29

Allí donde los caminos se cruzan y se separan

Avanzaban a ambos flancos de las carretas principales mientras sus compañeros tiraban con ahínco del carromato de mayor tamaño, que ya no portaba la gran estatua del dios de los orcos, sino que daba cobijo a los heridos, entre los que se contaba Bruenor Battlehammer. A su lado estaba Regis, quien asimismo se encontraba malherido, y también Pikel Rebolludo, el druidón, que estaba ocupado en aplicar sus bayas y raíces de árbol encantadas a las heridas de Bruenor.

—Ya veréis cómo se cura —animó Ivan a Wulfgar y Tred—. Mi hermano se las sabe todas, ya lo veréis.

—No es eso lo que me preocupa ahora mismo —apuntó Tred—. Lo cierto es que hemos visto multitud de señales del paso de los orcos. Y si a esos brutos les diera por atacarnos en este momento…

—Ya no contarían con el concurso de sus aliados, los gigantes, que han quedado aislados al otro lado del barranco —zanjó Wulfgar.

—Muy cierto —admitió Tred, cuyo rostro seguía expresando preocupación.

Pero me inquieta la posibilidad de que los orcos se reagrupen y vuelvan a atacarnos, por mucho que contemos con los muchachos de Mithril Hall, pues los orcos ahora ya saben que contamos con ellos.

Wulfgar no supo qué responder ante aquel peculiar razonamiento. En todo caso, el bárbaro sabía de las dimensiones de la fuerza enemiga. Por muchas bajas que hubieran sufrido en los últimos días, todavía estaba en disposición de lanzarse contra ellos haciendo gala de una aplastante superioridad numérica. Su única esperanza radicaba en que los orcos anduviesen tan dispersos y desconcertados que les fuera imposible reagruparse a tiempo para dar caza a la caravana antes de que ésta llegase a Mithril Hall o, por lo menos, que se encontrase con el ejército de enanos recién salido de dicho bastión.

No obstante, todo apuntaba a que sus esperanzas estaban siendo vanas. Durante toda la noche, que habían pasado en ruta, sin descansar gracias a las milagrosas bayas de Pikel, no habían cesado de oír los ladridos de los worgos, que los seguían de cerca. A primera hora de la segunda jornada habían visto una gran nube de polvo al norte, signo inequívoco de que iban tras ellos.

Esa misma mañana, Pwent había trazado un plan defensivo. El enano intuía que los orcos montados en worgos tratarían de sorprenderlos por delante y por los flancos, a fin de dificultar su marcha y dar tiempo al grueso de la fuerza perseguidora a lanzarse contra ellos por la retaguardia. Pwent instó a los suyos a arremeter frontalmente, y sin pensárselo dos veces, contra todo enemigo que se cruzara en su camino.

Wulfgar esperaba que las cosas no llegaran a ese punto. Bastante difícil resultaba avanzar tirando por turnos del carromato con los heridos, y Pwent y los suyos estaban al límite de sus fuerzas. Por muy vigorizantes que fueran las bayas de Pikel, éstas no eran mágicas. Sólo servían para que el organismo aprovechara todas sus energías. Después de la marcha al norte, la lucha a vida o muerte y el inicio de esta marcha de regreso al sur, Wulfgar comprendía que dichas energías estaban llegando a su fin. A todo esto, quienes habían participado en la defensa de Shallows, él incluido, tenían los cuerpos surcados de heridas. Un nuevo combate probablemente resultaría fatal. Como mínimo, eliminaría toda esperanza de devolver a Bruenor con vida a Mithril Hall.

Esa tarde, después de que los ojeadores informasen de una gran nube de polvo que se acercaba por el oeste, el bárbaro se acercó a la carreta en la que el rey estaba junto a Regis y Cattibrie.

—Si nos dan alcance, será el fin —sentenció Catti-brie, con la vista fija en aquella lejana nube de polvo.

Wulfgar y Regis no dejaron de sorprenderse ante el desaliento perceptible en la voz de la siempre animosa Cattibrie.

—¡Volveremos a darles para el pelo! —proclamó Regis—. ¡Sin que importe cuántos sean nuestros atacantes!

—Así se habla —convino Wulfgar—. No voy a permitir que mi querido Aegisfang acabe cayendo en manos de un orco, aunque para ello tenga que matar a todos los brutos que hay en el norte. Y me propongo llevar a Bruenor sano y salvo a Mithril Hall, donde se recobrará de sus heridas y será coronado como el rey que es por derecho.

Regis y Cattibrie miraron con admiración a aquel bárbaro indomeñable. Todos rompieron a reír cuando Pikel secundó las palabras de Wulfgar con entusiasmo.

—¡Ajá, ajá!

Los enanos reemprendieron su marcha a ambos flancos de las carretas. Pwent empezó a disponer a sus guerreros escogidos en las posiciones más delicadas, instándolos a estar prevenidos en todo momento.

