Un ciudadano de pro
Ya de por sí asustadizo, el gnomo en esta ocasión estaba hecho un verdadero manojo de nervios. Mientras recorría las calles de Mirabar a paso vivo encaminándose a uno de los accesos a la Infraciudad, hacía lo posible por disimular sus intenciones. Nanfoodle temía que alguien se fijara en él, de forma que sus precauciones resultaban excesivas.
Nanfoodle se dio cuenta de que estaba llamando la atención, así que trató de disimular y andar a paso más normal. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo que se dirigiera a la Infraciudad? Nanfoodle era el maestro alquimista al servicio del Marchion, circunstancia que muchas veces lo llevaba a trabajar con el mineral en bruto y a visitar a los enanos. Entonces, ¿por qué ahora intentaba ocultar que se encaminaba a la Infraciudad?
Nanfoodle meneó la cabeza y rezongó en voz baja. Finalmente se detuvo, respiró hondo y echó a caminar de nuevo, a paso más relajado, con una falsa expresión de tranquilidad en el rostro.
La fingida expresión de calma le duró lo que tardó en volver a pensar en sus planes. Tras comunicar al consejero Agrathan la noticia del arresto de Torgar, Nanfoodle dejó la cosa ahí. Como amigo que era de los enanos, consideraba que más no podía hacer. Sin embargo, después de que pasaran los días sin que nadie pareciese interceder por Torgar, Nanfoodle había terminado por darse cuenta de que Agrathan no había hecho demasiado por poner en libertad al detenido. Lo que era más, el gnomo entendía que los enanos de Mirabar tendían a pensar que Torgar estaba conchabado con Mithril Hall. Nanfoodle llevaba varios días dándole vueltas. ¿De veras había hecho lo suficiente? Como amigo de los enanos, ¿no tendría que haberles contado lo sucedido?
¿A Shingles McRuff, al menos, pues era el mejor amigo de Torgar Hammerstriker? ¿O acaso su deber para con el Marchion, quien lo había hecho venir a Mirabar, lo obligaba a mantener el pico cerrado y ocuparse de sus propios asuntos?
Con sus pensamientos hechos un lío, el pobre gnomo empezó inadvertidamente a deambular con aire ausente, retorciéndose las manos con nerviosismo. Concentrado en esas consideraciones, Nanfoodle andaba con los ojos entrecerrados, de manera que se llevó una gran sorpresa al encontrarse frente a una figura tan alta como imponente que acababa de interponerse en su camino.
Nanfoodle se detuvo en seco. Su mirada ascendió por la figura curvilínea y envuelta en una toga que tenía delante hasta encontrarse con los ojazos de Shoudra Stargleam.
—Eh… Hola, Sceptrana —saludó el gnomo—. Hace un día espléndido, ¿verdad…?
—En la superficie sí —respondió ella—. ¿Te parece que también hace un día espléndido en la Infraciudad?
—¿En la Infraciudad? Eh… Pues ni idea, la verdad. Hace semanas que no he bajado a visitar a los enanos.
—Un descuido que sin duda te propones solventar cuanto antes…
—¿Có… cómo? —tartamudeó el gnomo—. Na… nada de eso. He salido a dar un paseo. Estoy dándole vueltas en la cabeza a cierta fórmula para incrementar la dureza del metal…
—Ahórrame los detalles —dijo Shoudra con un deje de sarcasmo—. Ya sé quién le ha ido a Agrathan con el cuento.
—¿Agrathan? ¿Te refieres al Hardhammer miembro del consejo?
A Nanfoodle no se le escapaba lo poco convincentes que sonaban sus palabras, percepción ésta que redoblaba su nerviosismo. La despierta Shoudra tenía su mirada fija en él.
—Djaffar fue bastante ruidoso en el pasillo, la noche en que Torgar Hammerstriker fue devuelto a Mirabar por la fuerza —comentó ella.
