5. POSIBILIDADES HOMICIDAS

(Martes 9 de noviembre, 1530 horas)

Sibella entró con paso firme y largo, la cabeza alta, paseando la mirada interrogadora por el rostro de los circunstantes. Era alta, esbelta, atlética, y, aunque no era bonita, tenía algo atractivo y fino en los contornos de su rostro que llamaba la atención. Este era vivido e intenso a la vez; y tenía en la expresión una altivez que casi resultaba arrogancia. Llevaba la cabellera cortada pero no ondulada, y la severidad de sus líneas acentuaba la extrema decisión de sus facciones. Los ojos, color avellana, veíanse muy separados bajo cejas muy pobladas y casi horizontales; era la nariz recta y levemente prominente, y la boca, grande y firme, con cierta insinuación de crueldad en los delgados labios. Vestía con sencillez, Su traje oscuro, de deporte, era extremadamente corto; llevaba medias de seda y lana, y zapatos de tacón bajo, de corte hombruno.

Chester presentó al fiscal como antiguo amigo y dejó que Markham hiciera las otras presentaciones.

—Supongo, mister Markham, que ya sabrá usted por qué le es simpático a Chet —dijo—. Es usted una de las pocas personas del Club Marylebone a quien puede él ganar jugando al golf.

Se sentó ante la mesa del centro y cruzó las piernas.

—Ya podrías conseguirme un cigarrillo, Chet.

Esto lo dijo en tono autoritario.

Vance se puso en pie, inmediatamente, y le ofreció su pitillera.

—Pruebe usted uno de estos Regie, miss Greene —le instó con mucha cortesía—. Si dice usted que no le gustan, cambiaré inmediatamente de marca.

—¡Hombre temerario! —Sibella tomó un cigarrillo y permitió que Vance lo encendiera. Luego se arrellanó en su asiento y dirigió a Markham una mirada entre crítica e interrogadora—. Linda juerga la nuestra de anoche, ¿verdad? Nunca habíamos tenido una conmoción semejante en nuestra casa solariega. Y fue una suerte dormir como una marmota mientras duró —hizo una mueca plañidera—. Chet no me despertó hasta que hubo pasado todo. No podía esperarse otra cosa de él…; tiene un carácter la mar de desagradable.

No sé por qué sería; pero sus palabras no me escandalizaron, como lo hubieran hecho en boca de otro tipo de persona. Sibella me causó impresión de ser una muchacha que, aunque pudiera sentir profundamente las cosas, no permitía que desgracia alguna la dominara. Por consiguiente, achaqué su aparente dureza e insensibilidad a un valor muy grande, aunque pervertido.

Markham, sin embargo, se mostró resentido por su actitud.

—Mal puede culpársele a mister Greene por no tomarse el asunto a broma —la amonestó—. El asesinato brutal de una mujer indefensa y el atentado de que fue objeto una joven no puede calificarse precisamente de diversión.

Sibella le dirigió una mirada de reproche.

—¿Sabe usted una cosa, mister Markham? Habla usted como la superiora del convento en que estuve encerrada durante dos años —se tornó bruscamente seria—. ¿A qué poner cara de kilómetro ante algo que ha ocurrido y que no puede remediarse? Sea como fuere, Julia jamás hizo el menor esfuerzo por alegrarnos la existencia. Siempre tuvo mal humor y se dedicó a sacar faltas. Y sus buenas acciones no llenarían un libro. Podrá ser poco fraternal decirlo; pero no vamos a echarla mucho de menos. Chet y yo, por lo menos, no nos moriremos de pena; eso puedo asegurárselo.

—Y… ¿qué del brutal atentado de que fue objeto su otra hermana? —inquirió el fiscal, dominando a duras penas su indignación.

Las pupilas de Sibella se contrajeron visiblemente, y su expresión se tornó dura. Pero la borró de su rostro con inmediata rapidez.

—Ada se restablecerá, ¿no? —a pesar de sus esfuerzos, no pudo dominar del todo la dureza de su voz—. Descansará una buena temporada, y tendrá una enfermera que la cuide. ¿Se espera de mí que llore copiosamente por lo que le ha ocurrido a mi hermanita?

