(Martes 9 de noviembre, 15 horas)
—Mi madre es una cascarrabias —se excusó Chester, cuando nos encontramos de nuevo en la sala—. Siempre anda quejándose de su cariñosa prole. Bueno, ¿qué hacemos ahora?
Markham parecía sumido en profundas reflexiones y fue Vance quien contestó.
—Pasemos revista a la servidumbre y escuchemos lo que tienen que contar. Empecemos por Sproot.
Markham salió de su ensimismamiento y movió afirmativamente la cabeza. Greene se puso en pie y tiró de un cordón de seda que colgaba cerca del arco y que hacía funcionar una campanilla. Un momento después apareció el mayordomo, deteniéndose en el umbral. Markham había parecido algo desorientado y hasta falto de interés durante la investigación, conque Vance asumió el papel principal.
—Siéntese, Sproot, y díganos con la mayor brevedad posible lo que ocurrió anoche.
Sproot avanzó lentamente, con la mirada clavada en el suelo; pero permaneció de pie junto a la mesa del centro.
—Estaba leyendo a Marcial, señor, en mi cuarto —empezó a decir, alzando la vista sumisamente—, cuando creí oír un disparo amortiguado. No estaba seguro del todo, porque el escape de los automóviles que pasan por la calle suena a veces igual que un tiro; pero por fin me dije que debía investigar. Estaba en paños menores, señor; conque me puse el albornoz y bajé. No sabía exactamente de dónde había salido el ruido; pero cuando me hallaba a mitad de la escalera, oí otro disparo, y aquella vez me pareció que salía del cuarto de miss Ada. Conque entré inmediatamente y probé la puerta. No estaba echada la llave y, cuando me asomé, vi a miss Ada tendida en el suelo…; un cuadro angustioso, señor. Llamé a mister Chester y colocamos a la pobre sobre la cama. Luego telefoneé al doctor Von Blon.
Vance le escudriñó.
—Fue usted muy valeroso, Sproot, para atreverse a cruzar un pasillo oscuro en busca del punto de donde había partido un disparo, y a medianoche.
—Gracias, señor —contestó el hombre con gran humildad—. Siempre procuro cumplir con mi deber para con la familia Greene. He estado a su servicio…
—Todo eso lo sabemos ya, Sproot —le interrumpió Vance—. Según tengo entendido, estaba encendida la luz en el cuarto de miss Ada.
—Sí, señor.
—Y ¿no vio usted a nadie ni oyó ruido alguno? ¿El de una puerta que se cerrara de pronto, por ejemplo?
—No, señor.
—Y, sin embargo, la persona que hizo el disparo debía encontrarse en alguna parte del pasillo al mismo tiempo que usted.
—Supongo que sí.
—Bien hubiera podido disparar contra usted también.
—En efecto, señor —a Sproot parecía dejarle completamente indiferente el peligro de que había escapado—. Pero lo que ha de ser, será, señor, con perdón. Y yo soy un hombre viejo…
—¡Vamos, vamos! Probablemente vivirá usted muchos años todavía…, aun cuando, naturalmente, no puedo especificar cuántos.
—No, señor —Sproot miraba hacia adelante, sin expresión—; nadie comprende los misterios de la vida y de la muerte.
—Veo que es usted algo filósofo —comentó, secamente, Vance—. Cuando telefoneó al doctor Von Blon…, ¿le encontró en casa?
—No, señor; pero la enfermera de noche me dijo que estaría de vuelta de un momento a otro y que le mandaría aquí. Llegó antes de haber transcurrido media hora.
Vance movió afirmativamente la cabeza.
—Eso es todo, Sproot, gracias. Y ahora, tenga la bondad de enviarme a die gnadige Frau Fochín.
—Sí, señor.
El mayordomo salió del cuarto.
Vance le siguió pensativamente con la mirada.
—¡Qué tipo más interesante! —murmuró.
Greene soltó un resoplido de desdén.
—Usted no tiene que vivir con él. Le hubiera contestado «Sí, señor», aunque le hubiese hablado en valón o volapük. ¡Valiente encanto para tenerle rondando por casa veinticuatro horas al día!
