted que podría recordar lo que la despertó?

—No; no hubo ruido alguno, que yo recuerde.

—¿Dejó usted abierta la puerta de su cuarto anoche?

—Creo que sí; no tengo costumbre de echar la llave.

—¿Y no oyó usted abrirse ni cerrarse una puerta… en ninguna parte?

—No; ninguna. Reinaba un silencio completo en la casa.

—Y, sin embargo, sabía usted que había alguien en el cuarto. ¿Cómo es eso?

La voz de Vance, aunque dulce, era insistente.

—No…, no lo sé…, y, sin embargo, algo debía de haber que me lo decía.

—Justo. Ahora tenga la bondad de hacer un esfuerzo —Vance se inclinó un poco más hacia la muchacha—. Una leve respiración tal vez…, una ráfaga de aire al moverse la persona cerca de su lecho…, un perfume…

La muchacha frunció el entrecejo, como intentando recordar la esquiva causa de su temor.

—No recuerdo… —su voz apenas se oía—. ¡Estaba tan asustada!

—¡Si pudiéramos dar con lo que la despertó…!

Vance miró al doctor, que asintió, compasivo, con un movimiento de cabeza.

—Evidentemente hubo una asociación de ideas, cuyo estímulo no reconoció.

—¿Tuvo usted el presentimiento, miss Greene, de que conocía a la persona que se hallaba allí? —prosiguió Vance—. Es decir, ¿era una presencia conocida?

—No lo sé a ciencia cierta. Sólo sé que me asustaba.

—Pero la oyó moverse hacia usted cuando se hubo levantado y echado a correr hacia la ventana. ¿Encontró usted algo conocido en el ruido?

—¡No! —por primera vez habló con énfasis—. Sólo oí pasos…, pasos suaves y arrastrados…

—Cualquier persona hubiera podido andar así en la oscuridad… o una persona que llevara chancletas…

—Sólo fueron unos cuantos pasos… Luego sonó ese ruido terrible y sentí la quemadura.

Vance aguardó unos instantes.

—Haga un esfuerzo para recordar esos pasos… o, mejor dicho, la impresión que le produjeron. ¿Cree usted que eran pasos de hombre o de mujer?

El rostro de la muchacha palideció aún más, y sus miradas, asustadas, contemplaron a cuantos se hallaban en el cuarto. Me di cuenta de que respiraba con mayor fatiga, y por dos veces entreabrió los labios como para hablar, pero se contuvo a tiempo. Por fin dijo en voz baja y trémula:

—No lo sé…; no tengo la menor idea…

Se oyó una risa algo misteriosa, breve, amarga, burlona. Todas las miradas convergieron, con asombro, en Sibella. Esta se hallaba rígida al pie de la cama, el rostro encendido, las manos crispadas…

—¿Por qué no les dices que reconociste mis pasos? —le preguntó a su hermana con acritud—. Tenías intención de hacerlo. ¿No tienes valor suficiente para mentir…, perra llorona?

Ada contuvo el aliento y pareció acercarse más al doctor. Este dirigió a Sibella una mirada severa y amonestadora.

—Mira, Sib, haz el favor de sujetarte un poco la lengua.

Fue Chester quien rompió el silencio provocado por el asombro ante las palabras de Sibella.

Esta se encogió de hombros y se acercó a la ventana. Vance volvió a concentrar su atención en la herida, prosiguiendo su interrogatorio como si nada hubiese ocurrido.

—Hay un punto más, miss Greene —su tono era aún más dulce que antes—. Cuando cruzó usted el cuarto a tientas, en dirección al interruptor, ¿en qué lugar entró usted en contacto con la persona que había en su habitación?

—A mitad del camino de la puerta, aproximadamente…, un poco más allá de la mesa del centro.

—Dice que le tocó una mano. Pero… ¿cómo la tocó? ¿La empujó, o intentó agarrarla?

Ella sacudió la cabeza.

—No… No sé cómo explicarme; pero fue como si topara yo con la mano…, como si estuviera extendida, buscándome.

