Un giro inesperado
Seguían avanzando sin problemas por los senderos del Bosque de la Luna. A lomos de Crepúsculo, Tarathiel marchaba al frente. Las campanillas de su silla tintineaban mientras Innovindil y los dos enanos lo seguían andando unos pasos por detrás. El cielo era gris y la atmósfera resultaba un tanto sofocante, si bien los elfos se mostraban bienhumorados, lo mismo que Pikel, que estaba disfrutando de aquel recorrido de maravilla. Con todo, más de una vez se encontraron con que el sendero iba a morir entre los árboles. Buen conocedor del Bosque de la Luna, Tarathiel pronto daba con una nueva senda prometedora. Se diría que Tarathiel constantemente pedía permiso de paso a los árboles, permiso que le era concedido al momento.
A Pikel le encantaba.
De los cuatro, sólo Ivan se mostraba de mal humor. El enano no había dormido bien aquella noche, pues los cánticos de los elfos lo habían despertado varias veces.
Aunque en principio le gustaba unirse a toda canción de taberna o himno dedicado a los dioses de los enanos (lo que venía a ser muy parecido), a todo cántico centrado en los héroes de antaño y los tesoros perdidos y encontrados, a Ivan le parecía que las canciones de los elfos eran una especie de continuo gimotear en honor de la luna y las estrellas.
De hecho, en el curso de los últimos días, Ivan había terminado por hartarse de los elfos y lo único que quería era reemprender de una vez el camino a Mithril Hall. El enano de las barbas amarillas, que no era precisamente famoso por su tacto, había expresado dicho deseo repetidamente a Tarathiel e Innovindil.
Los cuatro se dirigían hacia el oeste tras abandonar la región habitada por los elfos del Bosque de la Luna y torcer ligeramente hacia el norte, allí donde el terreno era más elevado y tendrían oportunidad de divisar el serpenteante río Surbrin. Los enanos entonces podrían continuar su camino hacia Mithril Hall, guiándose por el curso del río.
Tarathiel les había explicado que el viaje les llevaría una semana, menos si conseguían embarcarse en algún tipo de balsa y dejarse arrastrar por la corriente durante la noche.
Pikel e Innovindil charlaban de modo casi constante durante la marcha, intercambiando comentarios e información sobre los distintos animales y plantas que se cruzaban en su camino. En un par de ocasiones, Pikel hizo venir a su hombro alguno de los pájaros que había en las copas de los árboles. El enano después les musitaba unas palabras que los pájaros parecían entender, pues al momento volvían con sus compañeros en la rama del árbol y todos prorrumpían en un gorjear tan alegre como animoso. Encantada ante las habilidades de Pikel, Innovindil sonreía y aplaudía con entusiasmo. Incluso Tarathiel, un elfo de carácter bastante más serio, se mostraba admirado. A Ivan, sin embargo, todo le daba igual. El enano seguía caminando sin detenerse, mascullando imprecaciones relativas a aquellos estúpidos encantamientos.
Como es natural, su conducta no hacía sino incrementar la diversión de los elfos.
Diversión que llegó a su punto culminante después de que Pikel convenciera a los pájaros de la conveniencia de bombardear a su hermano desde el aire.
—¿Por qué no me dejas ese arco tan estupendo que tienes? —rezongó Ivan, dirigiéndose a Tarathiel—. Os prometo que esta noche cenaremos sopa de pichón.
Tarathiel se contentó con esbozar una sonrisa sarcástica, sonrisa que se acentuó cuando Pikel soltó una de sus risitas malévolas.
—Ji, ji, ji…
—En todo caso, no es nuestra intención acompañaros durante todo el camino a Mithril Hall —apuntó Tarathiel.
—¿Y quién os lo ha pedido? —contestó Ivan, un punto desdeñoso. Como quiera que los dos elfos se lo quedaran mirando con cierta sorpresa y desencanto en la mirada, Ivan se corrigió al punto—: Bah… ¿Qué interés puede tener para vosotros visitar la ciudad de los enanos? Aunque está claro que si fuerais a Mithril Hall, mi hermano y yo haríamos lo posible para que os encontrarais tan a gusto como en vuestro pestilen…
Como en vuestro magnífico bosque.