La cocinera, una alemana corpulenta y flemática, de unos cuarenta y cinco años, llamada Gertrudis Mannheim, entró y se sentó en el borde de una silla, cerca de la puerta. Vance, después de estudiarla perspicazmente unos instantes, preguntó:
—¿Nació usted en este país, Frau Mannheim?
—Nací en Baden —respondió ella, con voz plana y gutural—. Vine a Norteamérica cuando tenía doce años.
—No ha sido usted siempre cocinera, o mucho me equivoco.
La voz de Vance había adquirido un tono distinto al que empleara con Sproot.
Al principio la mujer no contestó.
—No, señor —dijo, por fin—; sólo desde que murió mi esposo.
—¿Cómo es que vino a parar a casa de los Greene?
De nuevo vaciló ella.
—Conocía a mister Tobías Greene, que era amigo de mi esposo. Cuando este murió, no dejó ni un centavo. Me acordé de mister Greene, pensando…
—Comprendo —Vance hizo una pausa con la mirada fija en el vacío—. ¿No oyó usted nada de lo ocurrido aquí anoche?
—No, señor. Hasta que mister Chester nos llamó y dijo que nos vistiésemos y bajásemos, no supe nada.
Vance se puso en pie y se volvió hacia la ventana que daba al río.
—Nada más, frau Mannheim. Tenga la amabilidad de decirle a la doncella mayor… Se llama Hemming, ¿no?…, que venga aquí.
La cocinera se fue, y no tardó en ocupar su lugar una mujer alta, de rostro pálido y cabello severamente peinado. Llevaba vestido negro de una sola pieza y zapatos sin tacón. Acentuaba la severidad de su aspecto unas gafas de cristales gruesos.
—Tengo entendido, Hemming —empezó Vance, sentándose de nuevo ante la chimenea—, que no oyó usted anoche ninguno de los dos disparos y que sólo se enteró de la tragedia cuando la llamó mister Greene.
La mujer movió afirmativamente la cabeza con movimiento espasmódico y enfático.
—Se me ahorró ese sinsabor —dijo con voz áspera—; pero la tragedia, como usted la llama, tenía que ocurrir tarde o temprano. Si me lo preguntan a mí, se trata de un acto de Dios.
—No se lo preguntamos, Hemming; pero nos encanta conocer su opinión. Conque Dios tuvo parte en la matanza, ¿eh?
—¡Ya lo creo que sí! —contestó la doncella con fervor religioso—. Los Greene son una familia malvada y sin Dios —dirigió una mirada de desafío a Chester Greene, que rio, inquieto—. «Porque me alzaré contra ellos, dice el Señor de los Ejércitos…, el nombre, el resto, y el hijo, y la hija, y el sobrino…» Sólo que no hay sobrino…, «y los barreré con la escoba de la destrucción, dice el Señor…»
Vance la miró, pensativo.
—Veo que no ha leído usted mal a Isaías. ¿Y tiene usted información alguna, de origen celestial, referente a quién fue escogido por el Señor para hacer de escoba?
La mujer comprimió los labios.
—¿Quién sabe?
—¡Ah! ¿Quién, en verdad…? Pero volvamos a las cosas temporales. Supongo que no la sorprendería lo que ocurrió anoche.
—Jamás me sorprenden los misteriosos designios del Altísimo.
Vance suspiró.
—Puede usted reintegrarse a sus lecturas bíblicas, Hemming. Sólo que le agradecería que hiciera una pausa en su camino y le dijese a Barton que solicitamos su presencia aquí.
La mujer se puso en pie rígidamente y salió de la habitación como una baqueta viviente.
Entró Barton, evidentemente asustada. Pero su temor era insuficiente para desterrar por completo su coquetería instintiva. A través de la alarmada mirada que nos dirigió, se veía cierta coquetería, y su mano alisó mecánicamente el cabello castaño por encima de una oreja. Vance se ajustó el monóculo.
—Debía de llevar usted un azul-alicia, Barton —le contestó, muy serio—. Le iría mucho mejor al color cetrino de su cutis que el cereza.
