Con destreza sorprendente
Drizzt, Cattibrie, Wulfgar y Regis estaban sentados en torno a un mapa esquemático que éste último había trazado de la ciudad y sus alrededores, mapa al que Drizzt había aportado varios detalles. El ánimo de los compañeros era sombrío, no tanto por lo que a ellos pudiera pasarles como por lo que pudiera ser de las gentes de la ciudad. El prisionero orco había hablado de un ejército enorme que se aprestaba a rodear la población, y una ojeadora acababa de regresar maltrecha a Shallows, la única superviviente de una patrulla que había sido masacrada.
A pesar de sus nervios, la mujer indicó el enorme número de enemigos que se acercaban, muy superior a todas las previsiones.
Aunque nadie hizo mención a Clicking Heels, el recuerdo de la aldea devastada seguía pesando. Aunque Shallows era de mayor tamaño, tenía mejores defensas e incluso contaba con los mágicos recursos de un mago, las perspectivas eran inquietantes.
Con el entrecejo fruncido, Bruenor se acercó al grupo de amigos.
—No hay forma de que entren en razón —informó, situándose entre Regis y Wulfgar. Al fijar la vista en el mapa desplegado a sus pies, el enano expresó su satisfacción con un gruñido.
—Withegroo haría bien en escuchar a esa mujer que ha sobrevivido —indicó Drizzt—. Al fin y al cabo, Shallows anoche perdió a casi la décima parte de sus combatientes.
—Withegroo ha escuchado con atención lo que ella tenía que decir —matizó Bruenor—. Lo que pasa es que tanto él como los demás están decididos a vengar la muerte de los suyos. Las gentes de Shallows ansían entrar en combate ahora mismo y como sea.
—¿Aunque sea contra un enemigo mucho mayor en número? —intervino Cattibrie.
—Eso les da igual —respondió Bruenor.
Drizzt y Cattibrie se levantaron. Mientras la mujer recogía su arco y su carcaj, Drizzt empezó a cubrirse con su capa.
—Yo también voy —dijo Regis.
Wulfgar también se levantó, cogiendo a Aegisfang.
—Vosotros dos cubrid el perímetro más corto —indicó Catti-brie—. Yo me mantendré como enlace entre vuestra posición y la de Drizzt, que se encargará de reconocer el terreno.
—¿No sería mejor esperar hasta que se hiciera de noche? —preguntó Regis.
—Los orcos luchan mejor de noche —contestó ella.
—Y no tenemos mucho tiempo que perder —agregó Drizzt. Volviendo el rostro hacia Bruenor, el drow añadió—: En todo caso, espero que los lugareños acepten dejar marchar a los débiles y los enfermos.
—Dagnabbit en este momento está preparando una vía de escape para los enfermos —informó el enano—. Aunque me temo que pocos accederán a marcharse sin combatir. Ésta es su ciudad, elfo, el único hogar que han conocido durante años. Todos confían en Withegroo, y la verdad es que el viejo parece ser un elemento en quien se puede confiar.
—Espero que Withegroo no se esté equivocando —dijo Drizzt—. Si el enemigo es tan numeroso como parece, las gentes de esta ciudad harían mejor en escapar cuando todavía están a tiempo.
—Mejor será que salgáis a efectuar ese reconocimiento —zanjó Bruenor—. Yo trataré de convencerlos mientras estáis fuera. Prepararé los caballos y las carretas, y trataré de hablar con Withegroo a solas, sin que nos molesten los gritos de todos esos locos que insisten en vengar a los suyos como sea.
—¿Piensas que te hará caso? —terció Catti-brie.
Bruenor se encogió de hombros y respondió con un guiño más bien teatral.
—Se supone que sigo siendo el rey.
Dicho esto, los cuatro ojeadores se pusieron en camino y salieron de la ciudad.
Wulfgar y Regis se desplegaron en el terreno elevado que había junto a las murallas, mientras que Cattibrie se quedó en otra posición elevada y fácil de defender, unos cien metros por delante, y Drizzt se marchó en solitario a explorar las cercanías.