Vance, que había estado observando atentamente el choque entre Sibella y Markham, tomó ahora parte en la conversación.

—Mi querido Markham, no veo qué puedan tener que ver los sentimientos de miss Greene en este asunto. Su actitud podía no estar de acuerdo con la prescrita para los jóvenes en ocasiones como esta; pero estoy seguro de que tendrá excelentes motivos que apoyen semejante punto de vista. Dejémonos de hacer de moralistas y procuremos obtener la ayuda de miss Greene en lugar de eso.

La muchacha le dirigió una mirada de regocijo y agradecimiento, y Markham hizo un gesto de indiferente aquiescencia. Era evidente que consideraba aquella investigación de poca importancia.

Vance dirigió a la muchacha una sonrisa.

—En realidad, tengo yo la culpa, miss Greene, de que nos hayamos entremetido en este asunto —se excusó—. Fui yo, ¿sabe usted?, quien instó a mister Markham a que investigara el asunto después de haber dicho su hermano que no creía en la teoría de un ladrón.

Ella afirmó con la cabeza, comprensiva.

—¡Oh!, a Chet le dan a veces corazonadas excelentes. Es uno de los pocos méritos que tiene.

—Deduzco que usted experimenta cierto escepticismo en lo que se refiere al ladrón.

—¿Escepticismo? —la muchacha rio—. Desconfianza absoluta. No conozco a ningún ladrón, aun cuando me gustaría mucho encontrarme con uno; pero no logro concebir lo que nuestro supuesto ladrón hizo anoche.

—Me emociona usted en lo más hondo —declaró Vance—. Porque, ¿sabe usted?, la idea de nuestra minoría coincide exactamente con la de usted.

—¿Le dio Chet alguna explicación inteligible que justificara su opinión?

—Me temo que no. Mostró una tendencia a achacar sus sentimientos a causas metafísicas. Según entendí, debía su convencimiento a una especie de visitación psíquica. Sabía, pero no podía explicarse; estaba seguro, pero no tenía pruebas. Resultaba la mar de indefinido… y hasta esotérico.

—Julia hubiera sospechado tendencias espiritualistas en Chet —dijo Sibella, dirigiéndole a su hermano una mirada exasperante—. En realidad es muy vulgarote cuando se le conoce.

—Haz el favor de callarte, hermanita —objetó Chester con irritación—. Tú misma tuviste un espasmo esta mañana cuando te dije que la Policía andaba buscando a un ladrón.

Sibella no respondió. Con una leve sacudida de cabeza, se inclinó y tiró el cigarrillo en el hogar.

—A propósito, miss Greene —dijo Vance, hablando con aparente falta de interés—: hay misterio en lo que se refiere a la desaparición del revólver de su hermano. Se ha esfumado por completo del cajón de su mesa. ¿Lo ha visto usted, por casualidad, en alguna parte de la casa?

Al oír mencionar el revólver, la joven se puso algo rígida. Le apareció en los ojos una expresión atenta, y en los labios se le dibujó una sonrisa levemente irónica.

—Ha desaparecido el revólver de Chet, ¿eh? —hizo la pregunta con voz sin matizar, como si tuviera el pensamiento en otra parte—. No…, no lo he visto —luego, tras una pausa momentánea—: Pero estaba en la mesa de Chet la semana pasada.

Chester se inclinó hacia adelante, indignado.

—¿Qué hacías tú en mi mesa la semana pasada? —exigió.

—No te congestiones —le contestó la hermana—. No andaba buscando misivas amorosas. Me costaría trabajo imaginarte enamorado, Chet. Sólo buscaba ese alfiler viejo, con la esmeralda, que me pediste prestado y que nunca me devolviste.

—Lo tengo en el Club —explicó él con hosquedad.

—¿De veras? Sea como fuere, el caso es que no lo encontré; pero sí que vi el revólver. ¿Estás completamente seguro de que ha desaparecido?

—No seas absurda —gruñó el hombre—. Lo he buscado en todas partes…, hasta en tu cuarto —agregó, vengativo.