La aprensión de la muchacha se desvaneció, y dirigió a Vance una mirada huraña y felina.
—Pero para lo que yo la había llamado más que nada —prosiguió— era para preguntarle si mister Greene la había besado alguna vez.
—¿Cuál… mister Greene? —balbuceó ella, completamente desconcertada.
Al oír la pregunta de Vance, Chester se había erguido en su asiento, empezando a protestar con ira. Pero le fallaron las palabras y se volvió hacia Markham con mucha indignación.
Tembló la risa en los labios de Vance.
—Lo mismo da, Barton —dijo apresuradamente.
—¿No va usted a hacerme ninguna pregunta acerca de lo que ocurrió anoche? —preguntó la muchacha con evidente desencanto.
—¡Ah! ¿Sabe usted algo?
—No —contestó ella—; estaba dormida.
—Precisamente. Por tanto, no le molestaré haciéndole preguntas.
La despidió amablemente.
—¡Caramba, Markham, protesto! —exclamó Greene después de haber salido Barton—. Las bromas de…, de este caballero son de bastante mal gusto.
Markham estaba molesto también por lo frívolo del interrogatorio de Vance.
—No veo qué puede adelantarse mediante tan fútiles preguntas —dijo, esforzándose en contener su irritación.
—Eso se debe a que sigues creyendo en la teoría de que se trata de un ladrón —replicó Vance—. Pero si, como cree mister Greene, hay otra explicación del crimen de anoche, es preciso que nos familiaricemos con las condiciones existentes aquí. Y es igualmente necesario no despertar las sospechas de la servidumbre. De ahí su aparente frivolidad. Estoy intentando conocer los diversos factores humanos con que tenemos que habérnoslas, y creo haber tenido bastante éxito. Han surgido varias posibilidades muy interesantes.
Antes que Markham pudiera responder, Sproot pasó por delante del arco, abrió la puerta de la calle y saludó a alguien respetuosamente. Greene salió al vestíbulo inmediatamente.
—Hola, doctor —le oímos decir—; me figuré que no tardarías en venir. El fiscal del distrito se encuentra aquí con su séquito, y quería hablar con Ada. Les expliqué que tú habías dicho que tal vez pudiera hacerlo esta tarde.
—Te lo podré decir con más certeza después de haber visto a Ada —replicó el médico.
Pasó apresuradamente, y le oímos subir la escalera.
—Es Von Blon —anunció Greene, volviendo a la sala—. Ya nos dirá cómo se encuentra Ada.
Su voz tenía un dejo de dureza que me extrañó.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce al doctor Von Blon? —preguntó Vance.
—¿Cuánto tiempo? —Greene pareció sorprenderse—. Toda mi vida. Fuimos compañeros de Universidad. Su padre, el doctor Veranus Von Blon asistió al nacimiento de toda la última generación de los Greene. Fue médico de cabecera, consejero de la familia, y todo eso, desde tiempo inmemorial. Cuando Von Blon padre murió, el quedarnos con el hijo nos pareció la cosa más natural. Y Arturo es un muchacho muy perspicaz, Conoce su farmacopea. Le entrenó su padre y terminó sus estudios en Alemania.
Vance movió afirmativamente la cabeza, como no dando interés a la cosa.
—Mientras aguardamos al doctor Von Blon, podríamos charlar un poco con miss Sibella y con mister Rex. Su hermano primero, por ejemplo.
Greene miró a Markham para que confirmara la orden; luego llamó a Sproot.
Rex Greene se presentó no bien le hubo avisado el mayordomo.
—Bueno, y… ¿qué desean ahora? —preguntó, escudriñando nuestros semblantes con nerviosa intensidad.
Su voz era hosca y casi llorona y tenía un deje que recordaba la voz; plañidera de mistress Greene.
—Sólo queremos hacerle unas preguntas acerca de lo ocurrido anoche —le contestó Vance en tono apaciguador—. Creíamos posible que pudiera usted ayudarnos.
—¿Qué ayuda puedo yo darles? —inquirió Rex, malhumorado, hundiéndose en uh sillón. Dirigió a su hermano una mirada burlona—. Chester es el único que parece haber estado despierto en la casa.
