Un mediano en apuros
Regis tenía la impresión de que estaba despertándose de un sueño nefasto. El mediano sentía una especie de tirantez en el costado. Al recordar de qué se trataba, le sorprendió que la herida no le doliera más.
Regis abrió mucho los ojos al recordar las últimas escenas de la batalla. Cuando el orco lo apuñaló en el vientre, el mediano perdió el equilibrio y se cayó del parapeto.
Por acto reflejo, Regis se frotó la nuca. ¡Se había hecho daño al caer! Sin embargo, al pensar en ello, se dio cuenta de que la caída probablemente le había salvado la vida. Si hubiera seguido en el parapeto, el orco lo habría seguido apuñalando a placer.
El mediano se incorporó en el lecho y advirtió que se encontraba en la habitación pequeña de una casita de Shallows. Era noche cerrada, de modo que la estancia estaba en penumbra.
Seguía con vida, en un lecho confortable, y le habían curado las heridas. Ello significaba que los orcos habían sido rechazados.
Su alivio duró lo que una piedra enorme tardó en estrellarse contra un muro vecino, estremeciendo la habitación.
—Sigo con vida para volver a la lucha —murmuró el mediano con resignación.
Regis se levantó dificultosamente de la cama, estremeciéndose de dolor. Al oír unas voces en el exterior, se detuvo junto a la puerta.
—Por lo menos son mil —indicó Drizzt con tono sombrío.
Una nueva piedra se estrelló contra una vivienda de la ciudad.
—Podremos con ellos —afirmó Bruenor.
El silencio se hizo al otro lado de la puerta. Regis casi podía ver cómo Drizzt negaba con la cabeza. El mediano se acercó más a la puerta, que estaba entornada. Regis vio que sus cuatro compañeros estaban sentados a la pequeña mesa, sobre la que ardía una vela solitaria. El mediano se sorprendió al advertir que Wulfgar tenía el cuerpo surcado de vendajes. El bárbaro había recibido toda clase de golpes y heridas mientras defendía los muros de la ciudad.
—No podemos ir al norte, esa quebrada nos dejaría expuestos —indicó Drizzt.
—Recordemos que los gigantes están al otro lado de la quebrada —agregó Catti— brie.
—Yo diría que hay bastantes de ellos —repuso el drow—. Lo cierto es que llevan horas bombardeándonos. Los gigantes también acaban por cansarse, lo que significa que sus artilleros están operando por turnos. Y que cuentan con efectivos suficientes para estar constantemente recogiendo piedras del terreno.
—Bah… Lo cierto es que no han causado daños graves —dijo Bruenor con desdén.
—Los daños son mayores de lo que piensas —repuso Catti-brie—. Fíjate en que llevan rato apuntando al torreón de Withegroo y que han acertado por lo menos una docena de veces durante la última hora.
—El mago se mostró al final de la batalla con la bola de fuego —observó Drizzt—. Es lógico que el enemigo concentre sus esfuerzos en Withegroo.
—Esperemos que Withegroo sepa responder como es debido —dijo Catti-brie.
—Esperemos que todos sepamos responder como es debido —añadió Wulfgar.
Durante un instante, los cuatro amigos guardaron silencio en torno a la mesa.
Regis se dio media vuelta y apoyó la espalda contra la pared.
Le aliviaba saber que Wulfgar seguía vivo y sin heridas graves, pues temía que el bárbaro hubiera muerto al tratar de defenderlo.
Las cosas habían llegado a este punto, se dijo el mediano.
Desde que habían empezado a combatir contra los salteadores de caminos tras salir del Valle del Viento Helado, Regis se había estado esforzando en ser uno más del grupo, no sólo en salir indemne a toda costa, sino también en convertirse en una ayuda para sus compañeros.
La verdad era que Regis se había comportado de modo ejemplar, particularmente durante la lucha en el torreón de la Columna del Mundo, cuando descubrieron que la zona estaba infestada de ogros.
De hecho, Regis se sentía orgulloso de sus últimas acciones.
Desde que había recibido aquel lanzazo en el hombro junto al río, cuando sus amigos estaban llevando la Piedra de Cristal a Cadderly, el mediano veía las cosas de manera muy distinta.
Hasta entonces, Regis siempre había estado interesado en dar con la salida más fácil. Igual que ahora, a decir verdad, con la diferencia de que su conciencia no le permitiría dar la espalda a sus amigos. Aquella vez fue salvado en última instancia por sus amigos, los mismos que una vez recorrieran medio mundo para salvarlo de las garras del Pasha Pook, los mismos que lo habían llevado en volandas, con frecuencia literalmente, en numerosas ocasiones.
Por consiguiente, durante los últimos tiempos había estado tratando de aportar más y más al grupo, de devolverles un poco de tanto como ellos le habían dado.
