IX
LA BATALLA DE LOS SEXOS

Si existe un conflicto de intereses entre padres e hijos, que comparten el 50% de los genes respectivos, ¿cuánto más grave no habrá de ser el conflicto entre la pareja, cuyos miembros no están emparentados entre sí? [44] Todo lo que tienen en común es el 50% de inversión genética en los mismos hijos. Desde el momento en que tanto el padre como la madre están interesados en el bienestar de las diferentes mitades de los mismos niños, podrá haber alguna ventaja para ambos si cooperan mutuamente en criar a dichos niños. Sin embargo, si uno de los progenitores logra invertir menos de su justa proporción de valiosos recursos en cada hijo, será quien saque el mejor partido, ya que tendrá más para invertir en otros hijos engendrados con otras parejas sexuales y, de esta manera, podrá propagar más sus genes. Cabe suponer, por lo tanto, que cada miembro de la pareja tratará de explotar al otro, intentando forzar al compañero a invertir más en sus hijos. Idealmente, lo que a un individuo debiera «agradarle» (no me estoy refiriendo a goce físico, aun cuando también podría darse) sería copular con tantos seres del sexo opuesto como fuera posible, dejando al compañero o compañera que criase a los hijos. Como veremos más adelante, este estado de cosas ha sido logrado por los machos en varias especies, pero en otras los machos son obligados a compartir, en partes iguales, el peso de criar a los hijos. Esta perspectiva de asociación sexual como una relación de desconfianza y explotación mutua ha sido recalcada especialmente por Trivers. Es una noción relativamente nueva para los etólogos. Solíamos considerar el comportamiento sexual, la copulación y el cortejo que la precede, como una aventura esencialmente cooperativa asumida en beneficio mutuo, ¡e incluso por el bien de las especies!

Retrocedamos hasta los primeros orígenes e investiguemos la naturaleza fundamental de la masculinidad y la femineidad. En el capítulo III tratamos la sexualidad sin subrayar su asimetría básica. Aceptamos, simplemente, que algunos animales son denominados machos y otros hembras, sin interrogarnos sobre el significado de estas palabras. Pero ¿cuál es la esencia de la masculinidad? ¿Qué define, en el fondo, a una hembra? Nosotros, como mamíferos vemos que los sexos están definidos por conjuntos globales de características: posesión de un pene, el hecho de parir a los hijos, el amamantamiento por medio de unas glándulas lactíferas especiales, ciertos rasgos cromosómicos, etc. Este criterio para juzgar el sexo de un individuo está muy bien para los mamíferos, pero para los animales y plantas en general, no es más fiable que la tendencia a usar pantalones como un criterio para juzgar el sexo humano. En las ranas, por ejemplo, ningún sexo posee un pene. Quizás, entonces, las palabras macho y hembra no tengan un significado general. Son, después de todo, solamente palabras y si no las encontramos útiles para describir a las ranas estamos en total libertad para abandonarlas. Podríamos, arbitrariamente, dividir a las ranas en Sexo 1 y Sexo 2 si así lo deseásemos. Sin embargo, existe un rasgo fundamental en los sexos que puede ser utilizado para catalogar a los machos como machos y a las hembras como tales, a través de los animales y las plantas. Y es que las células sexuales o «gametos» de los machos son mucho más pequeños y numerosos que los gametos de las hembras. Esta aseveración es válida tanto si nos referimos a los animales como a las plantas. Un grupo de individuos posee grandes células sexuales y es conveniente emplear la palabra hembra para ellos. El otro grupo, que por conveniencia denominamos macho, posee células sexuales pequeñas. La diferencia es especialmente pronunciada en los reptiles y en las aves, en los cuales una única célula es bastante grande y nutritiva para alimentar a una criatura en desarrollo durante varias semanas. Aun en los humanos, donde el óvulo es microscópico, supera varias veces en tamaño al espermatozoide. Como podremos apreciar más adelante, es posible interpretar todas las demás diferencias que existen entre los sexos como derivados de esta diferencia básica.

En ciertos organismos primitivos —por ejemplo, en algunos hongos— no se presenta esta diferenciación entre machos y hembras, aun cuando tiene lugar cierto tipo de reproducción sexual. En el sistema conocido como isogamia los individuos no están divididos en dos sexos. Cualquiera de ellos puede acoplarse con cualquier otro. No existen dos tipos diferentes de gametos —espermatozoides y óvulos— sino que todas las células son iguales, llamadas isogametos. Los nuevos individuos se forman por la fusión de dos isogametos, cada uno de ellos producido por división meiótica. Si tenemos tres isogametos, A, B y C, A podría fusionarse con B o C, y B podría fusionarse con A o C. Ello no podría suceder en sistemas sexuales normales. Si A es un espermatozoide y puede fusionarse con B o C, luego B y C deben ser células sexuales femeninas y B no podría fusionarse con C.

Cuando dos isogametos se fusionan, ambos contribuyen con igual número de genes para formar el nuevo individuo, y también aportan la misma cantidad de reservas alimenticias. Los espermatozoides y los óvulos contribuyen, de forma equitativa, en el número de genes, pero los óvulos otorgan mucho más en cuanto a reservas alimenticias: en realidad, los espermatozoides no cooperan en absoluto y sólo están interesados en transportar sus genes, lo más rápido posible, al óvulo. En el momento de la concepción, por lo tanto, el padre ha invertido menos de la cuota que le corresponde (es decir, el 50%) de sus recursos en su descendiente. Ya que cada espermatozoide es tan pequeño, un macho puede permitirse fabricar millones de ellos cada día. Ello significa que es, potencialmente, capaz de engendrar un número considerable de hijos en un período de tiempo muy breve, empleando con este fin a diferentes hembras; hecho sólo posible porque cada nuevo embrión es dotado por la madre, en cada caso, del alimento adecuado. Este último factor establece un límite al número de hijos que pueda tener una hembra, pero el número de hijos que pueda tener un macho es, virtualmente, ilimitado. Es aquí donde empieza la explotación femenina. [45]

Parker y otros han demostrado que esta asimetría pudo evolucionar a partir de un estado originalmente isógamo. En los días en que todas las células eran intercambiables y aproximadamente del mismo tamaño, habría algunas que, por casualidad, eran levemente mayores que otras. En ciertos aspectos, un isogameto grande tendría alguna ventaja sobre los de tamaño medio, quizá debido a que podía darle a su embrión un buen comienzo al otorgarle una mayor cuota inicial de alimento. Por lo tanto, puede que hubiera una tendencia evolutiva favorable a los grandes gametos. Pero había una trampa. La evolución de los isogametos de tamaño más grande que el estrictamente necesario pudo abrir la puerta a la explotación egoísta. Los individuos que producían gametos más pequeños que los usuales podían morir, a menos que se asegurasen de que sus pequeños gametos se fusionaran con los más grandes. Ello podía lograrse haciendo que los pequeños fuesen más móviles y capaces de buscar activamente a los más grandes. Para un individuo, la ventaja de producir pequeños y ágiles gametos radicaría en que podía permitirse fabricar un mayor número de ellos y, por lo tanto, potencialmente era capaz de tener más hijos. La selección natural favorecería la producción de células sexuales pequeñas que buscaban activamente a las grandes para fusionarse con ellas. Así, podemos suponer que evolucionaron dos «estrategias» sexuales divergentes. Hubo la estrategia de gran inversión u «honesta». Esta, automáticamente, abrió el camino a la estrategia de pequeña inversión, explotadora o «mezquina». Una vez iniciada la divergencia entre las dos estrategias, continuaría de forma incontrolada. Las células de tamaño intermedio, o medianas, habrían sido penalizadas, ya que no gozaban de las ventajas de ninguna de las dos estrategias extremas. Las «mezquinas» evolucionarían hasta reducir cada vez más su tamaño e incrementar su movilidad. Las honestas evolucionarían aumentando progresivamente su tamaño con el fin de compensar la inversión cada vez más pequeña que aportaban las mezquinas, y se tornarían inmóviles porque siempre serían activamente buscadas por las mezquinas. Cada una de las honestas habría «preferido» fusionarse con otra del mismo tipo. Pero la presión ejercida por la selección para rechazar a las mezquinas sería menor que la presión ejercida sobre las mezquinas para deslizarse bajo la barrera: las mezquinas tenían más que perder, y por esto ganaron la batalla evolutiva. Las honestas se convirtieron en óvulos, y las mezquinas, en espermatozoides.

