1. DOBLE TRAGEDIA

(Martes 9 de noviembre, 10 horas)

Siempre ha sido para mí motivo de sorpresa el que los hombres que más se han distinguido por sus obras sobre criminología —como Edmund Leste Pearson, H. B. Irving, Filson Young, el canónigo Brookes, William Bolitho y Harold Eaton— no hayan dedicado más espacio a la tragedia de los Greene; porque no cabe la menor duda de que esta constituye uno de los materiales más sensacionales de los tiempos modernos y es un caso casi único en los anales del crimen de nuestros tiempos. Sin embargo, al leer las voluminosas notas que tengo tomadas sobre el asunto y examinar los diversos documentos con él relacionados, me doy cuenta de cuán poco se hizo pública su historia y de cuán imposible le resultaría al cronista de más imaginación llenar las lagunas.

El mundo, claro está, conoce los hechos exteriores. Durante más de un mes, la prensa de dos continentes anduvo llena de relatos de tan espantosa tragedia y hasta el ligero esbozo dado bastó para satisfacer el apetito que siente el público por lo anormal y teatral. Pero la historia interior de la catástrofe sobrepasó incluso a la fantasía popular. Y al sentarme yo ahora a divulgar estos hechos por primera vez, me siento oprimido por una sensación de irrealidad, aun cuando yo fui testigo de la mayoría de ellos y conservo en mi poder las pruebas incontestables de que ocurrieron.

El mundo ignora por completo el diabólico ingenio que se ocultaba tras el terrible crimen; los retorcidos motivos psicológicos que lo inspiraron; el extraño origen oculto de su técnica. Por añadidura, jamás se ha dado explicación alguna de los pasos analíticos que condujeron a su solución. Tampoco se han relatado los acontecimientos que acompañaron al mecanismo de esta; acontecimientos altamente dramáticos y fuera de lo corriente en sí. El público cree que la terminación del asunto fue resultado de los métodos de investigación usuales empleados por la Policía; pero eso es porque el público desconoce muchos de los factores vitales del crimen en sí y porque el departamento de Policía y la Fiscalía se han negado, como por tácito acuerdo, a dar a conocer toda la verdad, no sé si porque temían que no se les creyese, o porque hay cosas tan terribles que nadie quiere hablar de ellas.

Por consiguiente, lo que estoy a punto de hacer es el primer relato completo del asunto[1]. Creo que ha llegado el momento de que se sepa la verdad porque pertenece ya a la Historia, y uno no debiera sobrecogerse ante los hechos históricos. Además, opino que debe quedar bien sentado quién fue el que esclareció el misterio.

El que lo hizo no tenía nada que ver con la Policía oficialmente y en ninguno de los relatos de la tragedia publicados se mencionó su nombre para nada. No obstante, de no haber sido por él y por sus métodos originales de deducción, la terrible conspiración contra la familia Greene no hubiera sido coronada por el éxito. La Policía, en sus investigaciones, se puso a tratar dogmáticamente los aspectos circunstanciales del crimen, mientras que el criminal conducía sus operaciones en un plano muy por encima de la comprensión del investigador corriente.

El hombre que después de muchas semanas de diligentes y descorazonados análisis logró descubrir el origen de aquel horror era un joven aristócrata, íntimo amigo de John F. X. Markham, fiscal de distrito. No estoy autorizado para divulgar su nombre; pero a los efectos de estas crónicas he decidido llamarle Philo Vance. No reside ya en este país, habiéndose trasladado hace algunos años a Florencia, en cuyos alrededores posee una quinta. Como no tiene la intención de volver a América, ha accedido a mi petición de que me autorice para publicar la historia de los casos criminales en que ha intervenido como especie de amicus curix. Markham también se ha retirado a la vida privada. Y el sargento Ernest Heath, el honrado y valeroso agente de la Brigada Criminal que estuvo encargado oficialmente del caso Greene, ha podido, gracias a una herencia inesperada, realizar su ambición y dedicarse a la cría de aves exóticas en una granja modelo situada en el valle de Mohawk. Así, las circunstancias han hecho posible que pueda yo publicar mis notas sobre la tragedia Greene.

