Sin esperanza
A la débil luz de la vela, Cattibrie estaba mirando a Bruenor, su padre bienamado, que seguía tendido en el camastro. El enano tenía el rostro ceniciento, y Catti-brie sabía que no se trataba de un efecto debido a la escasa luz. Su pecho apenas se movía, y los vendajes que la mujer acababa de cambiar estaban empapados en sangre.
Un nuevo pedrusco se estrelló contra una pared del exterior, estremeciendo el subterráneo, sin que Cattibrie, ya hecha al bombardeo, se diera por enterada. El bombardeo era ahora más continuo y feroz que nunca. Más o menos, después de una veintena de proyectiles convencionales, sobre la ciudad caía, no una piedra, sino una olla ardiente y llena de un líquido inflamable que al momento sembraba la devastación.
El torreón del mago había sufrido tres incendios consecutivos. Después de apagar el último, Dagnabbit había dado la voz de alerta, pues la estructura del torreón estaba seriamente dañada.
Con todo, no habían movido a Bruenor de donde se encontraba, pues no había ningún otro lugar al que dirigirse.
Con la vista fija en su padre, Cattibrie pensó en los buenos ratos del pasado, en lo mucho que él había hecho por ella, en las aventuras que habían vivido juntos. Su mente le decía que todo había terminado, por mucho que su corazón se obstinase en seguir alimentando esperanzas.
De hecho, estaban esperando a que Bruenor muriera. Cuando el enano exhalara su último aliento, todos —quienes siguieran con vida— abandonarían sus puestos y saldrían por las brechas de la muralla para encaminarse al sur, por muy débiles que fueran las probabilidades de cruzar con éxito las filas enemigas.
Con todo, a Cattibrie le costaba hacerse a la idea de que Bruenor estaba a punto de morir. Le costaba creer que el pecho del viejo enano pronto dejaría de latir, que la vida iba a abandonarlo para siempre. La mujer siempre había estado convencida de que Bruenor viviría más años que ella.
Ya en otra ocasión lo había visto en un trance similar, cuando lo creyó muerto después de que consiguiera devolver a las profundidades al dragón que asolaba Mithril Hall. Cattibrie pensó en el dolor que sintió entonces, en la devastación y el desamparo absolutos.
Lo mismo volvía a sentir esta vez, con la diferencia de que ahora la muerte se iba a producir ante sus mismos ojos y sin más aplazamientos.
La mujer sintió que una fuerte mano se posaba en su hombro. Al volver la mirada se encontró con que Wulfgar estaba a su lado. El bárbaro le pasó el brazo por los hombros y Cattibrie hundió el rostro en su ancho pecho.
—Ojalá Drizzt estuviera con nosotros —apuntó él—. Y Regis también. En un momento así, todos tendríamos que estar juntos.
—¿Te refieres a la muerte de Bruenor?
—Me refiero a lo que sea —contestó él—. A nuestra huida hacia al sur o a la última defensa de la ciudad. Sería lo justo.
No dijeron más. No era preciso. Ambos sentían lo mismo y tenían los mismos recuerdos.
En el exterior, las piedras seguían cayendo sobre la ciudad.
—¿Cuántos orcos crees que hay? —preguntó Innovindil a Tarathiel.
Los dos elfos se hallaban lejos del Bosque de la Luna, cabalgando por los aires a lomos de sus corceles alados. Innovindil tenía que gritar para hacerse oír, y aun así su voz resonaba débil en el viento de la noche.
—Los suficientes para que la seguridad de nuestro hogar se vea comprometida —respondió Tarathiel con calma.
Estaban volando sobre las laderas de las colinas situadas al norte de la ciudad de Shallows. Desde donde se encontraban veían perfectamente los cientos de hogueras de los campamentos de los orcos y las llamas que ardían en varios puntos de Shallows, entre ellos el torreón, que era emblemático de la ciudad.
Los dos elfos aterrizaron sobre un promontorio para conversar más fácilmente.
—No podemos ayudarlos —dijo Tarathiel a su compañera, cuyo rostro hablaba de la lástima que le inspiraban los defensores de la ciudad—. Aunque lográramos llegar al Bosque de la Luna y movilizar al clan entero, no conseguiríamos regresar a tiempo para cambiar el signo de esta batalla. Por lo demás, es mejor que no nos involucremos —añadió—. Nuestra responsabilidad primordial radica en proteger el bosque que es nuestro hogar. Si esta negra marea de orcos se dirige hacia el este y cruza las aguas del Surbrin, muy pronto tendremos que defender nuestro propio reino.
—Llevas razón —admitió Innovindil—. En todo caso, me pregunto si haríamos bien en acercarnos para tratar de salvar a unos pocos de esos desventurados antes de que los brutos se lancen otra vez contra ellos.
Tarathiel negó con la cabeza. Su rostro sombrío dejaba claro que aquello estaba fuera de discusión.
—Los orcos nos dispararían cientos de sus flechas —razonó—, y cuando derribasen a Crepúsculo y Amanecer, ¿qué podríamos hacer entonces? ¿Quién se dirigiría al este para avisar a los nuestros?
Innovindil se dio por vencida, pues tenía tan presentes sus responsabilidades como sus limitaciones. Innovindil sabía que ni ella ni su compañero, ni su clan podían impedir la catástrofe que iba a tener lugar.
A ambos les dolía contemplar el fin de la ciudad de Shallows. Aunque los elfos del Bosque de la Luna no eran amigos de los humanos de la región, tampoco eran sus enemigos.
Lo único que podían hacer era mirar.
La ascensión era difícil, sobre todo porque tenía el tobillo torcido y tan hinchado como dolorido. Palmo a palmo, Drizzt siguió subiendo por la estrecha y larga chimenea natural, atraído por los últimos destellos de la luz del día que refulgían.