—¿Le pareció una mano pequeña o grande? ¿Obtuvo usted, por ejemplo, una impresión de fuerza?

Hubo otro silencio. De nuevo pareció hacerse más fatigosa la respiración de la muchacha, y dirigió una mirada asustada a Sibella, que contemplaba las oscuras ramas de los árboles que se veían por la ventana.

—No lo sé… ¡Oh, no lo sé! —sus palabras parecían un grito ahogado, de angustia—. No me fijé. Fue todo tan repentino…, tan horrible…

—Pero… procure pensar —insistió Vance—. Alguna impresión obtendría usted. ¿Era mano de hombre o de mujer?

Sibella se acercó rápidamente al lecho, con las mejillas muy pálidas y los ojos centelleantes. Durante un instante miró a la herida, y luego se volvió resueltamente hacia Vance.

—Me preguntó usted abajo si tenía yo la menor idea de quién podía haber hecho los disparos. No le contesté entonces, pero le contesto ahora. Yo le diré quién es la persona culpable.

Volvió la cabeza hacia la cama y señaló con un dedo que se estremecía de rabia a la herida.

—¡Ahí está la culpable!… ¡Esa llorona! ¡Esa dulce y angelical… culebra!

Tan increíble e inesperada era la acusación, que, durante unos momentos, nadie habló. A Ada se le escapó un gemido y asió la mano al médico con un movimiento espasmódico de desesperación.

—¡Oh Sibella! ¿Cómo puede decir semejante cosa? —susurró.

Von Blon se había puesto rígido, apareciendo en sus ojos una expresión de ira. Pero antes que pudiera hablar, Sibella prosiguió su asombrosa e ilógica acusación.

—¡Oh! ¡Ella es la culpable! Y les está engañando a ustedes de igual manera que ha intentado siempre engañarnos a los demás. Nos odia…, nos ha odiado desde el día en que nuestro padre la trajo a esta casa. Nos envidia lo que tenemos… y hasta la sangre que corre por nuestras venas. Sólo Dios sabe qué clase de sangre es la que corre por las suyas. Nos odia porque no es nuestra igual. Nos vería asesinados a todos con verdadera alegría. Mató a Julia primero, porque Julia llevaba la casa y se encargaba de que ella hiciese algo para ganarse el sustento. Nos desprecia. E ideó un plan para deshacerse de nosotros.

La herida nos miró lastimeramente. No se veía resentimiento alguno en sus ojos. Parecía aturdida, incrédula, como si le costara trabajo dar crédito a sus oídos.

—Eso es la mar de interesante —dijo Vance, arrastrando las sílabas.

Fue la ironía de su tono más que las palabras en sí lo que hizo que todas las miradas se clavaran en él. Había estado observando a Sibella mientras hablaba y seguía con la vista fija en ella.

—¿Acusa usted seriamente a su hermana de haber hecho los disparos?

Ahora hablaba con voz agradable y casi amistosa.

—¡Sí! —declaró ella—. Nos odia a todos.

—Si a eso viene —sonrió Vance—, no he notado que haya superabundancia de amor y afecto en ninguno de los de la familia Greene —su tono no era ofensivo—. Y… ¿basa usted su acusación en algo concreto, miss Greene?

—¿No resulta ya bastante concreto que quiere quitarnos a todos del paso, que cree que lo tendría todo…, comodidad, lujo, libertad…, si no hubiese ninguna otra persona para heredar el dinero de los Greene?

—No resulta eso lo bastante concreto para lanzar una acusación semejante. Y… a propósito, miss Greene: ¿cómo explicaría usted el método del asesinato si se la llamara a declarar ante un tribunal? Mal podía hacer caso omiso del hecho que la propia miss Ada ha recibido un tiro en la espalda, creo yo.

Por primera vez pareció darse cuenta Sibella de lo absurda que resultaba la acusación. Se tornó hosca, y su boca se contrajo en mohín de ira.