—Ivan Rebolludo, tu invitación suena sincera a más no poder —apostilló Innovindil con falso tono elogioso.
—Claro —contestó Ivan, fijando su mirada en la elfa, sin darse cuenta de la ironía.
—En todo caso, tenemos que hablar de muchas cuestiones con el rey Bruenor —intervino Tarathiel—. Sugiero que le propongáis que envíe un emisario al Bosque de la Luna. Drizzt Do’Urden podría ser el más indicado para dicha misión.
—¿El elfo oscuro? —gruñó Ivan—. Me extraña que dos elfos de la luna como vosotros nos pidáis que os enviemos a un drow. Te aconsejo un poco de prudencia, Tarathiel. Los tuyos tal vez no se tomen muy bien esa hospitalidad que dedicas a los enanos y los elfos oscuros.
—A los elfos oscuros no —corrigió Tarathiel—. Sólo a ese elfo oscuro en particular. Aunque no podamos considerarlo un amigo, Drizzt Do’Urden será bienvenido en el Bosque de la Luna. Sabemos algo sobre él… Una información que puede ser tan importante para él como para nosotros mismos.
—¿Qué información es ésa?
—Por el momento no puedo decir más —respondió Tarathiel—. La historia es demasiado enrevesada para que puedas relatársela al rey Bruenor. La cosa viene de lejos.
—Si queremos hablar con el emisario oficial del rey Bruenor, no es porque desconfiemos de vosotros —añadió Innovindil al notar la expresión suspicaz del enano—. Hay que atender al protocolo, eso es todo. El mensaje que te acabamos de dar reviste gran importancia y estamos seguros de que sabrás comunicárselo a Bruenor con fidelidad y prontitud.
—¡Ajá! —exclamó Pikel, soltando un puñetazo al aire.
Llevado por el entusiasmo del enano, Tarathiel a punto estuvo de hacer otro tanto, si bien finalmente algo llamó su atención. Su expresión se tornó repentinamente seria.
Tras echar una mirada a su alrededor, sus ojos se fijaron en Innovindil. Sin decir palabra, el elfo descendió de su alada montura.
—¿Qué has visto? —quiso saber Ivan.
Tarathiel volvió a mirar a Innovindil, cuya expresión también se volvió sombría.
Tras indicar que guardaran silencio, Tarathiel se dirigió a un lado del camino, caminando sigilosamente, con expresión de máxima atención en el rostro. Ivan ya iba a decir otra cosa cuando el elfo lo conminó a callar con un gesto.
—Ooh… —musitó Pikel, mirando con alarma a su alrededor.
Ivan estaba que echaba chispas, pues lo único que veía era la extraña actitud de sus tres compañeros.
—¿Qué pasa? —demandó, sin que Tarathiel le prestara la menor atención.
Hecho un basilisco, Ivan se acercó corriendo a Pikel.
—¿Se puede saber qué sucede?
Pikel arrugó el rostro y se tapó las narices con asco.
—¿Orcos? —exclamó Ivan.
—Ajá.
Sin decir palabra, Ivan agarró el hacha que llevaba a la espalda y se dio media vuelta, aprestándose a plantar cara a los enemigos, con los pies muy separados y el hacha en ristre, los ojos entrecerrados y concentrados en cada sombra.
—Que vengan si se atreven. Ya tenía ganas de divertirme un poco después de tan tediosa caminata.
—Yo también los he detectado —repuso Innovindil al cabo de un momento.
—Allí —indicó Pikel, señalando hacia el norte.
Los dos elfos miraron y asintieron.
—Últimamente ha habido incursiones de orcos en nuestras fronteras —explicó la elfa—. Como en las ocasiones anteriores, volveremos a derrotarlos. Os aconsejo que no perdáis el tiempo ocupándoos de esas bestias repugnantes. Es mejor que sigáis vuestro camino hacia el oeste y el sur. Ya nos ocuparemos nosotros de esos brutos que osan hollar el Bosque de la Luna.
