Hemos considerado las interacciones paternales o maternales, sexuales y agresivas entre máquinas de supervivencia pertenecientes a la misma especie. Existen aspectos sorprendentes de interacciones animales que no parecen estar obviamente incluidas bajo estos encabezamientos. Una de ellas es la propensión que tienen tantos animales a vivir en grupos. Las bandadas de pájaros, un enjambre de insectos, un cardumen de peces, un banco de ballenas, los mamíferos que habitan las praderas forman manadas o cazan como tales. Estos conjuntos consisten a menudo en miembros de una sola especie, pero hay excepciones. Es frecuente que las cebras formen manadas con los ñu, y en ocasiones pueden verse bandadas de pájaros de diversas especies.
Los beneficios que un individuo egoísta puede extraer de vivir en grupo constituyen, en realidad, una lista heterogénea. No voy a sacar a relucir el catálogo, sino que mencionaré tan sólo unas pocas sugerencias. En el curso de dicha exposición retornaré a los restantes ejemplos sobre comportamiento aparentemente altruista que presenté en el capítulo primero, y que prometí explicar. Ello nos llevará a considerar a los insectos gregarios, sin los cuales ninguna descripción del altruismo animal estaría completa. Finalmente, en este capítulo algo misceláneo, mencionaré la importante noción de altruismo recíproco, el principio de «tú rascas mi espalda y yo rascaré la tuya».
Si los animales viven juntos en grupos, sus genes deben obtener de la asociación un beneficio mayor de lo que invierten en ella. Una manada de hienas puede atrapar presas mucho más grandes que la que puede abatir una hiena que actúe sola, de manera que compensa a cada individuo egoísta cazar en conjunto, aun cuando ello implique compartir el alimento. Probablemente por razones similares algunas arañas cooperan en construir una gran tela común. Los pingüinos Emperador conservan el calor agrupándose. Cada uno de ellos gana al presentar a los elementos una superficie de su cuerpo más reducida que si estuviese solo. Un pez que nada oblicuamente tras otro pez, puede obtener una ventaja hidrodinámica de la turbulencia producida por el pez que le precede. Ésta podría ser una de las razones por las cuales los peces forman cardúmenes. Un ardid afín relacionado con la turbulencia del aire es conocido por los ciclistas que compiten en carreras y puede ser la causa de la formación en V de las aves en vuelo. Tal vez se entable una competencia para evitar la posición desventajosa de ser cabeza de la bandada. Posiblemente los pájaros se turnen como líderes mal dispuestos a actuar como tales: una forma de altruismo recíproco retardado que analizaremos al término del presente capítulo.
Muchos de los beneficios atribuidos al hecho de vivir en grupo han sido relacionados con la posibilidad de evitar el riesgo de ser devorados por los predadores. Una buena formulación de tal teoría fue dada por W. D. Hamilton en una ponencia titulada Geometry for the selfish herd (Geometría para la manada egoísta). Con el fin de evitar posibles confusiones, debo señalar que por «manada egoísta» quiso significar «manada de individuos egoístas».
Una vez más empezaremos con un «modelo» simple que, a pesar de ser abstracto, nos ayude a comprender el mundo real. Supongamos que una especie animal es perseguida por un predador que siempre tiende a atacar a la presa individual más próxima a él. Desde la perspectiva del predador es una estrategia razonable, ya que tiende a reducir el gasto de energía. Desde el punto de vista de la presa tiene una consecuencia interesante. Significa que cada individuo como presa tratará, constantemente, de evitar encontrarse en la posición más cercana al predador. Si la presa puede detectar al predador desde cierta distancia, simplemente se alejará. Pero si el predador puede surgir repentinamente sin previo aviso, digamos que merodea oculto entre las hierbas altas, aun así cada individuo en su calidad de presa puede tomar ciertas medidas para reducir a un mínimo el riesgo de ser el más cercano al predador. Podemos representarnos a cada individuo como presa, rodeado de un «terreno peligroso». Este terreno peligroso se define como el área en que cualquier punto del terreno está más cerca de ese individuo que de cualquier otro. Por ejemplo, si los individuos presa marchan separados en una formación geométrica regular, el terreno de peligro que rodea a cada uno de ellos (a menos que se encuentre en la periferia) puede ser de una forma más o menos hexagonal. Si sucede que el predador se encuentra merodeando en dicho terreno hexagonal de peligro que rodea al individuo A, es probable que este último sea devorado. Los individuos que se encuentran en los bordes de la manada son especialmente vulnerables, ya que su terreno de peligro no es un hexágono relativamente pequeño sino que, incluye una amplia área en el espacio abierto.
Ahora bien, evidentemente un individuo intentará mantener su terreno de peligro tan pequeño como sea posible. Especialmente tratará de evitar situarse en los bordes de la manada. Si se encuentra en dicha posición, tomará inmediatas medidas para avanzar hacia el centro. Desgraciadamente, alguien tiene que estar en la periferia, pero en lo que concierne a cada individuo intentará no ser él quien esté. Se provocará una migración incesante desde la periferia de una agrupación hacia el centro. Si la manada se encontraba al principio dispersa y con animales rezagados, pronto formará un grupo estrechamente unido como resultado de la migración hacia el centro. Aun si iniciamos nuestro modelo sin que exista, en absoluto, una tendencia hacia la agregación y los animales de presa empiezan por estar diseminados al azar, el instinto egoísta de cada individuo le inducirá a reducir su terreno de peligro e intentará situarse en un hueco que quede entre otros individuos. Ello llevará rápidamente a la formación de grupos que serán cada vez más densamente apretados.
En la vida real, obviamente, dicha tendencia a agruparse estrechamente se verá limitada por presiones opuestas: en otro caso todos los individuos se atropellarían hasta formar un montón de seres contorsionándose con el fin de liberarse. No obstante, el modelo es interesante pues nos demuestra que hasta los supuestos más simples pueden predecir la formación de grupos. También han sido propuestos otros modelos más elaborados. El hecho de que sean más realistas no resta al modelo más simple presentado por Hamilton el valor de ayudarnos a pensar acerca del problema de las agrupaciones animales.
El modelo de la manada egoísta en sí mismo no deja lugar a las interacciones cooperativas. Aquí no hay altruismo, sólo existe la explotación egoísta por parte de cada individuo a costa de los demás. En la vida real se presentan casos en que los individuos parecen tomar medidas activas para proteger de los predadores a miembros de su grupo. Recordemos las llamadas de alarma de los pájaros. Estas llamadas funcionan verdaderamente como señales de alarma por cuanto tienen el efecto de provocar inmediatas acciones evasivas en los individuos que las escuchan. No existe indicación alguna de que el que emite la llamada esté «intentando alejar al predador de sus compañeros». Se limita simplemente a informarles de la existencia del predador, advirtiéndolos. Sin embargo, el acto de efectuar la llamada parece, a primera vista, un acto altruista, pues tiene el efecto de atraer la atención del predador hacia aquel que la emite. Podemos inferir de manera indirecta la anterior aseveración de un hecho que fue observado por P. R. Marler. Las características físicas de las llamadas parecen idealmente concebidas para que sean difíciles de localizar. Si se le pidiera a un ingeniero acústico que produjese un sonido que fuera difícil de ubicar por un predador, produciría algo muy similar a las verdaderas llamadas de alarma de tantos pequeños pájaros cantores. Ahora bien, en la naturaleza esta característica de las llamadas tuvo que ser producida por la selección natural, y ya sabemos lo que esto significa. Significa que un gran número de individuos murieron debido a que estas llamadas de alarma no eran bastante perfectas. Por lo tanto, parece existir cierto peligro relacionado con la emisión de llamadas de alarma. La teoría del gen egoísta tiene que presentar una ventaja convincente de dichas llamadas de alarma, una ventaja que sea bastante poderosa para contrarrestar este peligro.
