(Martes, 9 de noviembre, 14:30 horas)
El palacio Greene —como tenían la costumbre de llamarlo los neoyorquinos— era una reliquia del antiguo régimen de la ciudad. Se alzaba, desde hacía tres generaciones, en la extremidad oriental de la calle Cincuenta y Tres, dando dos de sus ventanas al propio río East. La parcela sobre la que estaba construida la casa comprendía toda la manzana —unos sesenta y cinco metros de longitud—, y tenía una fachada igual en el cruce de las calles. El carácter del distrito había cambiado radicalmente desde los primeros tiempos; pero el espíritu de progreso comercial había dejado intacto el domicilio de los Greene. Era un oasis de idealismo y calma en medio de la turbulencia de las empresas comerciales. Una de las cosas que Tobías Greene había estipulado en su testamento era que el palacio permaneciera intacto durante, por lo menos, un cuarto de siglo después de su muerte, como monumento erigido a él y a sus antepasados. Una de las últimas cosas que había hecho en este mundo era alzar un elevado muro de piedra en torno a toda la finca, con una puerta doble de hierro que daba a la calle Cincuenta y Tres y otra para mercancías por el lado de la calle Cincuenta y Dos.
El palacio tenía dos pisos y medio de altura, coronado por espiras y grupos de chimeneas. Era lo que los arquitectos llaman, con cierto dejo de desprecio, un chateau flamboyant; pero ningún nombre despectivo podía disminuir la dignidad y el aire de tradicionalismo feudal que emanaba de sus grandes bloques rectangulares de grisácea piedra caliza. La casa era de estilo gótico del siglo XVI, con reminiscencias del nuevo estilo italiano, con ornamentación en algunas de sus partes; y los pináculos y salientes recordaban el estilo bizantino.
Delante de la casa había arces y siemprevivas, ojaranzos y lilas y detrás una hilera de sauces llorones que colgaban sobre el río. A lo largo de las paredes de ladrillo veíanse altos setos de espino, y la parte interior del muro estaba cubierta de compactos arbustos. Por el lado oeste de la casa, un sendero asfaltado conducía a un garaje doble situado en la parte de atrás, construcción que había agregado la nueva generación de los Greene. Pero allí había también setos de boj, que disimulaban lo moderno del camino.
Cuando franqueábamos la puerta del recinto aquella tarde gris de noviembre, parecía flotar sobre la finca una atmósfera ominosa. Los árboles y los arbustos estaban todos desnudos, menos las siemprevivas, sobre las que se había amontonado la nieve. Las celosías veíanse peladas contra las paredes, como esqueletos negros adheridos a ellas. Y, excepción hecha del camino principal, que había sido barrido precipitada e imperfectamente, el suelo estaba cubierto de nieve en grandes e irregulares montones. El gris de la mampostería del edificio era casi del mismo tono que el cielo nublado, y experimenté una especie de escalofrío al ascender los bajos escalones que conducían a la alta puerta principal con su frontón puntiagudo por encima de la profundamente enarcada entrada.
El mayordomo Sproot —un viejecillo de cabello blanco y rostro surcado de arrugas— nos abrió la puerta con silenciosa y fúnebre dignidad (evidentemente, se le había anunciado nuestra visita); y se nos hizo pasar inmediatamente a la grande y sombría sala cuyas ventanas cubiertas de pesadas cortinas daban al río. Un momento más tarde entró Chester Greene y saludó efusivamente a Markham. A Heath, a Vance y a mí nos incluyó en un solo movimiento de cabeza que quiso ser un saludo también.
—Le agradezco mucho que haya venido, Markham —dijo, nervioso, sentándose en el borde de una silla y sacando su boquilla—. Supongo que querrá celebrar un interrogatorio primero. ¿A quién llamo para empezar?
—Dejemos eso de momento. Primero quiero saber algo de la servidumbre. Dígame lo que sepa acerca de ella.
Greene se agitó, inquieto, en su asiento, y pareció experimentar dificultad en encender el cigarrillo.
