Empecemos por abordar la primera de las preguntas planteadas al final del capítulo anterior. ¿Debería una madre tener favoritos o debiera comportarse de una forma igualmente altruista hacia todos sus hijos? A riesgo de resultar aburrido, debo nuevamente intercalar mi habitual advertencia. El término «favorito» no implica connotaciones subjetivas y la palabra «debería» no lleva implícitas connotaciones morales. Trato a la madre como a una máquina programada para que haga todo lo que está en su poder para propagar copias de los genes que porta en su interior. Desde el momento en que tanto tú como yo somos humanos que saben lo que es tener propósitos conscientes, para mí es conveniente emplear el lenguaje de los propósitos como una metáfora para explicar el comportamiento de las máquinas de supervivencia.
En la práctica, ¿qué significaría decir que una madre tiene un hijo favorito? Significaría que esta madre invierte sus recursos de manera desigual entre sus hijos. Los recursos que una madre tiene disponibles para invertir consisten en una variedad de cosas. El alimento es, obviamente, una de ellas, junto con el esfuerzo empleado en reunir el alimento, ya que ello, en sí mismo, le cuesta algo a la madre. El riesgo sufrido al proteger a las criaturas de los predadores es otro recurso que la madre puede «gastar» o rehusar hacerlo. La energía y el tiempo dedicados a anidar o al mantenimiento del hogar, la protección contra los elementos y, en algunas especies, el tiempo empleado en enseñar a los hijos, son recursos valiosos que una madre puede distribuir entre sus hijos de manera equitativa o desigual, según ella «escoja».
Es difícil pensar en una moneda común con la cual valorar todos estos recursos que una madre tiene para conferir. Así como las sociedades humanas utilizan dinero como moneda convertible universalmente y que puede ser traducida en alimentos, tierra o tiempo laborable, de igual manera necesitamos una moneda con la cual valorar los recursos que una máquina de supervivencia individual puede invertir en la vida de otro individuo, en especial en la vida de su hijo. Es tentador escoger una medida energética como la caloría, y algunos ecólogos se han dedicado a valorar los costos de energía en la naturaleza. Es, sin embargo, un método inadecuado, ya que sólo es aproximadamente convertible a la moneda que realmente interesa, el «patrón oro» de la evolución, la supervivencia de los genes. En 1972, R. L. Trivers resolvió limpiamente el problema con su concepto de inversión maternal (aun cuando, al leer entre las apretadas líneas, uno tiene la sensación de que Sir Ronald Fisher, el biólogo más notable del siglo XX, quiso decir más o menos lo mismo en 1930 con su «gasto maternal»). [42]
La inversión maternal es definida como «cualquier inversión efectuada por la madre en un descendiente individual que aumente las posibilidades de supervivencia de dicho descendiente (y, por lo tanto, de su éxito reproductivo) a costa de la capacidad de la madre de otorgarla a otro de sus hijos». El atractivo de la teoría de la inversión maternal de Trivers radica en que está medida en unidades muy semejantes a las que realmente importan. Cuando una criatura utiliza parte de la leche materna, la cantidad de leche consumida es medida no en decilitros, ni en calorías, sino en unidades de detrimento a otros hijos de la misma madre. Por ejemplo, si una madre tiene dos pequeños, X e Y, y X bebe un decilitro de leche, una parte considerable de la inversión maternal que ello representa es medida en unidades de probabilidades incrementadas que tendrá Y de morir porque no se bebió esa dosis de leche. La inversión maternal es medida en unidades de deterioro de las expectativas de vida de los demás niños, nacidos o por nacer.
La inversión maternal no es una medida del todo ideal, pues pone demasiado énfasis en la importancia de la maternidad, frente a otras relaciones genéticas. Idealmente deberíamos utilizar una medida generalizada de inversión altruista. A como individuo puede decirse que invierte en el individuo B, cuando A aumenta las oportunidades de supervivencia de B, a costa de la capacidad de A para otorgárselas a otros individuos incluyéndose a sí misma, siendo todos los costos sopesados por el tipo de relación apropiado. Así, la inversión de una madre en cualquiera de sus hijos debiera ser, idealmente, calibrada en términos del deterioro de las expectativas de vida no sólo de sus otros hijos, sino también de los sobrinos, sobrinas, ella misma, etc. En muchos aspectos, sin embargo, esto es sólo un sofisma, y bien vale la pena de poner en práctica la medida de Trivers.
Ahora bien, cualquier individuo adulto determinado tiene, durante todo su período de vida, cierta cantidad total de inversión maternal disponible para ser conferida a los hijos (y a otros parientes y a sí misma, pero con el fin de simplificar el asunto, consideraremos únicamente a los hijos). Ello representa la suma de todos los alimentos que pueda reunir o fabricar en una vida de trabajo, todos los riesgos que ella esté dispuesta a asumir, y toda la energía y esfuerzo que sea capaz de dar por el bienestar de sus hijos. ¿Cómo debería, una hembra joven que inicia su vida adulta, invertir sus recursos de vida? ¿Cuál sería una buena política de inversión a seguir? Ya hemos considerado, al analizar la teoría de Lack, que no debería ampliar demasiado su inversión, ya que al repartirla entre demasiados hijos les tocaría a cada uno de ellos una cantidad insuficiente. Obrando de tal manera perdería demasiados genes: no tendría suficientes nietos. Por otra parte, no debe destinar toda su inversión a demasiado pocos hijos —serían chicos malcriados. Con ello podría garantizar, virtualmente, algunos nietos, pero sus rivales que invirtieran en un número óptimo de niños terminarían teniendo más nietos. Esto es en cuanto se refiere a políticas de inversión imparciales o equitativas. Nuestro interés actual radica de si compensará a una madre otorgar sus recursos de manera desigual entre sus hijos, es decir, si debería tener favoritos.
