Espada contra espada
Eran cazadores, gentes de la frontera por necesidad convertidos en guerreros experimentados. Los hombres y mujeres de Shallows estaban familiarizados con el manejo de la espada y sabían lo que era dar muerte a un enemigo en combate. Los orcos y los goblins menudeaban por la región.
Las gentes de Shallows conocían bien los hábitos de los seres que habitaban los oscuros túneles de las montañas, al igual que los rasgos distintivos y las añagazas de los odiados orcos.
Acaso los conocían demasiado bien.
La partida de ojeadores que salió esa noche de Shallows no se mostró particularmente atenta, a pesar de las advertencias del rey Bruenor y sus compañeros, a pesar de lo sucedido en Clicking Heels. En el momento en que Drizzt volvía a la ciudad con el orco capturado, una columna formada por una docena de guerreros salía por la puerta meridional de Shallows, avanzando con rapidez por el terreno familiar.
Cuando encontraron huellas de orcos, decidieron que los brutos eran apenas dos o tres. Ansiosos de entrar en liza, los ojeadores se olvidaron de su misión exploratoria y fueron a la caza de los orcos. Mientras descendían por un sendero empinado y surcado de rocas, intuían que los brutos estaban cerca. Todas las espadas, hachas y lanzas estaban listas para el ataque.
La mujer que iba en vanguardia hizo una seña a sus compañeros, indicándoles que se detuvieran. A continuación se agachó y reptó en silencio hasta llegar a un par de peñascos. En su rostro se dibujaba una sonrisa confianzuda, pues estaba segura de que al otro de las rocas sorprendería a dos o tres orcos, por completo ignorantes de que estaban a punto de morir.
Su sonrisa desapareció como por ensalmo al observar, no ya a dos o tres orcos, sino a una gigantesca partida de dichos humanoides, armados hasta los dientes y prestos para el combate.
Convencida de que no había sido detectada pero segura de que su grupo sí había sido visto mucho antes, acaso cuando descendía por la cañada, la mujer retrocedió unos metros en silencio y pensó qué convenía hacer. Cuando ya se disponía a avisar a sus compañeros, para que al menos establecieran una posición defensiva, vio algo que la dejó atónita.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. En un peñasco que se alzaba a espaldas de sus compañeros, la mujer estaba viendo las siluetas inconfundibles de muchísimos de sus enemigos.
Un grito proveniente de un ojeador que se había rezagado terminó de confirmar aquel horror. Todos los rostros se volvieron hacia lo alto.
Entre aullidos salvajes, los orcos bajaron en tropel.
La mujer pensó en acudir en socorro de sus compañeros, pero cuando a sus espaldas resonaron las pisadas de los orcos que se lanzaban a completar la pinza, se agazapó tratando de pasar desapercibida. La horda de brutos pasó a su lado sin que nadie reparase en ella. La mujer supo que sus compañeros no tenían escapatoria.
Demasiados enemigos, se dijo. Demasiados.
La mujer volvió a agazaparse, tapándose los oídos para no oír los horribles gritos de agonía que llegaban del campo de batalla. Sus ojos vieron cómo un hombre era levantado en vilo por tres jabalinas de los orcos. Entre aullidos, el hombre pateaba con frenesí. Consiguió sustraerse a las lanzas enemigas y cayó de pie al suelo, por mucho que sus heridas sin duda fueran mortales. El valeroso ojeador vendió cara su piel, hasta que un puñado de brutos se le echó encima y acabó con él a garrotazos.
Encogida, sin apenas levantar más la vista, la mujer se escurrió entre los dos peñascos y se agazapó en la estrecha fisura que había entre ambos. Desesperada, hizo esfuerzos por controlar su respiración y reprimir el grito de angustia que pugnaba por brotar de su alma. Desde donde se encontraba no podía ver el campo de batalla, pero sí podía oír lo que allí estaba sucediendo. Demasiado bien.
Aterrada, siguió inmóvil en la oscuridad durante un rato que le pareció eterno, hasta que el último de los gritos hubo dejado de resonar mucho tiempo atrás. La mujer entendía que por lo menos uno de sus compañeros había sido apresado.
Pero no había nada que ella pudiera hacer.
Allí siguió, rezando para que ningún orco pasara junto a las rocas y la descubriese, esforzándose por contener las lágrimas durante la noche entera. Una fatiga tremenda finalmente se hizo con su cuerpo.