—Quiá —denegó Pikel, cruzando los robustos brazos sobre el pecho.
—Bah… —bufó Ivan—. ¡No pensaréis que estamos dispuestos a perdernos un poco de diversión! ¿Qué clase de anfitriones sois? ¿Os parece bonito deshaceros de nosotros justo cuando tenemos ocasión de romper unas cuantas cabezas de orco?
Los dos elfos se miraron con sincera sorpresa.
—Por muy distintos que seamos, todos compartimos el mismo odio por nuestros enemigos —adujo Ivan—. Si queréis complacer a un enano, lo único que tenéis que hacer es permitirle machacar a un orco o a cincuenta. ¿Cómo queréis que luego nos acordemos del mensaje que nos disteis para el rey Bruenor?
Los elfos seguían mirándose confusos. Innovindil finalmente se encogió de hombros. Le correspondía a Tarathiel tomar la decisión.
—Muy bien. Venid con nosotros, pues —invitó el elfo—. Veamos qué sucede exactamente, antes de dar la voz de alarma. Y os pido que guardéis silencio.
—Bah… Si no hacemos ruido, los orcos igual acaban por marcharse. Pues qué bien.
El cuarteto avanzó unos pasos en silencio hasta que Tarathiel indicó que se detuvieran. El elfo entonces montó en su pegaso, hizo que Crepúsculo tomara un poco de carrerilla y se elevó en el aire, dirigiéndose hacia el norte.
Tarathiel volvió al cabo de pocos minutos, aterrizó junto a sus tres compañeros y les indicó que permanecieran callados y lo siguieran sin hacer ruido. El elfo los guió hasta la cima de un promontorio que había al norte. Una vez allí, Ivan tuvo ocasión de comprobar que los mágicos poderes de sus amigos no los habían engañado.
Una partida de orcos estaba descansando en un claro del bosque. Los brutos serían una docena, acaso más, pues constantemente entraban y salían de la espesura circundante. Todos portaban unas hachas enormes, idóneas para talar los altos árboles, y, lo que no era frecuente, asimismo estaban armados con arcos y flechas de gran longitud (lo que explicaba que Tarathiel se hubiera dado tanta prisa en regresar a lomos de Crepúsculo).
—Los vi desde lejos —explicó el elfo en voz queda—. No creo que me hayan visto.
—Es preciso que avisemos a los del clan —terció Innovindil.
Tarathiel la miró con escepticismo. Llevaban viajando un par de jornadas. Aunque sabía que los suyos vendrían con rapidez al enterarse de que había orcos en el bosque, no creía que llegasen a tiempo para expulsar del Bosque de la Luna a los intrusos.
—Esta vez no pueden escapar —indicó el elfo con tono sombrío, acordándose de los muchos orcos que habían encontrado refugio en las montañas la última vez.
—En ese caso, matémoslos —propuso Ivan.
—Son tres contra uno —señaló Innovindil—. Cinco contra uno, quizá.
—Entonces no nos durarán ni un periquete —insistió Ivan.
Ivan agitó su hacha. A su lado, Pikel echó mano a la pequeña olla que llevaba en el petate y se la encasquetó en la cabeza.
—¡Ji, ji, ji…! —rió con entusiasmo.
Tarathiel fijó la mirada en Innovindil.
—Hace tiempo que no disfruto de una pelea como es debido —dijo ella, con una sonrisa malévola en el rostro.
—Pero apenas son una docena, así que me temo que tendrás que esperar para disfrutar de una pelea de verdad —objetó Ivan, sin que los elfos le prestaran mucha atención.
—¿Dónde piensas situarte? —preguntó Tarathiel al enano.
—En el centro del grupo, si puede ser —contestó Ivan—. Aunque lo que aquí interesa es situar mi hacha en el cráneo de esos brutos.