—¿Djaffar? ¿Ruidoso? Sí, supongo que nunca ha sido muy discreto… No me extraña que se muestre ruidoso en un pasillo, en cualquier pasillo… Aunque, ahora que lo pienso, no recuerdo habérmelo encontrado en ningún pasillo desde hace tiempo.
—¿De veras? —Una sonrisa maliciosa surcó las hermosas facciones de Shoudra—. Y sin embargo, no te muestras sorprendido cuando digo que Torgar Hammerstriker ha sido devuelto a Mirabar por la fuerza. ¿Ya lo sabías?
—Yo… Eh… Yo…
El diminuto gnomo alzó las manos en admisión de su derrota.
—Esa noche oíste a Djaffar en el pasillo…
—Sí.
—Y luego se lo dijiste a Agrathan.
Nanfoodle suspiró.
—¿Es que no tenía derecho a saberlo? ¿Es que los enanos no tienen derecho a conocer las decisiones del Marchion?
—¿Y a ti te corresponde contárselo?
—Eh… Pues… —Nanfoodle resopló y soltó un pisotón en el suelo—. ¡Pues no lo sé, la verdad!
El gnomo apretó los dientes. Sin embargo, al levantar la vista se sorprendió al ver que Shoudra lo estaba contemplando con una mirada de comprensión, casi de simpatía.
—Te sientes tan anonadada como yo mismo —dijo él.
—El Marchion no tiene por qué responder de sus decisiones ante nadie —se apresuró a responder ella—. El Marchion no tiene por qué dar explicaciones a nadie.
—Y sin embargo, tú piensas que le debemos obediencia absoluta.
Shoudra abrió mucho los ojos. La Sceptrana dio la impresión de henchirse físicamente ante su pequeño interlocutor.
—¡Le debemos obediencia porque el Marchion representa Mirabar! —contestó.
Como soberano de la ciudad, es nuestro deber respetarlo, mi querido y confuso amigo.
—¡Pero yo no soy súbdito de Mirabar! —adujo el gnomo con inesperada energía—. A mí simplemente me han hecho venir contratado porque soy el mejor en mi campo.
—¿El mejor en tu campo? —se mofó Shoudra—. Lo tuyo más bien son los trucos baratos, el ilusionismo de barraca de feria…
—¿Cómo te atreves? —chilló Nanfoodle—. La alquimia es el arte primigenio, la verdad oculta que nadie ha conseguido revelar todavía. Un secreto susceptible de redundar en beneficio de todos, y no sólo de unos pocos. Un secreto que va mucho más allá de los poderes que la Sceptrana y que los que son como ella manipulan en beneficio propio…
—Esa alquimia que tanto defiendes es poco más que una colección de simples trucos de ilusionismo. Lo que es más, una patraña destinada a desplumar a quienes son tan codiciosos como incautos. Eres tan capaz de mejorar la calidad del mineral de Mirabar como de transmutar el plomo en oro.
—¿Cómo osas…? ¡Tentado estoy de convertir en lodo el suelo que pisas y hacer que seas engullida por la tierra! —exclamó Nanfoodle.
—¿Y cómo piensas convertir la tierra en lodo? ¿Con la ayuda de un poco de lluvia? —repuso Shoudra con calma, sin dejarse intimidar por las palabras de Nanfoodle. Con la palabra en la boca, el gnomo pareció encoger de talla todavía más.
Confuso, Nanfoodle tartajeó una respuesta indescifrable.
—¡No todos están de acuerdo con tu concepción de los poderes de la alquimia! —acabó gritando.
—Muy cierto. Y hay muchos que están dispuestos a pagar en oro contante y sonante por unas promesas que nunca llegan a materializarse.
Nanfoodle soltó un bufido.
—En todo caso, está claro es que yo no he jurado fidelidad al Marchion, que no pasa de ser quien me paga por mi labor. Por el momento, claro está, pues soy un alquimista independiente que ha trabajado, siempre muy bien pagado, para distintos señores del norte. Si me apetece, mañana mismo puedo marcharme a Aguas Profundas y encontrar un nuevo empleo cobrando unos honorarios similares.
