Es fácil comprender por qué algunas personas han pretendido separar el cuidado paterno de otros tipos de altruismo de selección de parentesco. El cuidado paterno parece ser una parte integral de la reproducción, mientras que, por ejemplo, el altruismo hacia un sobrino no lo es. Creo que en realidad aquí hay una importante distinción oculta, pero que la gente no ha apreciado correctamente cuál es la diferencia existente. Se ha colocado a un lado la reproducción y el cuidado paterno, y al otro todos los demás tipos de altruismo. Me agradaría hacer una distinción entre traer nuevos individuos al mundo, por una parte, y preocuparse por los individuos ya traídos, por la otra. Denominaré, respectivamente, a estas dos actividades, maternidad y cuidado de las criaturas. Una máquina de supervivencia individual debe adoptar dos tipos de decisiones totalmente diferentes, una respecto a los cuidados y otra respecto a la reproducción. Empleo el término decisión para referirme al móvil estratégico inconsciente. Las decisiones en cuanto al cuidado son de este tipo: «Existe una criatura; su grado de parentesco conmigo es tal y tal; sus probabilidades de muerte si yo no la alimento son tales; ¿lo alimentaré?» Las decisiones en cuanto a la reproducción son semejantes a éstas: «¿Daré, cualesquiera sean, los pasos necesarios para traer un nuevo ser al mundo?; ¿me reproduciré?» En cierto sentido tanto el cuidado como la reproducción están destinados a competir el uno con la otra por el tiempo de un individuo y otros recursos: es posible que el individuo tenga que hacer una elección: «¿Cuidaré a esta criatura o tendré otra?»
Según sean los detalles ecológicos de las especies, varias combinaciones de estrategias de cuidado y de reproducción pueden ser evolutivamente estables. Lo que no puede ser evolutivamente estable es una estrategia puramente de cuidado. Si todos los individuos se dedicaran a cuidar de las criaturas existentes hasta el extremo de no traer nuevos seres al mundo, la población rápidamente se vería invadida por individuos mutantes que se especializarían en la reproducción. El cuidado solamente puede ser evolutivamente estable como parte de una estrategia mixta: al menos cierta reproducción debe proseguir.
Las especies con las cuales nos encontramos más familiarizados —los mamíferos y las aves— tienden a ser grandes cuidadores. La decisión de parir un nuevo hijo es seguida, normalmente, por la decisión de cuidarlo. Debido a que la gestación y el cuidado van, tan a menudo, juntos en la práctica, la gente ha confundido ambos términos. Desde el punto de vista de los genes egoístas no existe, según hemos visto, ninguna distinción, en principio, entre cuidar a un hermano menor o a un hijo pequeño. Ambas criaturas están por igual estrechamente emparentadas con el adulto que los cuida. Si se tuviera que elegir entre alimentar a la una o a la otra, no existen razones genéticas por las cuales se debiera escoger al propio hijo. Pero por otra parte no se puede, por definición, parir un hermano menor. Sólo se podrá cuidar de él cuando otra persona lo haya traído al mundo. En el capítulo precedente apreciarnos cómo las máquinas de supervivencia individuales, idealmente, deberían decidir si comportarse de manera altruista o no con otros individuos que ya existen. En el presente capítulo analizaremos cómo deberían decidirse a traer o no nuevos individuos al mundo.
Sobre este punto, al cual me referí en el capítulo primero, ha versado principalmente la controversia sobre «selección de grupo». Ello se debe a que Wynne-Edwards, quien ha sido uno de los principales responsables de la promulgación de la idea de selección de grupo, lo hizo en el contexto de una teoría de «regulación de la población». [41] Presentó la hipótesis de que los animales individuales, de manera deliberada y altruista, reducen sus tasas de nacimiento en bien del grupo considerado en su conjunto.
Es una hipótesis muy atractiva, ya que encaja tan bien con lo que los humanos como individuos deberían hacer. La humanidad está procreando en demasía. El tamaño de la población depende de cuatro factores: nacimientos, muertes, inmigraciones y emigraciones.
Considerando la población mundial en su totalidad, no ocurren emigraciones ni inmigraciones, y sólo nos quedan los nacimientos y las defunciones. Mientras el número de hijos por pareja sea superior a dos sobrevivientes para reproducir, el número de criaturas que nazcan tenderá a incrementarse con los años en una proporción cada vez más acelerada. En cada generación, la población en lugar de aumentar en una cifra fija, aumenta más bien en algo similar a una proporción fija del tamaño que ya ha alcanzado. Desde el momento en que el tamaño mismo está aumentando, la proporción del incremento aumenta proporcionalmente. Si se permitiera que este tipo de crecimiento continuase libremente, la población alcanzaría proporciones astronómicas en un plazo sorprendentemente corto.