Regis había tenido mucha suerte hasta el momento. Del mismo modo en que estuvo a punto de morir en el torreón de los ogros en la Columna del Mundo, al oeste, también había estado a un paso de la muerte en el parapeto de la muralla de Shallows.
Su mano acarició la herida del costado mientras pensaba en lo sucedido.
El mediano volvió la mirada hacia sus cuatro amigos, los verdaderos héroes. Era cierto que las gentes de Diez Ciudades lo habían llevado a hombros tras la derrota de Akar Kessell.
Era cierto que había saboreado las mieles del poder después de la caída de Pook, por mucho que la cosa no hubiese durado demasiado. Era cierto que las gentes del norte lo tenían por uno de los suyos. Con todo, en aquel momento, el mediano era plenamente consciente de la verdad.
Una verdad que su propio corazón le revelaba.
Los verdaderos héroes eran ellos, no él. Él simplemente era el beneficiario de su amistad.
Regis volvió su atención hacia la conversación que sus compañeros sostenían.
Según entendió, estaban considerando distintos planes de combate, la posibilidad de evacuar a los lugareños de la ciudad o de pedir refuerzos al sur.
El mediano respiró con fuerza y salió de la habitación en el momento en que Bruenor hablaba con Drizzt.
—Me temo que no podemos pasarnos sin tus espadas, elfo.
Del mismo modo que necesitamos a tu pantera. El camino para llegar a Pwent es demasiado largo. Incluso si consiguieras alcanzar sus líneas, cuando llegases aquí, sólo os daría tiempo para enterrar nuestros cadáveres.
—Tampoco me parece fácil evacuar al sur a los cien habitantes de Shallows —apuntó el drow.
La entrada de Regis interrumpió la conversación. —¡Ya te has levantado!— lo saludó Bruenor.
Cattibrie se levantó de su silla y trató de ayudar a Regis a sentarse. El mediano rechazó su ofrecimiento, pues su cuerpo dolorido lo llevaba a preferir estar de pie.
—Más o menos, sí… —respondió a Bruenor, con un ligero gesto de dolor.
—Eres más duro de pelar de lo que muchos pensaban, Regis de Bosque Solitario —proclamó Wulfgar, alzando su jarra de cerveza.
—También soy muy rápido a la hora de poner los pies en polvorosa —respondió Regis con una sonrisa sarcástica—. ¿O es que piensas que mi descenso del parapeto no fue intencionado? —Una maniobra muy astuta— convino el bárbaro, entre una carcajada unánime.
—Volviendo a la cuestión que nos ocupa, me temo que nunca conseguiremos convencer a las gentes de Shallows de la conveniencia de una evacuación —observó Catti-brie—. Los lugareños están decididos a luchar como sea. Tienen enorme fe en su ciudad y en sus propias fuerzas, en los recursos de su mago.
—Una fe excesiva, diría yo —terció Drizzt—. El número de enemigos es enorme, y este bombardeo muy bien podría prolongarse durante días. Las montañas al norte de Shallows están sembradas de pedruscos que pueden ser empleados como proyectiles.
—Bah… Los daños no son excesivos —insistió Bruenor.
Tampoco es para tanto.
—Un ciudadano ha sido aplastado hoy por una de esas piedras —recordó Drizzt—. Dos más han sido heridos. No podemos seguir a este ritmo.
Regis dejó que sus cuatro compañeros continuaran evaluando la situación.
Aunque todos se mostraban tan animosos como el decidido Bruenor, en vista de la ferocidad del primer ataque, el mediano no tenía las cosas tan claras.
Sin que los gigantes se molestaran en atravesar el barranco, los orcos habían estado en un tris de atravesar la muralla. La puerta meridional de la ciudad había sido seriamente dañada por el ataque enemigo. Era predecible que un continuo goteo de bajas mermase las filas de los enanos y humanos defensores de Shallows, mientras que las filas de los orcos seguramente no harían sino crecer. Regis conocía el carácter de aquellos brutos y sabía que más y más orcos se sumarían a la hueste enemiga a medida que la posibilidad de triunfo y botín fuera cada vez más clara.
Regis consideró la posibilidad de tomar la iniciativa y ofrecerse a partir en solitario hacia el sur para recabar el refuerzo de Pwent y sus soldados. Era lo mínimo que podía hacer por sus compañeros.
Regis consideró dicha posibilidad, si bien acabó por desecharla, pues lo cierto era que la perspectiva de aventurarse en solitario entre las filas de los orcos sedientos de sangre lo estremecía de horror. Mejor era morir junto a sus amigos que a solas en el exterior, por no hablar de la posibilidad de ser capturado por los brutos, cuyas torturas sin duda tenían que ser verdaderamente horribles.
Cattibrie advirtió la expresión de angustia pintada en el rostro del mediano.
—Tengo un poco de frío… No me encuentro muy bien —disimuló Regis.