El canto de los pájaros la despertó a la mañana siguiente. Todavía aterrorizada, tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para atreverse a salir de su escondrijo.
Cuando se decidió, se vio obligada a salir con los pies por delante, lo que le resultó tan arduo física como mentalmente. Mientras salía de la angosta fisura palmo a palmo, no sabía si una jabalina se clavaría en su vientre antes de que pudiese volver a ver la luz del sol.
Cuando por fin asomó el rostro, el brillante resplandor la obligó a parpadear. La mujer se sentó y contempló el panorama. Los cuerpos de sus compañeros estaban tendidos por todas partes. Por allí se veía un brazo, por allá una cabeza… Los orcos los habían mutilado salvajemente.
Tratando de recobrar el aliento, la mujer intentó ponerse en pie. Cayó de rodillas y se puso a vomitar.
La mujer necesitó tiempo para que las piernas fueran capaces de sostenerla, más tiempo aún para alejarse del lugar donde sus compañeros habían sido masacrados, sin fuerzas para tratar de devolver un poco de dignidad a los cadáveres, sin energías para ponerse a buscar cabezas o extremidades perdidas o para contar los cuerpos a fin de determinar cuántos de sus amigos habían caído prisioneros.
Eso no importaba, pues la mujer sabía que quienes hubieran sido apresados a esas horas estaban muertos. O que ése sería su deseo.
La mujer salió de la vaguada avanzando con paso cauto, extremando las precauciones. Sin embargo, de los orcos no había ni rastro. Una vez se encontró en terreno llano, le costó dar el primer paso, lo mismo que el segundo, pero pronto echó a correr a través de los dos kilómetros escasos que la separaban de los muros de Shallows.
—¡Os digo que no hay derecho! —exclamó un enano que andaba más bien achispado.
El enano se levantó de su silla y descargó un puñetazo de frustración en la mesa. —¿Os habéis olvidado ya de los años que luchó en defensa de la ciudad? ¡Más años de los que nadie ha combatido! ¡Os digo que no hay derecho!
El enano señaló acusadoramente a un grupo de humanos que estaban sentados a una mesa vecina en aquella taberna atestada de parroquianos.
Desde la barra del establecimiento, Shingles estaba contemplando el espectáculo con expresión de resignación, expresión que se acentuó cuando uno de los humanos conminó al ebrio enano a guardar silencio de una vez.
—A ver si cerramos el pico, que ya está bien.
¿Había alguien en Mirabar que no tuviera los nudillos lastimados como consecuencia de las últimas y continuas peleas a puñetazos?
—¿Otra vez? No, por favor… —musitó una voz a su lado.
Shingles volvió el rostro en la dirección de quien acababa de sentarse a su lado. El viejo enano alzó su jarra de cerveza para mostrar su acuerdo, pero de pronto se quedó boquiabierto.
—¿Agrathan? —preguntó el atónito Shingles.
El consejero Agrathan, sucio y desastrado, de incógnito a todas luces, se llevó un dedo a los labios en demanda de silencio.
—El mismo —respondió con voz queda, echando una mirada a su alrededor para cerciorarse de que nadie los estaba observando—. Me ha llegado el rumor de que se avecinan problemas.
—Hay problemas desde que el tonto del Marchion echó el guante a Torgar Hammerstriker en mitad del camino —respondió Shingles—. Desde entonces salimos a una docena de trifulcas por día. Lo único que faltaba era que a esos humanos mentecatos les diera por aventurarse por aquí para caldear el ambiente todavía más.
—En la superficie hay quien considera que aquí es donde se demuestra la lealtad de los enanos —explicó el consejero.
—Lealtad… ¿A la ciudad o a los enanos?
—A la ciudad, que es lo único que importa para muchos.
—Otra vez vuelves a hablar como un humano —lo regañó Shingles.
—Sólo te estoy diciendo cómo están las cosas —protestó Agrathan—. Si no quieres saber la verdad, no me hagas más preguntas.
—¡Bah! —zanjó Shingles, que a continuación se echó un largo trago de cerveza—. ¿Y qué me dices de la lealtad del Marchion con las gentes de Mirabar? ¿Es que él no nos debe lealtad?
—Elastul está convencido de haber obrado en interés del pueblo de Mirabar al impedir que Torgar se dirigiera a Mithril Hall, donde muy bien podía revelar nuestros secretos —respondió Agrathan.