Si bien otros grupos de reconocimiento salieron de Shallows, ninguno estaba tan organizado ni era tan eficiente.
Uno de estos grupos, formado por siete ciudadanos, pasó junto a Wulfgar y Regis a pocos metros de la puerta meridional de la ciudad.
—Buena suerte —saludaron al pasar.
—Quizás sería mejor para la ciudad que os quedarais en el interior, colaborando en la preparación de la defensa —sugirió Wulfgar con determinación.
El hombre se detuvo y miró al bárbaro con fijeza.
—Ya nos encargaremos nosotros de evaluar las fuerzas del enemigo —explicó Wulfgar—. Una vez que hayamos determinado su número, se lo comunicaremos a los oficiales de la ciudad. En el mundo no hay un rastreador tan habilidoso como Drizzt Do’Urden.
El hombre seguía mirándolo fijamente, como si sus palabras constituyeran una afrenta personal.
—Todos los que salgan corren gran peligro —insistió el bárbaro, sin amilanarse—. Shallows no está en situación de sufrir la pérdida de siete de sus defensores.
El hombre ahora lo estaba mirando furibundo, como si ya no pudiera contenerse más.
Regis en aquel momento intervino e indicó al hombre que se acercara.
—Hay otras consideraciones… —indicó el mediano, mirando de reojo a Wulfgar, a quien dedicó un guiño de complicidad.
El ojeador de Shallows miró al mediano con suspicacia, pero Regis esbozó la más inocente de las sonrisas y, con un gesto de la cabeza, indicó al hombre que lo acompañara a un lado del camino. Los dos conversaron un rato en privado, hasta que el ojeador de Shallows volvió al camino con una ligera sonrisa en el rostro.
—¡Nos volvemos a la ciudad! —indicó a sus compañeros—. Nuestros amigos tienen razón. Haríamos mal en dividir nuestras fuerzas en un momento como éste.
La orden fue acogida con murmullos de descontento, si bien pronto quedó claro quién tenía la autoridad. Al cabo de un momento, la pequeña partida dio media vuelta y emprendió el regreso a la ciudad.
—¿No te da vergüenza emplear así tu rubí mágico? —preguntó Wulfgar a Regis cuando todos se hubieron marchado.
—No cuando lo hago por el bien de los demás —contestó Regis, con una sonrisa de oreja a oreja—. Del mismo modo que los oímos llegar a diez metros de distancia, los orcos también los habrían oído. —El mediano volvió su rostro hacia el sur—. Si son tantos como nos han dicho, yo diría que acabamos de salvar a esos siete inconscientes de una muerte segura.
—¿Dirías que se trata de un simple aplazamiento temporal? —preguntó el bárbaro, cuyas palabras consiguieron que la ancha sonrisa se esfumara del aniñado rostro de Regis.
El mediano volvió a mirar hacia el sur. Cattibrie llegaba corriendo armada con su arco, haciéndoles gestos con los brazos.
Regis se estremeció. Wulfgar corrió hacia ella, llegando a tiempo de sujetarla cuando la mujer tropezó en su carrera. Sólo entonces Regis y Wulfgar comprendieron que estaba siendo perseguida por un grupo de arqueros.
El mediano miró a sus espaldas. Los siete ojeadores salidos de Shallows acudían en su socorro.
—¡Volved a la ciudad! —ordenó—. ¡Volved a la ciudad y que todo el mundo se sitúe en las murallas! ¡Que la puerta levadiza esté lista para franquearnos el paso!
Regis de nuevo volvió el rostro. Wulfgar y la lastimada Cattibrie corrían en su dirección. Recién salida de entre la maleza y las piedras, una horda de orcos se lanzaba al ataque.
Regis calculó la distancia que lo separaba de sus compañeros y comprendió que de nada serviría unirse a ellos en su fuga. El mediano dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, a la que llegó casi al mismo tiempo que sus dos amigos. La puerta levadiza se cerró con estrépito después de que los tres se refugiaran en la ciudad. Tras examinar por un instante la herida de Cattibrie, que era superficial, los tres se dirigieron a las escaleras y los parapetos de la muralla.