—Lo normal, has perdido mucha sangre —comentó Drizzt.
—Vuelve a la cama, Panza Redonda —le aconsejó Bruenor—. ¡Ya nos cuidaremos de que no te suceda nada malo! Sí, se dijo Regis con amargura: sus amigos siempre se cuidaban de que no le sucediera nada malo.
Todos sabían que el segundo ataque tendría lugar después de la puesta de sol.
—Tanto silencio me da mala espina —dijo Bruenor a Drizzt.
Ambos se encontraban en la muralla septentrional, frente al barranco que los separaba de los gigantes. —Seguramente están descansando.
—Los gigantes no van a atacarnos directamente —afirmó Drizzt—. Al menos mientras nuestras defensas sigan en pie.
No tienen ninguna intención de dejarse achicharrar por el rayo de un mago mientras puedan seguir bombardeándonos a distancia, seguros en sus posiciones. —¿Seguros?— preguntó Bruenor con una sonrisa malévola.
Drizzt y él estaban de acuerdo en la oportunidad de que el drow saliera de la ciudad y tratara de sembrar la confusión entre los gigantes.
Sin embargo, Drizzt ahora se mostraba vacilante. Bruenor entendía por qué.
—Está claro que tus espadas nos servirían de maravilla en la defensa de la ciudad —indicó el enano.
Drizzt se lo quedó mirando sin comprender.
—Pero también sabremos valernos sin tu concurso —agregó el otro—. De eso puedes estar seguro. Ve a por ellos, elfo.
Consigue que dejen de bombardearnos con sus malditas piedras, que de los orcos ya nos encargaremos los demás.
Drizzt miró al otro lado del barranco y respiró con fuerza.
—Otra vez tienes dudas —dijo Bruenor—. Te dices que acaso habrías hecho mejor en decirle a Catti-brie que no te acompañara. Te dices que acaso nos equivocamos al venir aquí. Sin embargo, elfo, en el fondo sabes que tus dudas no tienen sentido. Lo cierto es que seguimos en pie, por mucho que las piedras lluevan sobre nuestras cabezas. Y está claro que en esta situación no querrías estar lejos de tus compañeros, del mismo modo que tus compañeros no querrían que estuvieras lejos en este momento crítico.
Drizzt esbozó una tímida sonrisa.
—Entonces piensas que es mejor que salga de la ciudad y que lo intente.
—Está claro que los gigantes tienen todas las de ganar. De seguir así, Shallows terminará por caer más tarde o más temprano —contestó el enano—. La cosa está clara.
Tú eres el único capaz de cruzar ese barranco sin ser detectado, por mucho que mi hija antes discutiera nuestro plan.
Ante la mención de Cattibrie, Drizzt volvió el rostro y contempló el maltrecho torreón de Withegroo. Con su arco en la mano, la mujer seguía montando guardia en lo alto. Al reparar en la mirada de Drizzt, Catti-brie le envió un saludo con la mano.
—Trataré de estar de vuelta cuanto antes —prometió Drizzt a Bruenor, mientras correspondía al afectuoso saludo de la mujer.
—Tómate tanto tiempo como necesites —respondió el enano.
Lo fundamental es que consigas anular la artillería de los gigantes. Si lo logras, nosotros nos encargaremos de mantener a los orcos a raya. ¿Y quién sabe? Igual nos las arreglamos para abrir una brecha en sus filas y escapar hacia el sur.
—O enviar unos emisarios a Pwent en demanda de refuerzos —añadió Drizzt.
—Dagnabbit ahora mismo está trabajando esa posibilidad —informó Bruenor, haciéndole un guiño.
No hacía falta que Bruenor dijera más. Ambos sabían cómo estaban las cosas.
Shallows tenía que resistir los próximos ataques enemigos, ya fuera para abrir una vía de escape hacia el sur o para forzar la retirada de los orcos.
Cuando el sol empezó a ponerse en el horizonte, Drizzt salió de la ciudad evitando la puerta septentrional, vigilada por los centinelas orcos. Tras dejar atrás la torre situada al noroeste de la ciudad, empezó a avanzar metro a metro, piedra a piedra, arbusto a arbusto, reptando allí donde estaba al descubierto. Cuando llegó al borde del barranco, se detuvo y esperó.
Las sombras de la noche empezaban a cernirse a su alrededor.
Desde donde se encontraba oía el ruido de los orcos que se movían en el sur y el rumor de las piedras que los gigantes estaban apilando al otro lado del barranco. El drow se embozó en su capa y cerró los ojos, meditando sobre lo que se proponía hacer, abstrayéndose por un segundo como sólo un auténtico guerrero podría hacer. Lo cierto era que no tenía una idea definida sobre el modo de distraer a los gigantes.
Al pensar en los compañeros que había dejado atrás, el drow salió de su meditación con un estremecimiento. El rostro de Cattibrie se instaló en su recuerdo.