—Tienes toda la razón —concedió Shoudra—. Pero yo no he dicho que tengas que mostrarte leal a Elastul, sino a Mirabar, la ciudad que tú mismo has descrito como tu hogar. Nanfoodle, te he estado observando desde que el consejero Agrathan me confesó que sabía del encarcelamiento de Torgar. He estado pensando largamente en mi encuentro con Djaffar, cuyo tono no me gustó en lo más mínimo. Por lo demás, he observado que últimamente andas nervioso y sospecho que hoy tenías previsto dirigirte a las minas y hablar con los enanos. Te diré que comparto tu frustración. En vista de que el consejero Agrathan no ha hecho demasiado en favor de Torgar, has decidido revelar lo sucedido a los demás. A los amigos de Torgar, cuando menos, tal vez para interceder ante el Marchion y obtener la liberación de Torgar, a quien suponemos encarcelado.
—Sólo quiero hablar con ellos para que sepan la verdad —admitió Nanfoodle, quien matizó en el acto—: A ellos corresponde decidir qué medidas piensan tomar.
—Muy democrático por tu parte —apostilló ella con sarcasmo.
—Tenía entendido que compartías mi frustración… —adujo el gnomo.
—Pero no tu tontería —cortó Shoudra al momento—. ¿Es que no comprendes el alcance del paso que te propones dar? ¿Es que no entiendes que todo enano se siente ligado a la suerte de los demás enanos? Corremos el riesgo de que pongas la ciudad patas arriba, de que provoques el enfrentamiento entre los enanos y los humanos. ¿Es esto lo que quieres para la ciudad que te ha adoptado, mi querido Nanfoodle el Ilusionista? ¿Es así como piensas corresponder al Marchion Elastul, que, no lo olvidemos, sigue siendo tu patrón?
—¿Y cómo quieres que corresponda a los enanos que me han brindado su amistad? —replicó el pequeño gnomo.
Sus palabras parecieron pillar a Shoudra por sorpresa.
—Pues no lo sé… —admitió ella con un suspiro revelador de la frustración a la que antes había hecho referencia.
—Tampoco yo lo sé —reconoció Nanfoodle.
Shoudra se irguió cuan larga era, si bien su estampa ahora distaba de ser tan impresionante como lo fuera hacía unos instantes. Nanfoodle se dijo que la Sceptrana
Parecía tan confusa y vulnerable como él mismo, que sentía similar descontento ante el curso que habían tomado los acontecimientos.
Shoudra puso una mano en su hombro.
—No te precipites, amigo mío —musitó—. Es preciso que te hagas cargo de las implicaciones de tus actos. Los enanos de Mirabar se encuentran en una tremenda disyuntiva. De entre todos los súbditos de Mirabar, ellos son quienes menor estima sienten por el Marchion y quienes mayor fidelidad le deben. ¿Cómo reaccionarán si les cuentas lo sucedido?
Nanfoodle asintió ante el razonamiento de la Sceptrana, si bien al punto se apresuró a matizar.
—Y sin embargo, en este modelo de armonía que se supone que es Mirabar, en esta ciudad en la que todos son iguales, ¿hay que admitir sin rechistar una injusticia como el encarcelamiento de Torgar Hammerstriker?
Shoudra volvió a guardar silencio. Visiblemente confusa, la Sceptrana cerró los ojos y terminó por asentir.
—Nanfoodle, haz lo que creas que tengas que hacer. No será la Sceptrana quien te detenga. A ti te corresponde decidir. Y te prometo que nadie sabrá de esta conversación que acabamos de sostener, al menos de mis labios.
Shoudra Stargleam sonrió al gnomo diminuto y volvió a ponerle la mano en el hombro. Sin añadir palabra, se dio media vuelta y se marchó.