De paso aprovecharemos para mencionar el hecho de que un elemento aún no apreciado por la gente que se preocupa por los problemas demográficos es que el crecimiento de una población depende de cuándo la gente tenga a sus hijos, tanto como de cuántos pueda tener. Desde el momento en que las poblaciones tienden a aumentar en una determinada proporción por generación, se deduce que si se espacian más las generaciones, la población aumentará a un ritmo más lento por año. Las pancartas que rezan «Detente a los dos» bien podrían ser reemplazadas por otras que recomendasen «Comienza a los treinta». En todo caso, un crecimiento demográfico acelerado plantea serios problemas.
Probablemente todos conocemos ejemplos de los cálculos sorprendentes que han sido utilizados para que la gente tome conciencia de este problema. Citemos uno: la población actual de América Latina es, aproximadamente, de 300 millones de personas y en el presente ya muchas de ellas se encuentran subalimentadas. Pero si la población continuara aumentando en la proporción actual, se tardaría menos de 500 años para alcanzar el punto en que la gente, apiñada de pie, formaría una sólida alfombra humana sobre el área total del continente. Esto es un hecho, aun suponiendo que estuvieran muy delgados —hipótesis bastante real—. En un plazo de 1000 años estarían de pie unos sobre los hombros de otros con una profundidad de un millón. En 2000 años, la montaña de gente, remontándose a la velocidad de la luz, habría alcanzado el límite del universo conocido.
No habrá escapado al lector que estos cálculos son hipotéticos. No sucedería así por algunas razones prácticas. Los nombres asignados a dichas razones son, hambre, plagas, guerra, etc.; o, si somos afortunados, control natal. No sirve apelar a los avances logrados en la ciencia de la agricultura: «la revolución verde» y similares. El incremento de la producción alimenticia puede aliviar, temporalmente, el problema, pero es un hecho matemáticamente cierto que no puede ser una solución a largo plazo; en realidad, al igual que los avances médicos que han contribuido a precipitar la crisis, probablemente empeore el problema, al acelerar el índice de expansión demográfica. Constituye una verdad lógicamente simple que, al carecer de emigración masiva al espacio, con cohetes que partan a razón de varios millones por segundo, el índice de natalidad incontrolada tiene que conducir a un índice de mortalidad horriblemente alto. Es difícil de concebir que esta verdad tan simple no sea comprendida por aquellos dirigentes que prohíben a sus seguidores utilizar efectivos métodos anticonceptivos. Expresan su preferencia por métodos «naturales» de limitación demográfica, y un método natural es exactamente lo que van a obtener. Se llama muerte por inanición.
La inquietud que tales cálculos a largo plazo provocan se basa en la preocupación por el bienestar futuro de nuestra especie considerada en su conjunto. Los humanos (algunos de ellos) tienen la consciente prudencia de prever las consecuencias desastrosas de un exceso de población. La hipótesis básica del presente libro plantea que las máquinas de supervivencia, en general, están guiadas por genes egoístas, y que no se puede esperar de ellos, ciertamente, que vean el futuro, ni que tengan presente en su corazón el bienestar de toda la especie. Aquí es donde difiere Wynne-Edwards de las teorías evolutivas ortodoxas. Él piensa que existe un medio por el cual el genuino altruismo de control natal puede evolucionar.
Un punto que no se subraya en los escritos de Wynne-Edwards o en la difusión que hizo Ardrey de sus puntos de vista, es que existe un gran número de hechos acordados o establecidos que no están en disputa. Es un hecho obvio que las poblaciones de animales salvajes no se incrementan en las proporciones astronómicas de que son, teóricamente, capaces. En ocasiones, las poblaciones de animales salvajes permanecen relativamente estables, y los índices de natalidad y de mortalidad se mantienen más o menos iguales. En muchos casos —los ratones de Noruega o lemmings son un famoso ejemplo de ello— la población fluctúa ampliamente, con violentas explosiones demográficas alternadas con descensos violentos que casi amenazan con su extinción. Ocasionalmente el resultado puede ser la extinción total, por lo menos en lo que respecta a la población de un área local. En ocasiones, como es el caso del lince canadiense —cuyos cálculos estimativos se obtienen del número de pieles vendidas por la Hudson's Bay Company en años sucesivos—, la población parece oscilar rítmicamente. Lo único que no puede suceder en las poblaciones animales es que continúen creciendo de forma indefinida.