—Tienes que ir —le había dicho ella después de una breve discusión.
Al pensar en el inminente ataque masivo de los orcos, el drow se preguntó si volvería a verla con vida.
Drizzt se dejó caer y situó la frente sobre la tierra mientras volvía a cerrar los ojos.
No tenía miedo de lo que pudiera sucederle, si bien era perfectamente consciente del número de enemigos al que tenían que enfrentarse. La fuerza rival estaba bien organizada y los multiplicaba en número. ¿Habría llegado el fin para él y sus compañeros? Drizzt alzó el rostro y negó con la cabeza, pensando en la pléyade de enemigos a los que habían abatido en el pasado, en la guarida del verbeeg, cuando recuperaron Mithril Hall, en las calles de Calimport, cuando salvaron a Regis. Por no hablar del combate contra el ejército de Menzoberranzan, cuando tuvieron que defender Mithril Hall contra un adversario temible.
El elfo oscuro finalmente dejó de complacerse en las victorias del ayer. Sus pensamientos se concentraron en los músculos de su torso y sus extremidades, hallando la unidad entre cuerpo y la mente que es prerrogativa de los grandes guerreros.
El sol por fin desapareció tras el horizonte.
El cazador se aventuró barranco abajo, reptando entre las rocas como la misma sombra de la muerte.
Los orcos se lanzaron al asalto aproximadamente a la misma hora que el día anterior, protegidos por una lluvia de piedras que empezó a caer sobre la ciudad en el mismo momento en que los brutos corrían hacia la muralla sur de Shallows. Los defensores estaban dispuestos de modo similar al de la víspera. Mientras Wulfgar seguía en el parapeto, los enanos de Bruenor asumían la defensa de la puerta.
En esta ocasión, sin embargo, Bruenor estaba al lado de su amigo el bárbaro. Lo mismo que Regis, que no se había querido perder la batalla por mucho que sus amigos insistieran en la conveniencia de que guardase reposo.
En el torreón, Cattibrie empezó a disparar sus flechas en respuesta al ataque. Los dardos luminosos surcaban el aire, señalando la posición de los orcos con nitidez y causando una mortandad entre sus filas.
Cuando los orcos llegaron a una decena de metros de las murallas, los arqueros de la ciudad los rociaron con una andanada de flechas que causó estragos entre los asaltantes, quienes al punto se vieron atacados por una de las bolas de fuego de Withegroo.
A pesar del sinnúmero de bajas, los brutos alcanzaron la base de la muralla y empezaron a arrojar garfios y apuntalar escaleras. Armados con un ariete, un grupo pasó entre sus filas y se dirigió hacia la puerta, que a punto estuvo de ceder al primer envite.
Bruenor, Regis y Wulfgar corrieron a taponar la primera brecha en el parapeto.
Cuando un par de orcos saltaron al otro lado de las almenas, el bárbaro de inmediato levantó a uno en vilo y lo arrojó al vacío. A todo esto, Bruenor arremetió contra el segundo bruto, arrojándose contra sus rodillas y haciéndole perder el equilibrio. El orco asimismo cayó al vacío, aunque no al exterior, sino al patio, donde Dagnabbit y los suyos pronto dieron buena cuenta de él.
En el parapeto, Bruenor se enderezó en el momento preciso en que Regis corría a plantar cara a un nuevo orco que asomaba por el parapeto. Sin pensárselo dos veces, el enano detuvo la carrera del mediano, se situó frente al bruto y lo mandó al vacío de un hachazo tremendo. Cuando otro orco se asomó, Bruenor lo rechazó muralla abajo machacándole el rostro con su escudo.
A su lado, Regis trataba de ser útil, aunque la verdad era que el mediano bastante hacía con esquivar la afilada hoja del hacha de Bruenor, más peligrosa en su incesante movimiento que todas las armas de los orcos. Regis finalmente corrió junto a Wulfgar, quien estaba sumido en un verdadero frenesí de guerra. Mientras Aegisfang daba cuenta de un enemigo tras otro, el bárbaro arrojaba con un golpe de su poderoso hombro a todo bruto que asomara por el parapeto.
Cuando un orco finalmente consiguió rebasar las almenas, Wulfgar estaba ocupado en acabar a martillazos con otro. Sin dejarse sorprender, el bárbaro soltó un rápido y tremendo bofetón al bruto, que se tambaleó unos segundos antes de rehacerse.
Cuando el orco corrió a lanzarse contra la espalda del bárbaro, Regis se tiró en plancha frente a él, derribándolo y haciéndolo rodar por el suelo hasta el borde interior del parapeto.
Con todo, antes de desplomarse al vacío, el bruto hizo un movimiento de tijera con las piernas y aferró al mediano.