En realidad, no es muy difícil. Las llamadas de alarma de las aves han sido señaladas tantas veces como «extrañas» para la teoría darwiniana que se ha convertido en una especie de desafío elucubrar explicaciones para ellas. Como resultado, contamos con tantas explicaciones buenas que es difícil recordar por qué se formó tanta alharaca en torno a ello. Obviamente, si existe la posibilidad de que la bandada incluya algunos parientes cercanos, un gen para dar la alarma puede prosperar en el acervo génico porque es muy posible que se encuentre en los cuerpos de algunos de los individuos salvados. Esto es así, aunque el que emite la llamada pague caro su altruismo al atraer la atención del predador hacia sí mismo.
Si a alguien no le satisface esta noción de selección de parentesco, existen muchas otras teorías entre las cuales se puede escoger la que parezca más adecuada. Son muchos los aspectos en que el emisor de la llamada podría obtener un beneficio egoísta del hecho de advertir a sus compañeros. Trivers desarrolla cinco buenas ideas, pero me parecen más convincentes las dos mías que expongo a continuación. He dado a la primera el nombre de teoría cave, derivado del latín que podría traducirse como «cuidado», término empleado aún por los escolares en Estados Unidos para advertir que una autoridad se acerca. Esta teoría es apropiada para las aves camufladas que se agachan y permanecen inmóviles entre la maleza cuando amenaza un peligro. Supongamos que una bandada de tales pájaros se encuentra alimentándose en un campo. Un halcón pasa volando a lo lejos. Aún no ha visto a la bandada y no vuela directamente hacia ellos, pero existe el peligro de que su aguda mirada los distinga en cualquier momento y se lance al ataque. Supongamos, que un miembro de la bandada ve al halcón antes que los demás. Este individuo de penetrante vista podría paralizarse de inmediato y acurrucarse entre la hierba. Ello lo beneficiaría muy poco, ya que sus compañeros seguirían moviéndose a su alrededor conspicua y ruidosamente. Cualquiera de ellos podría atraer la atención del predador y toda la bandada se encontraría en peligro. Desde un punto de vista puramente egoísta, la mejor política a seguir por el individuo que detecta primero al halcón es silbar una rápida advertencia a sus compañeros para hacer que se callen y reducir las posibilidades de ser sorprendidos inadvertidamente.
La otra teoría que deseo mencionar podría llamarse teoría de «nunca romper filas». Ésta es apropiada para las especies de pájaros que huyen volando, quizás a lo alto de un árbol, cuando se acerca un predador. Una vez más, imaginemos que un individuo de una bandada de pájaros que se están alimentando ha detectado a un predador. ¿Qué debe hacer? Podría, simplemente, huir volando sin advertir a sus compañeros. Sería un pájaro limitado a sí mismo, ya no sería parte de una bandada relativamente anónima, sino un extraño fuera de ella. Es bien sabido que los halcones atacan a las palomas que se encuentran solas, pero aun si no fuera así existen muchas razones teóricas para considerar que romper filas podría ser una política suicida. Aunque luego le sigan sus compañeros, el individuo que primero levanta el vuelo aumenta, temporalmente su terreno de peligro. Tanto si la teoría de Hamilton es cierta como si es errónea, tiene que ofrecer alguna ventaja importante vivir en bandadas, de lo contrario las aves no lo harían. Cualquiera que pueda ser la ventaja, el individuo que emprende el vuelo separándose de los demás perderá, por lo menos en parte, tal ventaja. Si él no debe romper filas, entonces ¿qué le queda por hacer al pájaro observador? Quizá deba seguir como si nada hubiese pasado y confiar en la protección dada por los demás miembros de la bandada. Ello también acarrea graves riesgos. Todavía se encuentra al descubierto y es sumamente vulnerable. Se encontraría mucho más seguro en lo alto de un árbol. La mejor política, en realidad, es volar hasta la copa del árbol pero asegurándose de que todos los demás también lo hagan. Así no quedaría fuera del grupo y no perdería, como castigo, las ventajas de pertenecer a él; además, obtendría el beneficio de huir protegido. Una vez más queda demostrada la ventaja puramente egoísta de emitir la llamada de alarma. E. L. Charnov y J. R. Krebs han propuesto una teoría similar, en la cual llegan al extremo de emplear el término «manipulación» para describir lo que el pájaro que da la alarma hace al resto de su bandada. Nos hemos alejado mucho de la noción de altruismo puro y desinteresado.
Dichas teorías, superficialmente, pueden parecer incompatibles con la declaración de que el individuo que da la señal de alarma se pone a sí mismo en peligro. Realmente no existe tal incompatibilidad. Se pondría en un peligro mayor si no advirtiera a sus compañeros la existencia del predador. Algunos individuos han muerto debido a que dieron las llamadas de alarma, en especial aquellos cuyas señales son fáciles de localizar. Otros han muerto por no haberlas emitido. La teoría cave y la de «nunca romper filas» son sólo dos de las muchas maneras de explicar el porqué de tales hechos.
¿Qué hay respecto a la gacela que da grandes saltos para atraer al predador, hecho que mencioné en el capítulo primero, y cuyo altruismo aparentemente suicida llevó a Ardrey a declarar categóricamente que sólo podría ser explicado por la selección de grupo? Se le presenta aquí a la teoría del gen egoísta un desafío más riguroso. Las señales de alarma emitidas por los pájaros cumplen su cometido, pero están evidentemente proyectadas para ser tan poco aparentes y discretas como sea posible. No es éste el caso de los altos saltos de la gacela. Son ostentosos hasta el punto de constituir una franca provocación. Parece como si las gacelas estuviesen llamando deliberadamente la atención del predador, casi como si lo estuvieran desafiando. Esta observación ha dado origen a una deliciosa y atrevida teoría. Fue esbozada originalmente por N. Smythe, pero llevada hasta su lógica conclusión por la inconfundible firma de A. Zahavi.
La teoría de Zahavi puede ser planteada de la siguiente manera: el punto crítico de este pensamiento lateral es la idea de que los saltos, lejos de ser una señal para las otras gacelas, en realidad son una señal destinada a los predadores. Es notada por las demás gacelas y afecta su comportamiento, pero ello es una consecuencia incidental, ya que ha sido seleccionada, fundamentalmente, para el predador. Traducida rudimentariamente al español significa: «Mira cuan alto puedo saltar; soy obviamente una gacela tan capaz y saludable que no me podrás atrapar, sería mucho más prudente por tu parte que intentaras dar caza a mi vecina, que no salta tan alto como yo.» En términos menos antropomórficos, los genes para saltar alto y ostentosamente tienen pocas posibilidades de ser comidos por los predadores, pues éstos tienden a seleccionar aquellas presas que son fáciles de alcanzar. En especial, muchos mamíferos predadores son conocidos por dar caza a los viejos y a los enfermos. Un individuo que salta alto está anunciando, de una manera exagerada, el hecho que ni es viejo ni tiene mala salud. Según esta teoría, dicha exhibición dista de ser altruista. Si algo es, es egoísta, puesto que su objetivo es persuadir al predador para que dé caza a otro. En cierto sentido, se plantea una competencia para ver quién puede saltar más alto, ya que el perdedor sería el perseguido.