Luego, los machos parecen ser individuos sin mucho valor y, por simples consideraciones basadas en el «bien de las especies», cabía esperar que se tornaran menos numerosos que las hembras. Desde el momento en que un macho, teóricamente, produce bastantes espermatozoides para atender un harén de 100 hembras, podríamos suponer que en las poblaciones animales las hembras superarían en número a los machos en una proporción de 100 a 1. Otra forma de expresar lo mismo sería decir que el macho es más «consumidor» y la hembra más «valiosa» para las especies. Por supuesto, desde el punto de vista de las especies consideradas en su conjunto, ello es perfectamente cierto. Para tomar un ejemplo extremo, en un estudio realizado sobre elefantes marinos, el 4% de los machos eran los protagonistas del 88% de las cópulas observadas. En este caso, como en muchos otros, existe un gran excedente de machos célibes, los cuales probablemente nunca tuvieron una oportunidad de copular en toda su vida y comen las reservas de alimentos de una población con igual apetito que los demás adultos. Desde el punto de vista del «bien de las especies», esto constituye un horrible derroche; los machos «extra» podrían ser considerados como parásitos sociales. Éste es un ejemplo más de las dificultades con que se enfrenta la teoría de la selección de grupos. La teoría del gen egoísta, por otra parte, no tiene dificultad en explicar el hecho de que el número de hembras y de machos tiende a ser igual, aun cuando los machos que realmente participan en la reproducción sólo constituyen una pequeña fracción de la cantidad total. La explicación fue dada, por primera vez, por R. A. Fisher.

El problema de cuántos nacen machos y cuántos nacen hembras constituye un caso especial de un problema de estrategia en los progenitores. Así como tratamos la cuestión del tamaño óptimo familiar para uno de los progenitores que intenta potenciar al máximo la supervivencia de sus genes, también podemos considerar la proporción óptima sexual. ¿Es mejor confiar nuestros preciosos genes a hijos o a hijas? Supongamos que una madre invierte todos sus recursos en hijos y, por lo tanto, nada le resta para invertir en hijas: ¿contribuiría más, como promedio, al acervo génico del futuro que una madre rival que invirtió en hijas? ¿Acaso los genes para preferir hijos se tornan más o menos numerosos que los genes para preferir hijas? Lo que Fisher demostró fue que, en circunstancias normales, la proporción sexual óptima es de 50:50. Con el fin de comprender esta aseveración debemos conocer primero algo sobre el mecanismo de determinación de los sexos.

En los mamíferos, el sexo se determina genéticamente de la siguiente manera: todos los óvulos son capaces de desarrollarse hasta convertirse en un macho o una hembra; los espermatozoides son los que portan los cromosomas que determinan el sexo. La mitad de los espermatozoides producidos por un hombre determinan el sexo femenino —son los espermatozoides X—, y la otra mitad —los espermatozoides Y— determinan el masculino. Los dos tipos de espermatozoides tienen el mismo aspecto. Se diferencian sólo respecto a un cromosoma. Un gen para hacer que un padre tenga únicamente hijas puede lograr su objetivo haciendo que sólo produzca espermatozoides X. Un gen para hacer que una madre tenga sólo hijas puede operar haciendo que segregue un espermicida selectivo o haciendo que aborte los embriones machos. Lo que buscamos es algo equivalente a una estrategia evolutivamente estable (EEE), si bien en este caso, aún más que en el capítulo sobre la agresión, estrategia es meramente una forma de expresión. Un individuo no puede escoger, deliberadamente, el sexo de sus hijos. Pero los genes que tiendan a que los hijos tengan un sexo u otro son posibles. Si suponemos que tales genes que favorecen las desiguales proporciones entre los sexos existen, en el acervo génico cualquiera de ellos tiene posibilidades de llegar a ser más numeroso que sus rivales alelos. Ahora bien, ¿podrían prevalecer sobre aquellos que favorecen una proporción equitativa entre los sexos?

Supongamos que entre los elefantes marinos, mencionados anteriormente, surgiera un gen mutante que tendiera a hacer que los progenitores tuviesen, en su mayoría, hijas. Puesto que no existe escasez de machos en la población, las hijas no encontrarían dificultad en encontrar compañeros y el gen para fabricar hijas se expandiría. La proporción entre los sexos de dicha población podría entonces empezar a modificarse, tendiendo a que hubiese un excedente de hembras. Desde el punto de vista del bien de las especies, ello estaría muy bien, ya que unos cuantos machos son sin duda capaces de proporcionar todos los espermatozoides necesarios, incluso para un considerable excedente de hembras, como ya hemos visto. Superficialmente, por lo tanto, podemos suponer que el gen para producir hijas continuaría expandiéndose hasta que la proporción entre los sexos estaría tan desequilibrada que los pocos machos restantes, trabajando hasta la extenuación, apenas podrían arreglárselas. Pues bien, imagínese la enorme ventaja genética que gozarían los escasos padres que tuvieran hijos. Cualquiera que invirtiera en un hijo tendría una excelente oportunidad de ser abuelo de cientos de elefantes marinos. Aquellos que producen nada más que hijas se aseguran unos pocos nietos, cantidad insignificante comparada con las gloriosas posibilidades genéticas que se abren ante cualquiera que se especialice en hijos. Por lo tanto, los genes para producir hijos tenderán a hacerse más numerosos y el péndulo volverá a su posición anterior.

Con el fin de simplificar el planteamiento me he referido al movimiento del péndulo. En la práctica nunca se habría permitido que el péndulo oscilara hasta ese extremo en el sentido de la dominación femenina, porque la presión para tener hijos habría empezado a empujarlo hacia atrás tan pronto como la proporción se hubiese tornado desigual. La estrategia de producir un número igual de hijos e hijas es una estrategia evolutivamente estable, en el sentido de que cualquier gen que se aparte de ella sufrirá pérdida segura.

He contado la historia en términos de número de hijos contra número de hijas. Lo hice así con el afán de simplificar las cosas, pero estrictamente debería exponerse en términos de inversión de los progenitores, significando con ello todos los alimentos y demás recursos que los padres tienen para ofrecer, medidos en la forma en que lo tratamos en el capítulo anterior. Los padres deberían invertir de manera equitativa entre hijos e hijas. Ello significa, normalmente, que debieran tener, numéricamente, tantos hijos como hijas. Pero podría haber proporciones desiguales de sexos que fuesen evolutivamente estables, siempre que a ello correspondieran desiguales cantidades de recursos invertidas en los hijos y las hijas. En el caso de los elefantes marinos, una política consistente en tener tres veces más hijas que hijos, pero haciendo de cada hijo un supermacho a base de invertir el triple de alimentos y demás recursos en él, sería estable. Al invertir más alimentos en un hijo y lograr así que sea grande y fuerte, unos padres podrían incrementar sus oportunidades de obtener el premio supremo de un harén. Pero éste es un caso especial. Normalmente la cantidad invertida en cada hijo será más o menos proporcional a la cantidad invertida en cada hija, y la proporción entre los sexos, en términos numéricos, suele ser de uno a uno.

En su largo viaje a través de las generaciones, un gen promedio pasará aproximadamente la mitad de su tiempo situado en cuerpos de machos y la otra mitad en los de hembras. Algunos efectos de los genes se manifiestan sólo en los cuerpos de uno de los sexos. Son los denominados efectos genéticos limitados por el sexo. Un gen que controle la longitud del pene expresa sus efectos sólo en el cuerpo de los machos, pero también es portado en el cuerpo de las hembras y puede ejercer un efecto totalmente diferente en ellas. No existe una razón por la cual un hombre no pueda heredar de su madre la tendencia a desarrollar un pene largo.

En cualquiera, de los dos tipos de cuerpo en que se encuentre, podemos esperar que un gen haga el mejor uso de las oportunidades ofrecidas por tal tipo de cuerpo. Dichas oportunidades pueden diferir en gran medida, según se trate de un macho o de una hembra. Como aproximación conveniente, podemos asumir, una vez más, que cada cuerpo individual es una máquina egoísta que intenta hacer lo que sea mejor para sus genes. La mejor política a seguir por tal máquina egoísta, a menudo será una cosa si es un macho y otra muy diferente si es una hembra. Con el fin de ser breves, recurriremos de nuevo al convencionalismo de considerar al individuo como si tuviese un propósito consciente. Como hicimos antes, tendremos presente que se trata sólo de una forma de expresión. En realidad, un cuerpo es una máquina ciegamente programada por sus genes egoístas.

Consideremos nuevamente a la pareja con la que empezamos el presente capítulo. Ambos miembros, como máquinas egoístas que son, «desean» hijos e hijas en igual número. Hasta este punto los dos concuerdan. En lo que no están de acuerdo es sobre quién va a soportar lo más arduo del costo de criar a cada uno de los hijos. Ambos desean que sobrevivan tantos hijos como sea posible. Cuantos menos recursos se vean obligados a invertir, tanto él como ella, en cualquiera de estos hijos, más hijos podrán tener cada uno de ellos. La forma obvia de alcanzar este deseable estado de cosas es inducir al otro —a él o a ella— a invertir más de lo que a él o a ella les corresponda, en justicia, de sus recursos en cada hijo, quedando así uno de los dos en libertad para tener otros hijos con otros compañeros sexuales. Ésta sería una estrategia deseable para cada sexo, pero es más difícil de lograr para la hembra. Puesto que ella empieza a invertir más que el macho, en la forma de su óvulo grande y rico en alimentos, una madre se encuentra, a partir del instante mismo de la concepción, más «comprometida», de manera más profunda, con cada hijo que el padre. Se arriesga a perder más si el hijo muere; tendrá que hacer en el futuro una inversión mayor con el fin de conseguir que un nuevo hijo, sustituto del que perdió, alcance el mismo nivel de desarrollo que ya había logrado el anterior. Si intentara la táctica de dejar al padre con la criatura e irse con otro macho, el padre podría, a un costo relativamente bajo para él, vengarse y abandonar también a la criatura. Por lo tanto, al menos en las primeras etapas del desarrollo del hijo, es probable que sea el padre quien abandone a la madre en lugar de provocarse la situación inversa. De manera similar, se puede esperar que las hembras inviertan más en los hijos que los machos, no solamente al principio sino durante todo el desarrollo. Es así como en los mamíferos, por ejemplo, la hembra es la que incuba al feto en su propio cuerpo, ella es quien fabrica la leche para amamantarlo cuando nace y la que carga con el peso de criarlo y protegerlo. El sexo femenino es explotado, y la base evolutiva fundamental para dicha explotación radica en el hecho de que los óvulos son más grandes que los espermatozoides.

