17

La aprobación de Mielikki

Aunque Tarathiel en un principio llegó a hartarse de los constantes gimoteos de miedo de Pikel Rebolludo, cuando hizo que Crepúsculo se posara en el bosque y ayudó al enano a desmontar del pegaso se había hecho bastante amigo de aquel pequeño individuo de barbas verdes.

—Ji, ji, ji… —reía Pikel, dirigiendo una última mirada de cariño a Crepúsculo mientras echaba a caminar junto a Tarathiel.

Se habían pasado la mayor parte del día en los aires; la luz de la tarde empezaba a apagarse.

—¿Te gusta Crepúsculo? —preguntó Tarathiel.

—Ji, ji, ji… —respondió Pikel.

—Me alegro. Y ahora voy a mostrarte algo que espero que también te guste —explicó el elfo.

Pikel lo miró con curiosidad.

—Nos dirigimos al hogar de un gran guardián de los bosques, por todos respetado y que lleva cierto tiempo muerto —indicó Tarathiel—. Se trata de un lugar sagrado conocido como la alameda de Mooshie.

Pikel abrió muchísimo los ojos, hasta el punto de que parecieron estar a punto de salírsele de las órbitas.

—¿Te suena ese nombre?

—Pues sí.

Tarathiel sonrió y siguió avanzando por aquel intrincado sendero de montaña que discurría entre unos pinos enormes por los que ululaba un viento poderoso. Por fin llegaron a la pequeña arboleda, que tenía forma de diamante y estaba circundada por un murete de piedras. Se diría que el guardián de los bosques Montolio seguía vivo y al cuidado de la arboleda, cuyo carácter mágico resultaba patente.

Tarathiel esperaba dar con el último habitante de la zona. Años atrás había llevado allí a Drizzt Do’Urden, para poner a prueba a aquel inusual elfo oscuro, e Innovindil y él habían decidido que sería conveniente efectuar una prueba similar con Pikel Rebolludo.

Los dos entraron en la arboleda, que recorrieron a paso tranquilo, deteniéndose a admirar los puentecillos de piedra y las cabañas de construcción sencilla pero elegante que allí había.

—Según me dijiste, tu hermano y tú os dirigíais a la coronación del rey Bruenor Battlehammer… —preguntó el elfo, sabedor de que Innovindil debía estar haciendo preguntas similares a Ivan, el hermano que se había quedado en el Bosque de la Luna.

—Ajá —repuso Pikel, quien tenía el aire de estar pensando en otra cosa.

—Entonces, ¿conocéis bien al rey Bruenor?

—Ajá —repitió Pikel.

Pikel de pronto se detuvo, fijó la mirada en el elfo y pestañeó repetidamente.

—Pues no —se corrigió, encogiéndose de hombros.

—¿Me estás diciendo que en realidad no conocéis bien al rey Bruenor?

—Eso mismo.

—Sin embargo, lo conocéis lo bastante bien para acudir a la ceremonia en representación de, cómo se llama… ¿Cadderly?

—Ajá.

—Ya veo. Y dime, Pikel… ¿Cómo es que tienes esos poderes druídicos…?

Tarathiel no llegó a completar la frase, pues en ese momento advirtió que Pikel acababa de detenerse y estaba contemplando algo con los ojos muy abiertos. Siguiendo la mirada del enano, Tarathiel al instante comprendió que su pregunta había caído en oídos sordos, pues a unos metros de ellos, en la linde externa de la arboleda, se encontraba el equino más espléndido del mundo. Grande y fuerte, con unas patas capaces de reventar el cráneo de un gigante, dotado de un solitario cuerno en la frente capaz de atravesar a dos hombres unidos espalda contra espalda, el unicornio resopló, contemplando a Pikel con tanta atención como la que el enano le dedicaba.

Pikel se puso las manos sobre la cabeza, con un dedo señalando al cielo, como si él mismo fuese un unicornio, y empezó a dar saltitos.

—Cálmate un poco, enano —repuso Tarathiel, quien no las tenía todas consigo sobre cómo podía reaccionar aquel animal tan magnífico como potencialmente peligroso.

Pero Pikel mostraba una absoluta seguridad en sí mismo. Con un grito de alegría, el enano siguió pegando saltos, tropezando con el murete de piedras que circundaba la alameda. Tras superarlo de un salto, Pikel echó a correr hacia el unicornio.

El animal relinchó e hizo amago de encabritarse, sin que el enano, que seguía a la carrera, se diera por enterado.

Mientras una mueca de aprensión se pintaba en su rostro, Tarathiel se maldijo por haber traído al enano a la alameda. Temeroso de lo que pudiera pasar, echó a correr en pos de Pikel, insistiendo en que el enano detuviera su carrera.