Son precisas unas cuantas palabras para explicar mi participación en el asunto (digo «participación», aun cuando, en realidad, mi papel se limitó al de espectador pasivo). Desde hacía varios años, yo era abogado y procurador particular de Vance. Había presentado la dimisión en la compañía de abogados de mi padre, Van Dine, Davis y Van Dine, con el fin de dedicarme exclusivamente a las necesidades financieras y legales de Vance, las cuales, por cierto, eran muchas. Vance y yo éramos amigos desde que estudiáramos juntos en Harvard, y en mis nuevas obligaciones como abogado y administrador suyo hallé un buen empleo, junto con muchas compensaciones sociales y culturales.

Por aquella época, Vance tenía treinta y cuatro años de edad. Medía poco menos de un metro ochenta; era delgado, musculoso y ágil; sus facciones, regulares y netamente cortadas, daban a su rostro el atractivo de la fuerza y de la uniformidad; pero su expresión sardónica y fría excluía el que pudiera llamársele bien parecido. Tenía ojos grises de mirada algo altanera; nariz recta y delgada, y una boca cruel y escéptica a la par. Pero, pese a la severidad de sus facciones, que obraban como un muro de cristal entre él y sus semejantes, era altamente sensitivo y móvil, y aunque sus modales eran algo altaneros, ejercía una fascinación innegable sobre todos los que le conocían bien.

Había adquirido la mayor parte de su cultura en Europa y aún conservaba un leve acento y cierta entonación de Oxford, aun cuando yo sé a ciencia cierta que no se trataba de afectación por su parte; le importaban demasiado poco las opiniones ajenas para empeñarse en ser afectado. Era un estudiante infatigable. Sentía avidez por adquirir conocimientos y dedicaba gran parte de su tiempo al estudio de la enología y la psicología. Lo que mayor deleite intelectual le producía era el arte, y, por fortuna, tenía rentas suficientes para poder satisfacer su deseo de coleccionista. Fueron, sin embargo, su interés en la psicología y su aplicación de ella al comportamiento de los individuos lo que primero hizo que concentrase la atención en los problemas criminales que caían bajo la jurisdicción de Markham.

El primer caso en que participó fue, como ya he mencionado en otra ocasión, el asesinato de Alvin Benson. El segundo, el estrangulamiento (sin solución al parecer) de la famosa belleza de Broadway, Margarita Odell. Y, a últimos de otoño del mismo año, ocurrió la tragedia Greene. Al igual que en los dos casos anteriores, anoté los detalles completos de esta nueva investigación. Me posesioné de todos los documentos disponibles, haciendo copias exactas de aquellos que la Policía reclamó para sus archivos, y hasta tomé nota de las numerosas conversaciones habidas entre Vance y los investigadores oficiales. Por añadidura, escribí un diario que, por lo detallado, hubiera hecho palidecer de envidia a Samuel Pepys[2].

El caso Greene ocurrió hacia fines del primer año de Markham como fiscal. Como podrán recordar mis lectores, el invierno se echó encima muy pronto aquel año. Hubo dos tempestades de nieve muy fuertes en noviembre y la nevada de aquel mes fue la más grande conocida en dieciocho años. Menciono el hecho de que cayera tanta nieve a principios de la estación porque desempeñó un papel siniestro en la tragedia Greene. Más aún: fue uno de los factores vitales en el plan de la persona que cometió los asesinatos. Nadie ha comprendido aún, ni presentido siquiera, la relación existente entre la inclemencia del tiempo por aquella época y la tragedia de que fue víctima la familia Greene; pero ello se debe a que no fueron publicados todos los secretos de la investigación.

Vance se metió en el caso de Benson como resultas del reto directo que le lanzara Markham, y sus actividades en el caso de la Canaria fueron debidas al deseo que él mismo expresó de ayudar. Pero su participación en el caso Greene obedeció, pura y simplemente, a la coincidencia. Durante los dos meses que habían transcurrido desde que esclarecieron el caso de la Canaria, Markham le había ido a consultar varias veces sobre puntos discutibles de investigación, relacionados con el trabajo rutinario de la Fiscalía, y fue en el curso del debate de uno de estos problemas que se mencionó por primera vez el caso Greene.