Mientras los orcos llegaban en tropel, las trompetas de la guardia resonaban por toda la ciudad, llamando a sus habitantes a la defensa.
Con todo, el grupo de orcos no llegó a lanzarse contra las murallas. En el último instante, algo atrajo su atención y los hizo salir corriendo hacia el sur entre salvajes aullidos.
—Ése tiene que haber sido Drizzt —dijo Regis.
—Lo ha hecho para darnos un poco de tiempo —repuso Catti-brie.
La mujer miró a Wulfgar. El rostro del bárbaro exhibía una severa preocupación.
La primera piedra arrojada por los orcos se estrelló contra la muralla de la ciudad pocos minutos después de la puesta del sol. De forma sorprendente, la piedra había sido arrojada desde el norte, del otro lado de la estrecha quebrada.
Las trompetas resonaron y los defensores de Shallows corrieron a sus posiciones, lo mismo que los enanos de Dagnabbit y el rey Bruenor y sus amigos.
Una segunda piedra se estrelló contra el muro, a más corta distancia esta vez.
—¡Ni siquiera puedo verlos! —gruñó Bruenor a sus tres amigos, que asimismo estaban en la muralla septentrional, esforzándose en escudriñar la oscuridad.
—¡Allí! —exclamó Regis, señalando una gran roca que parecía rodar sobre sí misma.
Guiñando los ojos, sus compañeros acertaron a divisar las formas de los orcos en la lejanía.
Cattibrie agarró su arco, apuntó con cuidado y torció hacia arriba para compensar la distancia. La flecha salió disparada como un relámpago en el cielo todavía rojizo.
Aunque la flecha no acertó a ningún gigante, su resplandor le indicó que había ido a caer en la zona aproximada donde se encontraban los enemigos. Cattibrie de nuevo apuntó con el arco, apretando los dientes por la herida superficial que un venablo orco le había causado en el hombro. Antes de disparar, tuvo que apoyarse en Wulfgar, pues la muralla se estremeció terriblemente al ser golpeada por una piedra de los orcos.
—¡Cubríos! —exhortó un centinela desde el parapeto.
Cattibrie volvió a empuñar su arco y disparó un segundo flechazo, antes de ponerse a cubierto, como todos sus compañeros, pues una gran piedra acababa de caer en el patio que había a sus espaldas. Después de que otra piedra cayera a pocos metros de distancia, una tercera se estrelló de lleno contra el muro y una cuarta cayó en la esquina nororiental de la muralla, derribando a varios de los defensores.
—¿Cuántos son esos malditos gigantes? —inquirió Bruenor, corriendo para ponerse a cubierto.
—¡Demasiados! —contestó Regis.
—Tenemos que dar con la forma de contenerlos —indicó el rey de los enanos.
Un grito proveniente de la muralla meridional le indicó que en aquel momento había problemas más acuciantes de los que ocuparse.
Cuando Bruenor, Wulfgar, Regis y Cattibrie llegaron al muro meridional y se situaron junto a Dagnabbit y los demás enanos, los orcos acababan de lanzarse a una ofensiva total. La llanura que se extendía ante la ciudad se veía cubierta por una horda inmensa que llegaba al asalto y cuyos aullidos impregnaban la atmósfera. Eran cientos y cientos los que llegaban, sin que su avance se detuviera un ápice cuando fueron recibidos por una lluvia de flechas disparadas desde la muralla.
—Lo vamos a pasar mal —comentó Bruenor.
—Quienes lo pasarán mal serán esos orcos del demonio —contestó Dagnabbit con entereza—. ¡Situémonos en el centro! —ordenó a los quince guerreros que tenía a sus órdenes—. ¡Que nadie pase por esas puertas! ¡Que nadie suba a las murallas!