La respuesta de Ivan no podía ser más simple. Tarathiel e Innovindil miraron a Pikel, quien se contentó con soltar una de sus risitas: —Ji, ji, ji…
—No os preocupéis por mi hermano —intervino Ivan—. Sabe lo que tiene que hacer. La verdad es que ni yo mismo entiendo cómo se las arregla, pero lo cierto es que en la lucha siempre sale bien parado.
—Muy bien —dijo Tarathiel—. En ese caso, busquemos el lugar idóneo para tender nuestra emboscada.
Tarathiel se acercó a Crepúsculo y musitó unas palabras a su oreja. Mientras el pegaso se marchaba, Tarathiel emprendió el camino opuesto. Innovindil lo siguió, avanzando con idéntico sigilo. Ivan y Pikel entonces se pusieron en camino, no sin hacer ruido al pisar alguna rama u hoja seca.
—Emboscada… —murmuró Ivan a su hermano—. Una vez dispuestos, ¡a repartir se ha dicho!
—Ji, ji, ji… —rió Pikel.
Innovindil esbozó una sonrisa al oír las indicaciones de Ivan. En todo caso, su sonrisa no conseguía ocultar la ansiedad que sentía. Una cosa era confiar en las propias fuerzas; otra muy distinta era caer en la temeridad.
Con los elfos en vanguardia, el cuarteto finalmente llegó junto a aquel claro del bosque.
Los orcos estaban ocupados en sus labores: mientras unos talaban el tronco de un árbol, otros amarraban maromas a las ramas superiores.
—Los atacaremos cuando decidan descansar —indicó Tarathiel en voz baja—. El sol empieza a ponerse. No tardaremos en entrar en acción.
Pikel torció el gesto y negó enérgicamente con la cabeza.
—A mi hermano no le apetece contemplar cómo esos brutos echan abajo un árbol —explicó Ivan.
Los dos elfos se miraron sin saber qué decir. Pikel abrió una bolsita de cuero y sacó unas bayas silvestres de color rojo intenso. La expresión de su rostro ahora era severa. Con aire decidido, el enano se acercó a un roble cercano, el árbol de mayor tamaño que había en las cercanías, y acercó la frente a su grueso tronco. Luego cerró los ojos y empezó a musitar algo.
Sin dejar de recitar su letanía, Pikel de pronto dio un paso adelante y entró en el tronco del árbol, desapareciendo por completo.
—Sí, uno se queda de piedra… —murmuró Ivan a los dos boquiabiertos elfos.
Es un truco que pone en práctica cada dos por tres.
Ivan alzó la mirada hacia las ramas del árbol.
—Allí… —indicó.
Pikel salió del tronco del árbol a unos seis metros de altura y avanzó por una larga rama que se cernía sobre el claro.
—Tu hermano tiene cosas sorprendentes —musitó Innovindil—. Está claro que sabe muchos trucos.
—Unos trucos que nos vendrán bien —terció Tarathiel.
Sus ojos no se apartaban de la docena aproximada de orcos que seguían trabajando a corta distancia, con los arcos a la espalda. Cuando de nuevo miró a Pikel, comprendió que los enanos no tenían intención de esperar más, de modo que indicó a Innovindil que se situara a su lado.
Sin más dilación, Ivan pasó entre ambos hacha en mano y, sin el menor disimulo, haciendo ruido al pisar la seca hojarasca del suelo. De pronto, irrumpió en el claro.
—Veo que sois muy valientes con unos árboles indefensos —se mofó en voz alta.
Los orcos al momento dejaron de talar; un silencio absoluto se hizo en el claro.
Con sus ojos amarillentos abiertos a más no poder, los atónitos orcos volvieron el rostro hacia el intruso.
—¿Qué pasa? —gritó Ivan—. ¿Es que nunca os habéis enfrentado cara a cara con la muerte?
Lejos de lanzarse a un ataque frontal, los orcos empezaron a avanzar hacia él con lentitud deliberada, conminados a gritos por dos de sus cabecillas.