—Por lo que dicen mis ojeadores, nos persiguen varios centenares de orcos. —Pwent explicó, con un guiño, tras acercarse al carromato principal—. Mis muchachos sabrán dar buena cuenta de esa escoria.

Aunque todos asintieron, nadie ignoraba la realidad de la situación. Que varios centenares de orcos les bloqueasen el camino ya sería funesto de por sí. Pero aunque consiguieran derrotar a aquella avanzadilla, muy superior en número, el inevitable retraso haría que el grueso de la fuerza enemiga les diese alcance por la retaguardia.

—Tenlo siempre a tu lado —indicó Wulfgar a Catti-brie, pasándole a Taulmaril—. Y apunta bien.

—Quizá yo podría enarbolar una bandera blanca y tratar de parlamentar con ellos —sugirió Regis, agarrando el mágico rubí que pendía de su cuello.

Wulfgar negó con la cabeza.

—Aunque lograses embaucar a unos cuantos orcos con tus mentiras, está claro que no tardarían en acabar contigo —terció Catti-brie.

—De mentiras, nada. Promesas, más bien —corrigió Regis, encogiéndose de hombros y volviendo a esconder el rubí bajo el jubón.

Los enanos avanzaban con precaución, sabedores de que habían sido detectados.

Sus opciones eran muy escasas. Si torcían al este, seguramente un grupo de orcos les saldría al paso. Si detenían su marcha y trataban de organizar un atisbo de defensa, sus perseguidores pronto se les echarían encima.

—¡Tenemos que llegar a ese promontorio antes que ellos! —indicó Thibbledorf Pwent a sus muchachos, señalando una pequeña meseta que se extendía al frente.

Sin embargo, otros estaban llegando allí antes que ellos.

—El ala no está rota, pero ha sido lastimada. Me temo que Crepúsculo no está en condiciones de volar —explicó Innovindil a Tarathiel después de que éste último y Amanecer se reunieran con ella en una cueva montañosa emplazada al noroeste del lugar donde había tenido lugar su encuentro con los gigantes.

—Creo que los gigantes han dejado de perseguirnos —repuso Tarathiel—. Está claro que no van a encontrarnos.

—Como está claro que no conseguiremos llegar al Bosque de la Luna a tiempo para dar la voz de alarma —objetó ella—. Los dos no —añadió, viniendo a instar a Tarathiel a marcharse en solitario a lomos de su corcel alado.

—Yo diría que no basta con dar la simple alarma para que los nuestros estén en disposición de defenderse como es debido —apuntó él—. Me temo que necesitaremos más información.

—¿Qué quieres decir? ¿Has visto?

—Están saliendo de sus agujeros —informó Tarathiel—. Por todo el norte y el oeste. Los orcos y los goblins están saliendo en masa. Y ya sabemos que se han aliado con los gigantes. Me temo que el ejército que se lanzó al asalto de Shallows fue un aperitivo de lo que está por llegar.

—Razón de más para que vueles a informar a los nuestros.

Tarathiel fijó una mirada indecisa en su montura.

—No pienso dejarte a solas. Los avise personalmente o no, los elfos del Bosque de la Luna no van a dejarse sorprender —dijo Tarathiel volviéndose hacia Innovindil.

Ésta refrenó el impulso de discutir su decisión. Por mucho que fuera su valor, lo cierto era que no quería quedarse sola en aquel lugar. No conocía la región como Tarathiel y temía por lo que pudiera ser de Amanecer. Aunque el pegaso sin duda sobreviviría a su herida, su concurso había resultado tan decisivo a la hora de luchar contra los gigantes que Innovindil estaba decidida a que se curase como fuera, a sabiendas, además, de que Tarathiel pensaba igual que ella.

—A todo esto, hay otra cosa más que me gustaría averiguar… —dijo él.

—Te parece que el elfo oscuro igual escapó con vida de su enfrentamiento con los gigantes —indicó Innovindil.

—Quizá Ellifain también ande cerca.

—Ellifain está muerta, y tú lo sabes —zanjó ella.

Sin poder evitarlo, Tarathiel asintió.

La sorpresa inicial se convirtió en el desconcierto más absoluto cuando los integrantes de la caravana advirtieron que una gran hueste de enanos los estaba observando desde la meseta que se alzaba frente a ellos. Lo más chocante de todo era que los enanos no eran portadores del estandarte de Mithril Hall, sino que exhibían el del Hacha de la ciudad de Mirabar.

—¿Quiénes sois y qué es lo que os proponéis? —exclamó el cabecilla de aquellos enanos, tras despojarse del yelmo que protegía sus facciones.

—¡Torgar! —gritó Regis con sorpresa, reconociendo al enano al instante.