—Eres capaz de eso y mucho más. Pero… ¿por qué confesaste tenerlo siquiera? —dijo en tono despectivo—. ¿A qué complicarte innecesariamente?

Chester se agitó, inquieto.

—Este caballero —dijo, volviéndose a señalar a Heath como si fuera un objeto— me preguntó si poseía un revólver, y yo le dije que sí. Si no lo hubiese hecho, alguno de los criados o de mi amante familia se lo hubiera dicho. Y se me antojó que sería mejor decir la verdad desde el primer momento.

Sibella sonrió, satírica.

—Como podrá usted observar, mi hermano es un dechado —de todas las virtudes antiguas— le dijo a Vance.

Pero era evidente que estaba distraída. El episodio del revólver le había hecho perder un poco de aplomo.

—Dice usted, miss Greene, que la teoría de un ladrón no le satisface —Vance estaba sonriendo lánguidamente con los ojos entornados—. ¿Se le ocurre a usted alguna otra teoría que explique la tragedia?

La muchacha alzó la cabeza y le miró, calculadora.

—El hecho de que yo no crea en ladrones que disparen contra mujeres y se van sin llevarse nada, no significa que pueda ofrecer otra explicación de lo ocurrido. Yo no soy policía…, aun cuando he pensado muchas veces que resultaría distraído serlo…, y tenía idea de que era de la incumbencia de la Policía buscar a los criminales. Usted tampoco cree en el ladrón, mister Vance; de lo contrario, no hubiese hecho caso de la corazonada de Chet. ¿Quién cree usted que fue el que se desmandó aquí anoche?

—¡Mi querida niña! —observó Vance, alzando una mano en son de protesta—. Si yo tuviera la menor idea de quién podría ser, no la molestaría con preguntas impertinentes. Voy caminando con pies de plomo per un verdadero pantano de ignorancia.

Habló con despreocupación; pero la desconfianza nublaba los ojos de Sibella. Por fin, sin embargo, rio alegremente y tendió una mano.

—Otro Regie, monsieur. He estado a punto de ponerme seria, y eso sí que no puede ser. Es demasiado aburrido estar seria. Además, le salen a uno arrugas. Y soy demasiado joven para tenerlas.

—Usted es como Ninon de Lenclos: siempre será demasiado joven para tener arrugas —contestó Vance, encendiendo el cigarrillo—. Pero tal vez pueda insinuar, sin ponerse demasiado seria, el nombre de alguien que pudiera tener motivo para querer matar a sus dos hermanas.

—¡Oh!, en cuanto a eso se refiere, yo creo que todos resultaremos sospechosos. No somos una familia ideal ni mucho menos. Los Greene somos una colección de tipos la mar de raros. No nos queremos mutuamente, como ocurriría en una familia normal. Siempre andamos regañando y mordiéndonos unos a otros por alguna cosa. Este hogar es un verdadero desastre. Lo que a mí me extraña es que no se haya cometido antes un asesinato. Y tenemos todos que vivir aquí hasta mil novecientos treinta y dos o ganarnos el sustento, y, naturalmente, ninguno de nosotros sería capaz de ganarse la vida como es debido. ¡Linda herencia paterna[5]!.

Fumó, abstraída, durante unos momentos.

—Sí; cualquiera de nosotros tenía más que suficiente para experimentar sentimientos homicidas. Chet, aquí presente, sería capaz de estrangularme ahora mismo, si no fuera porque teme que la reacción nerviosa le quite destreza para jugar al golf…, ¿verdad, querido Chet? Rex nos considera seres inferiores y, con toda seguridad, se cree la mar de magnánimo y altruista por no habernos asesinado hace tiempo a todos. Y el único motivo de que nuestra madre no nos haya asesinado es que está paralítica y no hubiera podido hacerlo. Y, si a eso viene, Julia nos hubiera echado a todos en una caldera de aceite hirviendo sin pestañear siquiera. En cuanto a Ada —frunció el entrecejo y apareció en su rostro una expresión de extraordinaria ferocidad—, sería para ella un verdadero placer vernos exterminados a los demás. En realidad, no es de los nuestros y nos odia. Tampoco tendría yo, personalmente, el menor escrúpulo en acabar con todos mis parientes queridos. Lo he pensado con frecuencia; pero nunca he podido idear un medio bonito de hacerlo. Conque ya lo ve. Si anda buscando posibilidades, las tiene aquí para dar y regalar. No hay nadie bajo este techo que no sea sospechoso.