Nanfoodle siguió allí inmóvil, pensando en el mejor modo de proceder mientras contemplaba cómo se marchaba la Sceptrana. ¿No sería mejor que volviera a su taller y se olvidara de Torgar y los problemas entre el Marchion y sus enanos? ¿O acaso tenía que hacer lo que se había propuesto y decirles a los enanos que Torgar se encontraba bajo arresto? A sabiendas de que esa revelación resultaría potencialmente explosiva…
Ninguna cuestión de alquimia, la más esquiva de las ciencias, había planteado jamás tantas dudas a Nanfoodle. ¿Es que quería provocar el enfrentamiento entre los moradores de Mirabar? ¿Como amigo de Torgar que era, podía contentarse con quedarse de brazos cruzados ante esa injusticia?
¿Y qué pasaba con Agrathan? Si el Marchion había convencido a dicho consejero de la necesidad de guardar silencio, cosa que parecía obvia, ¿era posible que Nanfoodle se estuviera precipitando? Al fin y al cabo, Agrathan sabía cosas que él ignoraba. Si bien la lealtad de Agrathan con los suyos era incuestionable, el consejero no parecía haber dicho palabra sobre la suerte de Torgar.
Si era así, ¿no se estaría pasando de listo?
El gnomo suspiró y echó a caminar hacia su alojamiento, recriminándose lo imprudente de su anterior iniciativa. Apenas habría dado una docena de pasos cuando una figura familiar se cruzó en su camino y se detuvo a saludarlo.
—Hola, Shingles McRuff… —respondió Nanfoodle, quien sintió que las piernas le flaqueaban.
Andando con toda la premura que sus cortas piernas le permitían, el consejero Agrathan irrumpió en la sala de audiencias del Marchion Elastul sin anunciar su visita y seguido por un tropel de guardianes que no las tenían todas consigo.
—¡Todos están al corriente! —exclamó el enano, antes de que el sorprendido Marchion tuviera tiempo de inquirir por el motivo de su visita, antes incluso de que los cuatro Martillos de la escolta pudieran acercarse y echarle en cara el hecho de presentarse de aquel modo.
—¿Todos? —preguntó Elastul, aunque a nadie se le escapó que el Marchion parecía conocer bien la respuesta a su propia pregunta.
—Todos se han enterado del encarcelamiento de Torgar —explicó Agrathan.
Los enanos saben lo que hicisteis. ¡Y no parecen muy contentos!
—Ya veo —repuso el Marchion, arrellanándose en su trono—. ¿Y cómo es que los tuyos se han enterado, mi querido consejero?
La acusación apenas era velada.
—¡No he sido yo quien los ha informado! —protestó el enano—. ¿Acaso pensáis que esta situación es de mi gusto? ¿Por un momento creéis que mi viejo corazón se alegra al ver cómo los enanos de Mirabar no cesan de discutir entre ellos, amenazando con emprenderlas a golpes a las primeras de cambio, sin morderse la lengua a la hora de proferir las mayores salvajadas? Con todo, lo sucedido era de esperar. Marchion, es imposible mantenerlo indefinidamente en secreto. Es imposible cuando el personaje es tan importante como Torgar Delzoun Hammerstriker.
Agrathan enfatizó el segundo nombre del prisionero, que venía a ser un título distinguido entre los enanos de Mirabar. El Marchion se lo quedó mirando con cara de pocos amigos. Al fin y al cabo, Elastul no pertenecía a la casta de los Delzoun, que estaba íntegramente formada por enanos, y para los marchiones de Mirabar, humanos todos, la dinastía de los Delzoun venía a ser tan problemática como imprescindible para su supervivencia. El linaje de los Delzoun vinculaba a los enanos a la ciudad, pero asimismo los unía en un común grupo racial distinto al del Marchion. Por eso a Elastul le hacía muy poca gracia que el consejero Agrathan sacara a colación el respetado patronímico de su prisionero.
