La vida inteligente sobre un planeta alcanza su mayoría de edad cuando resuelve el problema de su propia existencia. Si alguna vez visitan la Tierra criaturas superiores procedentes del espacio, la primera pregunta que formularán, con el fin de valorar el nivel de nuestra civilización, será: «¿Han descubierto, ya, la evolución?» Los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin nunca saber por qué, durante más de tres mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos. Por un hombre llamado Charles Darwin. Para ser justos debemos señalar que otros percibieron indicios de la verdad, pero fue Darwin quien formuló una relación coherente y valedera del por qué existimos. Darwin nos capacitó para dar una respuesta sensata al niño curioso cuya pregunta encabeza este capítulo. Ya no tenemos necesidad de recurrir a la superstición cuando nos vemos enfrentados a problemas profundos tales como: ¿Existe un significado de la vida?, ¿por qué razón existimos?, ¿qué es el hombre? Después de formular la última de estas preguntas, el eminente zoólogo G. G. Simpson afirmó lo siguiente: «Deseo insistir ahora en que todos los intentos efectuados para responder a este interrogante antes de 1859 carecen de valor, y en que asumiremos una posición más correcta si ignoramos dichas respuestas por completo.» [1]
En la actualidad, la teoría de la evolución está tan sujeta a dudas como la teoría de que la Tierra gira alrededor del Sol, pero las implicaciones totales de la revolución de Darwin no han sido comprendidas, todavía, en toda su amplitud. La zoología es, hasta el presente, una materia minoritaria en las universidades, y aun aquellos que escogen su estudio a menudo toman su decisión sin apreciar su profundo significado filosófico. La filosofía y las materias conocidas como «humanidades» todavía son enseñadas como si Darwin nunca hubiese existido. No hay duda que esta situación será modificada con el tiempo. En todo caso, el presente libro no tiene el propósito de efectuar una defensa general del darwinismo. En cambio, examinará las consecuencias de la teoría de la evolución con el fin de dilucidar un determinado problema. El propósito de este autor es examinar la biología del egoísmo y del altruismo.
Aparte de su interés académico, es obvia la importancia humana de este tema. Afecta a todos los aspectos de nuestra vida social, a nuestro amor y odio, lucha y cooperación, al hecho de dar y de robar, a nuestra codicia y a nuestra generosidad. Estos aspectos fueron tratados en Sobre la agresión de Lorenz, The Social Contract de Ardrey y Love and Hate de Eibl-Eibesfeldt. El problema con estos libros es que sus autores se equivocaron por completo. Se equivocaron porque entendieron de manera errónea cómo opera la evolución. Supusieron, incorrectamente, que el factor importante en la evolución es el bien de la especie (o grupo) en lugar del bien del individuo (o gen). Resulta irónico que Ashley Montagu criticara a Lorenz calificándolo como «descendiente directo de los pensadores del siglo XIX» que opinaban que la naturaleza es «roja en uñas y dientes». Por lo que yo sé de lo que opina Lorenz sobre la evolución, él estaría de acuerdo con Montagu en rechazar las implicaciones de la famosa frase de Tennyson. A diferencia de ambos, pienso que la naturaleza en su estado puro, «la naturaleza roja en uñas y dientes», resume admirablemente nuestra comprensión moderna de la selección natural.
Antes de enunciar mi planteamiento, deseo explicar brevemente de qué tipo de razonamiento se trata y qué tipo de razonamiento no es. Si se nos dijese que un hombre ha vivido una larga y próspera vida en el mundo de los gangsters de Chicago, estaríamos en nuestro derecho para formular algunas conjeturas sobre el tipo de hombre que sería. Podríamos esperar que poseyese cualidades tales como dureza, rapidez con el gatillo y habilidad para atraerse amigos leales. Éstas no serían unas deducciones infalibles, pero se pueden hacer algunas inferencias sobre el carácter de un hombre si se conocen, hasta cierto punto, las condiciones en que ha sobrevivido y prosperado. El planteamiento del presente libro es que nosotros, al igual que todos los demás animales, somos máquinas creadas por nuestros genes. De la misma manera que los prósperos gangsters de Chicago, nuestros genes han sobrevivido, en algunos casos durante millones de años, en un mundo altamente competitivo. Esto nos autoriza a suponer ciertas cualidades en nuestros genes. Argumentaré que una cualidad predominante que podemos esperar que se encuentre en un gen próspero será el egoísmo despiadado. Esta cualidad egoísta del gen dará, normalmente, origen al egoísmo en el comportamiento humano. Sin embargo, como podremos apreciar, hay circunstancias especiales en las cuales los genes pueden alcanzar mejor sus objetivos egoístas fomentando una forma limitada de altruismo a nivel de los animales individuales. «Especiales» y «limitada» son palabras importantes en la última frase. Por mucho que deseemos creer de otra manera, el amor universal y el bienestar de las especies consideradas en su conjunto son conceptos que, simplemente, carecen de sentido en cuanto a la evolución.