—Ésos dos son los que mandan —murmuró Ivan en dirección a los dos elfos agazapados en la espesura—. Escoged vuestros blancos y apuntad bien.
Los orcos seguían avanzando paso a paso sin apartar la mirada del enano solitario que tan temerariamente los estaba retando a media docena de metros. Los dos cabecillas seguían impartiendo órdenes, animando a los brutos a coger sus arcos y flechas y efectuar una descarga al unísono.
Sin embargo, los dos elfos se anticiparon. Sendos venablos salieron silbando de la espesura. Uno de los cabecillas se desplomó herido por un flechazo en la garganta. La segunda flecha se clavó en el vientre del otro, que cayó al suelo retorciéndose de dolor.
En ese preciso instante, unos pasos por delante de Ivan, el aire se estremeció como el agua en un estanque. La extraña oleada barrió el claro en el mismo momento en que los orcos se lanzaban al ataque.
Las flechas de los brutos se torcieron mágicamente al salir disparadas por los arcos, combándose como las ramas de un sauce y partiendo en las más absurdas direcciones. Todas las flechas menos una, que partió de los árboles vecinos y se dirigió silbando hacia el enano.
Ivan se fijó en ella a tiempo y se agachó, protegiéndose con la hoja de su hacha. El venablo rebotó en el plano del hacha y salió despedido contra el hombro del enano, quien trastabilló por el impacto, aunque sin sufrir herida ninguna gracias a su coraza.
—¡No te olvides de ninguno, estúpido! —indicó Ivan a su hermano, que soltó una risita desde la copa del árbol.
En el claro, los orcos miraban estupefactos sus arcos de guerra, que también empezaban a combarse por obra de la druídica magia de Pikel. Los brutos terminaron por tirar los arcos al suelo y, tras echar mano a sus hachas y espadas, se lanzaron al ataque con un tremendo griterío.
Dos de ellos al instante cayeron derribados por las flechas de los elfos.
Ivan Rebolludo refrenó el impulso de lanzarse frontalmente contra sus atacantes, y asimismo resistió la tentación de mirar a lo alto, para ver qué estaba haciendo su atolondrado hermano.
Dos nuevas flechas de los elfos pasaron silbando a su lado. Un segundo después, Tarathiel e Innovindil surgieron de la espesura y se situaron junto a Ivan. Cada uno de ellos iba armado con una larga daga y una delgada espada curvilínea.
Cada vez más próximos, los orcos empezaron a tirarles piedras que cogían del suelo, profiriendo sus guturales gritos de combate.
Las piedras de pronto se vieron mágicamente transformadas en rojas bayas silvestres que reventaban inocuas en el aire. Los orcos lanzados al asalto de repente se vieron rodeados por un sinfín de esas pequeñas explosiones, lo que sembró una momentánea confusión entre sus filas. Ivan y los elfos comprendieron que su oportunidad había llegado.
Sin pensárselo dos veces, Ivan echó mano a una pequeña hacha que llevaba ajustada al cinto y la lanzó contra la cara de un orco que arremetía contra él. El bruto cayó de espaldas, muerto en el acto. Ivan agarró una segunda hacha de su cinto y hendió a un segundo orco que llegaba por el flanco. Con un rugido, el enano pasó a la ofensiva, esquivó el asalto de un tercer bruto, giró sobre sí mismo y le clavó un tremendo hachazo en la nuca.
A pesar del bravío porfiar de su hermano, lo que verdaderamente maravillaba a Pikel, que seguía en la copa del árbol, era el habilidoso contraataque de los elfos.
Luchando hombro con hombro y unidos por los codos, Tarathiel e Innovindil avanzaban arrolladoramente, protegiéndose con las espadas en cruz y repartiendo estocadas a diestro y siniestro cuando la ocasión lo permitía. Los dos elfos se movían como si fueran un solo combatiente, continuamente girando a uno y otro lado, protegiéndose mutuamente mientras sus espadas afiladísimas mantenían a raya a los enemigos.