El otro ejemplo al cual indiqué que volvería a referirme, es el de las abejas kamikaze, que clavan su aguijón a los que roban la miel pero, al hacerlo, incurren en un suicidio casi seguro. La abeja de la miel es sólo un ejemplo de insecto altamente gregario. Otros de este tipo son las avispas, las hormigas, las termitas u «hormigas blancas». Deseo analizar a los insectos gregarios en general, no sólo a las abejas suicidas. Las hazañas de los insectos gregarios son legendarias, en especial sus proezas asombrosas de cooperación y aparente altruismo. Las misiones suicidas de clavar el aguijón simbolizan sus prodigios de abnegación. En las hormigas «olla de miel» existe una casta de obreras con abdómenes grotescamente hinchados, repletos de alimentos, cuya única función en la vida es colgar inmóviles del techo como bombillas hinchadas, utilizadas como almacenamiento de víveres para las otras obreras. En el sentido humano, no viven en absoluto como individuos; su individualidad se encuentra sometida, aparentemente, al bienestar de la comunidad. Una sociedad de hormigas, abejas o termitas alcanza una especie de individualidad sólo a un alto nivel. El alimento es compartido hasta el extremo de que se podría hablar de un estómago común. La información se transmite con tanta eficiencia, mediante señales químicas y por la famosa «danza» de las abejas, que la comunidad se comporta casi como si fuese una unidad con un sistema nervioso y órganos sensoriales propios. Los intrusos que vienen de fuera son reconocidos y rechazados con algo de la selectividad propia de un sistema de reacción de inmunidad de un cuerpo. La temperatura, más bien alta dentro de una colmena, está regulada de forma casi tan precisa como la de un cuerpo humano, aun cuando una abeja como individuo no es un animal «de sangre caliente». Por último, y lo que es más importante, la analogía se extiende a la reproducción. La mayoría de los individuos, en una colonia de insectos gregarios, son obreras estériles. La «línea germinal o embrionaria» —la línea de la continuidad de los genes inmortales— fluye a través de los cuerpos de una minoría de individuos, los reproductores. Son análogos a nuestras propias células reproductoras de nuestros testículos u ovarios. Las obreras estériles son la analogía de nuestro hígado, músculos y células nerviosas.
El comportamiento de las kamikaze y otras formas de altruismo y cooperación por parte de las obreras no es sorprendente una vez que aceptamos el hecho de que son estériles. El cuerpo de un animal normal es manipulado para asegurar la supervivencia de los genes, ya sea mediante la procreación de descendientes o el cuidado de otros individuos que contienen los mismos genes. El suicidio en bien del cuidado de otros individuos es incompatible con la futura procreación de descendientes propios. El suicidio como autosacrificio, por lo tanto, rara vez evoluciona. Pero una abeja obrera nunca tiene hijos propios. Todos sus esfuerzos están destinados a preservar sus genes mediante el cuidado de sus parientes, exceptuando a sus hijos. La muerte de una abeja obrera estéril no tiene mayor importancia para sus genes que la caída de una hoja en otoño para los genes de un árbol.
Existe la tentación de tornarnos místicos sobre los insectos gregarios, pero en realidad no hay necesidad de ello. Vale la pena observar, con cierto detalle, cómo lo interpreta la teoría del gen egoísta y, en especial, cómo explica el origen evolutivo del extraordinario fenómeno de la esterilidad de las obreras, de la cual parecen derivarse tantos hechos.
Una colonia de insectos gregarios es una enorme familia, y, generalmente, todos descienden de la misma madre. Las obreras, que rara vez o nunca se reproducen, son divididas, a menudo, en cierto número de castas distintas, incluyendo a las pequeñas obreras, grandes obreras, soldados y castas altamente especializadas, como las «ollas de miel». Las hembras reproductoras son denominadas reinas. Los machos reproductores son llamados, en ocasiones, zánganos o reyes. En las sociedades más avanzadas, los reproductores no trabajan nunca en algo que no sea la procreación, pero en esta tarea son extremadamente eficientes. Confían en las obreras para sus alimentos y protección, y las obreras son también responsables de cuidar a la progenie. En algunas especies de hormigas y termitas, la reina se hincha hasta convertirse en una gigantesca fábrica de huevos, de aspecto apenas reconocible como el de un insecto, hasta alcanzar un volumen cientos de veces mayor que el de una obrera y ser totalmente incapaz de efectuar movimiento alguno. Es constantemente atendida por las obreras, que la cuidan, alimentan y transportan su incesante fluir de huevos hasta las guarderías comunales. Si tan monstruosa reina debiera abandonar alguna vez la célula real, lo haría, con gran ceremonia, sobre las espaldas de escuadrones de obreras trabajadoras.
En el capítulo VII planteé la distinción existente entre parir y cuidar. Dije que las estrategias mixtas que abarcan ambos aspectos tenderían, normalmente, a evolucionar. En el capítulo V vimos que las estrategias mixtas evolutivamente estables podían ser de dos tipos generales. Cada uno de los individuos de una población podría portarse de una forma mixta: así, los individuos alcanzan, normalmente, una mezcla juiciosa de gestación y de cuidado; o bien la población puede estar dividida en dos tipos diferentes de individuos: así fue como planteamos, en primer lugar, el equilibrio entre los halcones y las palomas. Ahora bien, es teóricamente posible que un equilibrio evolutivamente estable entre la gestación y el cuidado se logre de la segunda forma, es decir que la población podría estar dividida en individuos dedicados a la gestación y otros dedicados al cuidado de las criaturas. Dicha estrategia puede ser evolutivamente estable solamente en el caso de que los cuidadores sean parientes cercanos de aquellos individuos a quienes dedican sus atenciones, por lo menos tan cercanos como podrían serlo de sus propios descendientes si los tuvieran. Aun cuando es teóricamente posible que la evolución actúe en este sentido, parece que ello sólo ha tenido lugar en los insectos gregarios. [51]
Los individuos de los insectos gregarios están divididos en dos clases principales, la de los dedicados a engendrar y la de los dedicados a cuidar a los nuevos seres. Los procreadores son los machos y hembras reproductores. Los cuidadores son los obreros u obreras: machos y hembras estériles en las termitas, hembras estériles en los demás insectos gregarios. Ambos tipos efectúan su trabajo de manera más eficiente debido a que no tienen que preocuparse del otro problema. Pero, ¿desde el punto de vista de quién es eficiente? La pregunta que se espetará a la teoría darwiniana será el conocido reproche: «¿Qué ganan con ello las obreras?»
Algunas personas han respondido: «Nada». Piensan que la reina está obteniendo todo a su manera, manipulando a las obreras por medios químicos para satisfacer sus propios fines egoístas, haciéndolas cuidar a su prolífica nidada. Tal es la versión de la teoría de la «manipulación materna» de Alexander, que ya analizamos en el capítulo VIII. La idea opuesta es que las obreras «cultivan» a los reproductores, manipulándolos para incrementar su productividad a base de propagar réplicas de los genes de los obreros. Seguramente, las máquinas de supervivencia que la reina fabrica no son descendientes de los obreros; pero, no obstante, son parientes próximos. Fue Hamilton quien, de manera admirable, se dio cuenta de que, al menos en las hormigas, abejas y avispas, las obreras pueden estar más estrechamente relacionadas con las crías de lo que la reina misma lo está. Esto lo condujo, y más tarde también a Trivers y a Hare, a uno de los triunfos más espectaculares de la teoría del gen egoísta. El razonamiento está planteado más o menos así:
Los insectos conocidos como himenópteros, incluyendo a las hormigas, abejas y avispas, poseen un sistema bastante extraño de determinación sexual. Las termitas no pertenecen a este grupo y no comparten dicha peculiaridad. El nido típico de un himenóptero tiene sólo una reina madura. Ésta efectúa un vuelo de apareamiento en su juventud y guarda los espermatozoides para el resto de su larga vida: diez años o aún más. Raciona los espermatozoides para proporcionárselos a sus huevos a través de los años, permitiendo que sean fertilizados a medida que pasan por sus tubos. Pero no todos los huevos son fertilizados. Aquellos que no lo son se desarrollan para convertirse en machos. Un macho, por lo tanto, carece de padre, y todas las células de su cuerpo contienen sólo un juego de cromosomas (todos obtenidos de su madre) en lugar de un doble juego (uno de su padre y uno de su madre), como los tenemos nosotros. En términos de la analogía que presentamos en el capítulo III, diríamos que un himenóptero macho posee sólo una copia de cada «volumen» en cada una de sus células, en vez de las dos acostumbradas.