Rex Greene era un muchacho bajo, de color cetrino, cargado de hombros y con una cabeza anormalmente grande, montada sobre un cuello que parecía casi esquelético. Le caía una mata de cabello liso sobre la abombada frente y tenía la costumbre de echárselo hacia atrás con una sacudida de cabeza. Sus ojuelos, escudados por enormes lentes de marco de concha, no parecían estar quietos nunca, y los delgados labios se contraían constantemente, como si sufriera un tic doloroso. Tenía la barbilla pequeña y puntiaguda y la metía para dentro, acentuando así su falta de prominencia. Su aspecto nada tenía de agradable, y, sin embargo, había algo en él, una estudiosidad demasiado desarrollada, tal vez, que daba la impresión de potencialidad nada corriente. He visto en cierta ocasión a un verdadero brujo del ajedrez que tenía el cráneo de la misma forma y la misma clase de facciones.
Vance parecía absorto; pero comprendí que estaba estudiando hasta el más pequeño detalle del aspecto del hombre. Por fin soltó su cigarrillo, y clavó la mirada lánguidamente en la lámpara de la mesa.
—Dice usted que anoche durmió durante toda la tragedia. ¿Cómo se explica usted eso, puesto que se da el caso que uno de los disparos fue hecho en el cuarto contiguo al suyo?
Rex se deslizó hasta el borde de su asiento y volvió la cabeza de un lado para otro, esquivando astutamente nuestras miradas.
—No he intentado explicarlo —respondió con resentimiento; pero parecía tener los nervios de punta y hallarse a la defensiva—. Las paredes de esta casa son bastante gruesas, de todas formas, y siempre hay algún ruido en la calle… Tal vez tendría tapada la cabeza.
—No cabe la menor duda de que te hubieras tapado la cabeza si hubieses oído el disparo —comentó Chester, sin intentar ocultar el desprecio que le inspiraba su hermano.
Rex se volvió, y hubiera contestado a la acusación de no haberle hecho Vance otra pregunta inmediatamente.
—¿Qué teoría tiene usted del crimen, mister Greene? Ha oído todos los detalles y conoce la situación.
—Creí que la Policía había decidido que se trataba de un ladrón —la mirada del joven se posó perspicazmente en Heath—. ¿No era esa su conclusión?
—Lo era y lo es —declaró el sargento, que hasta aquel momento había guardado silencio—; pero su hermano, aquí presente, parece opinar de distinta manera.
—¿Conque Chester opina de distinta manera? —Rex se volvió hacia su hermano con expresión de felina antipatía—. Tal vez Chester pueda explicar lo ocurrido.
La insinuación no podía ser más clara.
Vance volvió a aliviar la tensión.
—Su hermano nos ha dicho cuanto sabe. En este momento, lo que nos interesa es lo que sabe usted.
La severidad con que lo dijo hizo que Rex se encogiera en su asiento. Temblaron sus labios con mayor violencia, y empezó a juguetear con el cordoncillo del borde de su esmoquin. Observé entonces por primera vez que tenía manos cortas y raquíticas con falanges curvadas y gruesas.
—¿Está usted seguro de que no oyó disparo alguno? —continuó Vance ominosamente.
—Le he dicho una docena de veces que no —contestó el otro con voz chillona, asiendo con las dos manos los brazos del sillón.
—Serénate, Rex —le amonestó Chester—. De lo contrario, te expones a que te dé uno de tus ataques.
—¡Vete al diablo! —le respondió el otro—. ¿Cuántas veces he de decirles que no sé una palabra del asunto?
—Sólo queremos asegurarnos del todo —le dijo Vance, pacificador—. Estoy seguro de que usted no querría que quedara impune el asesinato de su hermana por falta de perseverancia nuestra.
Rex respiró hondamente, y su tensión se hizo un poco menor.
—¡Oh!, yo les diría todo lo que supiese —contestó, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua—; pero a mí siempre me echan la culpa de todo lo que ocurre en esta casa…, es decir, a mí y a Ada.