Los animales salvajes casi nunca mueren por edad avanzada. El hambre, las enfermedades o los animales predadores acaban con ellos mucho antes de que se tornen realmente seniles. Hasta hace poco tiempo, esto también era aplicable al hombre. La mayoría de los animales mueren en la niñez, muchos de ellos no llegan a superar la etapa embrionaria. El hambre y otras causas mortales son las razones últimas de por qué una población no puede incrementarse indefinidamente. Por lo que hemos podido apreciar basándonos en nuestra propia especie, no hay una razón valedera de por qué siempre tendrá que suceder de tal manera. Sólo con que los animales regularan su índice de natalidad, no tendría por qué producirse la muerte por inanición. Según la tesis de Wynne-Edwards, eso es exactamente lo que ellos hacen. Pero aun aquí se provoca un desacuerdo menor de lo que pudiera suponerse al leer su libro. Los partidarios de la teoría del gen egoísta estarán de acuerdo en que los animales efectivamente regulan su índice de natalidad. Y ciertas especies determinadas tienden a conservar un grupo o camada de un número bastante regular; ningún animal tiene un número indefinido de hijos. El desacuerdo se produce no sobre el punto de si el índice de natalidad está reglamentado, sino sobre por qué lo está: ¿mediante qué proceso de selección natural se ha desarrollado la planificación familiar? En pocas palabras, el desacuerdo se centra en torno a si el control natal animal es altruista, practicado por el bien del grupo considerado en su conjunto; o egoísta, practicado por el bien del individuo que efectúa la reproducción. Trataré ambas teorías en orden.
Wynne-Edwards supuso que los individuos tienen menos hijos de los que son capaces de tener, en beneficio del grupo considerado como tal. Reconoció que la selección natural normal no puede, de manera alguna, dar origen a que tal altruismo evolucione: la selección natural de índices de reproducción inferiores al promedio es, a primera vista, una contradicción en cuanto a los términos. Invocó, por lo tanto, la selección de grupos, según vimos en el capítulo primero. De acuerdo a lo expresado por él, los grupos cuyos miembros individuales restringen su propio índice de natalidad, tienen menos posibilidades de extinguirse que los grupos rivales cuyos miembros individuales se reproducen a tal velocidad que ponen en peligro el abastecimiento de alimentos. Por lo tanto, el mundo se ve poblado por grupos de reproductores controlados. La restricción individual que Wynne-Edwards sugiere se asemeja, en un sentido general, al control de natalidad, pero él es más específico que lo que dicho término implica y, en efecto, elucubra un gran concepto en el cual toda la vida social es considerada como un mecanismo de regulación de la población. Por ejemplo, dos características principales de la vida social en diversas especies de animales son la territorialidad y las jerarquías dominantes, ya mencionadas en el capítulo V.
Muchos animales dedican una gran cantidad de su tiempo y energía a «defender» aparentemente un área de terreno que los naturalistas denominan territorio. El fenómeno se encuentra muy extendido en el reino animal, no sólo entre las aves, mamíferos y peces sino también entre los insectos y aun entre las anémonas de mar. Dicho territorio puede ser una gran área de bosque que constituya la principal fuente de forraje de una pareja que se encuentra criando a sus cachorros o crías, como en el caso de los petirrojos. O en el caso de las gaviotas, por ejemplo, puede tratarse de un área que no contenga alimentos pero en cuyo centro se encuentre situado su nido. Wynne-Edwards cree que cuando los animales luchan por un territorio lo hacen por un premio simbólico más bien que por un premio real, como podría ser un bocado de alimento. En muchos casos las hembras rehúsan aparearse con machos que no posean un territorio. Sucede a menudo que una hembra cuyo compañero ha sido derrotado y, como consecuencia de ello, su territorio ha sido conquistado, se une rápidamente al vencedor. Aun en especies monógamas aparentemente fieles, una hembra puede estar unida al territorio de un macho más que a él personalmente.
Si la población crece demasiado, algunos individuos se verán privados de territorio y, por lo tanto, no procrearán. Así, ganar un territorio es, para Wynne-Edwards, como obtener un vale o una licencia para procrear. Como sea que existe un número finito de territorios disponibles, también es finito el número de licencias concedidas. Los individuos pueden luchar para determinar quién obtiene dichas licencias, pero el número total de criaturas que la población puede tener, considerada en su conjunto, es limitado por el número de territorios disponibles. En ciertos casos, como en los urogallos rojos, los individuos parecen, a primera vista, adoptar una actitud moderada, pues los que no pueden ganar un territorio no sólo no procrean sino que, además, parecen renunciar a la lucha para obtener ese territorio. Parece como si todos aceptasen las reglas del juego: si a fines de la temporada de competición, no has conseguido uno de los vales oficiales para procrear, voluntariamente debes abstenerte de ello y no molestar a los afortunados durante la temporada de cría, de manera que puedan continuar propagando la especie.