—Sólo hay cuatro criados. Es una casa grande, en efecto, pero no necesitamos mucha ayuda. Julia siempre hacía de ama de llaves, y Ada se cuidaba de mamá. Para empezar tenemos al viejo Sproot. Hace treinta años que desempeña el cargo de mayordomo en esta mansión. Es un criado de esos que describen las novelas inglesas: fiel, humilde, dominante y fisgón. Y una verdadera lata, por añadidura. Luego hay dos doncellas: una para cuidarse de los gabinetes y la otra para el servicio de todo, aun cuando las mujeres la monopolizan, por regla general, para futilezas, Hemming, que es la más vieja de las dos, lleva diez años con nosotros. Aún usa corsé y botas con elástico. Creo que profesa la religión baptista y es tan devota que raya en el fanatismo. Barton, la otra doncella, es joven y ligera de cascos. Cree ser irresistible. Sabe algo de francés de restaurante, y es de esas que siempre andan esperando que los hombres de la familia la besen detrás de las puertas. Sibella la escogió… Es precisamente de la clase que a Sibella se le ocurría escoger. Ha sido adorno de nuestra casa y ha procurado rehuir el trabajo durante dos años. La cocinera es una alemana muy seria, una Hausfrau típica: pecho voluminoso y pie enorme. Se vanagloria de que la persona más delicada podría comer en el suelo de la cocina, de limpio que lo tiene…, aunque confieso que no lo he probado nunca. Mi padre la tomó un año antes de morir y dio orden de que había de permanecer en esta casa mientras ella quisiera… Ahí tiene usted a toda la servidumbre. Claro está que hay un jardinero que se pasa el verano holgazaneando por el jardín. Anida todo el invierno en un tabernáculo del barrio de Harlem.
—¿No hay conductor de automóvil?
—Es una molestia sin la que nos pasamos. Julia odiaba los automóviles y a Rex le da miedo montar en ellos… Es bastante miedoso Rex. Yo conduzco mi coche y Sibella parece una profesional del volante. Ada conduce también cuando mamá no la necesita y el coche de Sibella está libre.
Markham había estado tomando notas mientras Chester hablaba. Por fin apagó el cigarrillo que había estado fumando.
—Ahora, si no tiene usted inconveniente, me gustaría echar una mirada a la casa.
Greene se puso en pie y nos condujo al vestíbulo; entrada abovedada, con arrimadero de roble, dos mesas grandes, esculpidas, de la escuela de Sampin, colocadas junto a paredes opuestas y varias sillas y sillones angloholandeses. Una alfombra de Daghestan cubría el entarimado, reflejando sus pálidos colores las colgaduras de los arcos.
—Acabamos de salir de la sala, como ustedes saben —explicó Greene, con aire grandilocuente—. Detrás de ella, pasillo abajo (señaló más allá de la ancha escalera de mármol), se encontraba la biblioteca y refugio de mi padre…, lo que él llamaba su sancta sanctorum. Nadie ha entrado en ese gabinete desde hace doce años. Mi madre lo ha conservado cerrado desde que murió el viejo. Sentimentalismo; aun cuando le he dicho muchas veces que debía limpiarlo y convertirlo en una sala de billar. Pero no hay quien pueda convencerla cuando se le ha metido una idea en la cabeza. Pruébelo alguna vez que tenga ganas de hacer un poco de ejercicio fuerte.
Cruzó el vestíbulo y corrió los cortinajes del arco situado frente a la sala.
—Aquí está la sala de recepción, aun cuando no la usamos mucho estos tiempos. Es una pieza desagradable y la chimenea no tira como es debido. Cada vez que hemos encendido fuego aquí, hemos tenido que llamar a alguien para que limpiara el hollín de los tapices. (Indicó con la boquilla dos hermosos gobelinos). Allá atrás, por esas puertas corredizas, se encuentra el comedor y, más allá, la despensa del mayordomo y la cocina sobre cuyo suelo podría uno comer. ¿Quiere inspeccionar el departamento culinario?