—Como le dije a usted anteriormente —respondió—, yo no soy policía. El crimen no es especialidad mía.

—Ni la lógica, por lo visto —comentó Vance—. Pero quizá haya interpretado yo mal su acusación. ¿Quería usted decir que miss Ada mató a su hermana Julia y que otra persona disparó contra miss Ada inmediatamente después… con ánimo de vengarse? ¿Un crimen a cuatro manos, por decirlo así?

La confusión de Sibella saltaba a la vista; pero su ira y su testarudez no se habían disipado.

—Si ocurrió tal como usted dice —contestó ella con malevolencia—, es una verdadera lástima que no remataran bien su obra.

—El error resultaría desgraciado para alguien, por lo menos —observó Vance—. No obstante, no creo que podamos admitir la teoría de dos culpables. Sus dos hermanas fueron alcanzadas por proyectiles del mismo revólver…, uno del calibre treinta y dos…, en el espacio de unos minutos tan sólo. Me temo que tendremos que conformarnos con un solo culpable.

Sibella se tornó bruscamente astuta y calculadora.

—¿Qué clase de revólver era el tuyo, Chet? —le preguntó a su hermano.

—¡Ah!, era un treinta y dos, en efecto…; un revólver viejo Smith & Wesson.

Chester estaba la mar de inquieto.

—¡Ah!, ¿sí? Bueno es saberlo.

Y nos dio la espalda, volviendo de nuevo a la ventana.

La tensión que reinaba en el cuarto pareció aliviarse un poco. Ven Blon se inclinó, solícito, sobre la herida y arregló las almohadas.

—Todo el mundo está disgustado, Ada —dijo—. No debe usted preocuparse por lo ocurrido. Sibella estará arrepentida mañana de lo que ha dicho. Este asunto ha puesto los nervios de punía a todos.

La muchacha le dirigió una mirada de agradecimiento.

Al cabo de unos instantes, el médico se irguió y miró a Markham.

—Espero que habrán ustedes terminado…, por hoy al menos.

Vance y Markham se habían puesto en pie, y Heath y yo les habíamos imitado; pero en aquel momento, Sibella volvió a acercársenos.

—¡Aguarden! —dijo con voz imperiosa—. Acaba de ocurrírseme una cosa… ¡El revólver de Chet! Yo sé dónde fue a parar. Lo cogió ella —señaló de nuevo a Ada, acusadora—; la vi en el cuarto de Chet el otro día, y me extrañó verla rondando por allí —dirigió a Vance una mirada de triunfo—. Eso es concreto, ¿no?

—¿Qué día fue eso, miss Greene?

Como la vez anterior, la tranquilidad de Vance pareció neutralizar el efecto del veneno que contenía la voz de la muchacha.

—¿Qué día? No me acuerdo exactamente. La semana pasada, pero no recuerdo el día.

—¿El día en que buscaba usted el alfiler con la esmeralda tal vez?

Sibella vaciló. Luego dijo, furiosa:

—No lo recuerdo. ¿Por qué había de recordar yo el día exacto? Lo único que sé es que cuando bajaba por el pasillo eché una mirada al cuarto de Chet…, la puerta estaba entreabierta…, y la vi a ella dentro…, junto a la mesa.

—Y… ¿era cosa tan fuera de lo corriente verla en el cuarto de su hermano?

—Nunca entra en ninguno de nuestros cuartos —declaró Sibella—, salvo en el de Rex, a veces. Hace tiempo que le dijo Julia que no entrara en ellos para nada.

Ada dirigió a su hermana una mirada de infinita súplica.

—¡Oh Sibella! —gimió—; ¿qué he hecho yo para serte tan antipática?

—¿Que qué has hecho? —exclamó la otra con voz áspera y estridente y mirada casi demoníaca—. ¡Todo! ¡Nada! ¡Oh!…, eres muy lista con tus modales tranquilos y entremetidos, y tu mirada paciente de mártir, y tu aire de buena persona. Pero a mí no me engañas. Nos ha odiado a todos desde el momento en que viniste aquí. Y has estado esperando el momento para matarnos, conspirando, haciendo planes…, so mal bicho…

—¡Sibella!