Esto me lleva al primer punto que deseo establecer sobre lo que no es este libro. No estoy defendiendo una moralidad basada en la evolución.[2] Estoy diciendo cómo han evolucionado las cosas. No estoy planteando cómo nosotros, los seres humanos, debiéramos comportarnos. Subrayo este punto pues sé que estoy en peligro de ser malinterpretado por aquellas personas, demasiado numerosas, que no pueden distinguir una declaración que denote convencimiento de una defensa de lo que debería ser. Mi propia creencia es que una sociedad humana basada simplemente en la ley de los genes, de un egoísmo cruel universal, sería una sociedad muy desagradable en la cual vivir. Pero, desgraciadamente, no importa cuánto deploremos algo, no por ello deja de ser verdad. Este libro tiene como propósito principal el de ser interesante, pero si el lector extrae una moraleja de él, debe considerarlo como una advertencia. Una advertencia de que si el lector desea, tanto como yo, construir una sociedad en la cual los individuos cooperen generosamente y con altruismo al bien común, poca ayuda se puede esperar de la naturaleza biológica. Tratemos de enseñar la generosidad y el altruismo, porque hemos nacido egoístas. Comprendamos qué se proponen nuestros genes egoístas, pues entonces tendremos al menos la oportunidad de modificar sus designios, algo a que ninguna otra especie ha aspirado jamás.
Como corolario a estas observaciones sobre la enseñanza, debemos decir que es una falacia —sea dicho de paso, muy común— el suponer que los rasgos genéticamente heredados son, por definición, fijos e inmodificables. Nuestros genes pueden ordenarnos ser egoístas, pero no estamos, necesariamente, obligados a obedecerlos durante toda nuestra vida. Sería más fácil aprender a ser altruistas si estuviésemos genéticamente programados para ello. El hombre es, entre los animales, el único dominado por la cultura, por influencias aprendidas y transmitidas de una generación a otra. Algunos afirmarán que la cultura es tan importante que los genes, sean egoístas o no, son virtualmente irrelevantes para la comprensión de la naturaleza humana. Otros estarán en desacuerdo con la observación anterior. Todo depende de la posición que se asuma en el debate «naturaleza frente a educación», consideradas como determinantes de los atributos humanos. Este planteamiento me lleva a establecer el segundo punto aclaratorio de lo que no es este libro: no es una defensa de una posición u otra en la controversia naturaleza/educación. Naturalmente poseo una opinión a este respecto, pero no voy a expresarla excepto hasta donde queda implícita en la perspectiva de la cultura que presentaré en el capítulo final. Si los genes, efectivamente, resultan ser totalmente irrelevantes en cuanto a la determinación del comportamiento humano moderno, si realmente somos únicos entre los animales a este respecto, es por lo menos interesante preocuparse sobre la regla en la cual, tan recientemente, hemos llegado a ser la excepción. Y si nuestra especie no es tan excepcional como a nosotros nos agradaría pensar, es todavía más importante el estudio de dicha regla.
Como tercer punto, podemos señalar que este libro tampoco es un informe descriptivo del comportamiento detallado del hombre o de cualquier otra especie animal en particular. Utilizaré detalles objetivos sólo como ejemplos ilustrativos. No diré: si observan el comportamiento del mandril descubrirán que es egoísta; por lo tanto, es probable que el comportamiento humano también lo sea. La lógica del argumento de mi «gángster de Chicago» es totalmente distinta. Se trata de lo siguiente: los seres humanos y los mandriles han evolucionado de acuerdo a una selección natural. Si se considera la forma en que ésta opera, se puede deducir que cualquier ser que haya evolucionado por selección natural será egoísta. Por lo tanto, debemos suponer que cuando nos disponemos a observar el comportamiento de los mandriles, de los seres humanos y de todas las demás criaturas vivientes, encontraremos que son egoístas. Si descubrimos que nuestra expectativa era errónea, si observamos que el comportamiento humano es verdaderamente altruista, entonces nos enfrentamos a un hecho enigmático, algo que requiere una explicación.