—No; creo que no —contestó Markham—. Y lo del suelo de la cocina prefiero creerlo y no comprobarlo… ¿Podremos ver el piso de arriba?
Subimos la escalera principal, que daba la vuelta a un grupo escultural de mármol —de Fulgiere si no me equivoco— y salimos al pasillo de arriba de cara a la parte delantera de la casa, donde tres ventanas grandes, colocadas muy juntas, daban por encima de los árboles deshojados.
El orden de las piezas en aquel piso era muy sencillo, y estaba en consonancia con la ancha arquitectura cuadrada de la casa.
Había seis habitaciones en el piso —tres a cada lado del pasillo—, y un miembro de la familia ocupaba cada una de ellas. En la parte delantera de la casa, a nuestra izquierda, se hallaba el gabinete de Rex Greene, hermano menor. Junto a este estaba el de Ada y, en el fondo, la habitación de mistress Greene, separada de la de Ada por un cuarto ropero bastante grande, al cual daban los dos gabinetes. El cuarto de mistress Greene sobresalía más allá de la parte oeste de la casa y había un pequeño porche con balaustrada de piedra, del que partía una estrecha escalera, pegada al edificio, que conducía a un pequeño prado. Los cuartos de Ada y de mistress Greene tenían un balcón que daba a este porche.
Al otro lado del pasillo se hallaban las tres puertas de las habitaciones ocupadas por Julia, Chester y Sibella. La de Julia estaba en la parte delantera de la casa, la de Sibella en el fondo y la de Chester en el centro. Ninguno de estos gabinetes tenía comunicación con los otros. También observamos que la puerta del cuarto de Sibella y la del de mistress Greene se hallaban detrás de la escalera principal, mientras que la de Chester y la de Ada daban precisamente a la cabeza de la escalera y las de Julia y Rex más hacia la parte delantera de la casa. Había un pequeño cuarto para guardar ropa blanca entre el cuarto de Ada y el de mistress Greene y, en el fondo del pasillo, se hallaba la escalera de servicio.
Chester nos explicó todo esto brevemente y luego echó a andar por el pasillo en dirección a la habitación de Julia.
—Supongo que querrán ustedes ver esta primero —dijo, abriendo la puerta—. No se ha tocado nada, por orden de la Policía. Pero no comprendo de qué puede servirle a nadie toda esa ropa manchada. Está esto hecho un asco.
El cuarto era grande y estaba amueblado lujosamente con muebles tapizados de raso verde, de la época de María Antonieta. Frente a la puerta había una cama con dosel sobre una plataforma. Varias manchas oscuras sobre la bordada ropa daban mudo testimonio de la tragedia que había tenido lugar allí la noche anterior.
Vance, después de fijarse en la disposición de los muebles, dirigió la vista hacia la antigua araña de cristal.
—¿Son esas las luces que estaban encendidas cuando encontró usted a su hermana anoche, mister Greene? —preguntó.
El otro afirmó con la cabeza, hosco y molesto.
—¿Y dónde está el interruptor?
—Detrás del extremo de ese armario —contestó Greene con indiferencia, señalando un gran mueble que estaba cerca de la puerta.
—Invisible, ¿eh? —Vance se acercó al armario y miró detrás—. ¡Asombroso ladrón!
Luego se acercó a Markham y le habló en voz baja. Este movió afirmativamente la cabeza.
—Greene —dijo—; le agradecería que se fuese a su cuarto y se echara en la cama tal como estaba usted anoche cuando oyó el disparo. Luego, cuando yo dé un golpe en la pared, levántese y haga todo lo que hizo anoche…, y de la misma manera que lo hizo. Quiero ver el tiempo que necesita.
El hombre pareció ponerse algo rígido y dirigió a Markham una mirada de protesta y resentimiento.
—¡Oiga!… —empezó a decir.
Pero se interrumpió, se encogió de hombros y salió del cuarto, cerrando la puerta tras él.