Era un argumento que Shingles y los demás habían oído infinidad de veces desde que Torgar había sido encarcelado.
—¡Más años de los que habréis vivido cuando el sepulturero os cubra de tierra! —exclamó el enano borracho en su mesa, con voz más alta y vehemente.
A esas alturas, el enano estaba amenazando con el puño en el aire a los hombres sentados a la mesa vecina. Borracho como una cuba, finalmente se levantó de su silla y se dirigió hacia los hombres, que al momento se pusieron en pie, como lo hicieron muchos de los demás humanos que había en el establecimiento, como lo hicieron muchísimos de los enanos que allí se encontraban, entre otros, los compañeros del borracho, que corrieron a refrenarlo.
—Más años de los que el Marchion llegará a vivir, más de lo que diez marchiones vivirían —apostilló Shingles a Agrathan—. Torgar y los suyos llevan sirviendo a esta ciudad desde que Mirabar es Mirabar. Lo que no se puede hacer es encarcelar a un personaje así y esperar que todos estén de acuerdo.
—Elastul sigue convencido de que obró de la forma correcta —insistió Agrathan.
Por un segundo, Shingles creyó detectar una expresión de remordimiento en la cara del consejero.
—En ese caso, espero que le hayas dicho que es un necio de tomo y lomo —replicó Shingles.
Agrathan se lo quedó mirando con expresión de severidad.
—Harías mejor en medir tus palabras al hablar de nuestro soberano —advirtió.
Además de jurar fidelidad a Mirabar, cuando asumí el cargo de consejero de las Piedras Relucientes también juré fidelidad al Marchion Elastul.
—¿Debo tomármelo como una amenaza, Agrathan? —repuso Shingles.
—Como un simple consejo, más bien —puntualizó el consejero—. Te recuerdo que las paredes tienen oídos. El Marchion Elastul es muy consciente de los problemas que se avecinan.
—Unos problemas que él se buscó cuando ordenó que prendieran a Torgar —rezongó Shingles.
Agrathan suspiró.
—He venido a verte porque quiero que me ayudes a calmar los ánimos. La cosa está que arde. Hablo muy en serio.
En ese preciso instante, el enano borracho se soltó de sus compañeros y arremetió contra los humanos. La pelea pronto se extendió por todo el local.
—¿Y bien? —gritó Agrathan a Shingles entre el fragor de la trifulca—. ¿Vas a ayudarme, sí o no?
Shingles seguía tranquilamente acomodado junto a la barra, a pesar del estallido de violencia en la taberna. Lo cierto era que llevaba un mes considerando qué podía hacer para arreglar la situación. Estaba harto de contemplar las peleas incesantes, entre humanos y enanos, entre enanos y enanos. En los últimos días, Shingles se había estado esforzando en apaciguar un tanto los ánimos cada vez que alguien retomaba la discusión, con la esperanza de que el encarcelamiento de Torgar fuera temporal, de que Elastul llegara a darse cuenta de lo mucho que se había equivocado al ordenar la captura de Torgar.
—Te ayudaré si me prometes que Elastul pronto dejará a Torgar en libertad —contestó por fin.
—Las condiciones no han cambiado —replicó Agrathan—. El Marchion lo soltará después de que Torgar dé muestras de arrepentimiento.
—Torgar nunca hará algo así.
—Pues en ese caso nunca será libre. Elastul se muestra inconmovible.
Un cuerpo pasó volando junto a ellos, desapareciendo tras la barra con tal rapidez que no tuvieron tiempo de saber si se trataba de un enano o un humano.
—¿Vas a ayudarme, sí o no? —repitió Agrathan.
La trifulca a esas alturas era generalizada y amenazaba con escapar a todo control.
—Pensaba que ya te lo había dejado claro hace días —dijo Shingles.
Dicho esto, Shingles soltó a Agrathan un tremendo puñetazo. El consejero se desplomó como un fardo.
El gesto de Shingles sirvió para que todos los enanos que pensaban como él prorrumpieran en vítores y redoblaran sus golpes. Para los humanos y enanos defensores del Marchion, el puñetazo propinado por el acérrimo defensor de Torgar supuso una llamada a las armas.
A los pocos segundos, todos los que se encontraban en la taberna se habían enzarzado en la pelea, que empezaba a extenderse a la calle. A la puerta del local empezaron a afluir numerosos contendientes, enanos en su mayoría y en general defensores de Shingles.