Pero fue el propio Tarathiel quien se detuvo, cuando iba a saltar el murete. En el otro extremo del pequeño claro, Pikel estaba junto al unicornio, acariciando su cuello musculado, con una expresión de maravilla en su rostro. El unicornio no terminaba de tenerlas todas consigo y todavía se mostraba un tanto nervioso, si bien en ningún momento hizo ademán de apartarse de Pikel.

Tarathiel se sentó en el murete y, contento con lo que veía, sonrió.

Pikel siguió largo rato junto al magnífico unicornio, hasta que el animal se apartó de su lado y se alejó al galope. Encantado, el enano cruzó el claro en dirección a Tarathiel. Sus pies apenas si parecían rozar la hierba.

—¿Estás contento?

—¡Ajá!

—Creo que le has gustado.

—¡Ajá!

—¿Habías oído hablar de Mielikki?

Una ancha sonrisa cruzó el rostro de Pikel. El enano llevó su mano al interior de su guerrera y sacó un colgante que representaba una cabeza de unicornio, el símbolo de la diosa de la naturaleza.

Tarathiel había visto un colgante similar anteriormente, si bien el de Pikel estaba tallado en madera, mientras que el otro había sido trabajado en hueso de trucha del Valle del Viento Helado.

—¿Crees que al rey Bruenor le gustará contar con un invitado que es adorador de la diosa? —preguntó Tarathiel, que estaba interesado en saber más.

Pikel le dirigió una mirada de curiosidad.

—Al fin y al cabo, Bruenor es un enano, y son pocos los enanos que sienten aprecio por la diosa Mielikki.

—Bah… —repuso Pikel, haciendo un gesto despectivo con la mano.

—¿Te parece que estoy equivocado?

—¡Ajá!

—Tengo entendido que en su corte hay otro personaje que muestra idéntica disposición favorable hacia Mielikki —comentó Tarathiel—. Alguien que aprendió con Montolio el Guardián en este mismo lugar. Un personaje inusual, no demasiado distinto a Pikel Rebolludo.

—¡Drizzit Dudden! —exclamó Pikel.

A Tarathiel le llevó un momento reconocer aquel nombre pronunciado de manera defectuosa. Al reconocerlo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Por si lo sucedido con el unicornio no fuera suficiente, el hecho de que Pikel supiera de Drizzt era una prueba concluyente.

—Drizzt, eso mismo —dijo el elfo—. Yo mismo estuve con él en este lugar la primera vez que vi el unicornio. El unicornio también se llevaba bien con él.

—Ji, ji, ji…

—Pasemos la noche aquí —invitó el elfo—. Propongo que al amanecer volvamos junto a tu hermano.

Pikel Rebolludo se mostró de acuerdo, complacido incluso ante aquella sugerencia. El enano al punto salió corriendo y recorrió la alameda hasta dar con un lugar donde colgar un par de hamacas.

La noche discurrió con placidez entre el aura de magia que permeaba la alameda de Mooshie.

—Pikel conoce a Drizzt Do’Urden —dijo Tarathiel a Innovindil cuando se encontraron a la noche siguiente para hablar de los dos enanos hermanos.

—Igual que Ivan —confirmó ella—. De hecho, Drizzt Do’Urden y Catti-brie, la hija humana adoptada por Bruenor, están en el centro de la relación entre el sacerdote Cadderly y Mithril Hall. Lo que Ivan, Pikel y Cadderly saben de Bruenor es cosa de ellos.

—Pikel está convencido de que Drizzt seguirá con Bruenor —repuso Tarathiel con tono sombrío.

—Si volviese a la región, conseguiríamos saber cómo se encuentra Ellifain, física y espiritualmente…

En los ojos de Tarathiel brilló un destello de tristeza. La suerte corrida por Ellifain Tuuserail era motivo de enorme pesar entre los habitantes del Bosque de la Luna.

Ellifain no era sino una niña pequeña aquella noche fatídica, medio siglo atrás, cuando los elfos oscuros salieron de sus túneles y se lanzaron contra un grupo de elfos de la luna reunidos en celebración de la noche. Todos fueron aniquilados, con excepción de Ellifain, que se salvó merced a la intervención, inusualmente generosa, de un drow llamado Drizzt Do’Urden. Drizzt enterró a la niña junto a su madre muerta, con cuya sangre manchó su cuerpecito, para que pareciese que la propia Ellifain asimismo estaba muerta.