—Así que lo saben —repuso Elastul—. Tal vez sea lo mejor… Estoy seguro de que la mayoría de los enanos de Mirabar sabrán reconocer a Torgar como el traidor que es. Del mismo modo que muchos de los enanos, los mercaderes y los artesanos en especial, comprenderán las dimensiones del perjuicio que Torgar nos habría acarreado si hubiera conseguido hablar con nuestros odiados enemigos.
—¿Enemigos?
—Rivales en todo caso —concedió el Marchion—. ¿O piensas que Mithril Hall no habría recibido con los brazos abiertos la información que el enano traidor se aprestaba a suministrarles?
—Si me permitís, dudo que Torgar se propusiera otra cosa que brindar su amistad al rey Bruenor.
—Lo que ya sería suficiente motivo para ahorcarlo —zanjó el Marchion.
Los cuatro Martillos soltaron una carcajada unánime. Con los ojos muy abiertos, Agrathan palideció.
—No estaréis pensando en…
—No, no, nada de eso… —lo interrumpió Elastul—. No tengo previsto enviar al patíbulo a ese enano traidor. Nada más lejos de mi intención. Ya conoces mis intenciones. Torgar Hammerstriker seguirá en el calabozo, donde recibirá un trato adecuado y donde continuará encerrado hasta que recobre su lucidez y reconozca que se ha equivocado. Lo que está claro es que no voy a permitir que comprometa la riqueza de nuestra ciudad.
Agrathan se calmó un tanto al oír esas palabras, si bien en sus rasgos delicados (delicados para un enano) seguía siendo visible la preocupación. El consejero se mesó las luengas barbas blancas y meditó la cuestión unos segundos.
—Entiendo que tenéis razón —admitió finalmente—. No niego cuanto decís, Marchion, pero lo cierto es que vuestros razonamientos de poco sirven para apagar el fuego que arde muy cerca de esta sala. El fuego que anida en los corazones de vuestros súbditos enanos, de buena parte de ellos por lo menos, de quienes tienen a Torgar Delzoun Hammerstriker por un amigo.
—Más tarde o más temprano acabarán por entrar en razón —replicó Elastul—. Y estoy seguro de que Agrathan, uno de mis consejeros más preciados, sabrá convencerlos de la necesidad de mi decisión.
Agrathan fijó la mirada en Elastul durante un largo instante, hasta que en su rostro apareció una expresión de resignación. Agrathan comprendía los razonamientos de su interlocutor. Comprendía por qué Torgar había sido secuestrado en el camino y por qué había sido encarcelado. Como comprendía por qué Elastul apelaba a él para que calmase a los enanos.
Aunque lo comprendía todo, Agrathan tenía dudas muy serias sobre sus posibilidades de éxito.
—¡Yo digo que se lo tiene merecido! —exclamó uno de los enanos, soltando un puñetazo contra la pared—. ¡Ese estúpido se disponía a revelar nuestros secretos al rey de Mithril Hall! ¡Que se pudra en la cárcel!
—¡En la vida he oído mayor memez! —intervino un segundo enano.
—¿Me estás llamando memo?
—¡Lo que eres!
El primer enano cerró los puños y arremetió contra su interlocutor. Quienes lo rodeaban no hicieron nada por interponerse, sino que se alinearon junto a su compañero, contra su rival y quienes opinaban igual que éste.
Toivo Soplaespuma apoyó la espalda contra la pared y se dispuso a contemplar la trifulca, la quinta que ese día estallaba en su taberna. Ésta prometía ser más seria y enconada que las anteriores.
En la calle, junto a las ventanas de su local, un grupo de enanos debatía a bofetada limpia.
—¡Maldito Torgar, cien veces estúpido…! —masculló Toivo entre dientes.
—¡Y maldito Elastul, mil veces estúpido! —añadió, mientras se agachaba para esquivar una botella que fue a hacerse mil pedazos tras el mostrador, sembrándolo todo de líquido y cristales.