Un himenóptero hembra, por otra parte, es normal en cuanto tiene un padre y posee el habitual doble juego de cromosomas en cada una de las células de su cuerpo. El hecho de que una hembra se convierta en una obrera o en una reina no depende de sus genes sino de la forma en que sea criada. Es decir, cada hembra posee un juego completo de genes para hacer una reina, y otro juego completo para hacer una obrera (o, más bien, juegos de genes para hacer cada casta especializada de obreras, soldados, etc.). Respecto a cuál será el juego de genes «utilizado», depende de cómo sea criada la hembra, en especial en cuanto se refiere al alimento que reciba.
Aun cuando se presentan muchas complicaciones, esencialmente así son las cosas. No sabemos por qué este extraordinario sistema de reproducción sexual evolucionó. No hay duda que hubo buenas razones, pero por el momento debemos considerarlo como un hecho curioso en los himenópteros. Cualquiera que sea la razón original, dicha rareza hace estragos en las precisas reglas establecidas en el capítulo VI para calcular la relación o parentesco. Significa que los espermatozoides de un único macho, en vez de ser todos diferentes como lo son en nosotros, son todos exactamente iguales. Un macho tiene sólo un juego de genes en cada una de las células de su cuerpo, no un juego doble. Cada espermatozoide debe recibir, por consiguiente, el juego completo de genes en lugar de la muestra del 50% y, por lo tanto, todos los espermatozoides de un determinado macho son idénticos. Intentemos ahora calcular la relación entre una madre y su hijo. Si se sabe que el macho posee un gen A, ¿cuáles son las probabilidades de que su madre lo comparta? La respuesta debe ser el 100%, ya que el macho carece de padre y ha obtenido todos sus genes de su madre. Pero supongamos ahora que se sabe que una reina posee el gen B. Las posibilidades de que su hijo comparta tal gen son sólo del 50%, ya que él contiene sólo la mitad de los genes de ella. Parece una contradicción, pero no lo es. Un macho obtiene todos sus genes de su madre, pero ésta le da sólo la mitad de sus genes a su hijo. La solución a esta aparente paradoja se halla en el hecho de que un macho tiene sólo la mitad del número usual de genes. No hay razón para cuestionarse si el índice «verdadero» de relación es ½ o 1. El índice es únicamente una medida creada por el hombre, y si en determinados casos nos lleva a tropezar con dificultades, podremos tener que abandonarlo y regresar a los principios básicos. Desde el punto de vista de un gen A en el cuerpo de una reina, la oportunidad que tiene de ser compartido por un hijo es de ½, al igual que por una hija. Desde el punto de vista de una reina, por consiguiente, sus descendientes, de cualquiera de ambos sexos, se encuentran tan estrechamente emparentados con ella como lo están los hijos humanos a sus madres.
Las cosas empiezan a resultar fascinantes cuando llegamos a las hermanas. Las hermanas no sólo comparten el mismo padre sino que, además, los dos espermatozoides que las concibieron eran idénticos en todos y cada uno de los genes. Las hermanas son, por lo tanto, equivalentes a gemelas idénticas en cuanto a los genes paternos se refiere. Si una hembra posee un gen A, tiene que haberlo obtenido ya sea de su padre o de su madre. Si lo obtuvo de su madre, entonces existe el 50% de probabilidades de que su hermana lo comparta. Pero si lo obtuvo de su padre, las posibilidades son el 100%. Por consiguiente, la relación entre hermanas himenópteras no es de ½, como sería en animales normales sexualmente, sino de ¾.
De ello se deduce que una hembra himenóptera se encuentra relacionada o emparentada más estrechamente con sus hermanas que lo está con sus descendientes de ambos sexos. [52] Según lo percibió Hamilton (aun cuando no lo expresó de igual manera), ello puede predisponer a una hembra a cultivar a su propia madre como una máquina eficiente para hacer hermanas. Un gen para hacer hermanas de forma indirecta se reproduce más rápidamente que un gen para hacer descendientes de forma directa. Por lo tanto, la esterilidad de las obreras se desarrolló. Se puede presumir que no se debe a un accidente el hecho de que la verdadera sociabilidad, acompañada de esterilidad en las obreras, al parecer haya evolucionado no menos de once veces de forma independiente en los himenópteros y solamente una en el resto del reino animal, especialmente en las termitas.
Sin embargo, existe una trampa. Si las obreras tienen éxito en cultivar a su madre como a una máquina de producir hermanas, deben refrenar de alguna manera su tendencia natural a darles un número igual de hermanos. Desde el punto de vista de una obrera, las probabilidades de que un hermano contenga uno de sus genes en particular es sólo ¼ . Por lo tanto, si a la reina se le permitiese producir machos y hembras en iguales proporciones, el cultivo no resultaría provechoso en lo que respecta a las obreras. No estarían ellas incrementando al máximo la propagación de sus preciosos genes.
Trivers y Haré se percataron de que las obreras deben intentar influir para que la proporción sexual favorezca a las hembras. Tomaron los cálculos de Fisher respecto a las proporciones sexuales óptimas (que consideramos en el capítulo anterior) y las adaptaron al caso especial de los himenópteros. Resultó que la relación óptima de inversión para una madre es, como de costumbre, 1:1. Pero la proporción óptima para una hermana es de 3:1 en favor de las hermanas y en contra de los hermanos. Si eres una hembra himenóptera, la manera más eficiente para propagar tus genes es abstenerte de procrear y hacer que tu madre te dé hermanas y hermanos reproductores en la proporción de 3:1. Pero si debes tener descendientes propios, puedes beneficiar más a tus genes teniendo hijos e hijas reproductores en igual proporción.
Como hemos visto, la diferencia entre las reinas y las obreras no es genética. En cuanto concierne a los genes, un embrión de hembra podría estar destinado a una obrera, la cual «desea» una proporción entre los sexos de 3:1, o bien a una reina, la cual «desea» una proporción de 1:1. ¿Qué significa este «desear»? Quiere decir que un gen que se encuentra en el cuerpo de una reina puede propagarse mejor si tal cuerpo invierte, de manera equitativa, en hijos e hijas reproductores. Pero el mismo gen, al encontrarse en el cuerpo de una obrera, puede propagarse mejor al hacer que la madre de tal cuerpo tenga más hijas que hijos. No hay una paradoja real. Un gen debe sacar la mejor ventaja de los niveles de poder que se encuentren a su disposición. Si se encuentra en posición de influir en el desarrollo de un cuerpo que está destinado a convertirse en una reina, su estrategia óptima para explotar tal control es una, y si se encuentra en posición de influir de forma que se desarrolle el cuerpo de una obrera, su estrategia óptima para explotar tal poder será otra.
Ello significa que existe un conflicto de intereses en cuanto al cultivo. La reina está «intentando» invertir equitativamente en machos y hembras. Las obreras tratan de modificar la proporción de los reproductores en el sentido que sea de tres hembras por cada macho. Si tenemos razón al representar a las obreras como cultivadoras y a la reina como hembra reproductora, presumiblemente las obreras tendrán éxito al lograr su relación de 3:1. Si no es así, si la reina representa lo que su nombre indica y las obreras son sus esclavas y las cuidadoras obedientes de las guarderías reales, entonces hemos de esperar que se produzca la relación de 1:1 que la reina «prefiere» que prevalezca. ¿Quién gana en este caso especial de la batalla de las generaciones? Es un caso que puede ser analizado y de hecho lo fue por Trivers y Haré, utilizando para ello un gran número de especies de hormigas.