En muchas especies, por supuesto, el padre trabaja ardua y fielmente para cuidar a los jóvenes. Pero aun así, podemos esperar que, normalmente, habrá cierta presión evolutiva sobre los machos para que inviertan un poco menos en cada hijo y para que intenten tener más hijos de diferentes compañeras sexuales. Quiero decir con ello que en los genes existirá una tendencia a indicar: «Cuerpo, si eres un macho deja a tu compañera un poco antes de que mi alelo rival te lo pida y busca a otra hembra», con el fin de tener éxito en el acervo génico. En la práctica, la extensión en que esta presión evolutiva prevalece varía, considerablemente, de una especie a otra. En muchas —por ejemplo, en las aves del paraíso—, la hembra no recibe ayuda, en absoluto, del macho y cría a sus hijos sola. Otras especies, tales como las gaviotas, forman parejas monógamas de ejemplar fidelidad, y ambos progenitores cooperan en el trabajo de criar a sus hijos. Debemos suponer, en este caso, que ha operado alguna contrapresión evolutiva: debe haber una penalización unida a la estrategia de la egoísta explotación por parte del macho, así como un beneficio, y en las gaviotas la penalización es mayor que el beneficio. En todo caso, sólo compensará al padre abandonar a su compañera y a su hijo si la compañera tiene unas probabilidades razonables de criar sola a sus hijos.

Trivers ha considerado los posibles cursos de acción que puede seguir una madre que ha sido abandonada por su compañero. Lo mejor sería que intentase engañar a otro macho para que adoptase a su hijo, e inducirlo a «pensar» que era suyo. Ello no sería demasiado difícil si aún es un feto, si aún no ha nacido. Por supuesto, la criatura porta la mitad de sus genes y ninguno en absoluto del crédulo padre adoptivo. La selección natural penalizará severamente tal credulidad en los machos y favorecerá, en realidad, a aquellos que tomen medidas para matar a cualquier potencial hijo adoptivo tan pronto como se una a su nueva pareja. Ésta es, probablemente, la explicación del así llamado efecto Bruce: el ratón macho segrega un producto químico que, al ser olido por una hembra preñada, puede causarle el aborto. Sólo aborta si el olor es diferente del de su antiguo compañero. De esta manera, el ratón macho destruye a sus potenciales hijos adoptivos y deja a su nueva compañera en actitud receptiva ante sus propios requerimientos sexuales. De paso, mencionaré que Ardrey considera el efecto Bruce como ¡un mecanismo de control de la población! Un ejemplo similar es el ofrecido por los leones machos, los cuales, cuando recién se integran a una manada matan, en ocasiones, a los cachorros que en ella se encuentren, presumiblemente porque no son sus propios hijos.

Un macho puede lograr el mismo resultado sin matar, necesariamente, a sus hijos adoptivos. Puede imponer un período de prolongado cortejo antes de copular con una hembra, impidiendo que se escape al mismo tiempo que aleja a todos los otros machos que a ella se acercan. De esta manera puede esperar y observar si ella está albergando en su seno a algunos hijos adoptivos y, si así fuese, puede abandonarla. Más adelante veremos una razón por la cual una hembra podría desear un largo período de «compromiso» antes de la copulación. Acabamos de presentar una razón por la cual un macho podría desear, también, aguardar. Siempre que él pueda mantenerla aislada de todo contacto con otros machos, evitará ser el inconsciente benefactor de los hijos de otro macho.

Asumiendo que una hembra abandonada no pueda engañar a un nuevo macho para que adopte a sus hijos, ¿qué otra alternativa le resta? Mucho puede depender de la edad que tenga el hijo. Si acaba de ser concebido, es cierto que ella ha invertido un óvulo completo y quizás algo más, pero aún puede compensarle abortar y encontrar a un nuevo compañero tan pronto como le sea posible. En estas circunstancias será de ventaja mutua, tanto para ella como para su nuevo compañero, que ella aborte: estamos suponiendo que no tiene esperanza alguna de engañarlo para que adopte al hijo por nacer. Esto podría explicar por qué el efecto Bruce sirve desde el punto de vista de la hembra.

La otra opción que le queda a la hembra abandonada es soportar su situación y criar el hijo ella sola. Esta medida le compensará especialmente si el hijo ya es bastante grande. Cuanto mayor sea, más habrá invertido en él y menos le restará para finalizar el trabajo de criarlo. Aun si es bastante pequeño, podría todavía compensarle el tratar de salvar algo de su inversión inicial, aun cuando tenga que trabajar el doble para alimentarlo después que el macho la ha abandonado. A ella no le sirve de consuelo el saber que la criatura contiene la mitad de los genes del padre y que podría vengarse de él abandonándola. No sirve un acto de venganza por la venganza misma. La criatura porta la mitad de los genes de la madre, y ahora el dilema la afecta sólo a ella.

Paradójicamente, una política razonable a seguir por una hembra que se encuentre en peligro de ser abandonada, podría ser la de abandonar al macho antes de que éste lo haga. Ello podría compensarla, aun si ella ha invertido más en la criatura que el padre. La desagradable verdad es que, en ciertas circunstancias, la ventaja favorece al miembro de la pareja que abandona primero, ya se trate del padre o de la madre. Según Trivers lo expone, el compañero que queda atrás se ve enfrentado a un duro aprieto. Es un argumento bastante horrible pero muy sutil. Se podría esperar que un padre o madre desertara en el momento en que es posible para él o para ella decir lo siguiente: «Esta criatura está bastante desarrollada para que cualquiera de nosotros pueda terminar de criarla. Por lo tanto, me compensaría hacer abandono en este momento, siempre que esté seguro de que mi compañero no lo abandonará también. Si yo me voy ahora, mi compañero hará lo que sea mejor para sus genes. Se verá forzado a tomar una decisión mucho más drástica que la que estoy tomando yo ahora, porque yo ya no estaré presente. Mi compañero “sabrá” que si él (o ella) también lo abandona, la criatura seguramente morirá. Por lo tanto, suponiendo que mi compañero tome la decisión que le convenga más a sus genes egoístas, llego a la conclusión de que mi mejor curso de acción es abandonarlo primero. Ello es especialmente cierto, ya que mi compañero puede estar “pensando” lo mismo que yo y puede tomar la iniciativa de abandonarme en cualquier instante.» Al igual que en las otras ocasiones, el soliloquio subjetivo tiene sólo la intención de ilustrar el tema tratado. El punto importante radica en que los genes para abandonar primero podrían ser seleccionados favorablemente, sólo por la razón de que los genes para abandonar después no lo serían.

Hemos considerado algunas de las posibilidades que tendría una hembra que ha sido abandonada por el macho. Pero todas ellas tienen el aspecto de buscar la mejor solución a un mal asunto. ¿Hay algo que la hembra pueda hacer para reducir, en primer lugar, el grado de su explotación por parte del macho? Tiene una poderosa carta en su mano. Puede negarse a copular. Ella se encuentra en demanda, en el mercado del vendedor. Ello se debe a que trae la dote de un óvulo grande y nutritivo. Un macho que copula con éxito gana una valiosa reserva de alimento para su descendiente. La hembra se encuentra, potencialmente, en condiciones de regatear duro antes de copular. Una vez que lo ha hecho ya ha jugado su as: su óvulo ha sido confiado al macho. No está mal hablar de duros regateos, pero sabemos muy bien que no es así. ¿Hay alguna forma realista en la cual algo equivalente a un duro regateo pueda desarrollarse en la selección natural? Consideraré dos posibilidades principales, denominadas la estrategia de la felicidad conyugal y la estrategia del macho viril.