Fue la voz de Von Blon la que interrumpió aquellas palabras como un latigazo.

—¡Ya ha dicho bastante!

Avanzó y miró, amenazador, a la muchacha. Me dejó su actitud casi tan asombrado como las palabras de ella. Sus modales indicaban una extraña intimidad, una familiaridad que se me antojaba anormal hasta en un médico de cabecera, tan amigo de la casa. Vance se dio cuenta de ello también, porque enarcó levemente las cejas y contempló la escena con intenso interés.

—Se ha vuelto usted histérica —dijo Von Blon, sin bajar la mirada—. No se da cuenta de lo que ha estado diciendo.

Presentí que se hubiera expresado con mayor énfasis de no haber habido extraños delante. Pero sus palabras surtieron efecto. Sibella bajó la vista y se obró en ella un cambio brusco. Se tapó la cara con las manos, y todo su cuerpo se estremeció a impulsos de sus sollozos.

—Lo… siento. Fue una locura… y una tontería… decir semejantes cosas.

—Más vale que lleves a Sibella a su cuarto, Chester —dijo Von Blon, volviendo a adoptar su tono profesional—. Este asunto ha sido demasiado fuerte para ella.

La muchacha dio media vuelta sin decir una palabra y salió, seguida de Chester.

—Estas mujeres modernas son todo nervios —comentó, lacónicamente, Von Blon. Luego posó una mano sobre la frente de Ada—. Ahora, jovencita, voy a darle algo para que se duerma después de todo este jaleo.

Apenas había abierto su estuche de medicina para preparar una poción, cuando llegó claramente hasta nosotros, desde la habitación contigua, una voz chillona y quejumbrosa. Por primera vez me fijé en que la puerta del pequeño cuarto ropero que comunicaba con la habitación de miss Greene estaba entreabierta.

—¿Qué pasa ahora? ¿No ha habido disturbios suficientes ya sin que se den esos escándalos ruidosos en mis propios oídos? Pero, claro está, no importa que yo sufra o deje de sufrir… ¡Hermana! Cierre las puertas del cuarto de Ada. No debía usted haberlas dejado abiertas cuando sabía que estaba yo intentando descansar un poco. Lo hizo usted exprofeso para molestarme… Y… ¡hermana! Dígale al doctor que deseo verle antes que se vaya. Vuelvo a sentir esos pinchazos en la espina dorsal. Pero ¿quién se acuerda de que yazgo yo aquí, paralizada?

Von Blon suspiró.

—Ya le he dicho, Ada, que no debe tomar demasiado en serio los accesos de ira de su madre. Su irritabilidad y sus quejas son parte de su enfermedad.

Nos despedimos de la muchacha, y el médico salió con nosotros al pasillo.

—Me temo que no han averiguado ustedes gran cosa —dijo—. Es una desdicha que Ada no pudiera verle la cara a quien le atacó —se dirigió a Heath—. A propósito, ¿examinó usted la caja de caudales del comedor para asegurarse de que no faltaba nada? Hay una caja de caudales empotrada en la pared, sobre la repisa de la chimenea.

—Es uno de los primeros sitios que examinamos —contestó el sargento con cierto desdén—. Y eso me recuerda una cosa, doctor: quiero mandar a alguien por la mañana para que busque huellas digitales en el cuarto de miss Ada.

Von Blon expresó su conformidad y tendió la mano a Markham.

—Y si en algo puedo serles útil a ustedes o a la Policía —agregó agradablemente—, no vacilen en avisarme. Tendré mucho gusto en ayudarles. No veo yo qué puedo hacer; pero cualquiera sabe.

Markham le dio las gracias, y bajamos al vestíbulo. Sproot estaba aguardando para ayudarnos a ponernos los abrigos, y un momento después nos hallábamos en el coche del fiscal, avanzando por entre la nieve.