La proporción entre los sexos que interesa es la de los machos y hembras reproductores. Éstos son aquellas formas grandes y aladas que emergen de los nidos de hormigas en estallidos periódicos con el fin de efectuar los vuelos nupciales, después de los cuales las jóvenes reinas pueden tratar de fundar nuevas colonias. Estas formas aladas son las que deben ser consideradas para establecer un cálculo de la proporción entre los sexos. Ahora bien, los machos y las hembras reproductores son, en muchas especies, muy desiguales en cuanto a tamaño. Ello complica las cosas, ya que, como vimos en el capítulo anterior, los cálculos de Fisher sobre la proporción óptima entre los sexos se aplican estrictamente no al número de machos y hembras, sino a la cantidad de inversión en los machos y en las hembras. Trivers y Haré hicieron concesiones a esta aseveración al considerar tales factores. Tomaron 20 especies de hormigas y estimaron la proporción entre los sexos en términos de inversión en los reproductores. Encontraron un resultado bastante aproximado a la relación de 3:1 de la proporción entre hembras y machos, predicha por la teoría de que son las obreras las que dirigen las cosas para su propio beneficio. [53]
Parece ser, entonces, que en las hormigas estudiadas el conflicto de intereses es «ganado» por las obreras. Hecho no muy sorprendente, ya que los cuerpos de las obreras, que son los guardianes de las guarderías, tienen más poder, en términos prácticos, que los cuerpos de las reinas. Los genes que intentasen manipular el mundo a través del cuerpo de las reinas serían superados en la maniobra por los genes que intentasen manipular el mundo a través del cuerpo de las obreras. Sería interesante buscar algunas circunstancias especiales en que pudiera suponerse que las reinas tienen un mayor poder práctico que las obreras. Trivers y Haré llegaron a la conclusión de que sería precisamente una tal circunstancia la que podría ser empleada como prueba crítica de la teoría.
Esto se deriva del hecho de que existen algunas especies de hormigas que admiten esclavos. Los obreros de las especies esclavizadoras no efectúan ningún trabajo ordinario, o si lo hacen, éste es bastante deficiente. Sin embargo, son muy eficientes en llevar a cabo incursiones en búsqueda de esclavos. Las verdaderas guerras, aquellas en que grandes ejércitos rivales luchan hasta la muerte, sólo se conocen entre los hombres y entre los insectos gregarios. En muchas especies de hormigas, la casta especializada de obreros, conocidos como soldados, posee formidables mandíbulas combatientes y dedica su tiempo a luchar por la colonia contra otros ejércitos de hormigas. Dichas incursiones constituyen sólo un tipo de esfuerzo bélico. Los esclavistas montan un ataque a un nido de hormigas pertenecientes a una especie diferente, intentan matar a los obreros o soldados que lo defienden y se llevan los huevos fecundados. Los cautivos rompen el cascarón en los nidos de sus raptores. No «se dan cuenta» de que son esclavos y se ponen a trabajar siguiendo su programa incorporado en su sistema nervioso y realizan todos los deberes que normalmente harían en su propio nido. Los obreros esclavistas o soldados continúan efectuando sus expediciones en búsqueda de más esclavos mientras los ya incorporados al nido se quedan y realizan las labores cotidianas como limpiar, proveer forraje y cuidar los huevos.
Los esclavos están, por supuesto, dichosamente ignorantes del hecho de que no están emparentados con la reina ni con las crías que están cuidando. Inconscientemente crían a los nuevos pelotones de esclavizadores. Ciertamente, la selección natural, actuando sobre los genes de las especies esclavas tiende a favorecer adaptaciones antiesclavitud. Sin embargo, evidentemente, no son plenamente eficaces, pues la esclavitud es un fenómeno ampliamente generalizado.
De dicho fenómeno debemos considerar la siguiente consecuencia, que es importante para nuestra presente perspectiva. La reina de las especies de hacedores de esclavos se encuentra en una posición tal que puede inclinar la proporción de los sexos en el sentido que «prefiera». Ello se debe a que sus hijos verdaderos, los esclavistas, ya no ejercen poder práctico en las guarderías. Este poder es ahora ejercido por los esclavos. Estos piensan que están cuidando a sus propios parientes, y presumiblemente hacen lo que sería apropiado en sus propios nidos para alcanzar su deseada proporción de 3:1 en favor de las hermanas. Pero la reina de la especie de esclavistas es capaz de salir adelante con sus contramedidas, y no hay selección que opere en los esclavos para neutralizar dichas acciones, ya que los esclavos no tienen parentesco alguno con la nidada.
Supongamos, por ejemplo, que en cualquier especie de hormigas las reinas «intenten» encubrir los huevos de machos haciendo que huelan igual que los de hembras. La selección natural favorecerá, normalmente, cualquier tendencia a que los obreros «descubran» el engaño. Podemos imaginarnos una batalla evolutiva en la cual las reinas «cambiarán, continuamente, el código» y las obreras lo «descifrarán». La guerra será ganada por quienquiera que se las ingenie para transmitir más de sus genes a la próxima generación a través de los cuerpos de las reproductoras. Ello favorecerá a las obreras, según hemos visto. Pero cuando la reina de esta especie hacedora de esclavos cambia el código, los obreros esclavos se ven imposibilitados de desarrollar alguna habilidad que les permita descifrar tal código. Esto se debe a que, en un obrero esclavo, cualquier gen «para descifrar el código» no se encuentra representado en el cuerpo de ningún individuo reproductor y, por ende, no es traspasado. Todos los reproductores pertenecen a la especie esclavizadora y se encuentran emparentados con la reina, pero no con los esclavos. Si los genes de los esclavos se introducen en algún reproductor, será en aquellos que emerjan del nido original del cual fueron raptados. Los obreros esclavos, en el mejor de los casos, se encontrarán ocupados en tratar de descifrar el código equivocado. Por lo tanto, las reinas de las especies esclavistas pueden modificar su código libre e impunemente, sin que exista peligro alguno de que los genes para descifrar tal código sean propagados a la siguiente generación.
La conclusión de este complejo razonamiento es que debemos esperar, en las especies hacedoras de esclavos, que la proporción de inversión en los reproductores de ambos sexos se aproxime a la razón de 1:1 en lugar de la de 3:1. Por una vez, la reina tendrá todo a su gusto. Esto es precisamente lo que Trivers y Mare descubrieron, aun cuando estudiaron sólo dos de estas especies.
Debo destacar que he narrado la historia de una manera idealizada. La vida real no es clara y precisa. Por ejemplo, de todas las especies de insectos gregarios, la que nos resulta más conocida, la de la abeja de miel, parece seguir enteramente el camino «equivocado». Hay una inversión mucho mayor en los machos que en las reinas: algo que parece no tener sentido, ni desde el punto de vista de las obreras ni desde el de la reina madre. Hamilton ha ofrecido una posible solución a este acertijo. Señala que cuando una abeja reina abandona una colmena, lo hace con un gran enjambre de obreras acompañantes que la ayudan a empezar una nueva colonia. La colmena original pierde estas obreras, y el costo que ello significa debe ser considerado como parte del costo de reproducción: por cada reina que abandona la colmena, deben hacerse muchas obreras extra. La inversión en dichas obreras adicionales debe ser contabilizada como parte de la inversión en las hembras reproductoras. Al computarse la relación entre los sexos, estas obreras extra deben pesar en la balanza en oposición a los machos. De modo que éste no sería un obstáculo serio para la teoría, después de todo.
Una llave más difícil de manejar en la elegante maquinaria de la teoría es el hecho de que, en algunas especies, la joven reina en su vuelo nupcial se une a varios machos en vez de a uno solo. Ello significa que la relación promedio entre sus hijas es menos de ¾, y aun puede aproximarse a ¼ en casos extremos. Es tentador, aunque probablemente no sea muy lógico, considerar esto como un golpe astuto dado por las reinas contra las obreras. De paso, indicaremos que puede sugerir que las obreras debieran acompañar a una reina en su viaje nupcial, e impedirle que se acople más de una vez. Esto de ninguna manera ayudaría a los genes de las obreras: sólo a los genes de la próxima generación de obreras. No existe un espíritu de cooperativismo entre las obreras como clase. Ellas sólo se «preocupan» de sus propios genes. A una obrera podría haberle «gustado» acompañar a su propia madre, pero no tuvo la oportunidad, ya que ni siquiera había sido concebida en aquel entonces. En su vuelo nupcial, una joven reina es la hermana de la actual generación de obreras, no la madre. Por consiguiente, ellas se encuentran a su lado más que al lado de la próxima generación de obreras, que son sólo sus sobrinas. Ya me da vueltas la cabeza y ya es tiempo de poner fin a este asunto.