Markham y Vance eran amigos de antiguo. Aun cuando de gustos dispares y hasta de puntos de vista éticos completamente antagónicos, sentían el uno por el otro un profundo respeto. Con frecuencia me ha maravillado la amistad existente entre aquellos dos hombres tan diametralmente opuestos. Era como si se sintieran atraídos el uno hacia el otro por aquellas cualidades que cada uno de ellos se daba cuenta, tal vez con cierto sentimiento contenido, que le faltaban a él. Markham era directo, brusco, y en ocasiones, dominante, tomando la vida muy en serio y siguiendo los dictados de su conciencia profesional, pese a cuantos obstáculos se atravesasen en su camino. Era honrado, incorruptible e incansable. Vance, por su parte, era voluble, elegante y cínico. Sonreía irónicamente ante las más amargas realidades y desempeñaba constantemente el papel de un espectador caprichoso que contemplara la vida sin el menor interés. Pese a ello, comprendía a la gente tan profundamente como comprendía el arte, y la disección que hacía de los móviles de un crimen y la perspicacia con que sabía leer el carácter de las personas, resultaban, como pude comprobar en muchas ocasiones, increíblemente exactas. Markham se daba cuenta de la existencia de estas cualidades en Vance y presentía su verdadero valor.

Aun no eran las diez de la mañana del nueve de noviembre cuando Vance y yo, después de ir en automóvil hasta el Palacio de Justicia, sito en la esquina de Franklin Street y Centre Street, nos dirigimos al despacho del fiscal, que se hallaba en el cuarto piso. Aquella mañana había de celebrarse un careo entre dos gangsters, cada uno de los cuales acusaba al otro de haber hecho el disparo mortal en un atraco. El resultado de dicho careo permitiría a Markham decidir cuál de los dos hombres sería acusado de asesinato y cuál quedaría como testigo de cargo. Markham y Vance habían discutido la situación la noche anterior en el Club Stuyvesant y Vance habían expresado el deseo de hallarse presente durante el interrogatorio. Markham, por su parte, no puso inconveniente alguno, y a ello obedecía el que hubiésemos madrugado y acudido al Palacio de Justicia.

El careo e interrogatorio de los dos hombres duró una hora y media y Vance expresó la desconcertante opinión de que ninguno de los dos hombres había hecho el disparo asesino.

—¿Sabes, Markham? —observó, arrastrando las sílabas, después de haber sido retirados los presos—; esos dos hombres hablan con entera sinceridad. Los dos creen estar diciendo la verdad. Luego, ninguno de los dos hizo ese disparo. Angustiosa situación. Ambos son, evidentemente, profesionales del crimen, nacidos para morir en la horca, y es una verdadera lástima no poder redondearles el destino como es debido… Oye… ¿No tomó parte alguna otra persona en el atraco?

Markham movió afirmativamente la cabeza.

—Se escapó un tercero. Según estos dos, se trataba de un desconocido gangster llamado Eduardo Maleppo.

—Entonces Eduardo es el culpable[3].

Markham no respondió, y Vance se levantó, perezosamente, y alargó la mano para recoger su impermeable.

—A propósito —dijo, mientras se lo ponía—; observo que nuestra cultísima prensa ha adornado esta mañana la primera página con titulares acerca de la carnicería que se ha hecho anoche en la casa solariega de los Greene. ¿Cómo ha sido eso?

Markham dirigió una rápida mirada al reloj y frunció el entrecejo.

—Eso me recuerda una cosa. Chester Greene telefoneó a primera hora de esta mañana, insistiendo en que quería verme. Le cité para las once.

—¿Dónde encajas en este asunto? —inquirió Vance, retirando la mano del pomo de la puerta y sacando su pitillera.