Antes de seguir adelante, necesitamos una definición. Un ser, como el mandril, se dice que es altruista si se comporta de tal manera que contribuya a aumentar el bienestar de otro ser semejante a expensas de su propio bienestar. Un comportamiento egoísta produce exactamente el efecto contrario.
El «bienestar» se define como «oportunidades de supervivencia», aun cuando el efecto sobre las probabilidades reales de vida y muerte sea tan pequeño que parezca insignificante.
Una de las consecuencias sorprendentes de la versión moderna de la teoría darwiniana es que las pequeñas influencias, aparentemente triviales, pueden ejercer un impacto considerable en la evolución. Esto se debe a la enorme cantidad de tiempo disponible para que tales influencias se hagan sentir.
Es importante tener en cuenta que las definiciones dadas anteriormente sobre el altruismo y el egoísmo son relativas al comportamiento, no son subjetivas. No estoy tratando, en este caso, de la psicología de los motivos. No voy a discutir si la gente que se comporta de manera altruista lo está haciendo «realmente» por motivos egoístas, secretos o subconscientes. Tal vez sea así o tal vez no, y quizá nunca lo sepamos, pero en todo caso ello no concierne al tema del presente libro. A mi definición sólo le concierne si el efecto de un acto determinará que disminuyan o aumenten las perspectivas de supervivencia del presunto altruista y las posibilidades de supervivencia del presunto beneficiario.
Es un asunto muy complejo el demostrar los efectos del comportamiento en cuanto a perspectivas de supervivencia a largo plazo. En la práctica, cuando aplicamos la definición al comportamiento real, debemos modificarla empleando la palabra «aparentemente». Un acto aparentemente altruista es el que parece, superficialmente, como si tendiese (no importa cuan ligeramente) a causar la muerte al altruista, y a conferir al receptor mayores esperanzas de supervivencia. A menudo resulta, al ser analizados con más detenimiento, que los actos aparentemente altruistas son en realidad actos egoístas disfrazados. Una vez más, no quiero decir que los motivos implícitos sean secretamente egoístas, sino que los efectos reales del acto en cuanto a perspectivas de supervivencia son el reverso de lo que al principio creíamos.
Voy a dar algunos ejemplos de comportamiento aparentemente egoísta y de comportamiento aparentemente altruista. Es difícil desterrar los hábitos subjetivos de pensamiento cuando nos estamos refiriendo a nuestra propia especie, de tal manera que, en lugar de ello, seleccionaré ejemplos tomados de otros animales. Presentaré en primer término diversos ejemplos de comportamiento egoísta de animales individuales.
Las gaviotas de cabeza negra anidan en grandes colonias, quedando los nidos sólo a unos cuantos palmos de distancia unos de otros. Cuando los polluelos recién salen del cascarón son pequeños e indefensos y no ofrecen ninguna dificultad para ser devorados. Es un hecho bastante común que una gaviota espere que una vecina se aleje, probablemente en búsqueda de un pez con que alimentarse, para dejarse caer sobre los polluelos que han quedado momentáneamente solos y vaciar el nido. De tal modo obtiene una buena y nutritiva comida sin tomarse la molestia de pescar un pez y sin tener que dejar su propio nido desprotegido.
Más conocido es el macabro canibalismo de la mantis religiosa. Las mantis son grandes insectos carnívoros. Normalmente comen pequeños insectos como las moscas, pero suelen atacar a cualquier ser que se mueva. Cuando se acoplan, el macho, cautelosamente, trepa sobre la hembra hasta quedar montado sobre ella, y copula. Si la hembra tiene la oportunidad, lo devorará empezando por arrancarle la cabeza de un mordisco, ya sea cuando el macho se está aproximando, inmediatamente después que la monta o después que se separan. Parecería más sensato que ella esperase hasta el término de la copulación antes de empezar a comérselo. Pero la pérdida de la cabeza no parece afectar al resto del cuerpo del macho en su avance sexual. En realidad, ya que en la cabeza del insecto es donde se encuentran localizados algunos centros nerviosos inhibitorios, es posible que la hembra mejore la actuación sexual del macho al devorarle la cabeza.[3] De ser así, es un beneficio adicional. El beneficio primordial es que consigue una buena comida.