Éste, que no tenía ninguna intención de sufrir la misma caída que el día anterior, soltó su pequeña maza y se agarró a una almena con desespero. —¡Panza Redonda!— oyó que gritaba Bruenor.
A Regis se le encogió el corazón. De nuevo volvía a ser un estorbo para sus compañeros. —¡Seguid luchando!— gritó.
Regis se soltó y se dejó caer del parapeto, rodando sobre el suelo a fin de amortiguar el impacto, por mucho que la herida en el costado lo llevara a exhalar un gemido de dolor. Cuando consiguió levantarse, advirtió que se encontraba a pocos pasos de la puerta, y que ésta parecía a punto de ceder. El mediano recogió su maza y miró a los fieros enanos defensores de la puerta.
Regis comprendió que su concurso de nada les iba a servir.
En ese momento supo lo que tenía que hacer. Lo que sabía desde que había oído decir a sus amigos que las cimitarras de Drizzt eran necesarias en defensa de la ciudad.
Regis se volvió y echó a correr hacia la muralla occidental. El mediano oyó cómo Bruenor lo conminaba a seguir en su puesto, pero hizo caso omiso de la orden, trepó al parapeto y siguió corriendo hacia el flanco septentrional.
Muy pronto se encontró en la esquina noroccidental de la muralla, allí donde Drizzt poco antes se había deslizado al exterior. Regis respiró con fuerza y volvió la vista atrás.
Cattibrie lo estaba mirando con la más absoluta incredulidad.
Regis la saludó con un gesto. Y luego saltó al exterior.
—No siempre acierto —se lamentó Withegroo después de lanzar la bola de fuego.
Aunque varios orcos habían sido muertos, el mago no había conseguido que la mágica llamarada cayera donde él quería, con lo que apenas retrasó un poco el avance enemigo.
El brujo estaba en el torreón, junto a Cattibrie y otros tres arqueros, contemplando la batalla que se libraba a sus pies.
Sabedor de que en esta ocasión no contaba con un gran surtido de encantamientos a los que recurrir, se veía forzado a dosificar su magia.
Withegroo advirtió que los orcos habían abierto una brecha en la esquina suroccidental, por la que los asaltantes trepaban en tropel antes de saltar al patio adyacente. Aunque estuvo a punto de recurrir a uno de los dos rayos de fuego que había preparado, se contuvo al ver que los enanos de Mithril Hall estaban dando buena cuenta de los orcos.
No obstante, el anciano mago advirtió que dos orcos más llegaban por una nueva brecha. Tras llegar al parapeto, los dos orcos no saltaron al patio, sino que echaron mano a sendos arcos de combate.
Withegroo lanzó un rayo mágico con las manos y al punto derribó a uno de los brutos, que ardió brevemente antes de caer muerto.
Su compañero respondió apuntando con el arco a lo alto del torreón y disparando una flecha que salió desviada.
Antes de que el brujo pudiese recurrir a un nuevo encantamiento, Cattibrie apuntó al orco y le soltó un flechazo. Su mágico dardo se hincó en el pecho de la bestia, que cayó muerta en el acto.
Withegroo posó la mano en su hombro para felicitarla, pero la mujer no tenía un segundo que perder. La muralla sur hervía de enemigos.
A todo esto, por el este resonaron unos aullidos salvajes, pronto coreados desde el oeste. Una segunda oleada de orcos montados en worgos se lanzaba contra la ciudad.
Por si fuera poco, la lluvia de piedras no hacía más que arreciar. Los pedruscos ahora parecían caer por decenas.
Shallows se estremeció cuando el ariete enemigo volvió a impactar estruendosamente contra la puerta meridional. Una bisagra se soltó y una de las hojas de la puerta empezó a combarse hacia el interior.
Drizzt atravesó el barranco rocoso tan deprisa como pudo, saltando de piedra en piedra y gateando cuando era necesario.
Al llegar a la pared septentrional del barranco se volvió y miró hacia Shallows. Estaba en lo cierto en lo relativo a los gigantes. Como suponía, superaban la media docena. Por lo menos había diez. Desde que había comenzado el primer ataque, se habían turnado para tirar piedras en grupos de dos o tres, procurando dosificar sus fuerzas.
Sin embargo, ahora que el asalto era masivo, todos los gigantes trabajaban al unísono. El bombardeo que resonaba a espaldas de Drizzt resultaba tan espectacular como devastador. El drow sintió un estremecimiento al pensar en sus amigos.
Trató de no pensar en sus compañeros y siguió avanzando, escalando las rocas con la misma agilidad con que años atrás se moviera por la Antípoda Oscura.