Wynne-Edwards interpreta, de manera similar, las jerarquías dominantes. En muchos grupos de animales, especialmente los que se encuentran en cautividad, pero también, en algunos casos, los que se encuentran en estado salvaje, los individuos aprenden a conocer la identidad de cada uno y saben a quién pueden vencer en la lucha y quién los vencerá a menudo. Como vimos en el capítulo V, tienden a someterse sin lucha a los individuos que, según ellos «saben», tienen probabilidades de derrotarlos de todas maneras. Como resultado, un naturalista puede describir una jerarquía dominante o la ley del más fuerte, orden jerárquico de la sociedad en el cual todo el mundo sabe el puesto que le corresponde y no se hace ilusiones respecto a su ubicación. Por supuesto se producen algunas luchas verdaderamente graves y encarnizadas, y en ciertas ocasiones los individuos pueden lograr promociones sobre sus antiguos jefes inmediatos. Pero, como vimos en el capítulo V, el efecto general de la sumisión automática por parte de individuos que se encuentran clasificados en un rango inferior, se aprecia en las escasas luchas prolongadas que tienen lugar y rara vez ocurre que los contendientes resulten gravemente heridos.
Mucha gente piensa que esto es «algo positivo» en un sentido vagamente relacionado con la selección de grupo. Wynne-Edwards ofrece una interpretación mucho más atrevida. Los individuos que ocupan una alta jerarquía tienen más posibilidades de procrear que los que ocupan una posición más baja, ya sea porque son preferidos por las hembras o porque físicamente impiden que los machos que se encuentran en una posición inferior se acerquen a las hembras. Wynne-Edwards ve en la alta posición social otro vale o título que da derecho a la reproducción. En vez de luchar directamente por las hembras, los individuos luchan por adquirir una posición social, y luego aceptan que si no logran alcanzar un puesto alto en la escala social no tienen derecho a procrear. Se reprimen en las situaciones en que hay hembras directamente implicadas, aunque de vez en cuando intenten de nuevo obtener una posición más elevada, pudiendo decirse, por lo tanto, que compiten indirectamente por las hembras. Al igual que en el caso del comportamiento territorial, el resultado de esta «aceptación voluntaria» de la regla según la cual sólo aquellos individuos que logren un alto nivel social podrán reproducirse, es, según Wynne-Edwards, la causa de que la población no crezca a un ritmo demasiado acelerado. En vez de tener demasiadas criaturas y luego descubrir por la vía dura que fue un error, las poblaciones emplean competencias formales sobre niveles a alcanzar y territorios a adquirir como un medio de limitar su tamaño a un nivel levemente inferior a aquel en que empezarían a producirse muertes por inanición.
Una de las ideas más sorprendentes de Wynne-Edwards quizá sea la del comportamiento epidéitico, término por él acuñado. Muchos animales pasan largo tiempo reunidos en hatos, rebaños o cardúmenes. Han sido sugeridas varias razones, más o menos dictadas por el sentido común, de por qué tal comportamiento gregario pudo ser favorecido por la selección natural, y en el capítulo X me referiré a algunas de ellas. La idea de Wynne-Edwards es del todo diferente. Propone que cuando las enormes bandadas de estorninos se reúnen al atardecer, o cuando multitudes de jejenes danzan en torno a un pilar, están efectuando un censo de su población. Puesto que él supone que los individuos restringen su índice de natalidad en interés del grupo considerado en su conjunto, y procrean menos cuando la densidad de la población es alta, es razonable suponer que tendrán algún medio de medir dicha densidad. Así de perfecto: un termostato requiere un termómetro como parte integral de su mecanismo. Para Wynne-Edwards, el comportamiento epidéitico consiste en la agrupación deliberada para facilitar una estimación en cuanto al tamaño de la población. No sugiere una estimación consciente de la población sino un mecanismo automático, nervioso u hormonal, que relacione la percepción sensorial, por parte de los individuos, de la densidad de su población con sus sistemas de reproducción.
He tratado de presentar correctamente la teoría de Wynne-Edwards, aunque de manera bastante breve. Si lo he logrado, los lectores deben de estar persuadidos de que, a primera vista, es bastante verosímil. Pero los primeros capítulos del presente libro lo habrán preparado para adoptar una actitud más bien escéptica, hasta el punto de decir que, no importa cuan verosímil pueda parecer, lo que conviene a la teoría de Wynne-Edwards es que la prueba sea buena, pues de lo contrario… Y, por desgracia, la prueba no es buena. Consiste en un gran número de ejemplos que podrían ser interpretados de tal manera que la apoyen, pero que igualmente podrían ser interpretados según la más ortodoxa teoría del gen egoísta.