Un orco imprudente se lanzó contra la espalda de Tarathiel, descubierta por un segundo. La espada de Innovindil al momento le arrebató la jabalina de las manos. Sin ocuparse más de ese bruto, la elfa arremetió contra un orco que seguía medio paralizado por el inesperado bombardeo generado por Pikel. Innovindil atravesó las expuestas costillas del bruto cuando éste se acercó. La elfa tampoco tuvo necesidad de completar su tarea, pues Tarathiel al instante comprendió lo que tenía que hacer. Conteniendo con la espada al orco que tenía delante, el elfo hizo girar su muñeca izquierda y clavó su daga en el pecho del otro bruto, quien, una vez recuperada su jabalina, volvía a atacarlo por detrás.
Sin detenerse por un segundo, Tarathiel extrajo la daga con limpieza, la volteó en el aire y la agarró por la punta de la hoja, como si se propusiera arrojársela al orco que tenía delante.
Cuando el bruto dio un paso atrás de forma instintiva, Tarathiel se hizo a un lado y dejó que su compañera rebanara la garganta del confuso bruto con la afilada hoja de su espada.
Tarathiel entonces se detuvo en seco, dejó caer la espada al suelo, aferró a Innovindil por la cintura y alzó a su compañera en vilo. La elfa al punto empezó a patear salvajemente, conteniendo a un nuevo orco que arremetía contra Tarathiel.
Las furiosas patadas de Innovindil no acertaban de lleno al orco, pues no era ése su propósito. Con todo, mantenían a raya al bruto furioso, cuya corta espada de hoja curva poco podía hacer contra aquella inesperada lluvia de zapatazos. Rápida como el rayo, Innovindil de pronto se hizo un lado, dejando el campo expedito a Tarathiel, quien, en una fracción de segundo, dio un paso al frente y atravesó limpiamente con su espada la barriga del atónito orco.
Innovindil cayó al suelo y, rodando sobre sí misma para amortiguar el golpe, se levantó y plantó cara a un nuevo orco que se lanzaba al asalto. Su espada se cruzó con la del bruto.
—Oooh… —musitó Pikel, que echó una mirada a las bayas silvestres que tenía en la mano.
El enano en ese momento detectó un movimiento entre la espesura y advirtió la presencia de dos orcos con arcos.
Pikel tiró las bayas en su dirección antes de que los orcos pudieran disparar. Una veintena de pequeñas explosiones sobresaltaron a los orcos, que quedaron momentáneamente paralizados.
Pikel hizo un conjuro con las manos en dirección a los dos orcos así sorprendidos. Los dos brutos al momento se vieron inmovilizados por una maraña de arbustos y lianas. Pikel soltó una risita al advertir que un tercer orco, invisible hasta el momento, igualmente había sido inmovilizado y rugía de rabia junto a sus compañeros.
Carente de la elegancia de movimientos de los elfos, Ivan no dejó de admirar el velocísimo, si bien un tanto extraño, combatir de Tarathiel e Innovindil.
Pero al enano de las barbas amarillas nadie le ganaba en ferocidad. Dejando atrás al orco que acababa de derribar, el enano hizo frente a la furiosa acometida de un nuevo bruto. Con las cortas piernas fijas en el suelo, Ivan alzó su escudo y resistió la embestida del orco, que salió rebotado por el choque de ambos escudos, sin que el enano se moviera un centímetro de donde estaba.
Ivan aprovechó para rebanar de un hachazo la mano del orco que sujetaba el escudo. El hachazo fue tan brutal que el arma de Ivan hendió el escudo del otro con un sonoro estrépito metálico. Rehaciéndose en el acto, el enano liberó su hacha y descargó un nuevo golpe con ella, en el hombro del bruto esta vez.
Malherido, el orco dio un paso atrás. Sin embargo, dos de sus compañeros se adelantaron, decididos a aniquilar al enano.