La palabra «egoísta» podrá parecer una subestimación de la realidad para casos tan extremos como el canibalismo, aun cuando éstos encajan bien en nuestra definición. Tal vez podamos simpatizar más directamente con el reputado comportamiento cobarde de los grandes pingüinos de la Antártida. Se les ha observado parados al borde del agua, dudando antes de sumergirse, debido al peligro de ser comidos por las focas. Si solamente uno de ellos se sumergiera el resto podría saber si hay allí o no una foca. Naturalmente nadie desea ser el conejillo de Indias, de tal manera que esperan y en ocasiones hasta tratan de empujarse al agua unos a otros.
Con mayor frecuencia, el comportamiento egoísta puede simplemente consistir en negarse a compartir algún recurso apreciado como podría ser la comida, el territorio o los compañeros sexuales. Daremos ahora algunos ejemplos de comportamiento altruista.
El comportamiento de las abejas obreras, prontas a clavar su aguijón, constituye una defensa muy efectiva contra los ladrones de miel. Pero las abejas que efectúan tal acto son guerreros kamikaze. Al clavar el aguijón algunos órganos vitales internos son, normalmente, arrancados del cuerpo de la abeja y ésta muere poco tiempo después. Su misión suicida puede haber salvado los almacenamientos de comida indispensables para la colonia, pero ella no estará presente para cosechar los beneficios. Según nuestra definición, éste es un acto de comportamiento altruista. Recuérdese que no estamos hablando de motivos conscientes. Pueden o no estar presentes, tanto en este ejemplo como en los anteriores referentes al egoísmo, pero son irrelevantes para nuestra definición.
Dar la vida a cambio de la de los amigos es, obviamente, un acto altruista, pero también lo es el asumir un leve riesgo por ellos. Muchos pájaros pequeños, cuando ven a un ave rapaz tal como el halcón, emiten una «llamada de alarma» característica, que al ser escuchada hace que la bandada inicie una acción evasiva adecuada. Existe una evidencia indirecta de que el pájaro que da la señal de alarma se sitúa ante un peligro especial, pues atrae la atención del ave rapaz, de forma particular, hacia ella. Es sólo un leve riesgo adicional, pero sin embargo parece, al menos a primera vista, calificarse como un acto altruista según nuestra definición.
Los actos más comunes y más sobresalientes de altruismo animal son efectuados por los padres, especialmente por las madres, en beneficio de sus hijos. Pueden incubarlos, ya sea en nidos o en sus propios cuerpos, alimentarlos a un enorme costo para sí mismos, y afrontar grandes riesgos con el fin de protegerlos de los predadores. Para tomar sólo un ejemplo individual, citaremos el de los pájaros que anidan en la tierra y que desempeñan la llamada «exhibición de distracción» cuando se acerca un predador como el zorro. El pájaro padre se aleja cojeando del nido, arrastrando un ala como si la tuviese quebrada. El predador, apreciando una presa fácil, es alejado mediante el engaño del nido que contiene los polluelos. Finalmente, el pájaro padre deja de fingir y levanta el vuelo justo a tiempo para escapar de las fauces del zorro. Es probable que haya salvado la vida de sus polluelos, pero a cierto riesgo de la suya propia.
No estoy tratando de hacer hincapié en algo determinado al narrar estas historias. Los ejemplos nunca constituyen una evidencia seria para hacer una generalización útil. Estos relatos sólo tienen la intención de servir de ilustraciones a lo que yo entiendo por comportamiento altruista y comportamiento egoísta. Este libro demostrará que tanto el egoísmo individual como el altruismo individual son explicados por la ley fundamental que yo denomino egoísmo de los genes. Pero primero debo referirme a una explicación particularmente errónea del altruismo, ya que es ampliamente conocida y con frecuencia se enseña en las escuelas.