Cuando la batalla campal empezaba a decantarse por los partidarios de Shingles, los miembros del Hacha de Mirabar acudieron en tropel, enarbolando sus armas y conminando a los enanos a dispersarse. Esta vez, sin embargo, los enanos defensores de Torgar Hammerstriker no estaban dispuestos a ceder tan fácilmente.
Muchos de ellos salieron corriendo nada más llegar los guerreros del Hacha y volvieron poco después enfundados en sus mallas de combate y armados hasta los dientes, muy superiores en número al destacamento llegado en misión de policía. En el curso de la subsiguiente pelea callejera, cada vez más partidarios de Shingles corrieron a sus hogares a por sus cotas de malla y armas, mientras gran número de los enanos leales a Elastul los insultaban con crudeza y advertían sobre las consecuencias de sus actos.
Con todo, por sorprendente que resulte, pocos fueron más allá y osaron emplear sus armas contra quienes eran sus hermanos de sangre.
La situación siguió así, encallada, durante largo rato, aunque a medida que crecía el número de enanos rebeldes —cien, doscientos, trescientos—, los soldados del Hacha, humanos en su mayoría, empezaron a replegarse hacia los ascensores que llevaban a la superficie.
—¡Mejor que os retiréis cuanto antes! —avisó Shingles, que encabezaba las filas de los rebeldes—. Si no lo hacéis, correrá la sangre. La gente está furiosa por el trato dispensado a Torgar.
—La palabra del Marchion Elastul… —replicó un oficial del Hacha.
—La palabra de Elastul de nada os servirá cuando estéis muertos —lo interrumpió Shingles.
A Shingles lo sorprendían sus propias palabras, como lo sorprendía el curso que estaban tomando los acontecimientos. Era un curso que sin duda los iba a llevar a la superficie y, acaso, a abandonar la ciudad para siempre. El ánimo de los enanos era muy distinto al del día de los primeros disturbios, motivados por una pura reacción emotiva.
Hoy las cosas eran muy distintas: ya no cabía hablar de disturbios, sino de un motín generalizado y en toda regla.
—¡Vosotros decidís! —agregó Shingles, dirigiéndose a los del Hacha—. Si lo que queréis es combatirnos, combate tendréis. ¡Pero de un modo u otro, está claro que a Torgar lo vamos a sacar de la cárcel!
Shingles en ese momento advirtió por el rabillo del ojo la presencia a su lado de Agrathan, cuyo rostro estaba ensangrentado. El consejero lo miró con expresión suplicante y desesperada, instándolo a reconsiderar su actitud por el bien de la ciudad.
Los enanos rebeldes acogieron con vítores las tajantes palabras de Shingles. A centenares, los enardecidos enanos emprendieron su camino hacia la superficie, tan inexorablemente como una marea.
Las dudas y la aprensión eran visibles en los rostros de los soldados de Mirabar, del mismo modo que la resolución más absoluta era perceptible en la expresión de los enanos que secundaban a Shingles.
La lucha que se desarrolló en el gran corredor que llevaba a los ascensores fue más formularia que otra cosa. Después de un somero intercambio de golpes, los soldados del Hacha corrieron a la sala que daba a los ascensores y cerraron con rapidez las puertas, bloqueando el paso a los enanos. Éstos golpearon las cerradas puertas con indignación, hasta que, a una orden de Shingles, se encaminaron ordenadamente a un segundo pasillo que conducía directamente a la superficie a través de un túnel tan largo como serpenteante.
Con la cara cubierta de sangre, Agrathan se situó frente a la turbamulta rebelde y apeló a su sentido común.
—No hagáis lo que estáis pensando —imploró.
—Haz el favor de apartarte, Agrathan —lo conminó Shingles, con firmeza no exenta de respeto—. Sé que intentaste obtener la liberación de Torgar a tu manera, pero no funcionó. Elastul no se mostró dispuesto a escucharte, ¡así que ahora tendrá que escucharnos a nosotros!
Los vítores que resonaron a sus espaldas apagaron la respuesta de Agrathan. El consejero comprendió que los enanos no iban a detenerse ante nada. Agrathan dio media vuelta y siguió caminando al frente de la multitud enardecida, que al poco empezó a entonar un viejo cántico guerrero que llevaba milenios resonando en las murallas de Mirabar.
El cántico de los enanos hizo que a Agrathan se le terminara de partir el corazón.