La versión más simple de la estrategia de la felicidad conyugal es la siguiente: la hembra examina a los machos y trata de descubrir signos de fidelidad y de domesticidad por adelantado. Tiende a haber variaciones en la población de machos en cuanto a su predisposición a ser maridos fieles. Si las hembras pudieran detectar tales cualidades de antemano, se podrían beneficiar escogiendo a aquellos machos que poseyesen tales características. Una manera que tiene la hembra de probar al macho es no ceder a los requerimientos de este último durante un largo período, ser esquiva. Cualquier macho que no tenga bastante paciencia para esperar hasta que la hembra, al fin, consienta en copular, no tiene muchas posibilidades de resultar una buena apuesta en lo referente a que sea un marido fiel. Al insistir en un prolongado período de compromiso, una hembra elimina a los aspirantes informales y finalmente sólo copula con un macho que ha demostrado de antemano sus cualidades de fidelidad y perseverancia. Entre los animales es un hecho muy frecuente que las hembras se muestren esquivas y que se den prolongados períodos de cortejo o de compromiso. Como ya hemos visto, un compromiso de larga duración puede también beneficiar al macho en las situaciones en que existe el peligro de ser engañado para que cuide a los hijos de otro macho.

Los rituales de galanteo incluyen, a menudo, una considerable inversión previa a la copulación por parte del macho. La hembra puede negarse a copular hasta que el macho le haya construido un nido. O el macho puede haber tenido que proveerla con cantidades sustanciales de alimentos. Esto es, por supuesto, muy bueno desde el punto de Vista de la hembra, pero sugiere, también, otra posible visión de la estrategia de felicidad conyugal. ¿Podrían las hembras obligar a los machos a invertir de manera considerable en sus descendientes antes de permitírseles copular, de forma que ya no le compensara al macho abandonar a la hembra después de la copulación? La idea es sugerente. Un macho que espera a una hembra esquiva para que al fin copule con él, está pagando un costo: está renunciando a la oportunidad de copular con otras hembras y está gastando bastante tiempo y energía en cortejarla. Cuando, por fin, se le permite copular con dicha hembra determinada, se verá, inevitablemente, «comprometido» con ella. Tendrá pocas tentaciones de dejarla, si sabe que cualquier hembra que escoja en el futuro obrará con dilación, de igual forma que la anterior, antes de consentir.

Según lo demostré en una ponencia, existe un error en el razonamiento de Trivers. Pensó que una inversión previa obligaba, por sí, a un individuo a efectuar futuras inversiones. Ésta es una economía engañosa. Un hombre de negocios nunca debe decir: «He invertido ya tanto en la línea aérea Concorde (por ejemplo) que no me puedo dar el lujo de abandonar el negocio ahora». En lugar de ello, debería siempre preguntarse si le compensará en el futuro poner fin a sus pérdidas, y abandonar el proyecto ahora, aun cuando haya invertido considerablemente en él. De manera similar, no sirve que una hembra obligue a un macho a invertir mucho en ella con la esperanza de que este factor, por sí propio, disuada al macho de abandonarla más adelante. Esta versión de la estrategia de felicidad doméstica depende de otra hipótesis crucial, a saber: la mayoría de las hembras están dispuestas a jugar el mismo juego. Si en una población hay hembras que no tienen compañero y que se encuentran listas para dar la bienvenida a aquellos machos que han abandonado a sus esposas, compensará a un macho abandonar a su esposa, no importa cuánto haya invertido ya en sus hijos.

Por lo tanto, mucho depende de cómo se comporta la mayoría de las hembras. Si se nos permitiera pensar en términos de una conspiración de las hembras, entonces no habría problema alguno. Pero una conspiración de las hembras no podría evolucionar más que la conspiración de las palomas que consideramos en el capítulo V. En lugar de ello debemos buscar estrategias evolutivamente estables. Tomemos el método de Maynard Smith para analizar las contiendas agresivas y apliquémoslo al sexo. [46] Será un poco más complicado que el caso de los halcones y las palomas, ya que tendremos dos estrategias femeninas y dos estrategias masculinas.

Al igual que en el análisis de Maynard Smith, la palabra «estrategia» se refiere a un programa de comportamiento completamente inconsciente. Las dos estrategias femeninas serán denominadas esquiva y fácil, y las dos estrategias masculinas serán llamadas fiel y galanteador. Las reglas de comportamiento para los cuatro tipos son las siguientes: las hembras esquivas no copularán con un macho hasta que este último no haya superado un largo y costoso período de galanteo que puede durar varias semanas. Las hembras fáciles copularán de inmediato con cualquiera. Los machos fieles están preparados para continuar durante un largo período su galanteo, y después de la copulación permanecerán con la hembra y la ayudarán a criar a los hijos. Los machos galanteadores perderán rápidamente la paciencia si una hembra no copula con él inmediatamente y se alejarán en búsqueda de otra hembra; después de la copulación no permanecerán junto a la compañera ni actuarán como buenos padres, sino que se irán en pos de otras hembras. Como en el caso de los halcones y las palomas, éstas no son las únicas estrategias posibles, pero en todo caso, para aclarar nuestros conceptos, es útil estudiar sus efectos.

Al igual que Maynard Smith, utilizaremos algunos valores hipotéticos y arbitrarios para cifrar los diversos costos y beneficios. Para una aplicación más general podrían emplearse los símbolos algebraicos, pero los números son más fáciles de comprender. Supongamos que el resultado genético obtenido por cada uno de los progenitores cuando un hijo ha sido criado con éxito es de +15 unidades. El costo de criar a un hijo, el costo de toda su alimentación, todo el tiempo gastado en cuidarlo y todos los riesgos corridos en su beneficio, es de -20 unidades. El costo se expresa en números negativos, porque es «pagado» por los padres. Es también negativo el costo de pérdida de tiempo en un cortejo prolongado. Supongamos que dicho costo sea de -3 unidades.

Imaginemos que tenemos una población en la cual todas las hembras son esquivas, y todos los machos, fieles. Es una sociedad monógama ideal. En cada pareja, tanto el macho como la hembra obtienen el mismo resultado como promedio. Obtienen +15 por cada hijo criado; comparten el costo de criarlo (-20) en partes iguales entre ambos, a un promedio de -10 para cada uno. Ambos pagan el castigo de -3 puntos por perder el tiempo en un galanteo prolongado. El resultado promedio para cada uno es, por lo tanto, de +15 -10 -3 = +2.

Supongamos ahora que una única hembra fácil se introduce en la población. A ella le va muy bien. No paga el costo de la demora ya que no cae en el galanteo prolongado. Desde el momento en que todos los machos de la población son fieles, puede estar segura de encontrar un buen padre para sus hijos sin importar el compañero que escoja. Su resultado final por hijo será +15 -10 = +5. Es un resultado mejor, con 3 unidades más que el de sus rivales esquivas. Por lo tanto, los genes para las fáciles empezarán a extenderse.

Si el éxito de las hembras fáciles es tan grande que llegan a predominar en la población, las cosas empezarán a cambiar, también, en el campo de los machos. Hasta entonces, los machos fieles habían tenido el monopolio. Pero ahora, si surge un macho galanteador en la población, le empezará a ir mejor que a sus rivales fieles. En una población en que todas las hembras son fáciles, las ganancias para un macho galanteador serán grandes, desde luego. Obtiene los +15 puntos si un hijo es criado con éxito, y no paga ninguno de los dos costos. Esta carencia de costos significa para él, principalmente, que se encuentra en libertad para partir y formar pareja con nuevas hembras. Cada una de sus infortunadas esposas lucha sola por sus hijos, pagando el costo total de los -20 puntos, aun cuando nada paga por perder el tiempo en el galanteo. El resultado neto final para una hembra fácil que encuentra a un galanteador es de +15 -20 = -5; el resultado para el galanteador mismo será de +15. En una población en que todas las hembras son fáciles, los genes de los galanteadores se esparcirán como un reguero de pólvora.

Si los galanteadores incrementan su número con tanto éxito que llegan a dominar el sector masculino de la población, las hembras fáciles se encontrarán en un aprieto espantoso. Cualquier hembra esquiva tendrá una fuerte ventaja sobre ellas. Si una hembra esquiva encuentra a un macho galanteador, no resultará nada. Ella insiste en un galanteo prolongado; él rehúsa y se aleja en búsqueda de otra hembra. Ninguna de las dos partes paga el costo del período de espera. Ninguno gana nada, tampoco, ya que no se gesta ningún hijo. Ello da un resultado neto de cero para una hembra esquiva en una población donde todos los machos son galanteadores. Un cero puede no parecer mucho, pero es mejor que -5, que es el costo promedio para una hembra fácil. Aun si una hembra fácil decide abandonar a sus hijos pequeños al ser abandonados por el galanteador, tendrá que pagar el costo considerable de un óvulo. De forma que los genes para las hembras esquivas empiezan a expandirse, nuevamente, a través de la población.

Para completar el hipotético círculo, cuando las hembras esquivas aumentan en número en tan gran medida que predominan los machos galanteadores, a los que tan bien les había ido con las hembras fáciles, empiezan a sentir la escasez. Hembra tras hembra insiste en un largo y arduo galanteo. Los galanteadores revolotean de hembra en hembra y la historia siempre es la misma. El resultado neto para un galanteador cuando todas las hembras son esquivas, es cero. Ahora bien, si un único macho fiel apareciera, sería el único con el cual las hembras esquivas se unirían. Su resultado neto sería de +2, mejor que el de los galanteadores. Así es como los genes para los machos fieles empezarían a aumentar, y con ello completamos el círculo.