La respuesta es que no existen razones genéticas para que una madre tenga favoritos. Su relación con todos sus hijos es la misma, ½. Su estrategia óptima es invertir de manera equitativa en el mayor número de hijos que pueda criar hasta la edad en que ellos puedan tener hijos propios. Pero, como ya hemos visto, algunos individuos ofrecen menos riesgos para un seguro de vida que otros. Un hijo de tamaño menor que los de su especie porta igual número de genes de su madre que los más saludables y prósperos compañeros de la camada. Pero sus expectativas de vida son menores. Otra forma de expresarlo sería decir que él necesita una mayor parte que la ración proporcional justa de inversión maternal, sólo para terminar igual que sus hermanos. Según las circunstancias, quizá podría convenir más a la madre rehusar alimentar a dicho hijo disminuido físicamente y destinar toda su porción de inversión maternal a sus hermanos y hermanas. En realidad, puede compensarle alimentarlo hasta que alcance el nivel de sus hermanos, o comérselo ella misma y utilizarlo así para hacer leche. Las cerdas madres devoran en ocasiones a sus crías, pero ignoro si escogen especialmente a aquellos con menos posibilidades físicas.
Los disminuidos físicos constituyen un ejemplo especial. Podemos hacer predicciones de tipo más general sobre cómo la tendencia de una madre para invertir en un hijo puede verse afectada por la edad de este último. Si ella tiene una elección rígida que efectuar entre salvar la vida de un hijo o la de otro, y aquel a quien no salve queda destinado a morir, preferirá salvar al mayor. Ello se debe a que ella perderá una proporción más alta de la inversión maternal de su vida si muere el mayor que si lo hace su hermano pequeño. Quizás una mejor manera de expresarlo sería: si ella salva al hermano menor aún tendrá que invertir en él algunos recursos valiosos, sólo para que éste alcance la edad del mayor.
Por otra parte, si la elección no es tan rigurosa para que sea un asunto de vida o muerte, su mejor apuesta podría ser preferir al menor. Por ejemplo, supongamos que su dilema es si darle un determinado bocado de alimento a un hijo pequeño o a uno grande. Es probable que el grande esté más capacitado para encontrar su propio alimento sin ayuda. Por lo tanto, si dejara de alimentarlo, no moriría necesariamente. Por otra parte, el pequeño, que es demasiado joven para encontrar alimentos por sí mismo, tendría mayores posibilidades de morir si su madre le diera la comida al hermano mayor. Ahora bien, aun cuando la madre prefiriese que muriera el más joven antes que el mayor, le daría, no obstante, la comida al pequeño, ya que, de todas maneras, es poco probable que muera el mayor. A ello se debe que las madres pertenecientes a los mamíferos desteten a sus hijos en lugar de continuar alimentándolos indefinidamente de por vida. Llega un momento en la vida de un hijo en que conviene a la madre desviar la inversión de él en beneficio de futuros hijos. Cuando llega este momento, ella deseará destetarlo. Una madre que tuviera alguna posibilidad de saber que ha tenido su último hijo, podría esperarse que continuara invirtiendo todos sus recursos en este último durante el resto de su vida, y quizás amamantándolo hasta que casi alcanzara la edad adulta. No obstante, ella debería «sopesar» si no le compensaría más invertir en nietos o sobrinos o sobrinas, pues aunque el parentesco con éstos es un 50% menor que con sus propios hijos, su capacidad de beneficiarse de su inversión puede ser más del doble de la que podría lograr uno de sus propios hijos.
Parece que hemos llegado a un buen momento para mencionar el intrigante fenómeno conocido como menopausia, término más bien abrupto de la fertilidad reproductiva de una hembra al alcanzar la edad madura. Esto no debía de ocurrir con demasiada frecuencia en nuestros antepasados que vivían en la naturaleza, ya que pocas mujeres habrían logrado alcanzar dicha edad, de todas maneras. Pero, aun así, la diferencia existente entre el abrupto cambio en la vida de las mujeres y la gradual desaparición de la fertilidad en el hombre, sugiere que hay algo genéticamente «deliberado» en la menopausia: que es una «adaptación». Es algo bastante difícil de explicar. A primera vista podríamos esperar que una mujer debería continuar teniendo hijos hasta la extenuación, aun cuando al envejecer disminuyeran, de manera progresiva, las posibilidades de sobrevivencia de los hijos. ¿Valdría la pena continuar intentándolo? Debemos recordar que ella también se encuentra relacionada con sus nietos, aunque el parentesco sea sólo la mitad de cercano.
Por diversas razones, quizá relacionadas con la teoría de Medawar respecto al envejecimiento en un estado natural las mujeres se vuelven cada vez menos eficientes para criar hijos a medida que envejecen. Por lo tanto, las expectativas de vida de un hijo de una madre vieja son menores que las de un hijo de una madre joven. Ello significa que si una mujer tiene un hijo y un nieto nacidos ambos el mismo día, se puede esperar que el nieto viva más que el hijo. Cuando una mujer alcanza la edad en que la oportunidad promedio para que cada niño alcance la edad adulta se encuentra por debajo de la mitad de las oportunidades que tendría un nieto de la misma edad de llegar a la vida adulta, tendería a prosperar cualquier gen para invertir en nietos con preferencia a invertir en hijos. Tal gen es llevado sólo por uno entre cuatro nietos, mientras que el gen rival es llevado por uno de dos hijos, pero las mayores expectativas de vida de los nietos supera esto y el gen de «altruismo hacia los nietos» prevalece en el acervo génico. Una mujer no podría invertir plenamente en sus nietos si continuara teniendo hijos propios. Por lo tanto, los genes para llegar a ser estéril en cuanto a la reproducción al alcanzar la edad madura se tornan más numerosos desde el momento en que se encuentran en los cuerpos de los nietos cuya supervivencia se logró con la ayuda del altruismo de las abuelas.
Ésta es una posible explicación para la evolución de la menopausia en las hembras. La razón de por qué la fertilidad de los machos disminuye poco a poco en lugar de cesar abruptamente, tal vez estribe en que los machos no invierten tanto como las hembras en cada hijo individual. Desde el momento en que él puede engendrar hijos en mujeres jóvenes, siempre le convendrá más a un hombre viejo invertir en hijos que en nietos.