Una vez hubo salido del túnel y llegado a la superficie, el consejero cruzó corriendo las posiciones de los guerreros del Hacha y se dirigió a los oficiales, a quienes aconsejó que fueran juiciosos al emplear la fuerza.
Agrathan siguió corriendo calle abajo, en dirección al palacio de Elastul.
—¿Qué sucede? —inquirió una voz a sus espaldas.
Sin detenerse, el consejero volvió la cabeza y vio a la Sceptrana Shoudra Stargleam, que llegaba de una avenida y le hacía señas para que se detuviese. Agrathan continuó corriendo, haciéndole señas para que fuera con él.
—Se han rebelado —anunció Agrathan.
Shoudra dio un respingo, si bien su expresión al momento indicó que la noticia distaba de sorprenderla.
—¿Te parece que va en serio? —preguntó, siguiendo a Agrathan al paso.
—¡O Elastul pone a Torgar en libertad o Mirabar se verá envuelta en una guerra civil! —contestó el enano.
Cuando los dos llegaron a las puertas del palacio de Elastul, Djaffar estaba montando guardia en la entrada. Su expresión era de indiferencia, de aburrimiento incluso.
—La noticia se os ha adelantado —dijo con parsimonia.
—¡Tenemos que hacer algo, y pronto! —exclamó Agrathan—. El consejo debe reunirse. ¡No hay tiempo que perder!
—Ésta no es cuestión del consejo —replicó Djaffar.
—¿El Marchion ha accedido a liberar a Torgar? —inquirió Shoudra.
—Es el Hacha, y no el consejo, quien debe ocuparse de esta cuestión —sentenció Djaffar, cuya actitud era de absoluta seguridad—. Los enanos acabarán aplastados.
Al oír estas palabras, Agrathan se echó a temblar como si estuviera a punto de explotar, y eso fue lo que hizo finalmente: el rabioso consejero se lanzó contra el Martillo, lo agarró por la garganta y lo derribó de espaldas.
Un brillante resplandor puso final a la pelea, cegando a ambos contendientes por igual. Djaffar aprovechó para liberarse. Las miradas de ambos se posaron en Shoudra Stargleam, cuya magia era conocida.
—¿No os dais cuenta de que la ciudad está a punto de estallar? —repuso ella con amargura.
A modo de corroboración de sus palabras, en el aire de la noche resonó el ruido de la batalla, el chocar del metal contra el metal.
—¡Esto es una locura! —exclamó Agrathan—. Mirabar está en grave peligro por culpa…
—¡De la mala fe de un enano! —completó Djaffar.
—¡De la testarudez de Elastul! —corrigió Agrathan—. Llévanos hasta su presencia ahora mismo. ¿Es que el Marchion piensa seguir cruzado de brazos mientras Mirabar arde por los cuatro costados?
Djaffar ya se disponía a responder cuando Shoudra dio un paso al frente y paralizó al obcecado comandante con un encantamiento luminoso. Con la expresión furiosa, Shoudra entró en el palacio.
—¡Elastul! —llamó a gritos—. ¡Marchion!
Una puerta se abrió de golpe. Flanqueado por los otros tres Martillos, el Marchion irrumpió en el vestíbulo.
—¡Te ordené que los mantuvieras bajo control! —imprecó a Agrathan.
—¡Nadie puede mantenerlos bajo control! —replicó el consejero.
—¡El Hacha sí! —intervino Djaffar.
—¡Ni siquiera el Hacha! —zanjó Agrathan, cuyo característico acento de enano era cada vez más perceptible—. Torgar forma parte del Hacha, ¿o es que lo habéis olvidado? Y os recuerdo que de los dos mil soldados del Hacha, quinientos pertenecen a mi… A mi gente. Con un poco de suerte, sólo conseguiréis que se nieguen a combatir a vuestro lado. Y si la suerte os es adversa, lo que sucederá es que se alzarán en armas contra vos.
—Sal a la calle y habla con ellos —ordenó Elastul—. Tu gente está en franca minoría en el exterior, mi querido enano amigo. ¿Es que quieres ser responsable de una matanza?
Agrathan estaba temblando de forma visible, mordiéndose el labio con desespero.
Finalmente se dio media vuelta y salió al exterior. Una vez allí, el ruido de la lucha encaminó sus pasos hacia la cárcel de la ciudad.
—Los enanos rebeldes son mucho más numerosos de lo que piensas —advirtió Shoudra al Marchion.