Aunque Tarathiel, Innovindil y los demás miembros del Clan del Bosque de la Luna con el tiempo habían llegado a comprender el alcance de la generosidad de Drizzt, en cuyo relato de lo sucedido aquella noche horrible creían a pies juntillas, Ellifain nunca llegó a superar tan terrible experiencia. La matanza marcó a la pequeña para siempre, llevándola a reaccionar de un modo irracional cuando llegó a la edad adulta.

Desde entonces, y a pesar de la intervención de varios clérigos y hechiceros que se esforzaron en sanar su alma, Ellifain vivía presa de una sola obsesión: matar a tantos elfos drow como fuera posible y, sobre todo, matar a Drizzt Do’Urden.

Ellifain se vio las caras con éste en cierta ocasión en que Drizzt se aventuró por el Bosque de la Luna, ocasión en la que Tarathiel y los demás tuvieron que emplearse a fondo para evitar que Ellifain pusiera fin a la vida de Drizzt o, lo más probable, que ella misma acabara siendo muerta por las cimitarras del drow.

—¿Te parece que Ellifain volverá a intentar algo parecido? —preguntó Innovindil—. Si así fuera, tendríamos que avisar a Drizzt Do’Urden y el rey Bruenor de que tuvieran cuidado con los elfos que llegasen a Mithril Hall.

Tarathiel se encogió de hombros en respuesta a la primera cuestión. Pocos años atrás, Ellifain se había marchado del Bosque de la Luna sin dar explicaciones.

Finalmente supieron que se había marchado a Luna Plateada, con intención de ser adiestrada por un espadachín versado en la lucha con las armas largas preferidas de los drows.

Tarathiel e Innovindil en varias ocasiones estuvieron a punto de trabar contacto con Ellifain, pero la joven siempre acabó por esfumarse en el último instante. Con el tiempo acabó por desaparecer sin dejar el menor rastro, y los elfos acabaron sospechando que su misteriosa desaparición era obra de algún hechicero conocedor de los encantamientos precisos para teleportar un cuerpo. Con todo, a pesar de sus investigaciones y de sus promesas de recompensar con abundante oro toda información, no lograron dar con ningún hechicero que admitiese saber de Ellifain.

Después de que ésta así se hubiese esfumado, los elfos intentaron convencerse de que Ellifain quizá había renunciado a su obsesivo propósito de acabar con Drizzt. Pero Tarathiel e Innovindil lo dudaban. Ellifain era presa de una furia asesina y de una sed de venganza que iban mucho más allá de cuanto los elfos hubieran conocido.

—Como sus vecinos que somos, tenemos la responsabilidad de poner al rey Bruenor sobre aviso —dijo Tarathiel.

—¿Me están diciendo que tenemos una responsabilidad con los enanos?

—La tenemos, y por una razón: porque a Ellifain no la guía ningún propósito moral.

Innovindil consideró la respuesta de Tarathiel durante unos segundos antes de asentir.

—Ellifain está convencida de que si consigue matar a Drizzt, pondrá punto final a esos recuerdos que atormentan su existencia —añadió—. Se diría que, para ella, matar a Drizzt viene a ser algo así como acabar con todos los drows, en venganza por lo que éstos hicieron con su familia.

—Con todo, si llega a enterarse de que los demás están al corriente de sus propósitos, es posible que acabe optando por quitarse la propia vida —adujo Tarathiel.

Innovindil se lo quedó mirando con un destello de angustia en la mirada.

—Tal vez fuera lo mejor —concedió Innovindil, fijando los ojos en Tarathiel.

La expresión de éste se ensombreció por un instante, hasta que la sencilla lógica de las palabras de Innovindil terminó de hacerse palmaria. Era cierto que Ellifain, la verdadera Ellifain, había muerto aquella noche lejana en el campo iluminado por la luna. Era cierto que su espíritu seguía muerto desde entonces.

—No me parece adecuado que sean precisamente Ivan y Pikel Rebolludo los que tengan que transmitir ese mensaje al rey Bruenor —apuntó Innovindil.

Una ligera sonrisa cruzó el rostro de Tarathiel, quien entendía adónde quería ir a parar su compañera.

—Esos dos son muy capaces de confundir los términos del mensaje y acabar provocando una guerra entre Mithril Hall y el Bosque de la Luna —agregó ella, con una risita.

—¡Ajá! —contestó Tarathiel, imitando a Pikel.

Los dos elfos se echaron a reír.

A pesar de sus risas, la mirada de Tarathiel acabó por encaminarse al cielo del crepúsculo, un cielo en el que unos fuegos rojizos relucían entre las nubes. Su alegría se disipó al instante. Ellifain se encontraba en esa dirección, al oeste. Y si no, estaba muerta. Ninguna de las dos posibilidades les dejaba opción de intervenir para salvarla.