Hasta ahora, tanto en este capítulo como en el anterior, hemos considerado todo bajo la perspectiva de los padres, en especial, de la madre. Nos hemos interrogado sobre si las madres pueden tener favoritos y, en general, cuál es la mejor política de inversión para una madre. Pero quizá cada hijo pueda influir en la cantidad invertida en él por sus padres en contra de sus hermanos y hermanas. Aun si los padres no «desean» demostrar favoritismo entre los hijos, ¿podría darse el caso de que los hijos se posesionasen de un tratamiento privilegiado en favor de ellos mismos? ¿Les compensaría tal actitud? Para expresarlo con más propiedad, ¿serían más numerosos en el acervo génico los genes para apoderarse egoístamente de todo lo posible entre los niños que aquellos genes rivales que no aceptan más que la justa proporción que les corresponde? Este asunto ha sido brillantemente analizado por Trivers en una ponencia que se dictó en 1974 bajo el nombre de El conflicto entre padres e hijos.
Una madre tiene el mismo tipo de relación con todos sus hijos nacidos o por nacer. Solamente por motivos genéticos no debería tener favoritos, según hemos visto. Si demuestra favoritismo, éste debería basarse en las diferencias de expectativas de vida, dependientes de la edad y otros factores. La madre, al igual que otro individuo, tiene una relación el doble de estrecha consigo misma que con cualquiera de sus hijos. Siendo los demás factores iguales, esto significa que debería invertir egoístamente la mayoría de los recursos en sí misma, pero los demás factores no son iguales. Ella puede beneficiar más a sus genes al invertir una considerable proporción de sus recursos en sus hijos. Esto se debe a que ellos son más jóvenes y más desvalidos que ella y, por lo tanto, se pueden beneficiar más con cada unidad de inversión que lo que ella podría aprovechar. Los genes para invertir en individuos más desprotegidos con preferencia a uno mismo pueden prevalecer en el acervo génico aun cuando los beneficiarios puedan compartir sólo una proporción de nuestros genes. A ello se debe que los animales demuestren altruismo maternal y, en realidad, es la razón por la cual demuestran cualquier tipo de altruismo selectivo.
Considerémoslo ahora desde la perspectiva de un hijo determinado. Está tan relacionado con su madre como lo están cada uno de sus hermanos y hermanas. La relación, en todos los casos, es de ½. Por lo tanto, él «desea» que su madre invierta parte de sus recursos en sus hermanos y hermanas. Genéticamente, está dispuesto hacia ellos. De manera tan altruista como lo está su madre. Pero consideremos nuevamente que él se encuentra relacionado consigo mismo en una proporción doblemente mayor que respecto a sus hermanos o hermanas, y ello lo dispondrá para desear que su madre invierta más en él que en cualquier hermano o hermana determinados, siendo los demás factores iguales. Si tú y tu hermano tenéis la misma edad, y ambos estáis en situación de beneficiaros por igual de una pinta de leche materna, tú «intentarás» beber más que tu justa medida, y él intentará beber más que su justa medida. ¿Has escuchado, alguna vez, a una camada de cerditos chillando para ser el primero cuando la cerda madre se acuesta con el fin de alimentarlos? ¿O a niños pequeños luchando por la última porción de tarta? La glotonería egoísta parece caracterizar mucho del comportamiento infantil.
Pero hay otros puntos que agregar. Si me encuentro compitiendo con mi hermano por un bocado de comida y él es mucho más joven que yo, de manera que él se beneficiaría más con la comida que yo, podría convenir a mis genes permitir que él lo obtuviera. Un hermano mayor puede tener las mismas bases para un comportamiento altruista que los padres: en ambos casos, como ya hemos visto, la relación es de ½, y en los dos casos, el individuo más joven puede utilizar mejor el recurso que el mayor. Si yo poseo un gen para ceder el alimento, existe un 50% de probabilidades de que mi hermano menor también lo tenga. Aun cuando el gen tenga el doble de posibilidades de estar en mi propio cuerpo —es decir, un 100% de probabilidades ya que se encuentra en mi cuerpo— mi necesidad de alimento puede ser menos de la mitad de apremiante. En general, una criatura «debería» apoderarse de una porción mayor que la que le corresponde de inversión maternal, pero sólo hasta cierto punto. ¿Hasta qué punto? Hasta donde el costo resultante neto para sus hermanos y hermanas nacidos y potencialmente por nacer, sea justo el doble del beneficio que le reporte a él apoderarse del alimento suplementario.
Consideremos ahora el problema de cuándo debe provocarse el destete. Una madre desea dejar de amamantar a su actual criatura con el fin de prepararse para la siguiente. El hijo, por otra parte, no desea ser destetado aún ya que la leche es un alimento conveniente y una fuente ininterrumpida de comida, y no desea salir y trabajar para mantenerse. Para ser más exactos, él desea, a la larga, abandonar a su madre y trabajar por su sustento, pero sólo cuando beneficie más a sus genes dejar a su madre en libertad para criar a sus pequeños hermanos y hermanas que permanecer en la misma posición que ocupaba hasta entonces. Cuanto mayor sea una criatura, menor será el beneficio relativo que obtenga de cada decilitro de leche. Ello se debe a que si él ya es mayor, un decilitro de leche es una proporción que no cubre sus requerimientos, y también a que cada día se vuelve más capaz de mantenerse a sí mismo si se ve forzado a ello. Por lo tanto, cuando una criatura mayor bebe un decilitro de leche que podría haber sido invertido en un niño menor obtiene, relativamente, más inversión maternal en su beneficio que cuando una criatura pequeña bebe dicha cantidad. A medida que el hijo crece, llegará el tiempo en que compensará más a su madre dejar de alimentarlo e invertir en cambio en un nuevo hijo. Algo más tarde llegará el momento en que también el hijo ya mayor beneficiará más a sus genes si interrumpe el amamantamiento. Éste es el instante en que un decilitro de leche beneficiará a las copias de sus genes que puedan estar presentes en sus hermanos y hermanas, más de lo que podría hacerlo a los genes que están presentes en sí mismo.