Los últimos destellos.
El drow se detuvo a mitad de aquella ascensión de cien metros. Las dimensiones de aquellas cavernas lo habían sorprendido. Drizzt se había encontrado ante una maraña de corredores subterráneos, por los que llevaba casi dos días deambulando en pos de un camino que lo llevara a la superficie. Siempre en pos del aire fresco, el drow se había encontrado con un sinfín de simas infranqueables, callejones sin salida y aberturas demasiado angostas para pasar por ellas.
Drizzt empezaba a sospechar que se encontraba ante una de estas aberturas infranqueables, si bien siguió ascendiendo. La luz del sol brillaba con nitidez cuando el drow descubrió con alegría aquella posible salida, pero aquello seguramente se debía al particular ángulo del sol antes que a la anchura de la hoya. Drizzt subió una treintena de metros más, hasta que se convenció de que el paso era demasiado estrecho. Sin dejar de pensar en sus compañeros, Drizzt Do’Urden emprendió el descenso.
Una hora más tarde volvía a encontrarse caminando a paso tan vivo como el tobillo torcido y la fatiga le permitían. Por un instante consideró la posibilidad de volver a la entrada de aquella red de túneles y tratar de apartar las piedras con que los gigantes la habían bloqueado, pero el drow no tardó en desechar la idea.
El sol llevaba largo rato en alto cuando Drizzt encontró una nueva salida, cuya anchura esta vez se reveló suficiente.
Drizzt salió al exterior, a plena luz del día, parpadeando para proteger los ojos de aquel resplandor. Durante largo rato contempló en silencio las montañas que lo rodeaban, tratando de dar con una orientación que le permitiera emprender el regreso a Shallows. Por desgracia, se encontraba en un lugar que no conocía. La observación del sol le permitió hacerse una idea de su posición y finalmente se encaminó hacia el sur, con la esperanza de llegar al Paso Rocoso y guiarse un poco mejor cuando se encontrase en terreno llano.
Drizzt se arrancó una manga del jubón y se vendó el tobillo, tras lo cual echó a caminar a buen paso, haciendo caso omiso del dolor. El sol llegó al cenit antes de que llegara al oeste y se pusiera tras las montañas.
Horas más tarde, el drow llegó al Paso Rocoso, cuyo terreno le era más familiar.
A paso de marcha, se dirigió hacia al este, a través de las laderas de los cerros, presa de una urgencia irrefrenable. Algo después divisó un resplandor lejano que se recortaba sobre el cielo, que empezaba a clarear al sureste. Desde lo alto de un cerro, Drizzt advirtió que unas llamas iluminaban la noche.
El torreón de Withegroo estaba ardiendo.
Con el corazón latiéndole con violencia, Drizzt echó a correr hacia Shallows. En aquel momento vio que una bola de fuego volaba por los aires, de norte a sur, para estallar en llamas al caer sobre la ciudad semiderruida.
En lugar de seguir corriendo hacia el sur, Drizzt se encaminó hacia el lugar donde se encontraban los gigantes, decidido a obstaculizar de nuevo su labor. La mano del drow acarició por un momento la estatuilla de ónice que siempre llevaba consigo, si bien finalmente optó por no convocar a la pantera.
—Mejor que estés preparada, Guenhwyvar —repuso Drizzt en voz baja—. Muy pronto tendremos que entrar en acción.
Drizzt sabía que la visión del fuego en la noche resultaba engañosa para juzgar las distancias, de forma que no le sorprendió que necesitara largo rato para llegar a las inmediaciones de la ciudad y los gigantes que la sitiaban. Una vez allí, se dirigió al borde septentrional del barranco que daba a Shallows. Desde donde se encontraba veía que los defensores corrían de un lado a otro. En el centro de aquel enjambre humano, el torreón seguía ardiendo, aunque no tanto como antes. Los gigantes también parecían tener su atención concentrada en la suerte del torreón.
Drizzt cogió la estatuilla y la depositó en el suelo, resuelto a convocar a la pantera y lanzarse a por todas contra los gigantes. De pronto, un movimiento en lo alto del torreón llamó su atención. Aunque Drizzt no podía ver con claridad, en las almenas había aparecido una figura tocada con el yelmo de un solo cuerno que el drow conocía perfectamente.
—No te rindas, Bruenor —musitó Drizzt, con una sonrisa en el rostro.
A modo de respuesta a sus palabras, una lluvia de proyectiles se cernió sobre el torreón. Uno de ellos impactó contra las llamas del último incendio, inundando de chispas ardientes el aire de la noche.
Con todo, el enano seguía erguido en lo alto de la estructura, dirigiendo a quienes estaban sobre el terreno.
La sonrisa que apareció en el rostro de Drizzt se esfumó cuando un ruido estruendoso llegó del sur. Con los ojos muy abiertos por el horror, el drow contempló cómo el torreón empezaba a inclinarse y el enano se aferraba con desespero a una almena para no precipitarse al vacío. El torreón finalmente se desplomó con estrépito.
Una nube de polvo y piedras cayó sobre el cuerpo del infortunado enano.
Tan atónito como desolado, Drizzt no se dio cuenta hasta al cabo de unos minutos de que las piernas le habían fallado y se encontraba sentado sobre el duro suelo. El drow sabía que nadie en el mundo podría haber sobrevivido a aquella catástrofe.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Las manos le temblaban. Sus ojos color violeta se vieron empañados de lágrimas.
—Bruenor… —murmuró una y otra vez.
Drizzt tendió sus manos al sur, al vacío aire de la noche, sin nada a que aferrarse.