Aunque él nunca utilizara tal nombre, el arquitecto jefe de la teoría del gen egoísta de la planificación familiar fue el gran ecólogo David Lack. Trabajó especialmente sobre el tamaño de las nidadas de los pájaros salvajes, pero sus teorías y conclusiones tienen el mérito de ser de aplicación general. Cada especie de las aves tiende a tener un tamaño de nidada típico. Los alcatraces y las aves marinas de la familia de las alcas, por ejemplo, incuban un huevo cada vez; los vencejos, tres y los grandes paros, media docena o más. Existe una variación en esto: algunos paros ponen sólo dos huevos a la vez, y los grandes paros pueden poner doce. Es razonable suponer que el número de huevos que pone e incuba una hembra se encuentra, por lo menos en parte, bajo control genético, como cualquier otra característica. Lo que quiere decir que puede haber un gen para poner dos huevos, un rival o alelo para poner tres, otro alelo para poner cuatro, etc., aun cuando en la práctica es improbable que sea tan sencillo como todo esto. Ahora bien, la teoría del gen egoísta nos exige cuestionarnos respecto a cuál de estos genes llegará a ser más numeroso en el acervo génico. Considerado superficialmente podría parecer que los genes para poner cuatro huevos estarían destinados a estar en ventaja sobre los genes para poner tres huevos o dos. No obstante, un momento de reflexión nos enseña que este simple argumento de «más significa mejor» no puede ser cierto. Induce a la expectativa de que cinco huevos serían mejor que cuatro, diez serían aún mejor y 100 todavía mejor, y una infinidad sería lo mejor de todo. En otras palabras, lleva, lógicamente, al absurdo. Existen costos, obviamente, al igual que beneficios al poner una gran cantidad de huevos. Al aumentar el número de polluelos que cuidar se tendrá que pagar, inevitablemente, con una menor eficacia en el cuidado. El punto esencial que destaca Lack es que para cada especie dada, en una situación ambiental determinada, debe haber un tamaño óptimo de nidada. Difiere de Wynne-Edwards en su respuesta a la interrogante de «óptimo bajo qué punto de vista». Wynne-Edwards diría que la cantidad óptima importante, a la cual todos los individuos deberían aspirar, es la cantidad óptima para el grupo considerado en su conjunto. Lack diría que cada individuo egoísta escoge el tamaño de nidada que eleva al máximo el número de criaturas que cría. Si tres es la cantidad óptima de tamaño de nidada para los vencejos, ello significa, para Lack, que cualquier individuo que trate de criar cuatro terminará, probablemente, con menos crías que su rival, más cauteloso, que sólo intentó criar tres. La razón obvia para dicho resultado sería que el alimento, al ser repartido entre cuatro polluelos, resultaría tan escaso que pocos de ellos lograrían sobrevivir hasta la edad adulta. Esta razón sería valedera tanto para la distribución original de la yema a los cuatro huevos, como para el alimento dado a los polluelos después de haber empollado. De acuerdo con lo afirmado por Lack, por lo tanto, los individuos controlan el tamaño de la nidada por razones que nada tienen que ver con el altruismo. No están practicando el control de natalidad con el fin de evitar explotar en demasía los recursos del grupo, sino de aumentar al máximo el número de criaturas supervivientes en relación al número existente, objetivo que es justamente lo opuesto de lo que normalmente asociamos al término control de natalidad.
El hecho de criar polluelos de pájaros es un negocio muy costoso. La madre debe invertir una gran cantidad de alimento y energía para fabricar los huevos. Posiblemente con la ayuda de su compañero invierta un gran esfuerzo al construir un nido que contenga a sus huevos y los proteja. Los padres se pasan semanas sentados pacientemente sobre los huevos. Luego, cuando los polluelos salen del cascarón, los padres trabajan casi hasta la extenuación para llevarles el alimento, casi de manera ininterrumpida y sin tomarse descanso. Como ya hemos visto, un padre de la especie de gran paro lleva, como promedio, un bocado de alimento al nido cada 30 segundos de luz diurna. Los mamíferos como nosotros lo hacemos de una manera algo diferente, pero la idea básica de que la reproducción es asunto costoso, especialmente para la madre, no deja de ser cierta. Es obvio que si una madre intenta estirar sus limitados recursos de alimentos y esfuerzos entre demasiados hijos, terminará criando menos que si se hubiese limitado a unas ambiciones más modestas. Ella debe hacer un balance entre la reproducción y el cuidado. La cantidad total de alimentos y otros recursos que una hembra individual o una pareja pueda reunir es el factor limitativo determinante respecto al número de hijos que pueden criar. La selección natural, de acuerdo a la teoría de Lack, adapta el tamaño inicial de la nidada (camada, etc.) de manera que se obtenga el máximo de ventajas sobre estos recursos limitados.
Los individuos que tienen demasiados hijos son penalizados, no porque toda la población se extinga, sino simplemente porque pocos de sus hijos sobrevivirán. Los genes para tener muchos hijos no pasan, simplemente, a la siguiente generación en un número considerable, ya que pocas de las criaturas que portan dichos genes alcanzan la edad adulta. Lo que ocurre con el hombre moderno civilizado es que el tamaño de las familias ya no se ve limitado por los recursos finitos que los padres pueden proveer. Si un matrimonio tiene más hijos que los que puede alimentar, el Estado, lo que significa el resto de la población, interviene y mantiene al excedente de niños con vida y salud. No hay, en realidad, nada que detenga a una pareja que carezca de recursos materiales para que tenga y críe tantos hijos como la mujer pueda físicamente procrear. Pero el Estado benefactor es algo muy poco natural. En la naturaleza, los padres que tienen más hijos de los que pueden mantener no tienen muchos nietos y sus genes no son transmitidos a futuras generaciones. No hay necesidad de una restricción altruista del índice de natalidad, ya que no existe un Estado benefactor en la naturaleza. Cualquier gen que tienda a ser demasiado indulgente es rápidamente penalizado: los hijos que contienen tal gen se mueren de hambre. Desde el momento en que nosotros, los humanos, no deseamos retornar a las antiguas costumbres egoístas por las que permitíamos que los niños de familias muy numerosas murieran de inanición, hemos abolido la familia como unidad de autosuficiencia económica y la hemos sustituido por el Estado. Pero no se debe abusar del privilegio de ayuda garantizada a los niños.