Entre madre e hijo no hay un desacuerdo absoluto sino cuantitativo; en el presente caso, un desacuerdo sobre el momento oportuno. La madre desea continuar alimentando a su actual hijo hasta el momento en que la inversión en su beneficio alcance su «justa» proporción, teniendo en cuenta sus expectativas de vida y cuánto ha invertido en él hasta el presente. Hasta aquí no existe desacuerdo alguno. De igual manera, tanto la madre como el hijo concuerdan en que no desean que él continúe amamantándose, una vez alcanzado el punto en que el costo para los hijos futuros sea más del doble del beneficio que al actual hijo le reporta. Pero existe desacuerdo entre la madre y el hijo durante el período intermedio, el período en que el hijo obtiene más que su ración y la madre así lo comprende, pero en que el costo para los otros hijos es aún menor del doble del beneficio que el hijo percibe.
El tiempo oportuno de destete es sólo un ejemplo de un motivo de disputa entre madre e hijo. También puede considerarse como una pelea entre un individuo y todos sus hermanos aún por nacer, en que la madre asume la posición de sus futuros hijos. Puede haber una competencia más directa entre rivales contemporáneos por la inversión de la madre, entre los compañeros de una camada o los miembros de una nidada. Aquí, una vez más, normalmente la madre se mostrará ansiosa para que el reparto sea justo.
Muchos polluelos de aves son alimentados en el nido por sus padres. Todos ellos abren el pico y gritan, y el padre o la madre deja caer un gusano u otro bocado en el pico abierto de uno de ellos. Cuanto más agudo sea el chillido emitido por cada uno de estos polluelos, más indicará, idealmente, cuán hambrientos se sienten. Por lo tanto, si la madre le da siempre el alimento al que grita más fuerte, todos tenderán a obtener su justa proporción, ya que desde el momento en que uno de ellos obtenga el alimento suficiente no gritará con tanta intensidad. Al menos esto es lo que pasaría en el mejor de los mundos posibles, si los individuos no engañaran. Pero a la luz de nuestro concepto del gen egoísta debemos esperar que los individuos engañarán y mentirán sobre cuan hambrientos se sienten. Ello provocará una escalada, aparentemente sin sentido, porque podrá parecer que todos ellos mienten al gritar tan fuerte, y este nivel de intensidad en los chillidos se convertirá en norma, y dejará, en efecto, de ser mentira. Sin embargo, no puede provocarse el fenómeno contrario, pues el primer individuo que tome la iniciativa de disminuir la intensidad de su chillido será penalizado y recibirá menos alimento, por lo que tendrá más posibilidades de morir de hambre. El intenso piar de los polluelos de las aves no es agudo indefinidamente debido a otras consideraciones. Por ejemplo, los chillidos agudos tienden a atraer a los predadores y, además, consumen energías.
En algunas ocasiones, como ya hemos visto, un miembro de una camada es un disminuido físicamente, mucho más pequeño que el resto. Se encuentra incapacitado para pelear por el alimento con tanta fuerza como los demás y, como consecuencia de ello, a menudo, muere. Hemos considerado las condiciones en que, en realidad, compensaría a una madre permitir que un hijo en inferiores condiciones físicas muriese. Podemos suponer, de manera intuitiva, que el enano continuará luchando hasta el final, pero la teoría no predice, necesariamente, tal actuación. Desde el instante mismo en que un enano se tornase tan pequeño y débil que sus expectativas de vida se vieran reducidas al punto en que el beneficio que obtuviera de la inversión materna fuese menos de la mitad de lo que dicha inversión pudiera beneficiar, en potencia, a otros hijos pequeños, el disminuido físico debería morir voluntaria y graciosamente. Beneficiaría más a sus genes actuando así. Es decir, un gen que diera la instrucción: «Cuerpo, si eres mucho más pequeño que tus compañeros de camada, cesa en tu lucha y muere», podría prosperar en el acervo génico, ya que tiene el 50% de probabilidades de estar en el cuerpo de cada hermano y hermana salvados y, de todas maneras, sus oportunidades de vivir en el cuerpo del enano son muy pequeñas. En la vida de un enano debería haber un punto irreversible. Antes de alcanzar dicho punto debería continuar en la lucha. Tan pronto como lo alcanzara, debería renunciar y dejar, preferentemente, que se lo comieran sus compañeros de camada o sus padres.
No lo mencioné al analizar la teoría de Lack respecto al tamaño de la nidada, pero la que enunciamos a continuación es una estrategia razonable a seguir por una madre que se encuentre indecisa respecto a cuál es el tamaño óptimo de nidada para el año en curso. Podría poner un huevo más de lo que ella «piensa» que es el verdadero número óptimo.
Luego, si la cosecha de alimento del año resulta ser mejor de lo esperado, criará a su hijo extra. Si no es así, podrá reducir sus pérdidas. Teniendo el cuidado de alimentar a sus hijos en el mismo orden, digamos en orden de tamaño, podría apreciar que uno de ellos, quizás un enano, muere rápidamente y de tal forma no se malgasta mucho alimento en él, si exceptuamos la inversión inicial de yema o su equivalente. Desde el punto de vista de la madre, ésta puede ser la explicación del fenómeno del enano. Representa el límite de las apuestas de su madre. Este caso ha sido observado en muchos pájaros.
Empleando nuestra metáfora del animal individual como una máquina de supervivencia que se comporta como si tuviese un «propósito», el de preservar sus genes, podemos hablar de un conflicto entre padres e hijos, de una batalla de generaciones. La batalla es sutil, y no hay recursos vedados en ninguno de los dos bandos. Una criatura no perderá la oportunidad de engañar. Pretenderá estar más hambrienta de lo que se siente en realidad, quizá finja ser menor de lo que es, o encontrarse ante un peligro mayor. Es demasiado pequeña y débil para intimidar a sus padres físicamente, pero emplea toda arma psicológica que se encuentra a su disposición: la mentira, el fraude, el engaño, la explotación, justo hasta el punto en que empieza a castigar a sus parientes en mayor medida de lo que permite su relación con ellos. Los padres, por otra parte, deben estar alerta ante la mentira y el engaño, y deben intentar no dejarse persuadir por el fraude. Esto podría parecer una tarea fácil. Si la madre sabe que su hijo puede mentir respecto al hambre que siente, podría emplear la táctica de alimentarlo con una cantidad fija y no pasarse de ella, aun cuando el pequeño continuase gritando. Lo problemático de este método es que acaso la criatura no esté mintiendo, y si muere como resultado de no haber sido alimentada lo suficiente, la madre habrá perdido algunos de sus preciosos genes. Los pájaros salvajes pueden morir después de haberse visto privados de alimentos sólo durante unas cuantas horas.