Al igual que en el caso del análisis de la agresión, he contado la historia como si hubiese una oscilación sin fin. Pero, de la misma manera que en el caso anterior, se puede demostrar que, en realidad, no habría tal oscilación. El sistema convergiría a un estado estable. [47] Si se hacen los cálculos, resulta que una población en que los (5/6) de las hembras son esquivas, y los (5/8) de los machos son fieles, es evolutivamente estable. Dicho resultado es, por supuesto, cierto en cuanto a los números arbitrarios determinados con los que empezamos, pero es fácil deducir cuál sería la proporción estable para otras hipótesis arbitrarias.

Como en el análisis de Maynard Smith, no es necesario suponer que hay dos tipos diferentes de macho y dos tipos diferentes de hembras. La EEE podría lograrse igualmente si cada macho gastase (5/8) de su tiempo siendo fiel y el resto de su tiempo como galanteador; y si cada hembra empleara (5/6) de su tiempo siendo esquiva y (1/6) siendo fácil. De cualquier forma que imaginemos esta estrategia evolutivamente estable, lo que significa es lo siguiente: cualquier tendencia para que los miembros de uno u otro sexo se desvíen de su relación apropiada será penalizada por el cambio consiguiente en la relación de las estrategias del otro sexo, lo que, a su vez, obrará en desventaja para el que se desvíe originalmente. Por lo tanto, la EEE será preservada.

Podemos llegar a la conclusión de que es ciertamente posible, para una población que consista en gran medida en hembras esquivas y en machos fieles, que evolucione. En estas circunstancias, la estrategia de felicidad doméstica para las hembras parece, ciertamente, operar. No necesitamos imaginar una conspiración de hembras esquivas. El ser esquiva puede, en efecto, beneficiar a los genes egoístas de una hembra.

La hembra puede llevar a la práctica este tipo de estrategia de diversas maneras. Ya he sugerido que una hembra puede rehusarse a copular con un macho que no le haya ya construido un nido, o al menos ayudado a hacerlo. En realidad es el caso de muchos pájaros monógamos, en que la copulación no tiene lugar hasta que el nido ha sido construido. El efecto de ello es que en el momento de la concepción el macho ha invertido en la criatura bastante más que sólo sus baratos espermatozoides.

Exigir a un macho pretendiente que construya un nido es para una hembra una forma efectiva de atraparlo. Cabría pensar que casi todo lo que cuesta al macho un esfuerzo considerable podría servir, en teoría, aun si tal costo no se pagase directamente en la forma de beneficio para los hijos por nacer. Si todas las hembras de una población obligaran a los machos a realizar un acto difícil y costoso, como matar a un dragón o escalar una montaña, antes de consentir en copular con ellos, podrían, en teoría, reducir la tentación de los machos a abandonarlas después de la copulación. Cualquier macho que se sintiese tentado a abandonar a su compañera y de esparcir más sus genes mediante otra hembra, sería disuadido por el pensamiento de que tendría que matar a otro dragón. En la práctica, sin embargo, es poco probable que las hembras impongan tales arbitrarias tareas como la muerte de un dragón o la búsqueda del Santo Grial a sus pretendientes. La razón radica en que una hembra rival que imponga una tarea no menos ardua pero sí más útil para ella y sus hijos, tendrá una ventaja mayor que aquellas hembras de mente más romántica que pretenden un trabajo por amor que no tenga sentido práctico. El hecho de construir un nido puede ser menos romántico que matar a un dragón o cruzar a nado el estrecho de los Dardanelos, pero es mucho más útil.

También es útil para la hembra la práctica, que ya he mencionado, de la alimentación que el macho debe darle a su futura compañera durante el período de galanteo. En los pájaros, este comportamiento ha sido, a menudo, considerado como un tipo de regresión al comportamiento juvenil por parte de la hembra. Ella le implora al macho utilizando los mismos gestos que un polluelo emplearía. Se ha supuesto que ello ejerce una automática atracción en el macho, de la misma manera que un hombre encuentra el balbuceo o el hacer pucheros atractivos en una mujer adulta. El pájaro hembra, en este período necesita todo el alimento que pueda conseguir porque está construyendo sus reservas para el esfuerzo de fabricar sus enormes huevos. La alimentación que el macho aporta en esta etapa de galanteo representa, probablemente, su inversión directa en los huevos mismos. Tiene, por lo tanto, el efecto de reducir la disparidad entre los dos progenitores en cuanto a su inversión inicial en los hijos.

Diversos insectos y arañas también presentan dicho fenómeno de alimentación a la hembra durante el período de galanteo. Una interpretación alternativa ha sido, en ocasiones, demasiado obvia. Desde el momento en que, como en el caso de la mantis religiosa, el macho pueda encontrarse en peligro de ser devorado por la hembra, más grande en tamaño, todo lo que él pueda hacer para reducir su apetito puede obrar en ventaja suya. Existe un sentido macabro en el que el desafortunado macho de la mantis religiosa puede decirse que invierte en sus hijos. Es utilizado como alimento para ayudar a fabricar los huevos que luego serán fertilizados, póstumamente, por sus propios y almacenados espermatozoides.

Una hembra que juegue la estrategia de la felicidad doméstica, que simplemente examine a los machos y trate de reconocer en ellos las cualidades de fidelidad por adelantado, se arriesga a sufrir una decepción. Cualquier macho que finja ser un buen ejemplar doméstico y leal, pero que en realidad esté ocultando una fuerte tendencia hacia la deserción y la infidelidad, podría tener una gran ventaja. Mientras sus ex esposas abandonadas tengan alguna posibilidad de criar algunos de sus hijos, el galanteador se encuentra en situación de transmitir más de sus genes que un macho rival que sea un marido honesto y un buen padre. Los genes para un engaño eficaz por parte de los machos tenderán a ser favorecidos en el acervo génico.

De manera inversa, la selección natural tenderá a favorecer a aquellas hembras que sean expertas en detectar tales engaños.

Una manera para lograr este propósito es mostrarse especialmente esquiva al ser cortejada por un nuevo macho, pero en los sucesivos períodos de procreación mostrarse cada vez más dispuesta a aceptar rápidamente los requerimientos del compañero del año anterior. Dicha medida penalizará automáticamente a los machos jóvenes que pasan por su primer período de procreación, sean burladores o no. La camada de ingenuas hembras en su primer año tenderá a contener una proporción relativamente alta de genes de padres infieles, pero los padres fieles poseen la ventaja en el segundo año y en los subsiguientes en la vida de una madre, ya que no deberán pasar por el mismo prolongado ritual de galanteo consumidor de tiempo y derrochador de energía. Si en una población la mayoría de individuos son hijos de madres experimentadas en vez de hijos de madres ingenuas —suposición razonable en cualquier especie de vida prolongada—, los genes para machos honestos y buena paternidad prevalecerán en el acervo génico.

Con el fin de simplificar las cosas he hablado como si un macho fuese exclusivamente honesto o totalmente engañoso. Es más probable que todos los machos, en realidad todos los individuos, sean un poquito engañosos en el sentido en que están programados para sacar ventajas de todas las oportunidades de explotar a sus compañeros. La selección natural, agudizando la habilidad de cada uno de los miembros de la pareja para detectar la deshonestidad en el otro, ha mantenido el engaño en gran escala a un nivel bastante bajo. Los machos pueden ganar más siendo deshonestos que las hembras, y debemos suponer que, aun en aquellas especies en que los machos muestran un considerable altruismo paternal, normalmente tenderán a trabajar un poco menos que las hembras y estar siempre un poco más listos a marcharse. Tanto en las aves como en los mamíferos, con certeza éste es normalmente el caso.

Sin embargo, existen especies en las cuales el macho trabaja, en realidad, más que la hembra en el cuidado de los hijos. Entre las aves y los mamíferos tales casos son excepcionalmente raros, pero es muy común entre los peces. ¿Cuál es la causa de ello? [48] Éste es un desafío a la teoría del gen egoísta que me ha intrigado durante mucho tiempo. Una solución ingeniosa me fue recientemente sugerida en una clase dada por el profesor asignado, la señorita T. R. Carlisle. Ella utiliza la idea de «la cruel atadura» a la que nos referimos anteriormente, de la siguiente manera.

Muchos peces no copulan: en vez de ello, arrojan sus células sexuales al agua. La fertilización tiene lugar en el agua, no dentro del cuerpo de uno de los padres. Es así, probablemente, como se inició la reproducción sexual. Los animales terrestres como las aves, los mamíferos y los reptiles, por otra parte, no pueden tener este tipo de fertilización externa, debido a que sus células sexuales son demasiado vulnerables y tienden a desecarse. Los gametos de un sexo —el macho, ya que los espermatozoides son móviles— son introducidos en el húmedo interior de un miembro del otro sexo: la hembra. Esto es un hecho. Ahora presentaremos la idea. Después de la copulación, la hembra que habita en la tierra queda en posesión física del embrión. Se encuentra dentro de su cuerpo. Aun cuando ponga el huevo fertilizado casi de inmediato, el macho aún tiene tiempo de desaparecer, obligando a la hembra a lo que Trivers califica de «cruel atadura». El macho se encuentra, inevitablemente, provisto de una oportunidad para tomar la primera decisión de abandonar, cerrando así la opción de la hembra, y obligándola a decidir si dejar a sus hijos abandonados a una muerte segura o si permanecer con ellos y criarlos. Por lo tanto, entre los animales terrestres el cuidado maternal es más común que el cuidado paterno.