—Los derrotaremos.
—¿Y qué sucederá entonces? —preguntó la Sceptrana, cuya pregunta dejó sin respuesta al testarudo Elastul—. Los enanos son nuestros mineros, los únicos con que contamos capaces de extraer el mineral que Mirabar necesita.
—Buscaremos otros —contestó el Marchion, sin demasiada seguridad.
Shoudra se lo quedó mirando con escepticismo.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
—Poner en libertad a Torgar Hammerstriker —respondió ella.
Elastul hizo un gesto de contrariedad.
—No tenéis más alternativa. Ponedlo en libertad y dejadle marcharse. Estoy convencida de que muchos lo seguirán, lo que será una pérdida para Mirabar, pero no todos los enanos se irán. Por lo menos conseguiremos que sigáis manteniendo una reputación de gobernante justo, lo que redundará en que emigren otros enanos a nuestra ciudad. La otra opción es la lucha sangrienta, la guerra civil sin vencedores ni vencidos, la destrucción de Mirabar.
—Me temo que sobreestimas la lealtad que los enanos se deben entre sí.
—Y yo me temo que vos la subestimáis. Para los enanos, lo único que supera en importancia al oro y las alhajas es el vínculo de sangre. Un vínculo que encuentra su raíz en la misma estirpe de los Delzoun. Como consejera y amiga, os pido que pongáis en libertad a Torgar. Cuanto antes, además, antes de que los disturbios se conviertan en una batalla abierta y despiadada.
Elastul bajó la mirada y consideró la propuesta de Shoudra. En su rostro se sucedieron un cúmulo de expresiones, de la ira al temor. Por fin, el Marchion alzó la cabeza y fijó su mirada en Shoudra y Djaffar.
—Ve a liberar al prisionero —ordenó a éste último.
—¡Marchion…! —protestó Djaffar.
—¡Ahora mismo! —cortó Elastul, haciéndole callar en el acto—. Pon en libertad a Torgar Hammerstriker y ordénale que se marche de esta ciudad para siempre.
—En vista de vuestra generosidad e indulgencia, Torgar acaso prefiera quedarse —observó Shoudra, quien tenía sus dudas sobre la conveniencia del destierro del enano.
—Torgar se marchará para no volver jamás. Bajo pena de muerte.
—Muchos de los enanos no verán con agrado vuestra decisión —objetó ella.
—Pues si no les gusta, ¡que se marchen con el traidor! —espetó el Marchion.
¡Veremos si consiguen llegar a Mithril Hall! ¡Y si consiguen hacerlo, será Mithril Hall el que tendrá que afrontar su deslealtad y su falta de principios! ¡Ve ahora mismo! —repitió a Djaffar.
Djaffar torció el gesto, pero indicó a uno de los otros tres Martillos que lo acompañara. Ambos no tardaron en perderse en la noche.
Tras dirigir una última mirada a Elastul, Shoudra Stargleam siguió a los dos Martillos.
La lucha que se desarrollaba en el exterior de la prisión todavía no había alcanzado la categoría de batalla, pues por el momento más bien consistía en una sucesión de trifulcas aisladas. Con todo, la situación amenazaba con salirse de madre, por mucho que Agrathan hiciera lo posible por calmar a los enanos.
Eran cientos los partidarios de Shingles y Torgar, hasta el punto de que sus fuerzas duplicaban a las de los soldados del Hacha. Significativamente, no se veían enanos entre los defensores de Elastul: los que estaban adscritos al Hacha se contentaban con contemplar la escena con los brazos cruzados y una expresión de disgusto en el rostro.
Shoudra volvió el rostro hacia Djaffar, que a su vez estaba mirando a los enanos no combatientes con abierta expresión de desprecio.
—Ni se te ocurra desobedecer las órdenes del Marchion —advirtió la Sceptrana al testarudo Martillo—. Y ni sueñes en retrasar la puesta en libertad de Torgar hasta que ya sea demasiado tarde.
Djaffar se la quedó mirando con una sonrisa malévola.
—Cuento con encantamientos prestos para ser usados —advirtió ella.
No era cierto, pero Shoudra estaba decidida a forzar la situación.
Djaffar seguía haciéndose de rogar.
—Nadie saldría vencedor de un conflicto como éste —le recordó la Sceptrana.
¿Es que no te das cuenta, Djaffar? Los propios soldados del Hacha están divididos.