Vance sacó el reloj, y Markham, después de haberle dado tiempo al otro para que llegara a su cuarto, dio un golpe en la pared. Esperamos lo que se nos antojó un rato interminable. Luego la puerta se abrió levemente y Greene asomó la cabeza. Su mirada examinó con lentitud todo el cuarto; luego entró, vacilante, y se acercó a la cama.
—Tres minutos y veinte segundos —anunció Vance—. Es desconcertante… ¿Qué cree usted, sargento, que estaría haciendo el intruso en el intervalo comprendido entre disparo y disparo?
—¡Qué sé yo! —respondió Heath—. Probablemente andaría a tientas en la oscuridad del pasillo, buscando la escalera.
—Si la hubiera buscado a tientas durante tanto rato, se hubiese caído por ella.
Markham interrumpió la discusión, proponiendo que fuéramos a ver la escalera de servicio por la que había bajado el mayordomo después de oír el disparo.
—No es preciso que examinemos las otras habitaciones todavía —agregó—, aun cuando querríamos ver la de miss Ada en cuanto el médico crea que pueda hacerse. Y, a propósito, ¿cuándo conocerá usted su dictamen, Greene?
—Dijo que estaría aquí a las tres, y es un hombre muy puntual…, un verdadero fanático para esas cosas. Mandó una enfermera a primera hora de la mañana y ella está cuidando de Ada y de mi madre en estos momentos.
—Diga, mister Greene —interpuso Vance—: ¿tenía su hermana Julia la costumbre de cerrar la puerta de su cuarto sin llave por la noche?
Greene se quedó un poco boquiabierto y se le abrieron más los ojos.
—¡Caramba, no! Ahora que me hace usted recordar… Julia siempre cerraba la puerta de su cuarto con llave.
Vance afirmó distraído con la cabeza y salimos al pasillo. Una mampara delgada ocultaba la escalera de servicio. Markham la abrió.
—No hay nada aquí que amortigüe mucho el sonido —observó.
—No —asistió Greene—; y el cuarto de Sproot está al lado mismo de la parte superior de esta escalera. Tiene buen oído, además…, demasiado bueno a veces.
Estábamos a punto de dar media vuelta, cuando una voz chillona e irritada surgió por la puerta medio abierta que había a nuestra derecha.
—¿Eres tú, Chester? ¿Qué es todo este jaleo? ¿No he soportado ya suficientes molestias e inquietudes?…
Greene se había acercado al cuarto de su madre y asomaba la cabeza por la puerta.
—No te preocupes, mamá —dijo, irritado—. Sólo es la Policía, que anda curioseando por aquí.
—¿La Policía? —su voz se hizo desdeñosa—. ¿Qué quiere? ¿No me molestaron ya bastante anoche? ¿Por qué no buscan al asesino en lugar de reunirse junto a mi puerta y molestarme?… Conque… ¡es la Policía! —su tono se hizo vengativo—. Hazla pasar aquí inmediatamente y deja que le hable yo. Conque la Policía, ¿eh?
Greene miró con impotencia a Markham, que se limitó a mover afirmativamente la cabeza. Entramos en el cuarto de la inválida. Era una habitación espaciosa, con ventanas por tres lados, amueblada con toda suerte de objetos dispares. A primera vista vi una alfombra de las Indias Orientales; un Buda enorme, dorado; varias sillas chinas, macizas, de teca esculpida: un tapiz persa descolorido; dos lámparas de hierro forjado y un mueble de laca encarnado y oro. Miré rápidamente hacia Vance, y sorprendí en su rostro una expresión de interés. Por sus ojos se veía que, al propio tiempo, estaba perplejo.