Pero para los peces y otros animales acuáticos las cosas son muy diferentes. Si el macho no introduce físicamente sus espermatozoides en el cuerpo de la hembra, no es indispensable que la hembra quede «cuidando la criatura». Cualquiera de los dos miembros de la pareja podría alejarse rápidamente y dejar al otro en posesión de los huevos recientemente fertilizados. Pero existe aún una posible razón de por qué a menudo será el macho el que resulte más vulnerable a ser abandonado. Parece probable que se desarrollará una batalla evolutiva sobre quién expulsa primero de su cuerpo las células sexuales. El que así lo haga tiene la ventaja de que él, o ella, puede dejar al otro en posesión de los nuevos embriones. Por otra parte, el que deposita sus huevos primero corre el riesgo de que su compañero en perspectiva pueda posteriormente fallar en hacer lo mismo. Ahora bien, el macho es más susceptible en este caso, aunque sólo sea por el hecho de que los espermatozoides son más ligeros y más propensos a esparcirse que los huevos. Si una hembra pone sus huevos con demasiada antelación, es decir, antes de que el macho esté dispuesto, no importará en gran medida, ya que los huevos, al ser relativamente bastante grandes y pesados, tienen tendencia a permanecer juntos, durante algún tiempo, como una nidada consistente. Por lo tanto, un pez hembra puede darse el lujo de «arriesgarse» a poner sus huevos en un período temprano. El macho no se atreve a correr tal riesgo, ya que si expulsa sus espermatozoides demasiado pronto éstos se habrán diseminado antes de que la hembra esté preparada, y entonces ella no pondrá sus huevos porque no valdrá la pena que así lo haga. Debido al problema de difusión, el macho debe esperar hasta que la hembra ponga sus huevos primero, y luego debe él esparcir sus espermatozoides sobre los huevos. Pero ella habrá dispuesto de unos preciosos segundos para desaparecer, dejando al macho en posesión de los embriones y obligándolo así a aceptar la alternativa del dilema de Trivers. De manera que esta teoría explica claramente por qué el cuidado paterno es común en el medio acuático pero raro en el terrestre.

Dejando a un lado los peces, regresaré a la otra estrategia femenina importante, la estrategia del macho viril. En las especies en que se adopta esta política las hembras, en efecto, se resignan a no obtener ayuda del padre de sus hijos y buscan, en cambio, con todas sus energías los genes buenos. Una vez más utilizan el arma de rehusar el acoplamiento. Rehúsan formar pareja con cualquier macho y tienen el más extremo cuidado y ejercen gran discriminación antes de permitir a un macho copular con ellas. Algunos machos contienen, sin duda, un mayor número de buenos genes que otros, genes que beneficiarán las posibilidades de supervivencia tanto de las hijas como de los hijos. Si una hembra puede detectar, de alguna forma, los genes buenos en los machos, empleando para ello los signos externos o visibles, puede beneficiar a sus propios genes aliándolos con buenos genes paternos. Para utilizar nuestra analogía de la tripulación de remeros, una hembra puede reducir a un mínimo las oportunidades de que sus genes vayan a la zaga por estar en mala compañía. Ella puede tratar de seleccionar cuidadosamente a buenos compañeros de tripulación para sus propios genes.

Lo más probable es que la mayoría de las hembras estarán de acuerdo sobre cuáles son los mejores machos, ya que todas poseen la misma información por la cual guiarse. Por lo tanto, estos pocos machos afortunados participarán en la mayoría de las copulaciones. Están totalmente capacitados para ello, ya que lo único que deben dar a cada hembra es algunos baratos espermatozoides. Esto es lo que, presumiblemente, ha sucedido en los elefantes marinos y en las aves del paraíso. Las hembras permiten sólo a unos cuantos machos acceder a la estrategia ideal de la explotación egoísta a la que aspiran todos los machos, pero se aseguran de que sólo a los mejores machos se les permita tal lujo.

Desde el punto de vista de la hembra que trata de escoger buenos genes para aliarlos a los suyos, ¿qué es lo que busca? Una de las cosas que desea es una prueba de habilidad de supervivencia. Obviamente, cualquier compañero potencial que la corteje ha probado su habilidad para sobrevivir al menos hasta alcanzar la edad adulta, pero no ha probado, necesariamente, que pueda sobrevivir mucho tiempo más. Una buena política a seguir por una hembra podría ser buscar machos viejos. Cualesquiera que sean sus defectos, por lo menos han probado que pueden sobrevivir, y si se une a uno de ellos, probablemente esté aliando a sus genes con genes para la longevidad. Sin embargo, de nada sirve asegurarse de que sus hijos tendrán vidas longevas si éstos no le dan a ella muchos nietos. La longevidad no es una prueba presunta de virilidad. En realidad, un macho de larga vida puede haber sobrevivido precisamente porque no asume riesgos con el fin de reproducirse. Una hembra que selecciona a un macho viejo no va a tener por ello, necesariamente, más descendientes que una hembra rival que escoja a uno joven que aporte alguna otra prueba de poseer buenos genes.

¿Cuál puede ser esta otra evidencia? Existen muchas posibilidades. Quizás el poseer músculos fuertes sea una prueba de capacidad para atrapar alimento, quizá las patas largas sean una evidencia de poder escapar de los predadores. Una hembra puede beneficiar a sus genes aliándolos con machos que poseen dichos rasgos, ya que pueden ser cualidades útiles tanto en sus hijos como en sus hijas. En principio, entonces, debemos imaginar que las hembras escogen a los machos sobre la base de etiquetas o indicadores perfectamente genuinos que tiendan a ser pruebas de que allí se encuentran buenos genes. Pero he aquí que se presenta un punto interesante percibido por Darwin y enunciado claramente por Fisher. En una sociedad en que los machos compiten unos con otros para ser escogidos como machos viriles por las hembras, una de las mejores cosas que puede hacer una madre para sus genes es fabricar un hijo que se convierta, cuando le llegue la oportunidad, en un ser atractivo y viril. Si ella puede conseguir que su hijo sea uno de los afortunados machos que obtenga la mayoría de las copulaciones en la sociedad cuando crezca, ella tendrá una enorme cantidad de nietos. El resultado es que una de las cualidades más deseables que un macho pueda tener ante los ojos de una hembra es, simplemente, atractivo sexual. Una hembra que escoja como compañero a un macho viril superatractivo tiene mayores posibilidades de tener hijos que resulten atractivos a las hembras en la próxima generación, y de darle muchos nietos. Luego, se puede deducir que las hembras seleccionaban originalmente a los machos sobre la base de cualidades obviamente útiles, como son los músculos bien desarrollados, pero una vez que tales cualidades llegaron a ser ampliamente aceptadas como atractivas entre las hembras de una determinada especie, la selección natural continuaría favoreciendo tal rasgo simplemente por resultar atractivo. Extravagancias tales como las colas de las aves del paraíso machos pueden, entonces, haber evolucionado por un tipo de proceso inestable e incontrolable. [49]

En los primeros tiempos, una cola levemente más larga que lo usual puede que fuera seleccionada por las hembras como una cualidad deseable en un macho, quizá porque revelaba una constitución adecuada y saludable. Una cola corta en un macho tal vez fuese indicativa de alguna deficiencia vitamínica: prueba de una escasa capacidad para procurarse alimento. O tal vez los machos de cola corta no eran muy buenos para escapar a los predadores, y por eso perderían parte de su cola entre los dientes del perseguidor. Adviértase que no tenemos por qué asumir que la cola corta fue genéticamente heredada, sino tan sólo que servía como indicador de alguna inferioridad genética. De todas formas, y cualquiera que sea la causa, supongamos que las hembras de las antiguas especies de aves del paraíso buscaban, de manera preferente, a machos que tuviesen colas más largas de lo normal. Siempre que se hubiese dado alguna contribución genética en la variación natural de la longitud de las colas en los machos, al transcurrir el tiempo ello pudo provocar que la longitud normal de las colas de los machos aumentase. Las hembras siguieron una simple regla: examinar a todos los machos y escoger aquel que tuviese la cola más larga. Cualquier hembra que se apartase de esta regla sería penalizada, aun si las colas ya habían llegado a ser tan largas que, en realidad, estorbaban a los machos que las poseían. La causa de esto fue que cualquier hembra que no producía hijos de cola larga tenía escasas posibilidades de que sus hijos fuesen considerados atractivos. Al igual que la moda en los trajes de una mujer, o en el diseño de los automóviles norteamericanos, la tendencia a las colas largas cobró auge y adquirió su propio impulso. Se detuvo, solamente, cuando las colas se tornaron tan grotescamente largas que sus desventajas manifiestas empezaron a superar las ventajas del atractivo sexual.