He empleado la analogía del cultivo para indicar la función que las obreras himenópteras cumplen junto a sus madres. La granja sería una granja de genes. Las obreras usan a su madre, ya que es una fabricante más eficiente de copias de sus propios genes que ellas mismas. Los genes salen de la línea de producción en paquetes denominados individuos reproductores. Esta analogía del cultivo no debe ser confundida con otro caso de sentido muy diferente en que puede decirse que los insectos gregarios cultivan. Los insectos gregarios descubrieron, al igual que el hombre lo hizo mucho tiempo después, que el cultivo sistemático de alimento puede ser más eficiente que la caza y la recolección.
Por ejemplo, varias especies de hormigas de América y, al parecer, sin tener relación alguna con ellas, las termitas de África, cultivan «jardines de hongos». Las más conocidas son las denominadas hormigas parasol de Suramérica. Éstas operan con gran éxito. Se han descubierto colonias simples con más de dos millones de individuos. Sus nidos consisten en vastas redes de pasadizos y galerías subterráneos que penetran a una profundidad de tres metros o más, hechos mediante excavaciones de hasta cuarenta toneladas de tierra. Las cámaras subterráneas contienen los jardines de hongos. Las hormigas siembran deliberadamente hongos de una especie determinada en almácigos abonados especialmente, que preparan mediante la masticación de hojas hasta su reducción a fragmentos. En vez de reunir forraje para utilizarlo como alimento, las obreras almacenan las hojas para hacer el abono. El «apetito» que denota una colonia de hormigas parasol por estas hojas es gigantesco. Tal rasgo las convierte en una plaga importante para la economía; pero las hojas no constituyen su alimento sino el de sus hongos. Al fin las hormigas cosechan y comen los hongos y alimentan con ellos a su progenie. Los hongos son más eficientes para descomponer y asimilar el material de las hojas que los propios estómagos de las hormigas, y así es como estas últimas se benefician de tal arreglo. Es posible que los hongos también resulten beneficiados, aun cuando sean cosechados: las hormigas los propagan de forma más eficiente a lo que podría hacerlo su propio mecanismo de dispersión de esporas. Más aún, las hormigas «desmalezan» el jardín de hongos, manteniéndolo libre de otras especies de hongos. Eliminar la competencia puede beneficiar a los hongos domésticos de las hormigas. Podría decirse que existe un tipo de relación de altruismo mutuo entre las hormigas y los hongos. Es un hecho notable que un sistema muy similar de cultivo de hongos se haya desarrollado, independientemente, entre las termitas, con las cuales no existe relación alguna.
Las hormigas poseen sus propios animales domésticos, así como sus plantas de cultivo. Los áfidos —pulgones verdes y otros insectos similares— están altamente especializados en absorber la savia de las plantas. Bombean la savia de las venas de las plantas, siendo en esto más eficientes que luego en digerirla. El resultado de ello es que excretan un líquido al que sólo se le ha extraído parte de su valor nutritivo. De la parte trasera del insecto salen gotas de secreción dulce con un alto contenido de azúcar a un ritmo considerable: en ciertos casos, la excreción emitida en una hora excede el propio peso del insecto. Dicha secreción dulce debería caer, normalmente, a tierra; bien podría haber sido el alimento providencial conocido como el «maná» del Antiguo Testamento. Pero las hormigas de diversas especies lo interceptan tan pronto como abandona el cuerpo del insecto. Las hormigas «ordeñan» a los áfidos frotando suavemente los cuartos traseros con sus antenas y patas. Los áfidos responden a esto: en algunos casos retienen aparentemente sus gotas hasta que una hormiga los acaricia, y aun retiran una gota si una hormiga no está dispuesta a recibirla. Se ha sugerido que algunos áfidos han desarrollado una parte posterior de aspecto y tacto similares al rostro de una hormiga, para atraerlas mejor. Lo que los áfidos ganan de esta relación es una aparente protección de sus enemigos naturales. Al igual que nuestro ganado lechero, viven a cubierto, y las especies de áfidos que son muy cultivados por las hormigas han perdido sus normales mecanismos de defensa. En ciertos casos las hormigas cuidan de los huevos de los áfidos dentro de sus propios nidos subterráneos, alimentan a las jóvenes crías y, por último, cuando han crecido, los llevan gentilmente hasta los terrenos de pasto que se encuentran protegidos.
Una relación en beneficio mutuo entre miembros de diferentes especies se denomina mutualismo o simbiosis. Los miembros de especies diferentes a menudo tienen mucho que ofrecer unos a otros, ya que pueden aportar distintas «habilidades» a la sociedad. Este tipo de asimetría fundamental puede llevar a estrategias evolutivamente estables de cooperación mutua. Los áfidos poseen las apropiadas partes bucales para bombear la savia de las plantas, pero tales partes succionadoras no son aptas para la defensa personal. Las hormigas no sirven para extraer la savia de las plantas, pero son buenas para pelear. Los genes de las hormigas para cultivar y proteger a los áfidos han sido favorecidos en el acervo génico de las hormigas. Los genes de los áfidos para cooperar con las hormigas han sido favorecidos en el acervo génico de los áfidos.
Las relaciones simbióticas en beneficio mutuo son comunes entre los animales y las plantas. Un liquen parece ser, considerado superficialmente, una planta individual como cualquier otra. Pero en realidad es una íntima unión simbiótica entre un hongo y un alga verde. Ninguno de los dos socios podría vivir sin el otro. Si su unión se hubiese tornado sólo un poco más íntima, ya no hubiésemos sido capaces de decir que el liquen era un organismo doble. Por consiguiente, quizás existan otros organismos dobles o múltiples que nosotros no hemos reconocido como tales. ¿Quizá lo seamos hasta nosotros mismos?
Dentro de cada una de nuestras células hay numerosos cuerpos pequeños llamados mitocondrios. Los mitocondrios son fábricas químicas responsables del abastecimiento de la mayor parte de la energía que necesitamos. Si perdiésemos nuestros mitocondrios pereceríamos en cuestión de segundos. Recientemente se ha planteado, de manera verosímil, que los mitocondrios son, en origen, bacterias simbióticas que unieron sus fuerzas con nuestro tipo de células en las tempranas etapas de la evolución. Se han hecho sugerencias similares respecto a otros pequeños cuerpos contenidos en nuestras células. Es una de esas ideas revolucionarias que requieren tiempo para que se acepten, pero es una idea cuyo tiempo ha llegado. He considerado que llegaremos a aceptar la idea aún más radical de que cada uno de nuestros genes es una unidad simbiótica. Somos colonias gigantescas de genes simbióticos. Realmente no se puede hablar de «evidencias» que sustenten dicha idea, pero, como he tratado de insinuar en capítulos anteriores, realmente es inherente a la forma misma en que pensamos sobre cómo los genes operan en las especies sexuadas. La otra cara de la moneda es que los virus pueden ser genes que se han liberado de «colonias» tales como nosotros. Los virus consisten en ADN puro (o una molécula relacionada y autorreplicadora) rodeado por una cubierta de proteína. Los virus son todos parásitos. La hipótesis establece que han evolucionado de genes «rebeldes» que han escapado y ahora viajan de un cuerpo a otro directamente a través del aire, en lugar de hacerlo en vehículos más convencionales, como son los óvulos y los espermatozoides. Si esto fuese cierto, ¡bien podríamos considerarnos como colonias de virus! Algunos de ellos cooperan simbióticamente y viajan de un cuerpo a otro en los espermatozoides y los óvulos. Éstos son los «genes» convencionales. Otros viven parásitamente y viajan por cualquier medio que puedan emplear. Si el ADN parásito viaja en los espermatozoides y en los óvulos, quizá forme el excedente «paradójico» de ADN que ya he mencionado en el capítulo III. Si viaja a través del aire, o por otros medios, se denomina «virus» en el sentido usual del término.