A. Zahavi ha sugerido una forma particularmente diabólica de chantaje por parte de una criatura: ésta chilla de tal manera que atrae, deliberadamente, a los animales predadores al nido. La criatura «dice»: «Zorro, zorro, ven a buscarme». La única forma que tiene la madre de hacerlo callar es alimentarlo. Así el hijo obtiene una cantidad de alimento mayor de la que le corresponde, pero a costa de algún riesgo para sí mismo. El principio de esta táctica despiadada es el mismo que el del pirata aéreo que amenaza con hacer estallar un avión, encontrándose él a bordo, a menos que le sea entregado un rescate. Soy escéptico en cuanto a si alguna vez se verá favorecido en la evolución, no porque se trate de una táctica demasiado despiadada sino porque dudo que le compense a la criatura chantajista. Tiene mucho que perder si un predador acude en realidad. Se trata aquí, evidentemente, de un hijo único, que es el caso que Zahavi considera. No importa cuánto su madre haya invertido ya en él, tendría que valorar su propia vida aún más de lo que la valora su madre, puesto que ella sólo posee la mitad de sus genes. Más aún, la táctica no compensaría ni siquiera en el caso de que el chantajista fuese uno de una nidada de polluelos vulnerables y se encontrasen todos juntos en el nido, ya que el chantajista tiene el 50% de sus genes «en juego» en cada uno de sus hermanos y hermanas que se encuentran en peligro, así como el 100% de los genes propios. Supongo que la teoría tal vez podría operar si el predador predominante tuviese el hábito de atacar sólo a los polluelos más grandes del nido. En tal caso, podría compensar al más pequeño emplear la amenaza de llamar la atención del predador, ya que ello no supondría para él correr un gran riesgo. Esta acción sería análoga a aplicar una pistola contra la cabeza de tu hermano en vez de amenazar con volarte tus sesos.
Es más probable que esa táctica de chantaje beneficie a un polluelo de cuclillo. Como bien se sabe, las hembras del cuclillo ponen un huevo en cada uno de varios nidos «adoptivos» y luego dejan que los inconscientes padres adoptivos, de especies bastante diferentes, críen a sus hijos. Por lo tanto, un polluelo de cuclillo no arriesga sus genes en sus hermanos y hermanas adoptivos. (En algunas especies, la cría del cuclillo no tendrá ningún hermano o hermana adoptivos por una siniestra razón que veremos más adelante. Por el momento, asumiremos que estamos tratando de una de esas especies en que los hermanos y hermanas adoptivos coexisten junto con el polluelo de cuclillo.) Si uno de los polluelos de cuclillo chillara con bastante fuerza para atraer a los predadores, tendría mucho que perder —su vida—, pero la madre adoptiva tendría aún más que perder, quizá cuatro o cinco hijos. Podría, por lo tanto, compensarle el recurso de alimentarlo en mayor proporción de la que le corresponde, y la ventaja que con ello obtendría el cuclillo podría superar el riesgo corrido.
Ésta es una de las ocasiones en que sería prudente traducirnos en un respetable lenguaje genético, con el fin de estar seguros de que no nos hemos dejado arrastrar demasiado lejos con metáforas subjetivas. ¿Qué significa realmente formular la hipótesis de que los polluelos del cuclillo «cometen chantaje» contra sus padres adoptivos al gritar «predador, predador, ven a buscarme, a mí y a todos mis hermanos y hermanas»? En términos genéticos significa lo siguiente:
En los cuclillos los genes para chillar fuerte se tornaron más numerosos en el acervo génico de los cuclillos porque los chillidos agudos aumentaron las posibilidades de que los padres adoptivos alimentasen a los polluelos de cuclillo. La razón por la cual los padres adoptivos responden a los chillidos de esta manera es que los genes para responder a los chillidos se han esparcido en el acervo génico de las especies adoptivas. La razón para que estos genes se extendieran sería que si los padres adoptivos individuales no alimentaban a los polluelos de cuclillo con alimentos extra, criaban menos hijos propios: menos que aquellos padres rivales que sí alimentaban más de lo justo a los polluelos de cuclillo. Ello se debe a que los predadores podían ser atraídos a los nidos por los gritos de los cuclillos. Aun cuando los genes para que los cuclillos no gritasen tenían menos posibilidades de terminar en los estómagos de los predadores que los genes para gritar, los cuclillos que no gritaban pagaban la mayor penalización al no recibir raciones adicionales. Por lo tanto, los genes para gritar se expandieron a través del acervo génico de los cuclillos.
Una secuencia similar de razonamiento genético, siguiendo el argumento más sutil dado anteriormente, demostraría que, aunque tal gen para comportamiento chantajista podría, de un modo imaginable, esparcirse a través de un acervo génico de cuclillo, tiene escasas posibilidades de esparcirse a través del acervo génico de una especie corriente, al menos no por la razón específica de atraer a los predadores. Por supuesto, en una especie corriente podrían existir otras razones para que se esparcieran los genes para emitir agudos chillidos, según ya hemos visto, y éstas, incidentalmente podrían atraer, alguna vez, a los predadores. Pero entonces la influencia selectiva de la conducta predadora estaría, en cualquier caso, orientada a disminuir la intensidad de los chillidos. En el hipotético caso de los cuclillos, el punto esencial de la influencia de los predadores, no importa cuan paradójico resulte a primera vista, podría hacer que se intensificara el volumen de los chillidos.