A pesar de su inquietud, consiguió centrarse y pensar con la frialdad que el momento requería. Si se encontraba con una docena de gigantes, ¿cómo iba a enfrentarse a ellos? ¿Cómo podría distraer su atención a fin de dar tiempo, un respiro por lo menos, a sus amigos y los demás bravos defensores de Shallows? Nada más llegar a lo alto del barranco vio a los gigantes, nueve según contó, dispuestos junto a un gran montón de pedruscos. El drow agarró la estatuilla mágica que llevaba en la bolsita de cuero y convocó a la mágica pantera Guenhwyvar, a la que indicó que se dirigiera hacia el norte y aguardara a oír su señal.
Drizzt desenvainó sus cimitarras y dirigió una nueva mirada a Shallows. El drow se preguntó si sus compañeros podrían ayudarlo en este trance. Sin embargo, al momento comprendió que aunque Bruenor, Wulfgar, Cattibrie y Regis estuvieran a su lado, estos enemigos seguirían estando fuera de su alcance. Eran nueve gigantes, y no de las colinas, más corrientes y menos imponentes, sino de la escarcha, tan astutos como formidables.
Drizzt corrigió sus cálculos cuando vio que un nuevo gigante llegaba cargando con un saco enorme que el drow sabía lleno de piedras. ¿Sería posible que sus compañeros y los enanos de Bruenor lo ayudaran? Con el concurso de Dagnabbit, Tred y los demás, la perspectiva de enfrentarse a los gigantes sería menos ardua.
Con los ojos fijos en el barranco que acababa de cruzar, el drow se dijo que la idea era una locura. Un grupo numeroso jamás lograría cruzar el barranco sin ser detectado.
Por lo demás, al ser descubiertos, su posición sería vulnerable, pues se encontrarían encajonados en el fondo del barranco, a merced de los pedruscos de los gigantes.
Drizzt respiró hondo y se obligó a pensar en su misión. Sus manos se aferraron de modo instintivo a las empuñaduras de sus cimitarras. Pero entonces tuvo una idea mejor. Ya había engañado en otra ocasión a los gigantes de la escarcha… —¡Eh, vosotros!— exclamó, acercándose a su posición. —¡Otra fuerza enemiga está llegando desde el norte y el oeste, no lejos de aquí! Los gigantes se lo quedaron mirando con incredulidad. Varios de ellos cruzaron idénticas miradas de confusión. La duda más absoluta era visible en sus rostros. —¡Os digo que llega una segunda columna de enanos!— insistió él, señalando al noroeste. —Es una columna de mayor tamaño, que se encamina directamente a Shallows, para reforzar su defensa. Estoy seguro de que todavía no han descubierto vuestra posición. —¿Cuántos son?— preguntó una giganta.
Drizzt advirtió que varios de sus compañeros cogían piedras del montón.
—Dos batallones —improvisó el drow, esforzándose en dotar de urgencia a sus palabras, determinado a embaucar a aquellos gigantes que tan incrédulos se mostraban.
En ese momento comprendió que su añagaza no iba a funcionar.
Drizzt se lanzó al suelo una fracción de segundo cuando ya la salva de pedruscos se cernía sobre él. Sus reflejos de guerrero lo salvaron de ser aplastado por las enormes piedras. Drizzt convocó un círculo de oscuridad a sus espaldas y salió corriendo hacia el terreno rocoso.
La mitad de los gigantes salió en su persecución.
Fracasada su artimaña, mientras corría entre las rocas, Drizzt volvía a ser el guerrero de siempre, el cazador de instinto certero. Un sexto sentido lo llevaba a discernir los movimientos de los gigantes sin necesidad de verlos, lo que le permitía anticiparse a sus enemigos.
Drizzt torció a la izquierda. Una piedra silbó junto a su oído.
Por muy poco, se dijo.
Torciendo a la derecha, el drow se escurrió entre una estrecha fisura entre dos peñascos, convocó un nuevo círculo de oscuridad, rodó sobre sí mismo y se ocultó bajo un saliente rocoso.
Drizzt sabía que no podía seguir allí indefinidamente. Lo importante no era salvar el propio pellejo, sino distraer a los gigantes, cuantos más mejor, para que no siguieran con su bombardeo. Cuando el último de los enemigos que le daban caza pasó rezagado, Drizzt saltó de su escondrijo, rajó su espalda de arriba abajo y salió corriendo en dirección opuesta.
El gigante soltó un aullido de dolor que atrajo la atención de sus compañeros.
Drizzt entonces llamó a Guenhwyvar.
La enloquecida persecución por aquellas laderas rocosas no había hecho más que empezar.
Los orcos se abalanzaron como un torrente contra la puerta entreabierta, agolpándose para ser los primeros en entrar en la ciudad y presentar batalla frontal.
Sin embargo, su impetuoso avance encontró una primera respuesta devastadora: un relámpago cegador pasó junto a la sorprendida Cattibrie y entre los enanos de Mithril Hall para estallar ante la entreabierta puerta de metal, surcando de rayos azulados el entorno.