Esta explicación está basada en la mala interpretación que ya he señalado, y dice que las criaturas evolucionan y efectúan actos «en bien de la especie» o «en beneficio del grupo». Es fácil apreciar cómo esta idea se gestó en biología. La mayor parte de la vida animal está dedicada a la reproducción y la mayoría de los actos altruistas, de autosacrificio, que se observan en la naturaleza son realizados por los padres en beneficio de sus hijos. «Perpetuación de la especie» es un eufemismo común para denominar la reproducción, y es indudablemente una consecuencia de la reproducción. Requiere tan sólo «estirar un poco» la lógica para deducir que la «función» de la reproducción es perpetuar la especie. Aceptado este principio, sólo hay que dar un pequeño paso en falso para concluir que los animales se comportarán, en general, de tal manera que favorecerán la perpetuación de las especies. El altruismo hacia miembros similares de su especie se deducirá de esa premisa.
Esta línea de pensamiento puede ser puesta en términos vagamente darwinianos. La evolución opera por selección natural y la selección natural significa la supervivencia diferencial de los «más aptos». Pero, ¿estamos hablando sobre los individuos más aptos, las razas más aptas, las especies más aptas, o de qué? En algunos casos, esto no tiene mayor importancia, pero cuando hablamos de altruismo es, obviamente, crucial. Si son las especies las que están compitiendo en lo que Darwin llamó la lucha por la existencia, el individuo parece ser considerado como un peón en el juego destinado a ser sacrificado cuando el interés primordial de la especie, considerada en su conjunto, así lo requiera. Para plantearlo de una manera un poco menos respetable, un grupo, tal como una especie o una población dentro de una especie, cuyos miembros individuales estén preparados para sacrificarse a sí mismos por el bienestar del grupo, puede tener menos posibilidades de extinguirse que un grupo rival cuyos miembros individuales sitúan, en primer lugar, sus propios intereses egoístas. Por lo tanto, el mundo llega a poblarse, principalmente, por grupos formados por individuos resueltos a sacrificarse a sí mismos. Ésta es la teoría de la «selección de grupos», asumida como verdadera desde hace mucho tiempo por biólogos no familiarizados con los detalles de la teoría de la evolución publicada en un famoso libro de V. C. Wynne Edwards y divulgada por Robert Ardrey en The Social Contract. La alternativa ortodoxa es denominada, normalmente, «selección individual», aun cuando yo, personalmente, prefiero hablar de selección de genes.
La pronta respuesta del partidario de la «selección individual» al argumento recién planteado podría ser algo así: aun en el grupo de los altruistas habrá, casi con certeza, una minoría que disienta y que rehúse hacer cualquier sacrificio en bien de los demás, y si existe sólo un rebelde egoísta, preparado para explotar el altruismo de los otros, él, por definición, tendrá mayores posibilidades de sobrevivir y de tener hijos. Cada uno de estos hijos tenderá a heredar sus rasgos egoístas. Luego de transcurridas varias generaciones de esta selección natural, el «grupo altruista» será superado por los individuos egoístas hasta llegar a identificarse con el grupo egoísta. Aun si hacemos la concesión de admitir el caso improbable de que existan grupos puramente altruistas, sin rebeldes, es muy difícil imaginar cuáles serían los factores que pudieran impedir la migración de individuos egoístas provenientes de grupos egoístas vecinos y evitar que éstos, mediante el matrimonio entre miembros de ambos grupos, contaminasen la pureza de los grupos altruistas.
El partidario de la selección individual estará de acuerdo en admitir que los grupos se extinguen y, sea o no cierto este hecho, admitirá que los grupos pueden ser influenciados por el comportamiento de los individuos que los forman. Estará de acuerdo, también, en que si solamente los individuos de un grupo tuviesen el don de la previsión podrían apreciar que, a largo plazo, lo que más favorece sus intereses es la restricción de su codicia egoísta con el fin de impedir la destrucción de todo el grupo. ¿Cuántas veces se le habrá dicho esto en los últimos años a la clase trabajadora de Gran Bretaña? Pero la extinción del grupo es un proceso lento comparado con el rápido proceso de eliminación, producto de la competencia individual. Aun cuando el grupo se encuentra en un proceso lento pero inexorable de decadencia, los individuos egoístas prosperan a corto plazo a expensas de los altruistas. Los ciudadanos de Gran Bretaña pueden o no tener el don de la previsión, pero la evolución es ciega en lo que respecta al futuro.