No existen pruebas, en un sentido ni en otro, de que los cuclillos y otros pájaros de hábitos similares en cuanto a la «cría parásita» empleen, en realidad, la táctica del chantaje. Pero, ciertamente, no carecen de crueldad. Por ejemplo, los indicadores, al igual que los cuclillos, ponen sus huevos en los nidos de aves de otras especies. El polluelo de los indicadores está dotado de un pico puntiagudo y encorvado. Tan pronto como sale del cascarón, mientras aún está ciego, desnudo y en otros aspectos desvalido, segará con su agudo pico, como con una guadaña, la vida de sus hermanos y hermanas: ¡los hermanos muertos no compiten por el alimento! El conocido cuclillo británico logra el mismo resultado de una manera levemente distinta. Tiene un corto período de incubación, de tal manera que el polluelo del cuclillo se las ingenia para salir antes del cascarón que sus hermanos y hermanas adoptivos. Tan pronto como se encuentra fuera de él, de forma ciega y mecánica, pero con una efectividad devastadora, arroja fuera del nido los demás huevos. Se desliza hasta quedar bajo un huevo, lo ubica en el hueco que forma su espalda, retrocede lentamente hasta un costado del nido manteniendo en equilibrio el huevo entre los huesos de sus alas y lo deja caer al suelo. Hace lo mismo con todos los demás huevos hasta lograr tener el nido y, por lo tanto, la atención total de sus padres adoptivos, sólo para sí.
Uno de los hechos más notables de los que tuve conocimiento el pasado año fue informado desde España por F. Álvarez, L. Arias de Reyna y H. Segura. Se encontraban investigando la habilidad de los padres adoptivos potenciales —víctimas potenciales de los cuclillos— para detectar a los intrusos, ya fuesen huevos o polluelos de cuclillos. En el curso de sus experimentos tuvieron ocasión de introducir en los nidos de las urracas, huevos y polluelos de cuclillos y, con el fin de efectuar comparaciones, huevos y polluelos de otras especies tales como las golondrinas. En una ocasión introdujeron un polluelo de golondrina en el nido de una urraca. Al día siguiente pudieron notar que uno de los huevos de la urraca yacía en la tierra, bajo el nido. No se había quebrado, de manera que lo recogieron, lo volvieron a su lugar original y observaron. Lo que vieron es absolutamente extraordinario. El polluelo de golondrina, comportándose exactamente como si fuese un polluelo de cuclillo arrojó el huevo fuera del nido. Volvieron a colocar el huevo en su lugar y sucedió exactamente lo mismo. El polluelo de la golondrina empleó el método del cuclillo de balancear el huevo sobre su espalda entre sus alas y retroceder hasta el borde del nido, para dejar caer el huevo a tierra.
Quizá de manera muy prudente, Álvarez y sus colegas no intentaron explicar su asombrosa observación. ¿Cómo podría tal comportamiento evolucionar en el acervo génico de las golondrinas? Debe corresponder a algo en la vida normal de una golondrina. Los polluelos de las golondrinas no suelen encontrarse en los nidos de las urracas. Normalmente no se los encuentra nunca en ningún nido excepto el propio. ¿Podría tal comportamiento representar una adaptación evolucionada anticuclillo? ¿Acaso la selección natural ha estado favoreciendo una política de contraataque en el acervo génico de las golondrinas, genes destinados a atacar a los cuclillos con sus propias armas? Parece ser un hecho que los nidos de las golondrinas no son normalmente utilizados por los cuclillos. Quizás ahí esté la causa. De acuerdo a esta teoría, los huevos de las urracas de este experimento podrían estar, incidentalmente, obteniendo el mismo tratamiento, tal vez debido a que los huevos de las urracas, al igual que los de los cuclillos, son más grandes que los de las golondrinas. Pero si los polluelos de las golondrinas pueden distinguir entre un huevo de mayor tamaño y un huevo normal de golondrina, es muy seguro que la madre también podría hacerlo. En tal caso, ¿por qué no es la madre la que rechaza el huevo del cuclillo, ya que hacerlo sería mucho más fácil para ella que para su polluelo? La misma objeción se aplica a la teoría de que el comportamiento del polluelo de golondrina funciona normalmente para eliminar otros huevos que se hayan agregado u otros desechos del nido. Una vez más, esta tarea podrían realizarla mejor, y de hecho la realizan, los padres. El hecho de que esta difícil operación, que requiere tanta habilidad, de eliminar el huevo, fuese efectuada por un débil e indefenso polluelo de golondrina, mientras que una golondrina adulta podría haberlo hecho, con toda seguridad, mucho más fácilmente, me induce a la conclusión de que, desde el punto de vista de los padres, el polluelo no está tramando nada bueno.
Me parece plausible considerar que la verdadera explicación nada tiene que ver con los cuclillos. Puede helársenos la sangre ante tal pensamiento, pero ¿podría ser éste el procedimiento usual entre los polluelos de golondrinas? Puesto que el recién nacido va a competir con sus hermanos, que aún no han roto el cascarón, por la inversión materna, podría ser ventajoso para él comenzar la vida arrojando del nido uno de los huevos restantes.
La teoría de Lack considera el tamaño de la nidada óptimo desde el punto de vista de la madre. Si yo fuese una golondrina madre, el tamaño de nidada óptimo desde mi punto de vista sería, digamos, cinco. Pero si yo fuese un polluelo de golondrina, el tamaño de nidada que consideraría óptimo bien podría ser un número menor, desde el momento en que yo sería uno de ellos. La madre ha efectuado una cierta cantidad de inversión maternal, que «desea» distribuir equitativamente entre los cinco pequeños. Pero cada uno de los polluelos desea más de la quinta parte asignada. A diferencia de los cuclillos, no desea todo para él, ya que existe parentesco entre él y los demás polluelos. Pero sí desea más del quinto que le corresponde. Puede lograr un cuarto del total simplemente empujando fuera del nido a uno de los otros huevos, o un tercio si se deshace de otro. Traduciéndolo a lenguaje genético, es concebible que un gen para el fratricidio se expanda a través del acervo génico, ya que tiene un 100% de probabilidades de encontrarse en el cuerpo del individuo fratricida y sólo 50% de posibilidades de estar en el cuerpo de la víctima.
La principal objeción a esta teoría es que resulta muy difícil de creer que nadie haya observado este comportamiento diabólico, si realmente ocurre. No poseo ninguna explicación convincente respecto a esto. Existen diferentes razas de golondrinas en distintas partes del mundo. Se sabe que la raza española difiere de la británica, por ejemplo, en determinados aspectos. La raza española no se ha visto sujeta al mismo grado de observación intensiva que la británica, y es posible que el fratricidio ocurra, pero que se haya pasado por alto.