—¡En ninguna parte! —contestó Markham, con brusquedad—; pero a la gente le parece que el fiscal se hizo para sacar a todo el mundo de apuros. Da la casualidad, sin embargo, que conozco a Chester Greene desde hace tiempo. Los dos somos miembros del club de golf de Marylebone. Conque me veo obligado a escuchar sus quejas acerca de lo que, evidentemente, no fue más que una intentona encaminada a desposeerle de la famosa vajilla de plata de los Greene.

—Robo, ¿eh? —Vance dio unas cuantas chupadas a su cigarrillo—. ¿Y se disparó contra dos mujeres?

—¡Ah! ¡Fue un asunto desagradable! Obra de un principiante sin duda. Le entraría pánico, dispararía a tontas y a locas y pondría pies en polvorosa.

—Se me antoja una forma de proceder bastante singular —observó Vance, sentándose, distraído, en una butaca grande que había cerca de la puerta—. ¿Desaparecieron los cubiertos?

—No se llevaron nada. Evidentemente, el ladrón se asustó antes de haber efectuado el robo.

—Parece un poco cogido por los pelos eso. Un ladrón principiante fuerza la entrada en una casa, echa a la plata del comedor una mirada, se alarma, sube la escalera, dispara contra dos mujeres en sus respectivos cuartos y huye… Es muy emocionante todo eso; pero no convence. ¿De dónde salió tal teoría?

Markham le estaba mirando torvamente; pero cuando habló, hizo un esfuerzo por contenerse.

—Fealtergill estaba de guardia anoche cuando llegó el aviso desde Jefatura y acompañó a la Policía a la casa. Está de acuerdo con las conclusiones de esta.

—No obstante, me gustaría saber por qué quiere hablar Chester Greene contigo.

Markham comprimió los labios. No se hallaba de un humor muy cordial aquella mañana y la humorística curiosidad de Vance le molestaba. Después de unos instantes, sin embargo, dijo, con cierta hosquedad:

—Puesto que el robo frustrado te interesa tanto, puedes quedarte, si insistes, y escuchar lo que Chester tiene que decir.

—Me quedaré —sonrió Vance, quitándose el abrigo—. Soy débil. Cedo en seguida ante tan apasionadas súplicas… ¿Cuál de los Greene es Chester? Y… ¿qué parentesco le unía a las dos muertas?

—No hubo más que una muerta —le corrigió Markham—. La hija mayor, una solterona de cuarenta y pico de años, murió instantáneamente. Creo que hay esperanzas de que se restablezca la otra hija, muchacha más joven que también recibió un tiro.

—¿Y Chester?

—Chester es el hijo mayor; un hombre de unos cuarenta años o así. Fue el primero en llegar al lugar de la tragedia después de haber sido hechos los disparos.

—¿Qué más familia hay? Ya sé que el viejo Tobías Greene abandonó este mundo hace tiempo.

—Sí; Tobías murió hace unos doce años. Pero su mujer vive aún, a pesar de que está paralítica. Luego hay, o mejor dicho, había, cinco hijos: Julia, que era la más vieja; después Chester; luego otra hija llamada Sibella, que tiene cerca de treinta años; a continuación Rex, un muchacho enfermizo, estudioso, que tiene un año o dos menos que Sibella, y Ada, la más joven, que es hija adoptiva y tendrá unos veintidós o veintitrés años quizá.

Vance fumó unos momentos en silencio.

—Muy aturdido debía de estar el hipotético intruso para haber confundido la puerta de la alcoba de Ada con la escalera, ¿no te parece? Y luego se suscita otra pregunta: ¿qué estaba haciendo escalera arriba el anónimo caballero que fue a robar la vajilla?

—Con toda seguridad andaría buscando las joyas —respondió Markham, perdiendo la paciencia—. Yo no soy omnisapiente.

Eso lo dijo con ironía.

—Vamos, vamos, Markham —observó Vance con dulzura—. No seas vengativo. El robo Greene ofrece varios puntos susceptibles de discusión académica. Permíteme que me entregue a mis caprichos reflexivos.

En aquel momento, Swacker, el joven y despabilado secretario de Markham, apareció en la puerta que comunicaba con la estrecha cámara situada entre la sala de espera principal y el despacho particular del fiscal.

—Mister Chester Greene está aquí —anunció.