La anticoncepción es, en ocasiones, atacada como algo «artificial», «desnaturalizado». En efecto, es muy inhumana. El problema radica en que también lo es el Estado benefactor. Pienso que muchos de nosotros creemos que un Estado benefactor es altamente deseable. Pero no puede tenerse un Estado benefactor artificial o desnaturalizado a menos que también se cuente con un control de natalidad igualmente desnaturalizado, de otra forma el resultado final será una calamidad aún mayor que la que se alcanza en la naturaleza. El Estado benefactor es, quizá, el sistema más altruista que el reino animal jamás ha conocido. Pero cualquier sistema altruista es, inherentemente, inestable, ya que está sujeto al abuso por parte de individuos egoístas, dispuestos a explotarlo. Los individuos humanos que tienen más hijos que los que son capaces de criar son probablemente demasiado ignorantes en la mayoría de los casos para ser acusados de una explotación malévola consciente. Las instituciones poderosas y los líderes que deliberadamente los estimulan a actuar así, me parecen menos libres de sospecha.
Retornando a los animales salvajes, el argumento del tamaño de la nidada de Lack puede ser generalizado y aplicado a todos los otros ejemplos que utiliza Wynne-Edwards, como los de comportamiento territorial, jerarquías dominantes, etc. Tomemos el caso del urogallo rojo en el cual trabajaron él y sus colegas. Estos pájaros comen brezo común y parcelan los brezales en territorios que contienen, aparentemente, más alimento del que los dueños del territorio necesitan en realidad. A comienzos de la temporada luchan por los territorios, pero al poco tiempo los perdedores parecen aceptar su derrota y abandonan la lucha. Se convierten en desterrados que nunca logran conseguir un territorio, y al terminar la estación casi han muerto de hambre. Sólo los que son dueños de un territorio procrean. El hecho de que los desterrados sean físicamente capaces de reproducirse queda demostrado cuando, al ser cazado el dueño de un territorio, su lugar pronto es ocupado por uno de los desterrados, que entonces procrea. La interpretación de Wynne-Edwards de este comportamiento extremo en cuanto al territorio es, según hemos visto, que los desterrados «aceptan» el fracaso de no haber conseguido un vale o licencia para procrear; por lo tanto, no intentan hacerlo.
A primera vista, parece un extraño ejemplo para ser explicado por la teoría del gen egoísta. ¿Por qué no tratan los desterrados, una y otra vez, de desalojar al dueño de un territorio hasta morir de agotamiento? Parecería que nada tienen que perder. Pero, si bien se mira, tal vez sí tengan algo que perder. Ya hemos visto que si el dueño de un territorio muere, un desterrado tiene la oportunidad de tomar su lugar y, por lo tanto, de procrear. Si las probabilidades para que un desterrado logre un territorio de esta forma, son mayores que las probabilidades de obtenerlo mediante la lucha, luego debe compensarle, como individuo egoísta, aguardar con la esperanza de que alguien muera, antes que malgastar la poca energía que tiene en una lucha inútil. Para Wynne-Edwards el papel desempeñado por los desterrados en el bienestar del grupo es esperar entre bastidores como actores suplentes, listos para reemplazar a cualquier dueño de territorio que muera en el escenario principal de la reproducción de grupo. Podemos comprender ahora que ésta, también, puede ser su mejor estrategia al actuar exclusivamente como individuos egoístas. Como vimos en el capítulo IV, podemos considerar a los animales como jugadores.
La mejor estrategia para un jugador puede, en ocasiones, ser una estrategia de aguardar y esperar, más que una estrategia similar a la de un toro frente a un portón.