El encantamiento de Withegroo dejó fuera de combate a un buen número de orcos. Muchos de ellos murieron en el acto, mientras otros quedaron cegados o atontados. Cuando Dagnabbit y Tred llegaron a la carga con los demás, no tuvieron dificultad para acabar con éstos últimos. Con hachas y martillos, los enanos hicieron pedazos a los orcos que aún seguían vivos.
Con todo, la puerta continuaba estando entreabierta y los orcos seguían entrando, esquivando los chamuscados cadáveres de sus compañeros, sedientos de venganza y ansiosos de acabar con los enanos.
Desde el torreón, Cattibrie descargó una andanada de flechazos contra los asaltantes de la puerta. Sin embargo, un momento después tuvo que volver a centrarse en la muralla, donde Wulfgar, Bruenor y un puñado de lugareños hacían lo que podían por contener una oleada de atacantes.
Luchando espalda contra espalda, el bárbaro y el enano se abrieron paso entre sus enemigos hasta situarse encima de la puerta desgoznada. Una vez allí, Wulfgar asumió la defensa de la muralla y Bruenor fijó la mirada por un instante en la batalla que tenía lugar en el patio de la ciudad.
Cattibrie lo miró sin comprender, hasta que Bruenor dio una palmadita de despedida en la ancha espalda del bárbaro.
Encomendándose al Clan Battlehammer con un grito, el próximo décimo rey de Mithril Hall saltó al vacío y cayó en medio de la hueste de orcos. —¡Bruenor…!— exclamó Catti-brie con maravilla y también desespero, pues el enano al instante desapareció entre el torbellino de la batalla, como si se lo hubiera tragado la tierra.
La mujer apartó la mirada de tan horrible escena y fijó la mirada en Wulfgar, que se estaba convirtiendo en el último defensor de la muralla.
Cattibrie empezó a disparar a diestro y siniestro, derribando con sus dardos a cuanto orco pisaba el parapeto. Aunque la mano le dolía terriblemente y apenas tenía fuerzas para tensar la cuerda del arco, en ningún momento dejó de disparar, del mismo modo que Wulfgar, malherido y exhausto, seguía defendiendo la muralla con todas sus energías.
Aunque sus flechas seguían haciendo diana, Cattibrie no se engañaba. Ante aquel enjambre de enemigos, lo raro sería errar un flechazo.
Regis se escondió tras una roca, rezando en silencio para que los orcos no hubiesen advertido su presencia. Agazapado junto a la roca, temblando de miedo mientras los orcos y los worgos pasaban corriendo a su lado, pisoteándolo inadvertidamente, el mediano esperaba haberse distanciado lo suficiente del muro como para poder alejarse sin ser visto cuando llegase la ocasión.
Al cabo de unos minutos, Regis reunió el valor suficiente para erguirse poco a poco. En ese momento oyó un gruñido que lo dejó petrificado. Al volver el rostro se encontró con que los colmillos de un worgo estaban a menos de un metro de él. El orco que lo montaba le estaba apuntando al cráneo con su arco. —¡Os he traído esto!— barbotó Regis con desespero, sacando a relucir su mágico rubí, que hizo girar en su mano.
El mediano levantó su brazo libre para protegerse del worgo, que ya se lanzaba sobre él. —¡Los barreré de la muralla como sea!— juró Withegroo cuando uno de los suyos sucumbió a la arremetida de los orcos, no lejos de donde Wulfgar se encontraba. El mago se aprestó a enviar un segundo rayo. Sin embargo, en aquel momento, una piedra golpeó en la cúpula del torreón, rebotó y fue a dar en las piernas de Withegroo, que de pronto se vio proyectado de espaldas contra la balaustrada, en un tris de caer al vacío.
Cattibrie y los demás arqueros corrieron a ayudar al anciano, cuyos ojos relucían de pánico mientras su cuerpo empezaba a deslizarse hacia abajo.
Las enormes piedras seguían estrellándose contra el torreón, cuyas paredes se estremecían una y otra vez. Un pedrusco fue a dar a muy corta distancia de donde Withegroo se encontraba. —¡El torreón puede desplomarse en cualquier momento!— gritó uno de los arqueros.
En el último segundo, Catti-brie y sus compañeros consiguieron agarrar a Withegroo por las piernas, evitando que se precipitara al vacío. —¡Vámonos de aquí!— instó el arquero a Catti-brie.
La mujer hizo caso omiso de sus palabras y mantuvo la posición, decidida a seguir rociando con flechazos a los oponentes de Wulfgar en el parapeto, pues el bárbaro se encontraba en una situación muy comprometida. Cattibrie rezó para que el torreón no se viniera abajo.
Encomendándose a Mithril Hall y al Clan Battlehammer, con una sola voz que apelaba a la Ciudadela Felbarr y a su hermano muerto, los enanos se arrojaron contra los orcos que llegaban por la puerta y la muralla. A pesar de que combatían con frenesí, los enanos se las componían para mantener en orden su formación.