Con vítores a Mithril Hall y al rey Bruenor, los encallecidos soldados de Dagnabbit se dirigieron a la zona señalada, el punto más débil de la muralla meridional de Shallows. Moviéndose al unísono, una vez que hubieron llegado allí, echaron mano a sus saetas y martillos de enano y se agazaparon a la espera de sus enemigos. Los orcos seguían progresando, arrojando flechas y jabalinas a los defensores. Los enanos aguantaron en la muralla hasta el último instante, se pusieron en pie de golpe y arrojaron sus martillos contra la vanguardia de los orcos, cuya carga se vio frenada de inmediato.
Los arqueros de Shallows al momento los rociaron con flechas desde los muros, secundados por Cattibrie, cuyo arco causó estragos en las filas enemigas. Sus flechas relámpago derribaban a un orco tras otro.
Un grito resonó a sus espaldas. Uno de los defensores de la ciudad acababa de ser alcanzado por una de las grandes piedras arrojadas por los gigantes. La continua lluvia de pedruscos dejaba bien claro que los gigantes seguían haciendo de las suyas.
Los enanos de Dagnabbit dispararon una segunda oleada de flechas contra las orcos antes de saltar del parapeto y reagruparse en las puertas, secundados por el rey Bruenor. Aunque la oscuridad era cada vez más profunda, las flechas de Cattibrie y los arqueros del lugar seguían causando una enorme mortandad entre los asaltantes.
Sobre las almenas del parapeto empezaron a caer maromas y garfios arrojados desde el exterior, muchos de los cuales encontraron sujeción. Sin dejarse amedrentar por la letal lluvia de dardos, varios orcos empezaron a trepar por los muros. A todo esto, una verdadera horda de brutos se lanzaba contra las puertas de la muralla, que se estremecieron visiblemente ante el impacto de la carga.
—¡Ojalá Drizzt estuviera con nosotros! —exclamó Regis, que no las tenía todas consigo.
—Pero no lo está —recordó Wulfgar, cuya mirada se cruzó con la del mediano.
Con un áspero gruñido de determinación, el bárbaro indicó a Regis que lo siguiera. Ambos echaron a correr por el parapeto. El robusto Wulfgar agarraba cuantos garfios y maromas veía, valiéndose de sus poderosos músculos para soltarlos de las almenas incluso cuando los orcos estaban ya trepando por ellos.
Un orco alcanzó el parapeto en el momento en que Wulfgar iba a aferrar el garfio del que pendía la maroma por la que el bruto acababa de subir. El bárbaro soltó un rugido y giró sobre sí mismo. El orco aulló con rabia y levantó su pesado garrote.
En ese momento, sin embargo, una flecha de estela plateada alcanzó al bruto en la axila e hizo que el orco se desplomase muralla abajo.
Wulfgar miró a Cattibrie durante un segundo, antes de soltar el garfio prendido a la almena. Justo entonces, un segundo orco apareció en el parapeto. Regis le asestó un tremendo mazazo en plena cara.
—¡Sígueme hacia el este! —indicó Wulfgar.
El bárbaro corrió a taponar una brecha que estaba a punto de ser traspasada por una horda de brutos enzarzados en estrecho combate con los arqueros de la ciudad.
Regis lo siguió corriendo, pero se detuvo en seco cuando advirtió que las manos de un nuevo orco se posaban sobre una de las almenas. En vez de recurrir a su maza, Regis esta vez hizo frente al bruto valiéndose de su mágico rubí.
El orco se quedó paralizado, hipnotizado por la gema giratoria, de cuyos destellos se desprendían promesas sin cuento y apelaciones a la buena voluntad. En una fracción de segundo, el bruto se convenció de que el mediano dueño de aquella mágica gema era el mejor de sus amigos.
—¿Eres un orco robusto? —preguntó Regis, sin que el aludido pareciese entender sus palabras—. ¿Eres fuerte? —insistió el mediano, haciendo ostentación de bíceps, por mucho que los suyos no fueran demasiado impresionantes.
El orco sonrió y gruñó a modo de afirmación.