Esta idea es difícil de creer y ha atraído a los escépticos desde el momento mismo en que Darwin la propuso bajo el nombre de selección sexual. Una persona que no cree en ella es A. Zahavi, cuya teoría del «Zorro, zorro» analizamos hace poco. El expone su propia y enloquecedora teoría opuesta del «principio de desventaja» como una explicación rival. [50] Señala que el hecho mismo de que las hembras traten de seleccionar buenos genes entre los machos abre la puerta al engaño por parte de estos últimos. Los músculos fuertes pueden ser una auténtica buena cualidad para ser seleccionada por una hembra, pero entonces, ¿qué impide a un macho cultivar falsos músculos sin mayor sustancia que los hombros acolchados de los humanos? Si le cuesta menos a un macho cultivar músculos falsos que verdaderos, la selección natural debería favorecer a los genes para producir músculos falsos. No pasará mucho tiempo, sin embargo, antes de que la contraselección lleve a la evolución de hembras capaces de adivinar la verdad a través del engaño. La premisa básica de Zahavi es que la falsa propaganda sexual será, finalmente, descubierta por las hembras. Por lo tanto, llega a la conclusión de que los machos que verdaderamente tengan éxito serán aquellos que no se hagan publicidad basada en hechos falsos, aquellos que demuestren fehacientemente que no están engañando. Si se trata de los músculos fuertes, a los cuales nos estamos refiriendo, entonces los machos que solamente pretendan tener, visualmente, la apariencia de poseer músculos fuertes serán rápidamente detectados por las hembras. Pero un macho que demuestre, mediante el equivalente a levantar pesas o a realizar ostentosamente levantamientos con apoyo, que realmente posee músculos fuertes, logrará convencer a las hembras. En otras palabras, Zahavi cree que un macho viril sólo debe tener la apariencia de ser un macho con buenas cualidades: realmente debe serlo, de otra forma no será aceptado como tal por las hembras escépticas. Evolucionaban, por lo tanto, las cualidades aparentes que sólo un verdadero macho viril sea capaz de demostrar con hechos.

Hasta aquí todo está bien. Ahora presentaremos la parte de la teoría de Zahavi que realmente no se puede aceptar. Sugiere que las colas de las aves del paraíso y la de los pavos reales, los grandes cuernos de los ciervos y otros rasgos de selección sexual que siempre han resultado paradójicos porque parecen ser molestos a sus poseedores, evolucionan precisamente porque son desventajosos. Un ave macho de cola larga y molesta hace alarde frente a las hembras de que él es un macho viril tan fuerte que puede sobrevivir a pesar de su cola. Pensemos en una mujer que observa a dos hombres compitiendo en una carrera. Si ambos llegan a la meta al mismo tiempo, pero uno de ellos, deliberadamente, ha cargado con un saco de carbón sobre su espalda, la mujer naturalmente llegará a la conclusión de que el hombre que ha cargado con tal peso es, en realidad, el corredor más veloz.

Yo no creo en esta teoría, aun cuando no estoy tan seguro de mi escepticismo como la primera vez que la escuché. Señalé entonces que la conclusión lógica que de ella se derivaría sería la evolución de los machos con una sola pierna y un solo ojo. Zahavi, que proviene de Israel, replicó de inmediato: «Algunos de nuestros mejores generales tienen un solo ojo.» No obstante, el problema de que la teoría parece contener una contradicción básica, permanece. Si la desventaja es genuina —y es requisito de la esencia de la teoría que así debe serlo—, luego el defecto mismo castigará a los descendientes con la misma seguridad que atraerá a las hembras. Es, en este caso, importante que el defecto no sea transmitido a las hijas.

Si replanteamos la teoría de la desventaja o el defecto en términos de genes, tendremos algo similar a lo siguiente. Un gen que hace que un macho desarrolle un defecto, tal como una cola larga, llega a ser más numeroso en el acervo génico debido a que las hembras escogen a machos que tengan tal desventaja. Las hembras escogen a machos que tengan defectos, ya que los genes que hacen que las hembras actúen así llegan a ser frecuentes en el acervo génico. Ello se debe a que las hembras que gustan de los machos con defectos tenderán automáticamente a seleccionar a machos con buenos genes en otros aspectos, ya que aquellos machos han sobrevivido hasta la edad adulta a pesar de su desventaja. Estos «otros» genes buenos beneficiarán los cuerpos de los hijos, quienes sobrevivirán para propagar los genes para el defecto mismo y también los genes para escoger a los machos que lo posean. Siempre que los genes para el defecto mismo ejerzan su efecto sólo en los hijos, así como que los genes para una preferencia sexual para dicha desventaja afecten sólo a las hijas, la teoría podría resultar. Mientras sea formulada sólo en palabras, no podremos estar seguros de si será válida o no. Nos daremos mejor cuenta de cuan factible es dicha teoría cuando la replanteemos en términos de un modelo matemático. Hasta ahora los genetistas matemáticos que han intentado hacer un modelo del principio de la desventaja, han fracasado. Podría deberse a que no es un principio factible, o puede ser también porque no son lo bastante inteligentes. Uno de ellos es Maynard Smith, y mi presentimiento favorece a la primera posibilidad.

Si un macho puede demostrar su superioridad sobre otros de tal forma que no involucre ponerse a sí mismo deliberadamente en desventaja, nadie dudará que podría aumentar su éxito genético de tal manera. Así los elefantes marinos ganan y conservan sus harenes, no por ser estéticamente atractivos para las hembras sino por el simple recurso de derrotar a cualquier macho que intente introducirse en el harén. Los dueños de estos harenes tienden a ganar dichas batallas en contra de posibles usurpadores, aunque sea por la obvia razón de que ésa es la causa de que les pertenezca dicho harén. Los usurpadores no ganan las batallas a menudo, porque si fuesen capaces de ganarlas lo habrían hecho con anterioridad. Cualquier hembra que se una al dueño de un harén está, por lo tanto, aliando a sus genes con un macho que es bastante fuerte para derrotar a los sucesivos desafíos del enorme excedente de desesperados machos que no tienen compañera. Si tienen suerte, sus hijos heredarán la habilidad de su padre para mantener un harén. En la práctica, una hembra de la especie de los elefantes marinos no tiene muchas opciones, pues el dueño del harén la derrota a ella si intenta desviarse del camino por el impuesto. Permanece el principio, sin embargo, de que las hembras que escogen unirse a machos que ganan las peleas pueden beneficiar a sus genes actuando así. Según hemos visto, existen ejemplos de hembras que prefieren unirse a machos que tienen territorios y a machos que ocupan una elevada posición en la jerarquía dominante.

Para resumir lo que hemos tratado hasta aquí en el presente capítulo, podemos establecer que los diferentes tipos de sistemas de procreación que encontramos entre los animales —monogamia, promiscuidad, harenes, etc.— pueden ser comprendidos en términos de conflicto de intereses entre los machos y las hembras. Los individuos de ambos sexos «desean» aumentar al máximo su producción reproductora total durante sus vidas. Debido a las diferencias fundamentales entre el tamaño y número de los espermatozoides y los óvulos, los machos, en general, tienden a ser propensos a la promiscuidad y a la carencia de solicitud paternal. Las hembras cuentan con dos posibilidades principales de contramaniobra, que yo he denominado estrategias del macho viril y de la felicidad doméstica. Las circunstancias ecológicas de una especie determinarán que las hembras se inclinen a adoptar una u otra de dichas contramaniobras, y también determinarán la forma en que responderán los machos. En la práctica, todos los tipos de situaciones intermedias entre las estrategias del macho viril y de la felicidad doméstica se dan en la naturaleza, y, según hemos visto, existen casos en que el padre dedica más atención y cuidados a los hijos que la madre. El presente libro no está interesado en los detalles de una especie animal determinada, de manera que no analizaré qué podría predisponer a una especie a adoptar una forma de sistema de procreación con preferencia a otra. En vez de ello, consideraré las diferencias que se observan comúnmente entre los machos y las hembras en general, y señalaré cómo éstas pueden ser interpretadas. Por lo tanto, no pondré especial énfasis en aquellas especies en que las diferencias entre los sexos es leve, siendo éstas, generalmente, aquellas cuyas hembras han favorecido la estrategia de la felicidad doméstica.