Aun cuando había dicho todo esto satíricamente, no pude menos de pensar que, en el fondo, sus palabras ocultaban una verdad sombría y terrible. Yo sabía que Vance, a pesar de que estaba escuchando, al parecer, distraído, había estado observando todas las inflexiones de su voz y sus cambios de expresión, esforzándose en relacionar los detalles de su acusación con el problema por resolver.

—Sea como fuere —comentó—, es usted una joven sorprendentemente franca. Sin embargo, no recomendaré que se la detenga aún. No tengo el menor indicio ni prueba contra usted, ¿sabe? Es una lástima eso, ¿no le parece?

—¡Vaya, vaya! —suspiró la muchacha, fingiendo desilusión—. Tal vez encuentre algún indicio más adelante. Con toda seguridad morirán un par de personas más por aquí antes de mucho. Me sabría mal pensar que el asesino abandonara su obra habiendo hecho tan poco en realidad.

En aquel momento, el doctor Von Blon entró en la sala. Chester se puso en pie para saludarle y hacer las presentaciones, a las que correspondió el doctor con leves inclinaciones de cabeza, cordiales, pero reservadas. Observé que, aunque trataba con amabilidad a Sibella, lo hacía con cierta despreocupación. Esto, me llamó la atención; pero recordé que era un antiguo amigo de la familia y que probablemente tomaría las amenidades sociales como algo innecesario.

—¿Qué informe nos da usted, doctor? —inquirió Markham—. ¿Podremos interrogar a la señorita esta tarde?

—No creo que haya inconveniente —contestó el médico, sentándose al lado de Chester—. Ada solo tiene, en estos momentos, un poco de fiebre como reacción, aun cuando todavía le dura el susto y está bastante débil.

El doctor Von Blon tendría unos cuarenta años, de rostro afeitado, facciones pequeñas, casi femeninas, y cierto aire invariable de amabilidad. Su urbanidad se me antojaba demasiado artificial —profesional debiera decir tal vez—, y tenía algo de egoísta ambicioso. Pero me resultaba más bien simpático que antipático.

Vance le observó atentamente mientras hablaba. Creo que tenía aún mayores deseos que Heath de interrogar a la muchacha.

—Así, pues, no fue una herida muy seria, ¿eh? —dijo Markham.

—No, aun cuando le faltó muy poco para ser mortal. Si hubiera profundizado un poco más, el disparo le hubiese perforado el pulmón. De buena se ha librado.

—Según tengo entendido —interpuso Vance—, el proyectil viajó transversalmente sobre la región escapular izquierda.

Von Blon asintió con un movimiento de cabeza.

—Es evidente que el disparo iba dirigido contra el corazón, desde atrás —explicó con voz dulce y bien modulada—; pero Ada debió de moverse levemente hacia la derecha en el preciso instante en que se hizo el disparo. Y el proyectil, en lugar de atravesarle el cuerpo, hizo un surco a lo largo del omoplato, al nivel de la tercera vértebra dorsal; rasgó el ligamento capsular y se alojó en el deltoides.

Indicó la situación del deltoides en su propio brazo izquierdo.

—Al parecer —insinuó Vance—, había dado la espalda a su atacante e intentado huir. El la siguió y colocó el revólver casi contra su espalda. ¿Es así como lo interpreta usted, doctor?

—Sí; esa parece ser la situación. Y, como digo, en el momento crítico se torció un poco, y salvó así la vida.

—¿Caería inmediatamente al suelo, a pesar de la superficialidad de la herida?

—No es improbable. No sólo debió de ser bastante grande el dolor, sino que hay que tener en cuenta el susto. Ada… o cualquier mujer, si a eso viene, hubiera podido desmayarse inmediatamente.