Regis le indicó que volviera a agarrar la maroma por la que había subido. El orco así lo hizo. Regis entonces le indicó que saltara al muro y se quedara colgando de la maroma y no se moviera, con lo que consiguió que el propio bruto bloquease la ascensión de sus compañeros.
Al advertir que Cattibrie lo estaba mirando con estupefacción, Regis se encogió de hombros y volvió la vista hacia Wulfgar, que en ese momento alzó a un orco en vilo y lo arrojó contra otros dos que trepaban por el muro. Las tres bestias cayeron al vacío.
Con todo, otros puntos de la muralla estaban siendo tomados al asalto por los orcos. En el centro de la defensa se encontraban diecisiete enanos escogidos y dirigidos por Dagnabbit y Bruenor. Cuando los orcos llegaron, los valerosos enanos los acometieron con furiosos hachazos y martillazos.
Al frente de los suyos, Bruenor descargó un tremendo martillazo en las piernas al primer orco que saltó del parapeto. El bruto trazó una pirueta en el aire y fue a estrellarse contra el suelo. Sin molestarse en rematarlo, el enano embistió con su escudo contra el segundo orco que saltó tras el muro. El brutal golpe hizo que ambos salieran despedidos y cayeran al suelo a la vez. Medio atontado por el impacto, el enano sacudió la cabeza y arremetió con el hacha a ciegas, convencido de que el orco se lanzaba ya a por él. Sin embargo, el hacha silbó en el vacío. Bruenor miró a su alrededor y descubrió que el bruto había salido peor parado del choque que él y estaba tumbado de espaldas, con los brazos en el aire y moviendo la cabeza de forma acompasada.
Bruenor se dijo que la cosa no tenía remedio. En la guerra, como en la guerra. El enano se lanzó a por nuevos adversarios, pasando junto al orco, cuyo cráneo hendió de un hachazo.
La ferocidad del ataque había pillado desprevenido a Drizzt. El drow estaba descendiendo por una ladera, no demasiado lejos de sus compañeros, cuando vio que los orcos pasaban a la ofensiva. Aunque consiguió encaminarse hacia la ciudad sin que detectaran su presencia, cuando salió de la hondonada y divisó los muros de Shallows, la vanguardia enemiga estaba muy por delante de él. Sus ojos en ese momento advirtieron que sus tres amigos corrían a toda prisa hacia las puertas de la ciudad. Drizzt se estremeció cuando una flecha rozó a Cattibrie. Para su alivio, entre Wulfgar y Regis consiguieron llevarla al interior de la muralla.
Oculto tras un árbol, el drow vio pasar la horda de orcos que se lanzaba al asalto.
Drizzt sabía bien que no tenía medio de volver a la ciudad para combatir, y acaso morir, junto a sus amigos.
Una partida de brutos pasó por debajo de donde se encontraba. Drizzt pensó en saltar sobre ellos y hacerlos pedazos con sus cimitarras.
Pero el drow siguió donde estaba. Se dijo que aquellos orcos que acababan de pasar corriendo muy bien podrían ser los que matasen a sus amigos, si bien al punto se apresuró a desechar este pensamiento tan morboso como inútil. Lo cierto era que sólo tenía dos opciones: unirse a la batalla desde el exterior o aprovechar la distracción del enemigo para evaluar el verdadero carácter de su fuerza.
El drow contempló las huestes de orcos que se lanzaban contra las murallas de Shallows. ¿Qué podía él hacer en el exterior? ¿Con cuántos enemigos podría acabar?
¿Serviría de algo que diera cuenta de un puñado de brutos?
No, Drizzt tenía que confiar en que sus compañeros y las gentes de Shallows sabrían resistir el asalto. Lo más probable es que ése fuera un simple ataque de tanteo para poner a prueba las defensas de la ciudad.
Lo más útil que podía hacer era recoger información sobre el tamaño y la fuerza del ejército enemigo, la situación precisa de sus campamentos y defensas.
Después de que el último orco pasara corriendo a su lado, Drizzt abandonó su escondrijo y echó a correr, no hacia la ciudad sitiada, sino hacia el este, el lugar de donde provenía el grueso de los asaltantes.