El enano mostró una expresión de perplejidad. Con un gesto, ordenó a los suyos que se desplegaran en batería, a izquierda y a derecha. Tomada esta precaución, Torgar descendió con varios enanos más para parlamentar con los desastrados integrantes de la caravana.

—Pues bien, el rey Bruenor puede contar con nosotros, lo mismo que Mithril Hall —proclamó Torgar, después de que Wulfgar y los demás le explicaran la situación.

De hecho veníamos a brindar nuestra amistad al rey Bruenor, ¿y qué mejor forma hay de demostrarle esa amistad? Propongo que continuéis con vuestro camino mientras nosotros os seguimos a corta distancia.

—Permitid que yo mismo y mis muchachos os acompañemos en la retaguardia, Torgar de Mirabar —intervino Thibbledorf Pwent, cuya coraza estaba empapada de sangre enemiga—. ¡Entre todos pondremos en fuga a esos orcos repugnantes!

—Estamos de suerte —musitó Wulfgar a Catti-brie un momento después, mientras los quinientos enanos de refuerzo empezaban a desplegarse tras la caravana.

Ambos miraron a Pikel, que seguía cuidando infatigablemente de Bruenor y los demás heridos. Al advertir sus miradas, Pikel se volvió hacia ellos y les hizo un guiño.

La sonrisa de Cattibrie se esfumó de su rostro cuando sus ojos miraron al norte.

—Estás pensando en Drizzt —comentó Wulfgar.

—Tan pronto como devolvamos a Bruenor a Mithril Hall, tenemos que salir en su búsqueda —indicó Regis, uniéndose a ellos.

Cattibrie negó con la cabeza.

—Drizzt sabe cuidarse solo. En estos instantes, lo único que le preocupa es que lleguemos sanos y salvos a Mithril Hall. Cuando haya terminado con su misión, volverá.

Wulfgar y Regis se la quedaron mirando con cierta sorpresa, aunque ambos entendían que la mujer estaba en lo cierto. Carente de noticias sobre el paradero exacto del drow, sólo podían confiar en que éste sabría salvar el pellejo. Lo cierto era que nadie tenía más probabilidades que él de sobrevivir en aquel norte hostil e infestado de orcos.

Por otra parte, ninguno de ellos estaba en condiciones de abandonar la caravana y salir en su búsqueda.

Cattibrie seguía mirando al norte, mordiéndose los labios con angustia. Wulfgar se acercó y acarició su brazo con ternura.

—¿Elastul ya te lo ha dicho? —preguntó Nanfoodle a Shoudra cuando los dos se encontraron en un pasillo unas noches más tarde.

—Me ha ordenado que vaya contigo —explicó Shoudra, cuya expresión era de descontento.

—Elastul se empeña en seguir equivocándose —apuntó el gnomo diminuto.

Primero se mostró grosero con Bruenor, después encarceló a Torgar y ahora…

—Esto es diferente —alegó Shoudra.

—¿Eso te parece? ¿Piensas que a los enanos que siguen en Mirabar les gustará enterarse de lo que vamos a hacer en Mithril Hall? ¿Crees que nuestra misión cuenta con alguna probabilidad de éxito, teniendo en cuenta que más de cuatrocientos enanos provenientes de Mirabar llegarán allí antes que nosotros?

—Elastul cuenta con que ello ayudará a que nos ganemos la confianza de Bruenor y los suyos.

—¿Con qué objeto? ¿Con el de la traición? —preguntó el desolado gnomo.

Shoudra se encogió de hombros.

—Una vez que nos encontremos en Mithril Hall obraremos como creamos más oportuno —contestó la Sceptrana.

Nanfoodle consideró la cuestión por un segundo. De pronto su rostro se iluminó.

—Me comprometo a hacer lo que digas cuando estemos allí —indicó—. Aunque lo que digas no se atenga con exactitud a las órdenes del Marchion Elastul.

Shoudra echó una nerviosa mirada a su alrededor y, con un gesto, instó al gnomo a no decir más tonterías.

Con todo, en el fondo de su corazón, la Sceptrana se alegraba de la promesa de Nanfoodle. Las órdenes de Elastul eran tajantes: tenían que ir a Mithril Hall para comprobar cómo les iba a los enanos y, ya que estaban allí, para dañar en lo posible el engranaje comercial de sus rivales.

Una vez que estuvieran en Mithril Hall, más valdría apelar a la buena voluntad del rey Bruenor a través de Torgar Hammerstriker y los demás, o tal pensaba Shoudra. Tras los desastrosos acontecimientos vividos en Mirabar, quizá había llegado el momento de establecer una alianza sólida con aquella ciudad minera, una alianza de la que todos saldrían beneficiados.

Shoudra suspiró con resignación. La Sceptrana conocía demasiado bien a Elastul para imaginar que éste se prestaría a establecer una alianza semejante.