Éstas son especulaciones para ser consideradas en el futuro. En el presente estamos interesados en la simbiosis al más alto nivel de las relaciones entre organismos multicelulares, más que dentro de ellos. El término simbiosis es convencionalmente empleado para designar asociaciones entre miembros de diferentes especies. Pero, ahora que hemos evitado considerar la evolución desde la perspectiva del «bien de las especies», parece no existir una razón lógica para distinguir las asociaciones entre miembros de diferentes especies como elementos aparte de las asociaciones entre miembros de la misma especie. En general, las asociaciones en beneficio mutuo evolucionarán si cada socio obtiene más de lo que aporta. Esto es válido tanto si nos referimos a miembros del mismo grupo de hienas como a criaturas completamente distintas tales como las hormigas y los áfidos, o las abejas y las flores. En la práctica será difícil distinguir entre casos de un genuino beneficio mutuo que opere igual para ambas partes, y casos de explotación por una de ellas.
En teoría es fácil imaginar la evolución de asociaciones de beneficio mutuo si los favores son otorgados y recibidos de forma simultánea, como en el caso de los socios que forman el liquen. Pero surgen problemas si existe un retraso entre conceder un favor y obtener su retribución. Ello se debe a que el primer receptor del favor puede sentirse tentado a engañar y rehusar retribuirlo cuando llegue su turno. La solución de este problema es interesante y vale la pena analizarlo en detalle. Puedo hacerlo mejor en términos de un ejemplo hipotético.
Supongamos que una especie de pájaro es infestada con parásitos de una especie particularmente desagradable de ácaros transmisores de una peligrosa enfermedad. Es muy importante eliminar a estos ácaros lo antes posible. Normalmente un pájaro puede desprender y eliminar a sus propios ácaros cuando limpia y compone sus plumas. Sin embargo, hay un lugar —la parte alta de su cabeza— que no puede alcanzar con su propio pico. A cualquier ser humano se le ocurre rápidamente la solución al problema. Un individuo puede no ser capaz de alcanzar su propia cabeza, pero nada es más fácil que hallar un amigo que lo haga por él. Más tarde, cuando el amigo se vea infestado de parásitos, se puede retornar el favor. El aseo mutuo es, de hecho, muy común tanto en las aves como en los mamíferos.
Intuitivamente, esto tiene sentido. Cualquiera que posea cierta previsión consciente se dará cuenta de que es prudente acceder al arreglo de ayuda mutua. Pero hemos aprendido a desconfiar de lo que parece ser, intuitivamente, prudente. Para el gen no existe la previsión. ¿Puede contarse con la teoría del gen egoísta para este tipo de ayuda mutua, o «altruismo recíproco», cuando existe una dilación entre la buena acción y su retribución? Williams abordó brevemente el problema en su libro publicado en 1966, al cual ya me he referido. Llegó a la conclusión, al igual que Darwin, de que el altruismo recíproco retardado puede evolucionar en aquellas especies capaces de reconocer y recordar a cada miembro como individuo. Trivers, en 1971, desarrolló más el tema. Cuando escribió, pudo disponer del concepto de Maynard Smith sobre la estrategia evolutivamente estable. De haber podido, pienso que lo hubiese utilizado ya que sirve para expresar, de una forma natural, sus ideas. Su referencia al «dilema del prisionero» —un acertijo favorito en la técnica de aplicación de la ley de probabilidades— nos demuestra que su pensamiento ya seguía estas pautas.
Supongamos que B tiene un parásito en la parte alta de su cabeza. A lo ayuda a deshacerse de él. Más tarde, se presenta la situación en que A tiene un parásito en su coronilla. Naturalmente, busca a B con el fin de que éste le retribuya su buena acción anterior. B simplemente lo desprecia y se aleja. B es un tramposo, un individuo que acepta el beneficio derivado del altruismo de otro ser, pero que no devuelve el favor, o si lo hace, es de forma insuficiente. A los tramposos les va mejor que a los altruistas indiscriminados, ya que obtienen beneficios sin pagar su costo. Con seguridad, el costo de asear la cabeza de otro individuo parece pequeño comparado con el beneficio de que le hayan eliminado un parásito peligroso, pero, de todas formas, no es insignificante Hay que emplear cierta energía y tiempo, siempre valiosos.
Asumamos que la población consiste en individuos que adoptan una de las dos estrategias. Al igual que en el análisis de Maynard Smith, no nos estamos refiriendo a estrategias conscientes sino a programas de comportamiento inconsciente establecidos por los genes. Identifiquemos a las dos estrategias como la de los Incautos y la de los Tramposos. Los incautos asearán a cualquiera que lo necesite, de manera indiscriminada. Los tramposos aceptarán el altruismo practicado por los incautos, pero no asearán a nadie, ni siquiera a aquellos que le ayudaron previamente a eliminar el parásito. Como en el caso de los halcones y las palomas asignaremos, arbitrariamente, puntos como recompensa o castigo. No importa cuáles sean los valores exactos siempre que el beneficio por haber sido aseado exceda el costo del aseo. Si la incidencia de parásitos es alta, cualquier individuo incauto en una población de incautos puede contar con ser aseado tan a menudo como él haga tal labor. El resultado promedio para un incauto entre incautos es, por lo tanto, positivo. En realidad, a todos les va bastante bien y el término incauto parece inapropiado. Pero supongamos ahora que surge un tramposo en la población. Siendo el único con tal característica, puede contar con ser aseado por todos los demás, pero no pagará nada a cambio. Su resultado promedio es mejor que el promedio de un incauto. Por consiguiente, los genes para los tramposos empezarán a expandirse a través de la población. Pronto los genes para los incautos se extinguirán. Ello se debe a que, cualquiera que sea la proporción en la población, los tramposos siempre se las arreglarán mejor que los incautos. Consideremos, por ejemplo, el caso cuando la población consista en un 50% de incautos y un 50% de tramposos. El resultado promedio para los incautos y los tramposos será menor que el de cualquier individuo en una población de ciento por ciento de incautos. Pero, aun así, los tramposos obtendrán un resultado más alto que los incautos, ya que ellos obtendrán todos los beneficios —los que sean— y no pagarán nada en cambio. Cuando la proporción de los tramposos alcance un 90%, el resultado promedio para todos los individuos será muy bajo: muchos de ellos, de ambos tipos, pueden estar muñéndose por la infección transmitida por los parásitos. Pero todavía a los tramposos les irá mejor que a los incautos. Aun si toda la población tiende a la extinción, no se presentará el momento en que a los incautos les vaya mejor que a los tramposos. Por consiguiente, siempre que consideremos estas dos estrategias, nada podrá impedir la extinción de los incautos y, muy probablemente, también la extinción de toda la población.
Supongamos ahora que se plantea una tercera estrategia denominada de los «rencorosos». Los rencorosos asearán a extraños y a individuos quienes con anterioridad los hubiesen aseado a ellos. Sin embargo, si cualquier individuo los engaña, recordarán el incidente y le guardarán rencor: rehusarán asear a tal individuo en el futuro. En una población de rencorosos e incautos es imposible diferenciar a unos de otros. Ambos tipos se comportan de manera altruista hacia los demás y ambos obtienen un resultado promedio alto y parejo. En una población que consistiera en su mayoría en tramposos, un solo rencoroso no tendría mucho éxito. Gastaría considerable energía aseando a la mayoría de los individuos que encontrase, pues tardaría tiempo en acumular rencor contra todos ellos. Por otra parte, nadie lo asearía a él. Si los rencorosos se encuentran en escaso número comparado con los tramposos, el gen de los rencorosos se extinguirá. Una vez que los rencorosos lograran aumentar su número hasta constituir una proporción importante, sin embargo, sus posibilidades de encontrarse unos a otros llegarían a ser bastante grandes para compensar el esfuerzo perdido en asear a los tramposos. Cuando se lograse esta proporción decisiva empezarían a obtener, como promedio, un resultado más alto que los tramposos y estos últimos se verían empujados, a un ritmo acelerado, hacia su extinción. Cuando los tramposos estuvieran prácticamente extintos, su índice de disminución se volvería más lento, y podrían sobrevivir como una minoría durante bastante tiempo. Ello se debe a que un tramposo, en tal situación, tendría sólo una pequeña probabilidad de encontrarse con el mismo rencoroso dos veces: por lo tanto, en la población, la proporción de individuos que guardasen rencor contra un determinado tramposo sería muy pequeña.