La razón por la cual sugiero una idea tan improbable como la hipótesis del fratricidio es que deseo hacer hincapié en un planteamiento general, a saber: el comportamiento despiadado de la cría del cuclillo es solamente un caso extremo de lo que debe suceder en cualquier familia. Los hermanos de padre y madre se encuentran más estrechamente relacionados entre sí que un polluelo de cuclillo con sus hermanos adoptivos, pero la diferencia es sólo cuestión de grados. Aun cuando no podamos creer que el fratricidio declarado pueda evolucionar, debe haber numerosos ejemplos menores de egoísmo en los cuales el costo para la criatura, bajo la forma de pérdidas para sus hermanos o hermanas, se ve compensado, en una proporción mayor que la de dos a uno, por el beneficio que obtiene para sí mismo. En tales casos, al igual que en el ejemplo de la época del destete, existe un verdadero conflicto de intereses entre los padres y los hijos.
¿Quién tiene mayores posibilidades de ganar la batalla de las generaciones? R. D. Alexander ha escrito una interesante ponencia en la cual sugiere que hay una respuesta general a este problema. Según él, los padres siempre ganarán. [43] Ahora bien, si es así, el lector de este capítulo habrá perdido el tiempo. Si Alexander tiene razón, se pueden deducir muchos puntos interesantes. Por ejemplo, el comportamiento altruista puede evolucionar, no debido al beneficio que pueda obtener el individuo mismo, sino exclusivamente en beneficio de los genes de sus padres. La manipulación materna, para emplear el término de Alexander, se convierte en una causa evolutiva de alternativa en cuanto al comportamiento altruista, independiente de la directa selección de parentesco. Es, por lo tanto, importante que analicemos el razonamiento de Alexander y nos convenzamos de que comprendemos por qué está equivocado. En realidad, esto debería hacerse matemáticamente, pero en el presente libro estamos explícitamente evitando el uso de las matemáticas, y es posible dar una idea intuitiva de lo que hay de erróneo en la tesis de Alexander.
Su planteamiento genético fundamental está contenido en la siguiente cita abreviada. «Supongamos que una criatura… provoque una distribución desigual de los beneficios maternos en su propio favor, reduciendo, por lo tanto, la reproducción total de su propia madre. Un gen que de esta manera mejora la idoneidad de un individuo cuando es una criatura, no puede dejar de disminuir su idoneidad cuando es un adulto, ya que tales genes mutantes se encontrarán presentes en una proporción mayor que en el descendiente del individuo mutante.» El hecho de que Alexander considere un gen recientemente mutado no es fundamental para el argumento. Es mejor pensar en un gen raro heredado de uno de los padres. «Idoneidad» posee el significado técnico especial de éxito en la reproducción. Lo que expresa Alexander, básicamente, es lo siguiente. Un gen que hace que una criatura se apodere de más de su justa proporción, a expensas de la producción reproductiva total de sus padres, puede, en realidad, aumentar sus probabilidades de supervivencia, pero pagará el castigo cuando se convierta a su vez en padre, ya que sus propios hijos tenderán a heredar el mismo gen egoísta y ello reducirá su éxito reproductivo total. Se verá aprisionado en su propia trampa. Por lo tanto, el gen no puede resultar próspero y los padres siempre habrán de salir vencedores en el conflicto.
Nuestras sospechas deberían surgir de inmediato frente a dicho argumento, ya que descansa en la suposición de una asimetría genética que no existe. Alexander utiliza las palabras «padres» y «descendientes» como si existiese una diferencia genética fundamental entre ellos. Según hemos visto, aun cuando existen diferencias prácticas entre padres e hijos —por ejemplo, los padres son más viejos que los hijos, y los hijos salen de los cuerpos de los padres—, no hay, realmente, una asimetría genética fundamental. La relación es de un 50%, mírese como se mire. Con el fin de ilustrar lo que quiero decir, voy a repetir las palabras de Alexander pero con los términos «padres», «criatura» y otras palabras apropiadas invertidas. «Supongamos que una madre posee un gen que tiende a provocar una distribución equitativa de los beneficios maternos. Un gen que, de esta manera, mejora la idoneidad de un individuo cuando es una madre, no podrá menos que haber dejado de disminuir su idoneidad cuando fue una criatura.» Llegamos, así, a la conclusión opuesta a la de Alexander, a saber: en cualquier conflicto entre padres e hijos, los hijos deberán ganar.
Obviamente, algo anda mal aquí. Ambos argumentos han sido planteados con demasiada simplicidad. El propósito buscado con mi cita invertida no es probar el punto de vista opuesto al de Alexander, sino, simplemente, demostrar que no se puede argumentar de esa forma artificialmente asimétrica. Tanto el planteamiento de Alexander como mi versión inversa fallan, pues se consideran las cosas desde la perspectiva de un individuo: en el caso de Alexander, la del padre, en mi caso, la del hijo. Pienso que es muy fácil incurrir en este tipo de error cuando utilizamos el término técnico «idoneidad». Es por ello que he evitado emplear dicho término en el presente libro. En realidad, sólo existe una entidad cuya perspectiva importa en la evolución, y tal entidad es el gen egoísta. En los cuerpos juveniles los genes serán seleccionados por su habilidad en ser más astutos que los cuerpos de sus padres; en los cuerpos de los padres, los genes serán seleccionados por su habilidad en superar en astucia a los jóvenes. No hay una paradoja en el hecho de que los mismos genes ocupen, sucesivamente, un cuerpo juvenil y uno de progenitor. Los genes son seleccionados por su habilidad en sacar el mejor provecho posible de las palancas de poder que se encuentran a su disposición: deberán explotar sus oportunidades prácticas. Cuando un gen se encuentra en un cuerpo juvenil, sus oportunidades prácticas serán diferentes de cuando se encuentre en el cuerpo de un padre. Por lo tanto, su óptima política a seguir será diferente en las dos etapas de la historia de su vida corporal. No hay razón para suponer, como lo hace Alexander, que la política óptima de la segunda etapa deba, necesariamente, predominar sobre la primera.