Y, en cuanto a lo de vengar la muerte de Julia, eso me importa mucho menos que el castigar al perro que disparó contra Ada. Demasiado sufre la pobre aquí en circunstancias normales. Mi madre la tiene siempre en casa, haciéndose servir por ella como si fuera una criada.
Vance asintió, compasivo, con un movimiento de cabeza. Luego se puso en pie y posó una mano, con simpatía, sobre el hombro de Rex. Este gesto era tan por completo ajeno a su carácter, que quedé sorprendido. Porque, a pesar de los profundos sentimientos humanitarios que le animaban, parecía siempre avergonzarse de exteriorizarlos y se esforzaba continuamente en reprimir sus emociones.
—No deje usted que esta tragedia le disguste demasiado, mister Greene —le dijo—. Y puede usted tener la seguridad de que haremos cuanto esté en nuestras manos para encontrar y castigar a la persona que disparó contra miss Ada… No le molestaremos más ahora.
Rex se puso en pie casi con avidez y procuró dominarse.
—Oh, sí; ¡si no es molestia!
Y, tras dirigir una mirada de triunfo a su hermano, salió del cuarto.
—Rex es un pájaro raro —observó Chester, luego de un pequeño silencio—. Se pasa la mayor parte del tiempo leyendo y sacando los problemas más abstrusos de matemáticas y astronomía. Quería instalar un telescopio en la buhardilla y hacer un agujero en el tejado para darle paso; pero mi madre no quiso consentirlo. Es bastante enfermizo, por añadidura. Yo le digo que necesita tomar un poco más de aire; pero ya ven ustedes la actitud que adopta hacia mí. Me cree medio chiflado porque juego al golf.
—¿A qué ataques se refería usted? —preguntó Vance—. Su hermano parece ser epiléptico.
—¡Oh!, no; nada de eso. Aun cuando le he visto sufrir convulsiones en los momentos en que le ha dado un acceso de rabia violento. Se excita con facilidad y pierde los estribos. Von Blon dice que se trata de un caso de hiperneurastenia, si es que saben ustedes lo que es eso. Se pone pálido cuando está excitado y tiembla de pies a cabeza. Dice cosas de las que luego se arrepiente. No es nada serio, sin embargo. Lo que necesita es ejercicio…, un año en un rancho, pasándolo mal, sin sus malditos libros, compases y cartabones.
—Supongo que, poco más o menos, será el favorito de su madre.
Esta observación de Vance me recordó cierta similitud de temperamento que existía entre los dos y que yo había presentido vagamente mientras hablaba Rex.
—Poco más o menos —asintió Chester—. Mamá le mima todo lo que es capaz de mimar a una persona que no sea ella misma. Por lo menos, no le ha chillado a Rex como a los demás.
Vance se acercó de nuevo a la ventana y se quedó mirando hacia el río. De pronto se volvió.
—A propósito, mister Greene: ¿encontró usted su revólver?
Su tono había cambiado. Su humor pensativo había desaparecido.
Chester se sobresaltó y dirigió una rápida mirada a Heath, que había aguzado los oídos.
—No; no lo he encontrado —confesó, buscándose en el bolsillo la boquilla—; y es la mar de raro lo ocurrido con ese revólver, por cierto. Siempre lo conservé en el cajón de mi mesa…, aun cuando, como le dije a este caballero cuando habló de él —señaló con su boquilla a Heath, como si este hubiese sido un objeto inanimado—, no recuerdo haberlo visto en muchos años. Pero, aun así, ¿dónde diablo puede haber ido a parar? Es misterioso a más no poder. Nadie de por aquí lo hubiera tocado. Las doncellas no tocan los cajones cuando arreglan el cuarto. Suerte tengo si hacen la cama y quitan el polvo de encima de los muebles. No sé qué puede haber sido de él.
—¿Lo buscó usted bien hoy, como me había prometido? —preguntó Heath, sacando la barbilla, con beligerancia.
No pude yo comprender por qué empleaba aquel aire de inquisidor, ya que tenía la teoría de que se trataba de un ladrón; pero cuando Heath estaba perplejo, siempre se tornaba agresivo, y cualquier cabo que quedara por atar en una investigación le alarmaba enormemente.