El consejero Agrathan llegó en aquel momento, muy alterado y con los ropajes desastrados, como si alguien lo hubiera estado zarandeando en el aire (justo lo que acababa de suceder).
—¡No hay manera de que entren en razón! —se lamentó con frustración.
—Djaffar ahora mismo conseguirá que se calmen —indicó ella—, pues Elastul le ha ordenado poner en libertad al prisionero. —Shoudra clavó los ojos en el Martillo, quien le dirigió una mirada más bien torva—. Ahora mismo, además. A Torgar le serán devueltas todas sus pertenencias y se le conminará a marcharse de Mirabar en este preciso instante.
—Alabado sea Dumathoin —repuso Agrathan con visible alivio.
El consejero de inmediato se aprestó a difundir la noticia, con lo que consiguió poner fin a muchas de las peleas.
—¡Que el traidor Torgar se largue de una vez, pues! —espetó Djaffar, admitiendo su derrota—. Que se largue de una vez para siempre. ¡Con todos sus apestosos hermanos de sangre, si es eso lo que quiere!
Shoudra se encogió de hombros, sin prestar demasiada atención a las rabiosas palabras del Martillo.
La Sceptrana se situó en el centro de la escena e hizo aparecer una mágica nube de luz sobre su cabeza, a fin de llamar la atención sobre su persona. Con todos los ojos puestos en ella, Shoudra efectuó el anuncio que tantos de los enanos de Mirabar ansiaban oír.
Cuando Torgar Hammerstriker salió de la cárcel poco después, el aplauso que Shingles y los demás le dedicaron fue atronador, si bien no consiguió empañar del todo las imprecaciones y gritos sarcásticos de los humanos. A todo esto, muchos de los enanos del Hacha seguían inmóviles a un lado, como si la cosa no fuera con ellos.
Shoudra se acercó a Torgar, seguida a pocos pasos por el consejero Agrathan.
—Me temo que no eres libre de escoger tu camino —indicó la Sceptrana, cuya expresión, sin embargo, no era la de una enemiga del enano—. Estás obligado a abandonar la ciudad ahora mismo.
—Justo lo que tenía pensado —repuso Torgar.
—Por lo menos, permitidle que se quede esta noche —intercedió Agrathan.
Que tenga oportunidad de despedirse de sus allegados.
—Me temo que son pocos los allegados que van a quedarse en esta ciudad —apuntó una áspera voz a sus espaldas. Ataviado con ropas de viaje y con un gran petate a la espalda, Shingles se acercó al pequeño grupo.
Varios enanos más llegaban ataviados de similar guisa, y eran muchos los que corrían a sus casas a recoger sus pertenencias a toda prisa.
—¡No podéis hacernos esto! —protestó Agrathan, cuya protesta fue la única.
Cuando el consejero fijó la mirada en Shoudra, ésta se limitó a esbozar un gesto de resignación.
Poco después, Torgar Hammerstriker se marchaba de Mirabar para siempre, al frente de unos cuatrocientos enanos, casi la quinta parte de los que vivían en la ciudad.
Muchos de ellos llevaban más de un siglo en Mirabar y bastantes pertenecían a familias que habían estado al servicio de la ciudad desde sus orígenes. Todos se marchaban con la cabeza muy alta, convencidos de que serían mejor tratados allí donde se dirigían, de que el señor de Mithril Hall sabría tratarlos como se merecían.
—Nunca lo habría creído posible… —comentó Agrathan, quien estaba contemplando la escena en compañía de Shoudra y Djaffar.
—Las ratas son las primeras en abandonar el barco —sentenció el Martillo—. Se marchan sólo porque piensan que en Mithril Hall se harán ricos.
—Se marchan porque piensan que allí serán tratados con el respeto que les ha sido negado en la ciudad del Marchion Elastul —corrigió Shoudra—. No hay bien más precioso que el respeto, Djaffar, y pocos seres en todo Faerûn merecen tanto respeto como los enanos de Mirabar.
«Los enanos de Mithril Hall más bien», se dijo Agrathan, que sin embargo refrenó sus palabras a tiempo, pues seguía siendo el líder de más de mil seiscientos enanos de la ciudad, unos enanos que iban a precisar de mayor atención que nunca en estos tiempos tan confusos.
Agrathan sabía que pasaría mucho tiempo antes de que Mirabar lograse superar los nefastos acontecimientos de esos días.
Mucho tiempo.