De igual manera, los muchos otros casos en que los animales parecen «aceptar» pasivamente su situación de no reproductores pueden ser explicados con bastante facilidad por la teoría del gen egoísta. La forma general de explicación es siempre la misma: la mejor apuesta individual es abstenerse por el momento, con la esperanza de obtener mejores oportunidades en el futuro. Una foca que no molesta a los dueños de harenes, no lo hace para beneficiar al grupo. Está esperando su oportunidad, aguardando un momento más propicio. Aun cuando tal momento nunca llegue y termine sus días sin descendencia, el juego podría proporcionar ganancias, aunque retrospectivamente nos demos cuenta de que no fue así. Y cuando los ratones de Noruega se desplazan en un flujo de millones del centro de una explosión demográfica, no lo hacen con el fin de reducir la densidad del área que abandonan sino que buscan —cada uno de los seres egoístas que se movilizan— un lugar menos poblado en el cual vivir. El hecho de que alguno en particular falle en su intento y muera es algo que sólo podemos apreciar una vez transcurrido el fenómeno.
Es un hecho bien documentado que un exceso de población reduce, en ocasiones, el índice de natalidad. A veces, ello es considerado como evidencia que respalda la teoría de Wynne-Edwards. No es nada por el estilo. Es compatible con su teoría y también lo es, en igual medida, con la teoría del gen egoísta. Por ejemplo, en un experimento los ratones fueron situados en un recinto al aire libre con bastantes alimentos y se les permitió reproducirse libremente. La población creció hasta un determinado punto y luego se niveló. La razón de ello resultó ser que las hembras se volvieron menos fértiles como consecuencia del exceso de población: tuvieron menos hijos. A menudo se ha informado de este tipo de hechos. Su causa inmediata ha sido, a menudo, denominada «tensión», aun cuando otorgarle un nombre como éste no ayuda a explicar el fenómeno. En todo caso, cualquiera que sea la causa inmediata, todavía debemos cuestionarnos sobre su explicación última o evolutiva. ¿Por qué la selección natural favorece a las hembras que reducen su índice de natalidad cuando la población a la que pertenecen ha crecido en exceso?
La respuesta de Wynne-Edwards es clara. La selección de grupo favorece a los grupos en que las hembras calibran la población y adaptan a ella sus índices de natalidad de tal manera que los abastecimientos de alimentos no sean explotados en exceso. En el caso del experimento que acabamos de señalar, sucedió que el alimento nunca escaseó, ni podía escasear, pero las ratas no podían percatarse de ello. Están programadas para la vida en la naturaleza y es probable que bajo las condiciones naturales una superpoblación sea un indicativo fiable de hambre futura.
¿Qué nos dice la teoría del gen egoísta? Casi exactamente lo mismo, pero con una diferencia crucial. Se recordará que, según Lack, los animales tenderán a tener el número óptimo de hijos desde su propio punto de vista egoísta. Si procrean muy pocos o demasiados, terminarán criando un menor número que si hubiesen acertado la cantidad correcta. Ahora bien, «la cantidad correcta» podría ser un número menor en un año en que existe un exceso de población, que en otro en que la población es escasa. Ya hemos convenido en que un exceso de población puede presagiar hambre. Obviamente, si a una hembra se le ofrecen evidencias fiables de que se puede presentar el hambre, en beneficio de su propio interés egoísta reducirá su índice de alumbramientos. Las rivales que no respondan a las señales de advertencia y no actúen de acuerdo a ellas terminarán criando menos hijos, aun cuando, en realidad, procreen más. Concluimos, por consiguiente, con una deducción casi exactamente igual, pero llegamos a ella por un tipo de razonamiento evolutivo del todo diferente.
La teoría del gen egoísta no tiene problemas ni siquiera con los «despliegues epidéiticos». Se recordará que Wynne-Edwards presentó su hipótesis de que los animales, de manera deliberada, se exhibían juntos formando grandes multitudes con el fin de facilitar a todos los individuos el llevar un censo y regular su índice de natalidad de acuerdo a sus resultados. No existe evidencia directa de que alguna agregación sea, en realidad, epidéitica, pero supongamos que se hallaran pruebas concretas. ¿Le restaría ello validez a la teoría del gen egoísta? En absoluto.
Los estorninos descansan juntos en números considerables. Supongamos que se demostrara que no sólo el exceso de población en invierno reduce la fertilidad en la siguiente primavera, sino que ello se debe también directamente a que los pájaros escuchan las llamadas emitidas por cada cual. Podría quedar demostrado, de manera experimental, que los individuos expuestos a una grabación de un lugar de descanso de estorninos muy ruidosos ponían una cantidad menor de huevos que aquellos expuestos a una grabación de un lugar de descanso de estorninos más tranquilo y menos poblado. Ello indicaría, por definición, que las llamadas de los estorninos constituían un despliegue epidéitico. La teoría del gen egoísta lo explicaría de una manera bastante similar a como trató el caso de los ratones.