—Claro que lo busqué —replicó Chester, indignado—. Registré todas las habitaciones y todos los cajones de la casa. Pero ha desaparecido por completo… Es muy probable que lo tiraran, por equivocación, en una de las limpiezas anuales que se hacen de toda la casa.
—Es posible —asintió Vance—. ¿Qué clase de revólver era?
—Un antiguo Smith & Wesson del calibre treinta y dos —Chester parecía estar haciendo esfuerzos por recordar—. Empuñadura de nácar; cañón adornado con filigranas… No me acuerdo exactamente. Lo compré hace quince años, quizá más, cuando me pasé un verano acampado en las montañas Adirondacks. Lo usé para tirar al blanco. Luego me cansé de él y lo metí en un cajón, detrás de un montón de cheques viejos, anulados.
—¿Funcionaba bien entonces?
—Que yo sepa, sí. La verdad es que tenía un poco duro el gatillo cuando lo compré, y lo limé para afinarlo. Apenas había que tocarlo para que disparara. Resultaba mejor así para tirar al blanco.
—¿Recuerda si estaba cargado cuando lo dejó?
—No se lo puedo decir. Tal vez sí. Hace tanto tiempo ya…
—¿Había balas para él en su mesa?
—A esa pregunta puedo contestar con plena seguridad. No había ni un solo cartucho suelto en la casa.
Vance volvió a sentarse.
—Bien, mister Greene; si da usted con el paradero del revólver, tendrá la amabilidad, como es natural, de decírselo a mister Markham o al sargento Heath.
—Naturalmente; lo haré con mucho gusto.
Chester dijo esto con aire de magnanimidad.
Vance consultó su reloj.
—Y ahora, puesto que el doctor Von Blon aún se encuentra con su paciente, ¿podríamos ver a miss Sibella un instante?
Chester se puso en pie, experimentando, evidentemente, gran alivio de que quedara liquidado el asunto del revólver. Se acercó al cordón de la campanilla, pero se detuvo en el momento en que iba a tirar de él.
—Iré a buscarla yo personalmente —dijo.
Y salió del cuarto.
Markham se volvió hacia Vance con una sonrisa.
—Tu profecía acerca de que no se encontraría el revólver de Chester se ha cumplido temporalmente.
—Me temo que el arma esa, del gatillo limado, no volverá a aparecer…, por lo menos, hasta que haya aclarado el asunto.
Vance estaba más serio que de costumbre. Su jovialidad habitual le había abandonado de momento. Pero no tardó en enarcar burlonamente las cejas y dirigirle a Heath una mirada.
—Tal vez el rapaz neófito del sargento se largó con el revólver…, fascinado por las filigranas del cañón, o enamorado de la culata de nácar.
—Claro que se lo llevaría —gruñó Heath—; y es más, no veo yo que lleguemos a ninguna parte discutiendo de esta manera con la familia. Les interrogué a todos anoche, recién ocurrida la tragedia, y le digo a usted que ninguno de ellos sabe una palabra de nada. Ada Greene es la única persona de esta casa con quien quiero hablar. Existe la posibilidad de que ella pueda decirnos algo. Si tenía las luces encendidas cuando el ladrón entró en su cuarto, tal vez haya podido verle.
—Sargento —atajó Vance, sacudiendo la cabeza tristemente—, se está usted volviendo completamente morboso en lo que se refiere al asunto del ladrón imaginario.
Markham contempló, pensativo, su cigarro puro.
—No, Vance; me inclino a estar de acuerdo con el sargento. Se me antoja a mí que eres tú quien tienes una imaginación morbosa. Te he dejado que me metas en esta investigación demasiado fácilmente. Por eso me he mantenido en segundo término y he dejado que hablaras. Nuestra única esperanza aquí es Ada Greene.
—¡Ah! ¡Qué mente más confiada y abierta tienes! —suspiró Vance, cambiando de posición—. Oye, nuestro psíquico Chester está empleando la mar de tiempo para buscar a Sibella.
En aquel momento se oyó rumor de pasos en la escalera de mármol, y unos segundos más tarde, Sibella apareció en el arco, acompañada de Chester.