Primeramente, tienden a ser los machos quienes se interesan por el atractivo sexual y los colores llamativos, mientras que las hembras tienden a los colores más opacos. Individualmente ambos sexos intentan evitar ser comidos por los predadores, y existirá alguna presión evolutiva sobre ambos sexos para los colores opacos. Los colores brillantes atraen a los predadores en igual medida que atraen a las parejas sexuales. En términos genéticos significa que los genes para los colores brillantes tienen más posibilidades de terminar en los estómagos de los predadores que los genes para los colores opacos. Por otra parte, los genes para los colores opacos pueden tener menos posibilidades que aquellos para los colores vivos de encontrarse en la siguiente generación, ya que los individuos de colores parduscos tienen dificultades para atraer a sus compañeros. Existen, por lo tanto, dos presiones selectivas en conflicto: los predadores tienden a eliminar a los genes para los colores vistosos del acervo génico, y los compañeros sexuales tienden a eliminar a los genes para los colores opacos. Al igual que en tantos otros casos, las eficientes máquinas de supervivencia pueden ser consideradas como un acuerdo entre presiones selectivas en conflicto. Lo que a nosotros nos interesa, por el momento, es que el acuerdo óptimo para un macho parece ser diferente del acuerdo óptimo para una hembra. Es, por supuesto, totalmente compatible con nuestra apreciación de los machos como jugadores de alto riesgo, grandes ganancias. Debido a que un macho produce muchos millones de espermatozoides por cada óvulo que produce una hembra, los espermatozoides superan en número, con enorme diferencia, a los óvulos en una población. Cualquier óvulo determinado tiene muchísimas más posibilidades de fusionarse sexualmente que cualquier espermatozoide determinado. Los óvulos constituyen un recurso relativamente valioso y, por lo tanto, una hembra no necesita ser sexualmente atractiva como necesita serlo un macho con el fin de asegurarse de que sus óvulos sean fecundados. Un macho es perfectamente capaz de engendrar todos los hijos nacidos en una gran población de hembras. Aun si el macho tiene una vida breve debido a que su cola llamativa atrae a los predadores, o se enreda en los arbustos, puede haber sido el padre de un considerable número de hijos antes de morir. Un macho carente de atractivos o de colores apagados puede vivir tanto como una hembra, pero tendrá pocos hijos y sus genes no se transmitirán. ¿De qué le servirá a un macho obtener todo lo de este mundo, si pierde sus genes inmortales?

Otra diferencia sexual bastante común es que las hembras son más exigentes que los machos en lo que se refiere a la elección de compañero. Una de las razones para esta exigencia por un individuo de cualquiera de los dos sexos es la necesidad de evitar unirse a un miembro de otra especie. Tales casos de hibridación son negativos por varias razones. Si un hombre copulara con una oveja, en dicha unión no se formaría un embrión, de manera que no es mucho lo que se pierde. Cuanto más estrechamente relacionadas se encuentren las especies, como en el caso del cruce de los caballos y los burros, el costo, por lo menos para la hembra, puede ser considerable. Puede formarse el embrión de una mula que luego obstruye su útero durante once meses. Emplea una gran cantidad de su inversión maternal, no sólo en la forma de alimento absorbido a través de la placenta y luego, más tarde, en forma de leche, sino sobre todo en el tiempo que podría haber sido invertido en criar a otros hijos. Luego, cuando la mula alcanza la edad adulta resulta que es estéril. Esto se debe presumiblemente a que, a pesar de que los cromosomas de los caballos y los de los burros son lo bastante similares como para cooperar en la construcción de un buen y fuerte cuerpo de mula, no son lo bastante similares como para operar juntos de forma adecuada en la meiosis. Cualquiera que sea la razón exacta, la inversión tan considerable efectuada por parte de la madre en la crianza de una mula resulta totalmente perdida desde el punto de vista de sus genes. Las burras deberían ser muy, muy cuidadosas en asegurarse de que el individuo con el cual copulan es otro burro y no un caballo. En términos genéticos, cualquier gen de burro que diga: «Cuerpo, si tú eres una hembra copula con cualquier macho viejo, ya sea un burro o un caballo», es un gen que puede encontrarse, como en un callejón sin salida, en el cuerpo de una mula, y la inversión maternal en aquella pequeña mula reduce considerablemente su capacidad de criar burros fértiles. Un macho, por otra parte, tiene menos que perder si se une a un miembro de otra especie, y aun cuando nada gane, podemos esperar que los machos sean menos exigentes en su elección de pareja sexual. Siempre que se ha analizado este punto ha resultado cierto.

Aun dentro de una especie, puede haber razones para ser exigentes. El acoplamiento incestuoso, al igual que la hibridación, puede tener consecuencias genéticas dañinas, en este caso porque los genes recesivos letales y semiletales surgen a la superficie. Una vez más, las hembras tienen más que perder que los machos, ya que su inversión en cualquier criatura determinada tiende a ser mayor. En las especies en que existen los tabúes respecto al incesto, podemos esperar que las hembras se muestren más rígidas que los machos en su adhesión a tales prohibiciones. Considerando que es bastante posible que el iniciador activo de la relación incestuosa sea el de mayor edad, debemos esperar que las uniones incestuosas en las cuales el macho es mayor que la hembra sean más comunes que las uniones en que la hembra es mayor. Por ejemplo, el incesto padre/hija debería ser más común que el de madre/hijo. El incesto hermano/hermana ocuparía un lugar intermedio en cuanto a la edad respectiva.

En general, los machos tienden a ser más promiscuos que las hembras. Desde el momento en que las hembras producen un número limitado de óvulos a un ritmo relativamente lento, poco provecho sacará de un gran número de copulaciones con diferentes machos. Un macho, por otra parte, que puede producir millones de espermatozoides cada día, sacará buen provecho de cuantos apareamientos pueda conseguir. Un exceso de copulaciones puede no costarle, en realidad, mucho a una hembra, salvo la pequeña pérdida de tiempo y energía, pero tampoco le reporta un bien positivo. Un macho, por su parte, puede que nunca logre bastantes copulaciones con cuantas hembras diferentes sea posible: el término exceso no tiene significado para un macho.

No me he referido explícitamente al hombre, pero de manera inevitable cuando pensamos en los argumentos evolutivos como los que aparecen en el presente capítulo, no podemos menos de reflexionar sobre nuestra propia especie y sobre nuestra propia experiencia. Las nociones de las hembras que evitan la copulación hasta que el macho dé alguna prueba de fidelidad a largo plazo pueden resultarnos familiares. Ello puede sugerir que las hembras humanas utilizan la estrategia de la felicidad doméstica más bien que la estrategia del hombre viril. La mayoría de las sociedades humanas son, en realidad, monógamas. En nuestra sociedad, la inversión de padres por parte de ambos progenitores es amplia y no se encuentra obviamente desequilibrada. Las madres, ciertamente, efectúan más trabajo directo en beneficio de los hijos del que efectúan los padres, pero estos últimos a menudo trabajan duramente en un sentido más indirecto con el fin de proporcionar los recursos materiales que son invertidos en los hijos. Por otra parte, algunas sociedades humanas son promiscuas y otras están basadas en el sistema de harenes. Lo que esta asombrosa variedad sugiere es que la forma de vida del hombre está determinada, en gran medida, por la cultura más bien que por los genes. Sin embargo, aún es posible que los machos humanos, en general, tengan tendencia a la promiscuidad y las hembras a la monogamia, como pronosticaríamos hablando en términos evolutivos. Respecto a cuál de estas dos tendencias prevalece en sociedades determinadas, depende de las circunstancias culturales, de igual manera que en las diferentes especies animales depende de las circunstancias ecológicas.

Un rasgo de nuestra sociedad que parece decididamente anómalo es el relativo a la cuestión de la propaganda sexual. Como hemos visto, lo que se puede esperar con mayor seguridad por razones evolutivas, es que cuando los sexos difieren, sean los machos los llamativos y no las hembras. El hombre occidental moderno es, sin duda, excepcional en este aspecto. Es cierto, por supuesto, que algunos hombres se visten ostentosamente y ciertas mujeres lo hacen con colores apagados, pero normalmente no hay duda que en nuestra sociedad el equivalente de la cola del pavo real es exhibido por las mujeres, no por los hombres. Las mujeres se pintan el rostro y se pegan falsas pestañas. Aparte los actores y los homosexuales, los hombres no lo hacen. Las mujeres parecen estar interesadas en su propia apariencia personal y son estimuladas a ello por diarios y revistas. Las revistas masculinas se preocupan menos del atractivo sexual del varón, y un hombre que se interese demasiado por su vestimenta y apariencia puede despertar sospechas tanto en los hombres como en las mujeres. Cuando una mujer es descrita en el curso de una conversación, es muy probable que su atractivo sexual, o la carencia de él, se subraye de manera especial. Esto es así, tanto si el que tiene la palabra es un hombre como si es una mujer. Cuando se describe a un hombre, lo más probable es que los adjetivos empleados nada tengan que ver con el sexo.

Enfrentado a estos hechos, un biólogo se verá forzado a sospechar que está contemplando una sociedad en que las hembras compiten por los machos, en vez de presentarse la situación inversa. En el caso de las aves del paraíso, llegamos a la conclusión de que las hembras son de aspecto apagado porque no necesitan competir por los machos. Los machos son brillantes y ostentosos porque las hembras son muy solicitadas y pueden darse el lujo de ser exigentes. La razón por la cual las aves del paraíso hembras son solicitadas es que los huevos son un recurso más escaso que los espermatozoides. ¿Qué ha sucedido con el hombre moderno occidental? ¿Se ha convertido realmente el macho en el sexo buscado, el que está en demanda, el sexo que puede darse el lujo de ser exigente? Y si es así, ¿por qué?