Harto de recibir golpes y echar orcos al vacío, Wulfgar apenas si podía levantar ya los brazos. Con todo, el bárbaro seguía luchando hasta el último aliento, arremetiendo contra todo el que osaba poner el pie en el parapeto.
La sangre manaba de una docena de heridas en su cuerpo, así como del de Regis, que luchaba con valentía, valiéndose de su maza y su mágico rubí a partes iguales.
Wulfgar no dejaba de tener presente la ausencia de Cattibrie, a quien llevaba un rato sin ver.
Temeroso por lo que hubiera podido pasarle, Wulfgar miró muralla abajo. El momento de distracción fue aprovechado por los orcos, que lo rodearon.
Una flecha silbó ardiente a su lado y clavó a uno de los brutos contra la piedra entre un destello cegador. Wulfgar comprobó con alivio que Cattibrie estaba, sana y salva, en lo alto del torreón emblemático de la ciudad.
La mujer disparó una nueva flecha y dedicó un gesto a Wulfgar con la cabeza.
El bárbaro giró sobre sí mismo y derribó a un orco con el martillo, tras lo cual se situó junto a Regis, a quien un segundo bruto acometía. No obstante, el orco se detuvo de pronto, hipnotizado por el mágico rubí giratorio que el mediano tenía en la mano.
Wulfgar se lanzó entonces contra otro orco, a quien levantó en vilo y tiró muralla abajo, justo en el momento en que recibía el golpe de un garrote. Con un gruñido de dolor, Wulfgar recibió un nuevo golpe, si bien esta vez consiguió aferrar el garrote del bruto. Flexionando sus músculos, el bárbaro acercó su rostro al del orco pestilente.
El bruto intentó morderlo, pero Wulfgar le propinó un tremendo cabezazo en la nariz, dejándolo por completo aturdido. Sin más dilación, el bárbaro lo alzó en vilo y lo arrojó por la muralla.
Su mirada se volvió hacia el torreón, donde Cattibrie y dos arqueros más estaban disparando flecha tras flecha contra las huestes del exterior.
Wulfgar en ese momento notó una presencia a su lado. Se trataba de Withegroo, el viejo mago, que salmodiaba un extraño cántico.
—¡La puerta está cediendo! —exclamó un enano en el patio.
Wulfgar miró hacia abajo y vio que Bruenor y los suyos corrían a reforzar la defensa de la puerta que amenazaba con caer.
En ese mismo instante, por el rabillo del ojo vio como una pequeña bola de fuego llegaba volando del cielo y trazaba un airoso arco sobre las almenas de la muralla.
Una oleada de intenso calor envolvió su cuerpo cuando la bola de fuego convocada por Withegroo estalló entre las filas de los orcos.
El ruido de la explosión sacó de su encantamiento al orco que estaba frente a Regis. Antes de que el mediano pudiese reaccionar, el bruto le soltó una puñalada.
Con un grito de angustia, Regis cayó de espaldas al suelo.
Wulfgar se lanzó sobre el orco y lo derribó. Caído de bruces, la bestia trató de levantarse, pero el bárbaro agarró su cabeza con ambas manos y, con un grito de rabia, empezó a golpearle el rostro contra la piedra del parapeto, una y otra vez, hasta que el orco dejó de resistirse, hasta que su cráneo no fue más que un amasijo ensangrentado.
Wulfgar seguía machacando el rostro del orco cuando una mano lo agarró por el hombro.
Wulfgar se dio media vuelta en el acto. Era Bruenor.
—Han huido en desbandada —explicó el enano—. Ya puedes dejarlo.
Wulfgar se levantó, no sin antes darle una última sacudida al orco muerto.
—¿Cómo está Regis? —preguntó jadeante.
Con un gesto de la cabeza, Bruenor señaló al patio. Rodeado por un círculo de enanos que lo atendían como podían, el mediano estaba sentado en el suelo, apenas consciente. La sangre manaba de una herida en su costado.
—Eso tiene que hacer daño —comentó Bruenor.