—Y es razonable suponer —prosiguió Vance— que su atacante creería que el disparo había sido fatal.

—Podemos suponer razonablemente que tal fue el caso.

Vance fumó unos momentos con la mirada apartada.

—Sí —asintió—; creo que podremos suponer eso. Y se me ocurre otra cosa. Puesto que miss Ada se hallaba delante de la mesa de tocador, a considerable distancia de la cama, y puesto que le pusieron el arma casi pegada al cuerpo, parece ser que se trató de un disparo hecho al azar por una persona que estuviese alarmada y llena de pánico.

Von Blon dirigió una mirada perspicaz a Vance; luego miró, interrogador, a Heath. Durante un instante guardó silencio, como si pesara su contestación, y cuando habló, lo hizo con mucha reserva.

—Claro está que podría interpretarse la situación así. Es más, los hechos parecen indicar semejante conclusión. Pero, por otra parte, tal vez se hallase el intruso muy cerca de Ada, y el hecho de que el proyectil le entrara en el hombro izquierdo por un punto especialmente peligroso, tal vez no fuera más que un accidente.

—Es cierto —concedió Vance—. Sin embargo, si ha de abrigarse la idea de premeditación, hemos de explicar el hecho de que estuvieran encendidas las luces del cuarto cuando entró el mayordomo inmediatamente después del disparo.

Von Blon dio muestras de profundo asombro al oír estas palabras.

—¿Estaban encendidas las luces? ¡Es sorprendente!

Frunció el entrecejo, perplejo, y pareció estar asimilando las palabras de Vance.

—Sin embargo —argüyó—, tal vez sea eso mismo lo que explique los disparos. Si el intruso se había metido en un cuarto iluminado, quizá disparara contra quien lo ocupaba por temor a que esta persona diera su descripción a la Policía.

—Claro, claro —murmuró Vance—; sea como fuere, confío en que sabremos la explicación cuando hayamos visto a miss Ada y hablado con ella.

—Bueno; ¿y por qué no vamos a hacerlo de una vez? —gruñó Heath, cuya paciencia, inagotable por regla general, empezaba a agotarse.

—Es usted muy precipitado, sargento —le amonestó Vance—; el doctor Von Blon acaba de decirnos que miss Ada está muy débil, y cualquier cosa que podamos averiguar de antemano nos ahorrará hacerle otras tantas preguntas a ella.

—Lo único que yo quiero averiguar —contestó Heath— es si pudo ver al tipo que disparó contra ella y si puede describírmele.

—Si así es, sargento, me temo que está usted destinado a sufrir una decepción.

Heath mascó con ferocidad su puro. Vance se volvió de nuevo hacia Von Blon.

—Quiero hacerle una pregunta más, doctor. ¿Cuánto tiempo hacía que había sido herida miss Ada cuando usted la examinó?

—El mayordomo nos lo ha dicho ya, mister Vance —interrumpió Heath con impaciencia—. El doctor llegó aquí media hora más tarde.

—Sí; eso sería aproximadamente —afirmó Von Blon—. Por desgracia, yo me hallaba ausente, haciendo una visita, cuando me telefoneó Sproot; pero regresé cosa de un cuarto de hora después y vine corriendo aquí. Por suerte vivo cerca…, en la calle Cuarenta y Ocho Este.

—Y… ¿se hallaba miss Ada sin conocimiento aún cuando llegó usted?

—Sí; había perdido mucha sangre. La cocinera, sin embargo, había aplicado una compresa de toalla sobre la herida, lo que, como es natural, ayudó mucho.

Vance le dio las gracias y se puso en pie.

—Y, ahora, si tiene la amabilidad de conducirnos a presencia de su paciente, le estaríamos muy agradecidos.

—Hay que excitarla lo menos posible, ¿comprenden ustedes? —advirtió Von Blon, poniéndose en pie y dirigiéndose a la escalera.

Sibella y Chester parecían indecisos sobre si acompañarnos o no; pero al salir yo al vestíbulo vi que se miraban ambos interrogadoramente, y un momento después se reunían también con nosotros en el piso.