Esa noche iba a ser muy larga en la Infraciudad. Larga a más no poder.
En todas las tabernas de la Infraciudad se libraban trifulcas de este cariz, lo mismo que en las minas, donde los mineros se enfrentaban entre sí, con frecuencia haciendo ostentación de sus picos y demás herramientas de trabajo. Pocos eran los enanos que conservaban la calma tras conocer la explosiva noticia del encarcelamiento de Torgar Hammerstriker.
—¡Tres hurras por Elastul! —coreaban muchos enanos.
—¡Maldito sea el Marchion! —replicaban al instante sus compañeros.
Lo normal era que las discusiones pronto degenerasen en peleas a puñetazo limpio.
En el exterior de la taberna de Toivo, Shingles McRuff y varios de sus compañeros discutían acaloradamente con un grupo de enanos defensores del Marchion.
—¡Menos mal que hizo prender a ese traidor antes de que pudiera llegar a Mithril Hall!
—Os veo muy contentos de que Elastul haya metido entre rejas a uno de los vuestros —argüía Shingles—. ¡Pues a mí nunca me ha gustado ver a un enano en la cárcel!
—¡Es un traidor a Mirabar y, como tal, lo que merece es pudrirse en una cárcel de Mirabar! —contestó el otro, un enano de aspecto patibulario que tenía una barba negrísima y unas cejas muy espesas—. ¡Bastante suerte tiene ese perro con haberse librado del cadalso!
Sus palabras fueron recibidas con aplausos y rugidos de furia a partes iguales, un momento antes de que el viejo Shingles respondiera con un puñetazo perfectamente dirigido.
El enano de las barbas negras dio un paso atrás por efecto del golpe, si bien los brazos de sus compañeros evitaron que cayese derribado. Rehaciéndose al momento, el enano se lanzó contra Shingles.
Presto a recibir la acometida del otro, el viejo Shingles enarboló los puños como si con ellos pretendiera bloquear su avance y, en el último segundo, se arrodilló con presteza y encajó su hombro contra la barriga de su oponente. Shingles se levantó de un salto, alzando al otro en vilo antes de enviarlo pataleando en el aire junto a sus compañeros.
La trifulca pronto se extendió por toda la calle, y el fragor de la lucha provocó que los vecinos abrieran las puertas de sus casas para averiguar qué pasaba. Al ver lo que sucedía, un sinfín de enanos se sumó a la pelea, por mucho que bastantes de ellos no tuvieran muy claro en qué bando se estaban encuadrando. La multitudinaria disputa se fue ampliando de calle en calle, llegando incluso al interior de algunas viviendas, lo que redundó en varios incendios provocados por el vuelco de los leños que ardían en los hogares.
Sobre el fragor de la lucha de pronto se impuso el resonar de cien cuernos, cuando la Orden del Hacha de Mirabar se precipitó hacia la Infraciudad desde el exterior, por los ascensores o descolgándose por maromas prestamente instaladas, determinados a restablecer el orden como fuese antes de que la ciudad subterránea se viera arrasada por los disturbios.
Enano contra enano, enano contra humano, todos se enfrentaban entre sí. En vista de que eran muchos los humanos que se lanzaban al asalto con las armas desenvainadas, bastantes de los enanos que anteriormente se oponían a Shingles y los suyos de repente cambiaron de bando. Quienes no tenían del todo claro su posición se encontraron ante el dilema de mostrarse leales con su país o con sus hermanos de sangre.
Aunque casi la mitad de los enanos luchaban junto al Hacha, y aunque muchos, muchísimos humanos siguieron descendiendo del exterior a fin de restablecer el orden, fueron precisas varias horas de lucha para someter a los partidarios de Torgar. Incluso así, los soldados del Marchion se vieron ante la poco envidiable obligación de tener que controlar a más de un centenar de prisioneros.