Ivan dio un paso atrás y agachó la cabeza. Sin perder un instante, agarró una piedra del suelo y la arrojó contra el pecho del primer orco que arremetía. El bruto se tambaleó, frenado en seco por la violenta pedrada. Ivan entonces dio dos pasos al frente,
Esquivó la embestida del segundo orco y le asestó un hachazo en el vientre. Alzando el hacha con ambas manos, el enano levantó al bruto en vilo y lo arrojó de espaldas contra el suelo pedregoso.
El orco anterior consiguió rehacerse y avanzó un paso. Girando sobre sí mismo, Ivan descargó un hachazo contra su pecho.
Otros orcos se lanzaban ya contra él. Ivan liberó su hacha del pecho del bruto, corrió unos metros y, de un salto, subió a una gran roca cercana, rodó sobre ella y se levantó de un nuevo salto.
Los orcos corrieron a rodear la roca, convencidos de que Ivan había salido corriendo por su parte posterior.
El hacha de Ivan hendió el cráneo del primer orco que llegó por la izquierda. El enano se volvió hacia el otro lado y abrió en dos la cabeza del primer orco que venía corriendo por la derecha.
Ivan se disponía ya a arremeter contra los demás cuando descubrió que las espadas de los elfos, chorreantes de sangre de orco, iban a ahorrarle buena parte de la tarea.
A cada lado de la gran roca, Tarathiel e Innovindil lo miraban con determinación.
El respeto mutuo era perceptible en las miradas que los tres se cruzaron en aquel momento.
Ivan fue el primero en desviar los ojos. El enano advirtió con sorpresa que en el claro sólo quedaban orcos muertos o agonizantes. Los brutos que seguían con vida huían a toda prisa entre el follaje.
—¡Me he cargado a ocho! —anunció Ivan.
El enano miró al orco que había derribado hacía unos momentos con su hacha.
Malherido, el bruto hacía esfuerzos por levantarse. Antes de que Ivan pudiera acercarse a su lado, la espada de Tarathiel abrió la garganta de aquella bestia.
—Está bien… Lo dejamos en siete y medio —matizó el enano, encogiéndose de hombros.
—Puede ser. Pero yo diría que el más decisivo en nuestro triunfo ha sido precisamente el que menos enemigos ha derribado —apuntó Innovindil.
La elfa tenía la mirada fija en el árbol donde Pikel había estado hacía un momento. Un rumor entre los arbustos hizo que sus ojos se dirigieran a la espesura.
Pikel apareció en el claro con un garrote ensangrentado en la mano.
—¡Ajá! —exclamó el enano, enarbolando su mágico garrote—. ¡Tres! —anunció, alzando en el aire tres dedos cortos y nudosos.
De pronto, un rumor se oyó a sus espaldas. La sonrisa desapareció de su rostro. El enano se volvió y descargó un tremendo garrotazo entre los arbustos.
Sus tres compañeros se estremecieron ante el ruido de los huesos al quebrarse.
Pikel salió de la espesura, de nuevo sonriente.
—No habías terminado de rematar la faena —comentó Ivan con sequedad.
—¡Tres! —exclamó Pikel con entusiasmo, de nuevo alzando tres dedos.
El sol brillaba cálido cuando los cuatro compañeros llegaron al extremo noroccidental del Bosque de la Luna. Desde lo alto de un promontorio, Tarathiel señaló la línea reluciente del río Surbrin, que serpenteaba entre las cumbres de la Columna del Mundo al oeste, fluyendo de norte a sur.
—Siguiendo el curso del río llegaréis a la puerta oriental de Mithril Hall —explicó Tarathiel—. Muy cerca de ella, cuando menos. En todo caso, yo diría que no tendréis problema en llegar al reino de los enanos.
—Confiamos en que sabréis transmitir nuestro mensaje al rey Bruenor y al elfo oscuro, Drizzt Do’Urden —agregó Innovindil.
—Ajá —contestó Pikel.
—Lo haremos —corroboró Ivan.
Los elfos se miraron, seguros de que los enanos cumplirían su promesa. Los cuatro se separaron como amigos. El respeto era común, especialmente entre Ivan y Tarathiel, mucho mayor de lo que ambos hubieran supuesto un tiempo atrás.