A pesar de que la teoría de la selección de grupos encuentra hoy poco apoyo en las filas de aquellos biólogos profesionales que comprenden la evolución, ejerce una gran atracción intuitiva. Sucesivas promociones de estudiantes de zoología se sorprenden al terminar sus estudios y descubrir que la teoría de la selección de grupos no está de acuerdo con la teoría ortodoxa. No se les puede culpar a ellos, ya que en la Nuffield Biology Teacher's Guide, destinada a los profesores de biología a un nivel avanzado en Gran Bretaña, encontramos lo siguiente: «En los animales superiores el comportamiento puede adquirir la forma de suicidio individual con el fin de asegurar la supervivencia de la especie.» El autor anónimo de esta guía ignora felizmente el hecho de que ha expresado algo polémico. A este respecto encuentra compañía en ganadores del Premio Nobel. Konrad Lorenz, en su libro Sobre la agresión, habla de las funciones del comportamiento agresivo en la «preservación de las especies», y una de estas funciones sería el asegurarse de que sólo a los individuos más aptos se les permite procrear. Ésta es una muestra de un argumento tortuoso, pero lo que yo deseo destacar aquí es que la noción de la selección de grupo está tan arraigada que Lorenz, al igual que el autor de la Nuffield Guide, no se dio cuenta de que sus declaraciones se oponían a la teoría darwiniana ortodoxa.
Recientemente escuché un encantador ejemplo de lo mismo —en otros aspectos— en un excelente programa de televisión de la BBC sobre las arañas australianas. La «experta» del programa hizo la observación de que la vasta mayoría de las arañas recién nacidas terminaban siendo presa de otras especies, y luego continuó diciendo: «Quizá sea éste el verdadero fin de su existencia, ¡ya que sólo unas cuantas necesitan sobrevivir para que la especie sea preservada!»
Robert Ardrey, en The Social Contract, empleó la teoría de la selección de grupo para explicar todo el orden social en general. Evidentemente, consideró al hombre como una especie que se ha desviado del camino de rectitud seguido por los animales. Ardrey, por lo menos, hizo su tarea. Su decisión de disentir de la teoría ortodoxa fue una decisión consciente, y por ello es digno de mérito.
Quizá una de las razones de la gran atracción que ejerce la teoría de la selección de grupo sea que está en completa armonía con los ideales morales y políticos que la mayoría de nosotros compartimos. Es posible que, con cierta frecuencia, nos comportemos egoístamente como individuos, pero en nuestros momentos más idealistas, honramos y admiramos a aquellos que ponen en primer lugar el bienestar de los demás. Sin embargo, nos quedamos algo confusos cuando tratamos de establecer los límites de lo que entendemos por el término «los demás». A menudo el altruismo dentro de un grupo va acompañado de egoísmo entre los grupos. Esto es la base del sindicalismo. A otro nivel, la nación es el beneficiario principal de nuestro sacrificio altruista, y se espera que los jóvenes mueran como individuos por una mayor gloria del país considerado en su conjunto. Más aún, son estimulados a matar a otros individuos de los cuales nada se sabe, excepto que pertenecen a una nación distinta. (Curiosamente, las llamadas en tiempos de paz para que los individuos hagan pequeños sacrificios en proporción al aumento de su nivel de vida parecen ser menos efectivas que las llamadas en tiempos de guerra, cuando se les pide a los individuos que entreguen sus vidas.)
Recientemente se ha producido una reacción en contra de los prejuicios raciales y del patriotismo y una tendencia a considerar a toda la especie humana como objeto de nuestro compañerismo. Esta ampliación humanista del objetivo de nuestro altruismo tiene un interesante corolario que, de nuevo, parece apoyar la idea del «bien de la especie» en la evolución.
Los políticamente liberales, que normalmente son los voceros más convencidos de la ética de la especie, manifiestan ahora el mayor de los desprecios por aquellos que han ampliado, en mayor medida, las miras de su altruismo y han incluido a otras especies. Si yo expreso que estoy más interesado en impedir el exterminio de las grandes ballenas que en mejorar las condiciones de habitabilidad de las viviendas, es muy posible que escandalice a alguno de mis amigos.