En una cama enorme, sin cabecera ni postes al pie, se hallaba la dueña de la casa, colocada sobre un montón de cojines de seda de variado colorido. Debía de tener de sesenta y cinco a setenta años; pero su cabello era casi negro. Su rostro alargado, aun cuando estaba amarillo y arrugado como pergamino antiguo, aún irradiaba un vigor asombroso. Me recordaba los retratos que había visto de George Eliot. Sobre los hombros llevaba echado un chal oriental bordado y el cuadro que presentaba en aquel cuarto singular resultaba exótico en extremo. A su lado se hallaba sentada una enfermera de coloradas mejillas, imperturbable, con uniforme blanco, almidonado, que contrastaba enormemente con la mujer que ocupaba el lecho.
Chester Greene presentó a Markham y no se acordó de nosotros. Al principio, no se dio por enterada de la presentación; pero después de escudriñar al fiscal unos instantes, le saludó con una inclinación de cabeza de resentida tolerancia y le tendió una larga y huesuda mano…
—Supongo que no hay manera de impedir que mi casa sea invadida de esta forma —dijo con hastío—. Estaba intentando descansar un poco. La espalda me duele mucho hoy, como consecuencia de toda la excitación de anoche. Pero… ¿qué importo yo? ¿Qué importa una vieja paralítica? Nadie se acuerda de mí, mister Markham, no me guardan consideración alguna. Pero tienen muchísima razón. Los inválidos no servimos para nada en este mundo, ¿verdad?
Markham contestó con una protesta cortés, de la que mistress Greene no hizo el menor caso. Se había vuelto con aparente dificultad hacia la enfermera.
—Arrégleme las almohadas, miss Graven —ordenó, con impaciencia; y luego agregó, con voz quejumbrosa—. Ni siquiera usted se preocupa de mi comodidad —la enfermera obedeció sin replicar—. Ahora puede ir usted a sentarse con Ada hasta que venga el doctor Von Blon. ¿Cómo está mi querida niña?
Su voz había adquirido de pronto un dejo de simulada solicitud.
—Está mucho mejor, mistress Greene.
La enfermera habló con voz sin inflexión y salió por la puerta del cuarto ropero.
La inválida dirigió una mirada quejumbrosa al fiscal.
—Es terrible estar impedida y no poder andar, ni tenerse en pie siquiera sin ayuda. Tengo las dos piernas paralizadas por completo desde hace diez años. Imagínese, mister Markham; he pasado diez años entre la cama y esa silla —señaló un sillón de inválido que había en un nicho del cuarto—, y ni siquiera puedo moverme de una a otra, a menos que me cojan en brazos y me trasladen. Pero me consuelo pensando que no queda ya mucho de este sufrimiento, pues pronto me marcharé al otro mundo, y procuro tener paciencia. No sería tan duro, sin embargo, si mis hijos fueran más considerados. Pero supongo que eso es esperar demasiado. Los jóvenes y sanos piensan muy poco en los viejos y débiles… El mundo es así. Conque procuro resignarme. Es mi destino ser una carga para todo el mundo.
Suspiró y se ciñó aún más el chal.
—¿Querrán interrogarme tal vez? No veo qué puedo decirles yo que les sirva de ayuda; pero estoy dispuesta a hacer todo lo que esté en mis manos. No he dormido ni pizca y me ha estado doliendo terriblemente la espalda como resultado de toda esta conmoción. Pero no me quejo.
Markham había estado contemplando a la anciana con simpatía. En verdad resultaba una figura lastimera. Los largos años de parálisis y de soledad habían agriado y retorcido una mente que, con toda seguridad, habría sido brillante y generosa. Ahora se había convertido en una especie de mártir introspectiva, exageradamente quisquillosa en su aflicción. Me di cuenta de que, por instinto, Markham la hubiera dejado en seguida, tras prodigarle unas frases de consuelo; pero su concepto del deber le imponía que se quedara y averiguase todo lo posible.
—No quiero molestarla más de lo que sea absolutamente necesario, señora —dijo con voz bondadosa—; pero podría ayudarnos mucho el que usted me permitiera le hiciese una o dos preguntas.
—¿Qué importa un poco de molestia más o menos? —contestó ella—. Hace tiempo que me he acostumbrado a soportarla. Pregúnteme lo que quiera.