Cuando Bruenor saltó al patio desde el parapeto, Dagnabbit se puso al frente de aquella formación en cuña y exhortó a los allí reunidos a acudir en defensa de su soberano.
El hacha cubierta de muescas de Bruenor hendía enemigos a diestro y siniestro. A pesar de recibir una docena de golpes y heridas tras descender de la muralla, el enano los devolvía por partida doble. Los golpes de los orcos parecían rebotar en su cuerpo sin causar ningún efecto, mientras que sus hachazos cortaban brazos y cabezas o derribaban a sus enemigos.
Los orcos redoblaron su acoso, sin que Bruenor cediera un ápice de terreno mientras se encomendaba a su clan y escupía sangre, acabando con un orco tras otro. A medida que los cuerpos de los brutos se iban amontonando a su alrededor, los orcos empezaban a pensárselo dos veces antes de hacerle frente. Al poco, Bruenor tuvo que adelantarse un poco para encontrar adversarios. Aterrados ante la furia homicida del enano, los orcos empezaron a ceder terreno.
A todo esto, los enanos ya llegaban corriendo en su ayuda.
Inspirados por la valentía de su rey, se esforzaban como nunca, sin detenerse ante las espadas o los garrotes de sus oponentes. Ningún orco podía con ellos.
La marea de brutos que llegaban por las puertas empezaba a estar bajo control.
Entre chorros de sangre y gritos de agonía, los orcos empezaban a volverse atrás.
Cuanto estaba sucediendo en el patio habría carecido de importancia si Wulfgar no hubiese seguido barriendo el parapeto de enemigos. Como una enloquecida máquina de matar, el bárbaro derribaba a un enemigo tras otro a martillazos.
Un orco trató de desequilibrar a Wulfgar propinándole un formidable empujón con el hombro. Su intento resultó fútil, pues fue como tratar de derribar la muralla de piedra.
Cuando el bruto salió rebotado y dio un paso atrás, Wulfgar le propinó un tremendo puñetazo con la mano libre y, agarrándolo por el cuello, lo alzó en vilo y arrojó su cuerpo muralla abajo.
Al hacerlo, el bárbaro advirtió que un nuevo orco lo estaba apuntando con su arco.
Sabedor de que estaba indefenso, Wulfgar soltó un rugido y dio un paso atrás. En ese preciso momento, un dardo ardiente silbó junto a su oído y fue a hincarse en el pecho de la bestia.
Wulfgar volvió el rostro y asintió en agradecimiento a Cattibrie. Sabedor de que la mujer le cubría el flanco con pericia letal, el bárbaro se aprestó a seguir derribando orcos.
El repentino sonido de un sinnúmero de trompetas no disminuyó la furia asesina de los enanos. No sabían si las trompetas señalaban la llegada de amigos o enemigos, ni les importaba en lo más mínimo.
Y es que los enanos combatían en defensa de su propio clan y por la supervivencia de su magnífico soberano, por lo que no necesitaban ningún incentivo adicional para darlo todo en el campo de batalla.
Sólo al cabo de unos minutos, cuando las filas de los orcos empezaron a verse visiblemente diezmadas, comprendieron que el enemigo se estaba retirando, que la ciudad había resistido el segundo ataque masivo. Con Bruenor en el centro de las puertas desgoznadas, jadeantes y cubiertos de sangre, los enanos miraron a su alrededor y contemplaron el panorama. Aunque habían rechazado el segundo asalto, la victoria era pírrica. Las puertas habían sido rotas y las murallas presentaban numerosas brechas.
Junto a los cuerpos de los orcos se alineaban numerosos cadáveres pertenecientes a las gentes de Shallows, cuyas filas se habían visto seriamente disminuidas.
—Volverán —profetizó Tred con tono sombrío—. ¡Y volveremos a darles para el pelo! —aseguró Dagnabbit, volviendo el rostro hacia su rey en busca de confirmación a sus palabras.
Bruenor le devolvió una desvaída mirada de escepticismo. Su rostro se paralizó de pronto, y el señor de Mithril Hall se desplomó, inconsciente. Una vez concluida la batalla, el organismo de Bruenor ya no podía seguir soportando el lastre de las heridas y golpes recibidos, entre los que se contaba un pinchazo de espada que había atravesado su cota de malla y se había alojado en su pulmón.
En el parapeto, Wulfgar se dejó caer sobre una almena, exhausto. Su cuerpo asimismo exhibía diversas heridas. El bárbaro se irguió al oír que Catti-brie lanzaba un grito de espanto. La mujer tenía los ojos fijos y horrorizados en el patio tinto en sangre. —¡Demasiados muertos!— reconvino el rey Obould a su hijo, al llegar con sus huestes frente a la muralla meridional de Shallows y observar el campo de batalla sembrado de cadáveres.