El sentimiento de que los miembros de nuestra especie merecen una consideración moral especial en comparación con los miembros de otras especies, es antiguo y se encuentra profundamente arraigado. El hecho de matar a las personas, excepto en la guerra, es el crimen juzgado con mayor severidad entre los cometidos comúnmente. Lo único que está sometido a una prohibición mayor en nuestra cultura es comerse a las personas (aun si ya están muertas). Sin embargo, gozamos al comer a miembros de otras especies. A muchos de nosotros nos horrorizan las ejecuciones judiciales, aunque se trate de los más espantosos criminales de la especie humana, al mismo tiempo que aprobamos alegremente que se mate a tiros, sin juicio previo, a animales considerados como plagas y que son bastante mansos. En realidad exterminamos a miembros de otras especies inofensivas como un medio de recreación y entretenimiento. Un feto humano, sin más sentimientos humanos que una ameba, goza de una reverencia y una protección legal que excede en gran medida a la que se le concede a un chimpancé adulto. Sin embargo, el chimpancé siente y piensa y, según evidencia experimental reciente, puede ser aun capaz de aprender una forma de lenguaje humano. El feto pertenece a nuestra propia especie y se le otorgan instantáneamente privilegios y derechos especiales debido a este factor. Si la ética del «especiecismo», para utilizar el término empleado por Richard Ryder, puede ser planteada con una base tan lógica, tan acertada, como aquella referente al «racismo», no lo sé. Lo que sí sé es que no posee una base adecuada en la biología evolutiva.
La confusión en la ética humana sobre el nivel en que el altruismo es deseable —familia, nación, raza, especie, o hacia todos los seres vivientes— se refleja en una confusión paralela en biología, en lo referente al nivel en el cual se puede esperar el altruismo de acuerdo a la teoría de la evolución. Ni siquiera los partidarios de la selección de grupos se sorprenderían al descubrir a miembros de grupos rivales mostrándose animosidad unos a otros: de esta manera, al igual que los miembros de un sindicato o los soldados, están favoreciendo a su propio grupo en la lucha por los recursos limitados. Vale la pena preguntar cómo el partidario de la selección de grupo decide cuál es el nivel importante. Si la selección se produce entre grupos dentro de una especie, y entre las especies, ¿por qué no se produciría, también, entre agrupaciones mayores? Las especies están agrupadas en géneros, los géneros en órdenes, y los órdenes en clases. Los leones y los antílopes son miembros de la clase Mamíferos, a la cual nosotros también pertenecemos. ¿No deberíamos, entonces, esperar que los leones se abstuviesen de matar a los antílopes «por el bien de los mamíferos»? Seguramente deberían, en cambio, cazar pájaros o reptiles, con el fin de impedir la extinción de la clase. Pero entonces, ¿qué pasaría con la necesidad de perpetuar todo el fílum de los vertebrados?
Está bien que yo argumente por la reductio ad absurdum y señale las dificultades que surgen ante la teoría de la selección de grupo, pero la existencia aparente del altruismo individual aún debe ser explicada. Ardrey llega hasta afirmar que la selección de grupo constituye la única explicación posible para el comportamiento destinado a llamar la atención en las gacelas de Thomson. Estos saltos vigorosos y llamativos frente al predador es análogo a las llamadas de alarma de los pájaros, en cuanto parece advertir a sus compañeros del peligro mientras, aparentemente, llaman la atención del predador hacia sí mismos. Tenemos la responsabilidad de explicar la actuación de estos ejemplares que llaman la atención sobre sí mismos, como de otros fenómenos similares, y esto es algo que voy a efectuar en capítulos posteriores.
Antes de hacerlo debo reivindicar mi creencia de que la mejor forma de considerar la evolución es basarse en la selección que ocurre en los niveles más inferiores. Al sostener esta creencia reconozco que estoy profundamente influido por el excelente libro Adaptation and Natural Selection, de G. C. Williams. La idea central que utilizaré fue conjeturada por A. Weismann al finalizar el siglo, antes de que se hablase de los genes, al plantear su doctrina de la «continuidad del germen-plasma». Defenderé la tesis de que la unidad fundamental de selección, y por tanto del egoísmo, no es la especie ni el grupo, ni siquiera, estrictamente hablando, el individuo. Es el gen, la unidad de la herencia.[4] A algunos biólogos este planteamiento les podrá parecer, al principio, una posición extrema. Espero que cuando aprecien en qué sentido lo afirmo, estén de acuerdo en que es una posición, en esencia, ortodoxa, aun cuando esté expresada de una manera insólita.
El desarrollo del argumento requiere un tiempo, y debemos empezar desde el principio, a partir del origen de la vida misma.