Los soldados sabían perfectamente que cientos de enanos más los estaban observando con muchísima atención. La menor muestra de malos tratos bastaría para provocar un motín generalizado.
Para Agrathan, que llegó con retraso al lugar de los hechos, la destrucción visible en las calles, los rostros ensangrentados de tantos de los suyos y las expresiones de rabia e indignación perceptibles en los rostros de tantos otros eran la muestra palpable del peligro sobre el que había advertido al Marchion. El consejero intercedió ante los oficiales del Hacha, uno tras otro, aconsejándoles que tratasen a los prisioneros con corrección. Como insistía con rostro sombrío, la situación era potencialmente explosiva.
—Mantened el orden como mejor sepáis, pero evitad que se escape un solo golpe —advirtió a todos y cada uno de los jefes militares.
Tras calmar los ánimos como mejor supo, el exhausto consejero finalmente se sentó pesadamente sobre un banco de piedra que había en la calle.
—¡Han encarcelado a Torgar! —exclamó una voz cuyo timbre no pudo pasar por alto.
Agrathan alzó la mirada y se encontró con un Shingles tan maltrecho como furioso, a todas luces presto en cualquier momento a deshacerse de los dos guardianes que lo sujetaban y empezar otra vez con lo mismo.
—¡Lo secuestraron en el camino y lo hicieron volver a golpes!
Agrathan clavó su mirada en el viejo enano y, con un gesto de sus manos, lo instó a mantener la calma.
—¡Tú lo sabías! —acusó Shingles—. ¡Lo sabías desde el primer momento y no hiciste nada por evitarlo!
—Hice lo que pude —adujo Agrathan, levantándose del banco.
—¡Bah! ¡Tú nunca has pasado de ser un humano corto de talla!
Cuando Shingles profirió este insulto, uno de los guardianes que lo tenían preso le soltó el brazo para castigarlo con un bofetón.
Shingles no necesitó más. Tras encajar el bofetón con una media sonrisa maléfica, el viejo enano se sacudió de su primer captor y, con su mano libre, soltó un tremendo puñetazo en el estómago de su segundo guardián, que en el acto se dobló sobre sí mismo. Shingles a continuación se revolvió como una fiera y mantuvo a raya al primer guardián con una rápida sucesión de patadas y puñetazos.
El soldado retrocedió un paso y dio la voz de alarma, pero Shingles al instante le arreó una patada en la espinilla que puso al hombre de rodillas. El enano entonces se lanzó en plancha y le asestó un tremendo cabezazo entre las piernas. El soldado se llevó la mano a sus partes y se desplomó con los ojos bizcos. Sin perder un momento, Shingles giró sobre sí y se encaró con el segundo soldado.
Éste se hizo a un lado, rehuyendo el combate. Sin perder más tiempo con él, Shingles fue a por quien de veras le interesaba: el consejero Agrathan.
Agrathan nunca había sido un luchador comparable a Shingles, y sus puños no estaban encallecidos como los del furioso minero. Por si eso fuera poco, le faltaba el ánimo necesario para defenderse, mientras que a Shingles le sobraba rabia.
El consejero recibió una soberana tunda: un gancho de izquierda, un directo con la derecha, unos cuantos puñetazos rápidos en el estómago y un nuevo, poderoso directo que lo mandó al suelo. Antes de que Shingles fuera levantado en vilo por dos soldados, el consejero aún tuvo tiempo de probar la bota de su furioso oponente. Un momento después, unos brazos humanos lo ayudaron a levantarse del suelo, ayuda que el enano rechazó con brusquedad.
Con los dientes rechinándole por la rabia, herido en su interior antes que en su cuerpo, el consejero Agrathan se marchó a paso vivo en dirección a los ascensores.
Era imperioso que hablara con el Marchion. No sabía muy bien qué iba a decirle, como no sabía muy bien qué podía esperar de Elastul. Pero sí sabía que era preciso hacer algo cuanto antes.