Existe otra manera de plantear el problema en contra de lo que afirma Alexander. Éste supone, tácitamente, una asimetría falsa entre la relación padres e hijos, por una parte, y entre hermanos y hermanas, por la otra. Se recordará que, según Trivers, el costo para una criatura egoísta que obtiene más de lo que le corresponde, la razón por la cual se apodera de los alimentos sólo hasta un determinado punto, es el peligro de perder a sus hermanos y hermanas, cada uno de los cuales porta la mitad de sus genes. Pero los hermanos y hermanas son sólo un caso especial de parentesco, con un 50% de relación. Los futuros hijos propios de la criatura egoísta no son más ni menos «valiosos» para él que sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, el costo total neto de apoderarse de más de la cuota justa de recursos, en realidad debería medirse no sólo en cuanto a pérdidas de hermanos y hermanas, sino también en cuanto a la pérdida de futuros descendientes debido al egoísmo entre ellos mismos. El punto que señala Alexander sobre la desventaja de que el egoísmo juvenil se expanda hasta tus propios hijos, reduciendo, en consecuencia, tu propia producción reproductora a largo plazo, está bien concebido, pero significa simplemente que hemos de sumar este factor en el lado en que figura el costo en la ecuación. Una criatura individual hará bien en ser egoísta siempre que el beneficio neto para él sea por lo menos la mitad del costo neto para sus parientes más cercanos. Pero «parientes cercanos» debe interpretarse en el sentido de que incluye no tan sólo a los hermanos y hermanas, sino también a los futuros hijos de uno. Un individuo debe valorar su propio bienestar como doblemente valioso que el de sus hermanos, que es la tesis básica que formula Trivers. Pero también él debiera valorarse el doble que uno de sus propios hijos futuros. La conclusión a que llega Alexander de que existe una ventaja inherente a favor de los padres en el conflicto de intereses, es incorrecta.
Además de su punto genético fundamental, Alexander plantea también argumentos más prácticos, que surgen de asimetrías innegables en la relación entre padres e hijos. El padre o la madre es el socio activo, el que en realidad efectúa el trabajo para obtener el alimento, etc. y, por lo tanto, está en situación de imponer sus condiciones. Si el padre decide dejar su labor, no es mucho lo que le queda por hacer a la criatura, ya que es más pequeña y no puede responder al desafío. Por lo tanto, el padre o la madre se halla en condiciones de imponer su voluntad, sin considerar lo que pueda desear el hijo. Este planteamiento no está mal, obviamente, ya que la asimetría que postula es real. En realidad, los padres son más grandes, más fuertes y más astutos que los hijos. Parecen estar en posesión de las mejores cartas del juego. Pero los jóvenes tienen, también, unos cuantos ases en sus mangas. Por ejemplo, es importante para una madre saber cuan hambriento está cada uno de sus hijos, a fin de que pueda distribuir de forma más eficiente el alimento. Podría, por supuesto, dividir el alimento en raciones exactamente equitativas entre todos ellos, pero en condiciones ideales ello sería menos eficiente que un sistema en el cual se le diera algo más a aquellos que, verdaderamente, lo aprovechasen mejor. Un sistema por el cual cada hijo le informase a su madre cuan hambriento se encuentra sería ideal para la madre y, según hemos visto, parece que tal sistema se ha desarrollado. Pero los jóvenes se encuentran en una posición fuerte en cuanto al engaño, ya que ellos saben exactamente el hambre que sienten, mientras que la madre sólo puede adivinar si están expresando la verdad o no. Es casi imposible que la madre pueda detectar una mentira pequeña, aun cuando pueda reconocer un engaño mayor.
Luego, también es ventajoso para los padres saber cuándo una criatura se encuentra feliz, y es algo positivo para un hijo ser capaz de informar a sus padres cuando se siente satisfecho. Señales tales como los ronroneos o las sonrisas pueden haber sido seleccionadas, ya que permiten a los padres saber cuáles acciones por ellos efectuadas son más beneficiosas para sus hijos. La vista de su hijo sonriendo o el sonido de su gatito ronroneando, es reconfortante para una madre, en el mismo sentido en que el alimento en el estómago resulta reconfortante a una rata que se encuentra en un laberinto. Pero una vez que adquiere la certeza de que una dulce sonrisa o un sonoro ronroneo resultan gratificantes, la criatura se encuentra en posición de utilizar la sonrisa o el ronroneo con el fin de manipular a sus padres y obtener con ello más de su cuota justa de inversión materna.
No existe, por lo tanto, una respuesta general al problema de quién tiene mayores posibilidades de ganar la batalla de las generaciones. Lo que finalmente surgirá será un arreglo o concesión por ambas partes, para lograr una situación intermedia entre el ideal deseado por la criatura y lo deseado por la madre. Es una batalla comparable con la que se plantea entre el cuclillo y sus padres adoptivos, con seguridad no tan feroz, ya que los enemigos tienen intereses genéticos en común: son enemigos sólo hasta cierto punto o durante algunos períodos sensibles. Sin embargo, muchas de las tácticas utilizadas por los cuclillos, tácticas de engaño y explotación, pueden ser empleadas por los propios descendientes de los padres, aun cuando éstos carecerán del egoísmo total que se puede esperar de un cuclillo.
El presente capítulo y el siguiente, en el que analizaremos el conflicto entre las parejas, podrán parecer horriblemente cínicos y aun podrán resultar perturbadores para los padres humanos, consagrados como están a sus hijos y a sus semejantes. Una vez más, debo recalcar que no me estoy refiriendo a motivos conscientes. Nadie sugiere que los niños, deliberada y conscientemente, engañen a sus padres debido a los genes egoístas que poseen. Y debo repetir que cuando digo algo semejante a: «Una criatura no debería perder ninguna oportunidad de engañar, mentir, embaucar, explotar…», empleo la palabra «debería» de un modo especial. No estoy defendiendo este tipo de comportamiento como moral o deseable. Estoy, simplemente, expresando que la selección natural tenderá a favorecer a las criaturas que actúen de dicha manera y que, por lo tanto, cuando observamos a poblaciones salvajes podemos esperar ver engaños y egoísmo en el seno de las familias. La frase «la criatura debería engañar» significa que los genes que tienden a hacer que las criaturas engañen poseen una ventaja en el acervo génico. Si existe una moraleja humana que podamos extraer, es que debemos enseñar a nuestros hijos el altruismo ya que no podemos esperar que éste forme parte de su naturaleza biológica.