He contado la historia de estas estrategias como si fuese intuitivamente obvio lo que sucedería. En realidad no todo es tan obvio y tomé la precaución de simularlo en una computadora con el fin de asegurarme de que la intuición era correcta. La estrategia de los rencorosos, en efecto resultó ser evolutivamente estable en oposición a las de los incautos y los tramposos, en el sentido de que una población consistente en su mayoría en rencorosos, no se verá invadida por tramposos ni por incautos. Sin embargo, la de los tramposos también es una estrategia evolutivamente estable ya que una población que consista en una gran mayoría de tramposos no se verá invadida por rencorosos ni por incautos. Una población podría asentarse en cualquiera de estas dos EEE. A largo plazo podrá cambiar de una a la otra. Dependiendo de los valores exactos de las retribuciones —las suposiciones en la simulación son, por supuesto, completamente arbitrarias— uno u otro de los dos estados estables ejercerá una mayor «zona de atracción» y tendrá más posibilidades de triunfar. Adviértase, de paso, que a pesar de que la población de tramposos es más probable que se extinga que una población de rencorosos, ello no afecta a su posición como estrategia evolutivamente estable. Si una población alcanza una EEE que la lleva a su extinción, en efecto se extingue, y es una verdadera lástima. [54]
Es muy curioso observar en una computadora una simulación que empieza con una fuerte mayoría de incautos, una minoría de rencorosos que se encuentra justo sobre la frecuencia crítica, y una minoría integrada más o menos por el mismo número de tramposos. Lo primero que ocurre es un dramático quebranto de la población de incautos, al ser explotados por los despiadados tramposos. Los tramposos gozan una considerable explosión demográfica, que alcanza su máximo cuando el último de los incautos perece. Pero los tramposos aún deben tener en cuenta a los rencorosos. Durante el precipitado declive de los incautos, los rencorosos han ido decreciendo en número, sufriendo el embate de los prósperos tramposos, pero arreglándoselas para mantenerse firmes. Cuando ha desaparecido el último incauto y los tramposos ya no pueden lograr tan fácilmente su egoísta explotación, los rencorosos empiezan a aumentar lentamente a costa de los tramposos. Con firmeza su población empieza a cobrar auge. Su ritmo de incremento se acelera, la población de tramposos se desmorona hasta casi extinguirse, y luego se nivela, ya que goza del privilegio de su rareza y de la relativa libertad respecto a los rencorosos que dicha situación entraña. Sin embargo, lenta e inexorablemente los tramposos son eliminados y los rencorosos reinan como únicos integrantes de la población. Paradójicamente, al principio de la historia la presencia de los incautos, en realidad, puso en peligro a los rencorosos, ya que ellos fueron los responsables de la temporal prosperidad de los tramposos.
Dicho sea de paso, mi ejemplo hipotético sobre los peligros de no verse aseado por parte de otro es bastante verosímil. Los ratones que se mantienen aislados tienden a desarrollar llagas desagradables en aquellas partes de sus cabezas que quedan fuera de su alcance. En un estudio realizado, los ratones que se mantuvieron en grupos no sufrieron este perjuicio debido a que se lamían las cabezas unos a otros. Sería interesante comprobar la teoría del altruismo recíproco de forma experimental, y parece que los ratones podrían ser sujetos apropiados para tal trabajo.
Trivers analiza la notable simbiosis del pez limpiador (labro). Se sabe que aproximadamente cincuenta especies, incluyendo a los peces pequeños y a los camarones, viven de los parásitos que quitan de la superficie de peces más grandes que pertenecen a otras especies. El pez grande, obviamente, se beneficia de verse aseado y los peces limpiadores obtienen un buen abastecimiento de alimentos. La relación es simbiótica. En muchos casos, los peces grandes abren la boca y permiten que los peces pequeños se introduzcan para limpiar sus dientes, y que luego salgan nadando a través de sus agallas, que sufren igual tratamiento. Cabría esperar que un pez grande aguardase, astutamente, hasta haber sido cuidadosamente aseado y luego devorase al limpiador. Sin embargo, suele permitir que el pez limpiador se aleje sin ser molestado. Es ésta una hazaña considerable de aparente altruismo, ya que en muchos casos el pez limpiador es del mismo tamaño que la presa normal del pez grande.
Los peces limpiadores presentan una superficie listada y despliegan una danza especial que los cataloga como limpiadores. Los peces grandes tienden a abstenerse de comer a los peces pequeños que tienen el adecuado diseño de listas y que se aproximan a ellos mediante el adecuado tipo de danza. En lugar de ello, caen en un estado parecido a un trance y permiten el libre acceso del limpiador tanto a su parte externa como a su interior. Siendo los genes egoístas lo que son, no es extraño que hayan surgido tramposos despiadados y explotadores. Hay especies de peces pequeños que tienen la apariencia de los peces limpiadores y danzan de la misma forma, con el fin de asegurarse una conducta segura cuando se encuentran en la vecindad de un pez grande. Cuando el pez grande ha caído en su trance expectante, el tramposo, en vez de extraerle los parásitos, arranca de un mordisco un trozo de la aleta del pez grande y huye apresuradamente. Pero, a pesar de los tramposos, la relación entre los peces limpiadores y sus clientes es predominantemente amigable y estable. La profesión de limpiador juega un importante papel en la vida diaria en la comunidad de los arrecifes de coral. Cada limpiador posee su propio territorio y se ha visto a los peces grandes hacer cola para que los atiendan como clientes ante una barbería. Es probablemente esta tenacidad local lo que hace posible la evolución, en este caso, de altruismo recíproco retardado. El beneficio que le reporta a un pez grande el poder regresar repetidas veces a la misma «barbería» en vez de buscar continuamente una nueva, debe compensar el costo de contenerse para no comer al limpiador. Puesto que los peces limpiadores son pequeños, lo aseverado anteriormente no es difícil de creer. La presencia de peces tramposos que se mimetizan con los peces limpiadores probablemente, de manera indirecta, ponga en peligro la buena fe de los limpiadores al provocar una presión de tipo menor sobre los peces grandes para que devoren a los peces listados. La tenacidad local por parte de los genuinos peces limpiadores permite a los clientes encontrarlos y evitar así a los tramposos.
En el hombre está bien desarrollada la memoria y la capacidad de reconocimiento de los individuos. Podemos esperar, por consiguiente, que el altruismo recíproco haya jugado un papel importante en la evolución humana.
Trivers llega hasta el extremo de sugerir que muchas de nuestras características psicológicas tales como la envidia, sentimiento de culpa, gratitud, simpatía, etc., han sido planeadas por la selección natural como habilidades perfeccionadas de engañar, de detectar engaños y de evitar que otra gente piense que uno es un tramposo. De especial interés son los «engañosos sutiles» que parecen estar pagando un favor recibido pero que, sin cejar, devuelven levemente menos de lo que reciben. Es aun posible que el abultado cerebro del hombre y su predisposición a razonar matemáticamente haya desarrollado un mecanismo de engaño más tortuoso y de una detección más penetrante del engaño cometido por otros. El dinero constituye un signo formal de altruismo recíproco retardado.
No tiene fin la fascinante especulación que engendra la idea de altruismo recíproco cuando la aplicamos a nuestra propia especie. El tema es tentador, pero no soy mejor para tales especulaciones que cualquier otro hombre y dejo al lector que se entretenga en ello.