Partiremos, nuevamente, de la suposición de que los genes para tener una familia más numerosa de la que se puede mantener son, automáticamente, penalizados y se tornan menos numerosos en el acervo génico. La tarea para una ponedora eficiente sería predecir cuál va a ser el tamaño óptimo de la nidada para ella, como individuo egoísta, en la próxima temporada de reproducción. Se recordará del capítulo IV el sentido especial en que empleamos el término predicción. Ahora bien, ¿cómo puede un ave hembra predecir el tamaño óptimo de su nidada? ¿Qué variables influirían su predicción? Es posible que muchas especies efectúen una predicción fija, que no varíe de un año a otro. Así, el tamaño promedio óptimo para una nidada de alcatraz es uno. Es posible que en algunos años desusadamente abundantes en peces, el tamaño óptimo de nidada para un individuo se eleve temporalmente a dos huevos. Si no hay forma de que los alcatraces sepan por adelantado si un determinado año va a ser muy abundante en peces, no podemos esperar que las hembras individualmente corran el riesgo de gastar sus recursos en dos huevos, lo que dañaría su éxito reproductivo en un año normal.
Pero puede haber otras especies, quizá la de los estorninos, en la cual es posible, en principio, predecir en invierno si la próxima primavera va a producir una buena cosecha de algún recurso alimenticio determinado. La gente campesina tiene numerosos dichos o refranes que sugieren que ciertos indicios, tales como la abundancia de frutos de acebo, pueden presagiar buen tiempo en la primavera que se avecina. Sean o no ciertos estos cuentos de buenas viejecillas, es lógicamente posible que existan tales indicios y que un buen profeta pueda, en teoría, ajustar el tamaño de su nidada, año a año, para obtener las mayores ventajas. Los frutos del acebo pueden ser o no factores de predicción, pero, al igual que en el caso de los ratones, parece bastante probable que la densidad de la población constituya un buen índice. Una hembra de estornino puede, en principio, saber que cuando llegue el tiempo de alimentar a sus crías en la siguiente primavera, tendrá que competir por el alimento con rivales de la misma especie. Si ella puede, de alguna manera, estimar la densidad local de su propia especie en invierno, tendrá un medio poderoso de predecir cuan difícil le será obtener el alimento necesario para sus polluelos en la próxima primavera. Si encuentra que la población en invierno es especialmente alta, la política prudente a seguir, considerada desde su propio punto de vista egoísta, sería poner relativamente pocos huevos: su estimación del tamaño óptimo de su nidada se habrá reducido.
Ahora, desde el momento en que se convierta en una realidad que los individuos reducen el tamaño de su nidada en base a su estimación de la densidad de la población, será ventajoso para cada uno de los individuos egoístas pretender ante los rivales que la población es densa, sea ello cierto o no. Si los estorninos estiman el tamaño de la población por el volumen de ruido en un sitio de descanso en invierno, compensará a cada individuo el emitir un sonido tan agudo como le sea posible, con el fin de que se escuche como dos estorninos en lugar de uno. Esta idea de que los animales simulan ser varios a la vez fue sugerida, en otro contexto, por J. R. Krebs y es denominada Beau Geste Effect, aludiendo a la novela en que se emplea una táctica similar por una unidad de la Legión Extranjera francesa. La idea, en nuestro caso, es intentar inducir a los estorninos que se encuentran en la vecindad a reducir su tamaño de nidada a un nivel inferior al óptimo verdadero. Si eres un estornino que logras hacerlo así, sacarás ventaja de tu egoísmo, pues con ello estás reduciendo el número de individuos que no portan tus genes. Concluyo, por lo tanto, que la idea de Wynne-Edwards sobre los despliegues epidéiticos puede ser, en realidad, una buena idea. Puede que siempre tuviera razón, pero con razones equivocadas. De manera más general, el tipo de hipótesis similar a la de Lack es bastante poderosa para representar en términos de gen egoísta, toda la evidencia que parecería respaldar la teoría de la selección de grupo, siempre que se presentara tal evidencia.
La conclusión a que hemos llegado en el presente capítulo es que los padres individuales practican la planificación familiar, en el sentido de que perfeccionan su índice de natalidad en vez de limitarlo para el bien público. Intentan potenciar al máximo el número de hijos sobrevivientes que tengan, y ello significa no tener muchos ni pocos. Los genes que hacen que un individuo tenga demasiados hijos tienden a no persistir en el acervo génico, debido a que los hijos que contienen tales genes presentan la tendencia a no sobrevivir hasta la edad adulta.
Todo ello en lo que respecta a las consideraciones cuantitativas del tamaño familiar.
Llegamos ahora a los conflictos de intereses dentro de las familias. ¿Compensará siempre a la madre tratar a todos sus hijos de igual manera, o acaso podría tener favoritos? ¿Debería la familia funcionar como un todo cooperativo único, o debemos suponer egoísmo y engaño aun dentro de la familia? ¿Trabajarán todos los miembros de una familia para lograr el grado óptimo, o «estarán en desacuerdo» acerca de cuál es dicho grado óptimo? Son éstas las preguntas que intentaremos contestar en el siguiente capítulo. El problema relativo a si existe o puede existir un conflicto de intereses entre los machos, lo pospondremos hasta el capítulo IX.