Markham hizo una reverencia.
—Es usted muy amable, señora.
Luego, tras una buena pausa, agregó:
—Mister Greene me dice que no oyó usted el disparo que fue hecho en el cuarto de su hija mayor; pero que el que sonó en el de miss Ada la despertó.
—Así es. La habitación de Julia está muy lejos…, al otro lado del pasillo. Pero Ada siempre deja abiertas las puertas entre su cuarto y el mío por si necesitara algo durante la noche. Como es natural, me despertó el disparo que sonó en su cuarto… Verá…, seguramente acabaría de dormirme. La espalda me estaba dando bastante que hacer anoche. Me había estado haciendo sufrir todo el día, aunque, claro está, no le dije una palabra de ello a nadie… Poco les importa lo que sufra su pobre madre paralítica… Luego, en el preciso instante en que había logrado conciliar el sueño, sonó el disparo y me desperté del todo otra vez…, impotente, sin poderme mover, preguntándome qué cosa horrible iría a ocurrirme… Y nadie se acercó a ver si me había pasado algo; a nadie se le ocurrió pensar en mí, sola e indefensa. Pero después de todo, no tiene nada de particular; nadie se acuerda nunca de mí.
—Estoy seguro de que no sería por falta de consideración, mistress Greene —le aseguró Markham—. Probablemente la situación hizo que se olvidaran momentáneamente de todo lo que no fueran las dos víctimas. Dígame una cosa: ¿oyó usted algún otro sonido en el cuarto de miss Ada después de haberla despertado el disparo?
—Oí caer a la pobre muchacha…, por lo menos, así pareció por el ruido.
—Pero ¿no oyó ninguna otra cosa? ¿No oyó pasos, por ejemplo?
—¿Pasos? —pareció hacer un esfuerzo por recordar—. No; no oí pasos.
—¿Oyó usted cerrarse o abrirse la puerta del pasillo, señora?
Fue Vance quien hizo esta pregunta.
La mujer volvió la vista bruscamente y le dirigió una mirada torva.
—No; no oí que se abriera ni cerrase puerta alguna.
—Eso resulta bastante raro también, ¿no le parece? El intruso saldría del cuarto.
—Supongo que sí, si no se encuentra dentro de él en este momento —replicó ella, con acidez, volviéndose de nuevo al fiscal—. ¿Hay alguna otra cosa que quisiera usted saber?
Markham, evidentemente, se había dado cuenta de la imposibilidad de obtener más información por aquel conducto.
—Creo que no —contestó; luego agregó—: Como es natural, oiría usted al mayordomo y a su hijo entrar en el cuarto de miss Ada, ¿verdad?
—Sí. Bastante ruido hicieron. No tuvieron en cuenta para nada mis sentimientos. Este estúpido de Sproot llegó incluso a llamar a Chester dando gritos de mujer histérica. Y, oyéndole alzar la voz al hablar por teléfono, cualquiera hubiese creído que el doctor Blon estaba sordo. Luego Chester, Dios sabe por qué, despertó a todo el mundo. ¡Ah! No hubo tranquilidad ni reposo para mí anoche, se lo aseguro. Y la Policía se pasó horas enteras dando vueltas por la casa como una manada de elefantes. Fue verdaderamente insoportable. Y heme aquí a mí, una anciana indefensa y que no puede valerse, completamente abandonada y olvidada, sufriendo angustias indecibles por el dolor que sentía en la espina dorsal.
Después de unas cuantas trivialidades con que Markham quiso condolerse y animarla, le dio las gracias por su ayuda y nos retiramos. Al salir del cuarto y dirigirnos hacia la escalera, la oí gritar, con ira:
—¡Enfermera! ¡Enfermera! ¿No me oye? Venga en seguida y arrégleme los almohadones. ¿Qué significa eso de que me tenga usted abandonada de semejante manera?
La voz se perdió a medida que fuimos descendiendo hasta llegar al vestíbulo.